Batallas históricas
LEPANTO: GUERRA NAVAL EN EL SIGLO XVI

Andrés Ortiz Garay[*]



La batalla de Lepanto marca un hito en la historia de la guerra naval. A partir de entonces, y aunque todavía por algún tiempo siguieran empleándose las antiguas tácticas, las batallas en el mar dependerían cada vez más de la inclusión de navíos de gran tamaño, cuyos altos costados iban erizados de cañones de hierro de alta potencia de fuego.



c Batallas históricas. Lepanto: Guerra naval en el siglo XVI

Para llegar al tipo de batallas navales que inauguró Lepanto, se había recorrido un largo camino desde que las barcazas de remos de los egipcios y los “pueblos del mar”[1] comenzaron a guerrear en el Mediterráneo entre dos y tres milenios antes. Pero en todo ese tiempo no habían cambiado esencialmente las formas del combate naval: embestida de los barcos con sus espolones para hundir al navío enemigo; ataque con armas arrojadizas sobre el enemigo para diezmarlo; flechas incendiarias primero o fuego griego a partir del siglo VI para quemar las naves; y finalmente el abordaje para librar la lucha cuerpo a cuerpo en los bajeles que aún quedaban a flote. Desde el siglo XV, sin embargo, el uso de armas de fuego se comenzó a generalizar y los barcos de guerra empezaron a ser dotados con cañones y falconetes para atacar a distancia.

Tácticas y armamentos aparte, la guerra en el mar involucra también a un implacable enemigo que no hace distingos al reclamar víctimas: “A diferencia de las batallas en tierra firme, donde las bajas dependen tan a menudo de la tecnología de la muerte y no del lugar donde se desarrolla la batalla, en la guerra naval el mar es el principal asesino” (Hanson, 2006: 45). Por eso, en muchas batallas marítimas han muerto ahogados gran cantidad de hombres, tantos o más de los que caían heridos directamente por las armas de sus adversarios (esto es aún más cierto para las guerras acontecidas antes de que se impusiera el uso de chalecos y botes salvavidas, es decir, en la mayor parte del tiempo en que se ha guerreado en el mar). Un ejemplo descollante de ese tipo de batallas es el de Salamina (28 de septiembre de 480 a. C.), librada durante la segunda guerra médica. Allí, combatieron más de mil trirremes de ambos bandos; los persas sufrieron la pérdida de más de doscientas naves hundidas; los tripulantes que pretendían huir sujetándose a los pecios de los naufragios fueron rematados con flechas y jabalinas, mientras que los pocos que habían logrado alcanzar la playa a nado fueron cazados sin misericordia por los hoplitas griegos. Según las crónicas, la mayoría de los persas y sus aliados murieron ahogados, pues muchos no sabían nadar. De acuerdo con un historiador militar moderno, la cifra de 40 mil muertos de la armada persa parece creíble, y estaría cerca del total de muertes en la batalla de Lepanto (en este caso, considerando las pérdidas de ambos bandos):


Batalla de Salamina, óleo de Wilhelm von Kaulbach


Salamina es una de las batallas más mortíferas de la historia de la guerra naval. En el pequeño estrecho donde se desarrolló la lucha perecieron más hombres que en Lepanto (entre 40 000 y 50 000), que en el desastre de la Armada Invencible (20 000-30 000), que, en Trafalgar, sumando las bajas francesas y españolas (14 000), que británicos en Jutlandia (6784) o que japoneses en Midway (2155) (Hanson, 2006: 48).

Al igual que la de Salamina, la batalla de la que nos ocuparemos, tuvo lugar en aguas someras en torno a la península griega del Peloponeso. Antes de abordar este evento, veamos algo del contexto histórico que le dio origen.

c El Imperio otomano

Tras las invasiones mongolas del siglo XIII, el imperio de los turcos selyúcidas se resquebrajó en un conglomerado de emiratos y pequeños estados que rivalizaban entre sí y con lo que quedaba del Imperio bizantino; poco a poco, se fue imponiendo sobre todos ellos un grupo tribal que –como los selyúcidas– provenía de las estepas asiáticas, se había islamizado bajo el credo sunita y había fundado un pequeño emirato que fue primero vasallo de los califas abasíes de Bagdad y luego del sultanato selyúcida de Rum. Ese pueblo, que aportaba guerreros montados a los ejércitos musulmanes, fue paulatinamente extendiendo su propio dominio en Asia Menor, sobre todo cuando los lideró su caudillo Osmán I (“Uthman”, en lengua turca), de cuyo nombre derivaría el apelativo con el que terminarían siendo mundialmente conocidos: turcos otomanos. A partir del gobierno de Osmán (1288-1326), dio comienzo la formación y expansión de un imperio que duraría cerca de siete centurias.

Desde finales del siglo XIV y principios del XV, el incremento del poder militar de los otomanos en el sureste de Europa y en el mar Mediterráneo obligó a los países cristianos a ponerse a la defensiva. Los turcos avanzaron hasta Kosovo en el centro de la península de los Balcanes (1389), Nicópolis a orillas del Danubio (1396), y Varna, en el mar Negro (1444), donde aplastaron la resistencia de los ejércitos de los principados cristianos, a pesar de que éstos habían sido reforzados por contingentes de cruzados de varios reinos de la Europa occidental.[2] Estos y otros encuentros prepararon la conquista de Constantinopla, la capital del Imperio bizantino que, para mediados del siglo XV, se hallaba reducido a algunas zonas colindantes con esa ciudad.

Osmán I, el fundador del Imperio otomano

Mehmed II el Conquistador (1451-1481) puso sitio a Constantinopla en abril de 1453. Tras dos meses de enconada lucha, la ciudad se rindió el 29 de mayo. Esto marcó no sólo la desaparición del milenario Imperio bizantino (o Imperio romano de Oriente), sino también –al menos para algunos historiadores– el final de la Edad Media europea. Tras esa victoria, la capital del Imperio otomano se trasladó a Constantinopla, que fue renombrada como Istambul en lengua turca. A partir de esa firme base y aprovechando el vacío dejado por los bizantinos, los otomanos se apoderaron de Grecia, los Balcanes y gran parte de la cuenca del Danubio. Su llegada a las cercanías de las comarcas italianas hizo que los venecianos reconocieran la soberanía otomana y les pagaran tributo. Además, el sultán otomano prosiguió la guerra contra Hungría, Moldavia y Polonia. El sultán Solimán el Magnífico murió en el cerco de Sziget, en Hungría, a fines de 1566; pero antes, en agosto de 1526, había derrotado a Luis II, rey de Hungría y Bohemia, en la batalla de Mohács, con lo cual quedaba abierta la toma de Budapest, la capital húngara. Los turcos se situaban así en las proximidades de la frontera con Austria, que pertenecía entonces a los dominios de Carlos V.



En el oriente, los turcos aplastaron la resistencia de la Persia safávida en 1514 y, después, el califa de Egipto cayó prisionero de los otomanos en 1517, con lo que cedió su dominio al sultán Selim I, lo que permitió que éste conquistara también Siria, Palestina y Arabia (y así se estableciera la soberanía turca en las ciudades sagradas del islam: Meca y Medina). En 1519, el señor de Argelia también admitió la soberanía de Selim; el reinado de este sultán (muerto en 1520) fue breve, pero muy importante, ya que aseguró las fronteras orientales del imperio, instauró la dominación otomana en algunas de las provincias más ricas del mundo árabe y obtuvo el control del comercio entre el Mediterráneo y el océano Índico. Así, para la fecha de su muerte, el Imperio otomano se extendía del Danubio al bajo Nilo y del Tigris y el Éufrates hasta el mar Adriático.

Cuando afirmaban su dominio sobre un territorio conquistado, los otomanos seguían la tradicional política islámica de tolerancia hacia los zimmíes (“gente del libro”), es decir, los judíos y cristianos, quienes tenían derecho de protección sobre sus vidas, propiedades y creencias religiosas siempre que guardasen obediencia al gobierno musulmán y pagaran los tributos que se les exigían. Aunque no hubo grandes esfuerzos para la conversión en masa de las poblaciones conquistadas, muchos cristianos adoptaron la religión islámica porque les convenía social y económicamente (se libraban de impuestos, y los hijos de familias pobres podían ascender en la escala social). Por eso también aceptaron el sistema del devshirme, que consistía en que cada cuatro años se llevaba a cabo una inspección en las provincias cristianas conquistadas a fin de seleccionar jóvenes a los que se llevaban para educarlos en la lengua y la religión turcas, los cuales, una vez aculturados, servían al sultán ocupando cargos gubernamentales. El devshirme permitía que tanto la administración imperial como los mandos del ejército se renovaran continuamente a través de un sistema basado en la meritocracia y no en la comunidad de sangre o la nobleza de nacimiento. Los jóvenes así adoctrinados resultaban ser fieles esclavos que respondían a los mandatos del sultán y de sus capitanes en la guerra.


Si bien la fuerza distintiva de los turcos fue durante mucho tiempo la caballería ligera con arcos compuestos y espadas cortas que usaba tácticas militares de los nómadas montados, similares a las de los mongoles, sus tropas de infantería
terrestre y naval eran muy avanzadas
en el esplendor del Imperio otomano
y se dice que fueron los primeros en
emplear cañones y mosquetes. Sin
embargo, las armas de fuego
europeas eran de mucha mayor
calidad; los arcabuceros españoles,
protegidos por corazas metálicas y
parapetados en sus naves de
costados altos, disparaban balas que
destrozaban los cuerpos de los turcos
que no portaban armadura o la tenían
muy escasa.

Los otomanos, en cambio, dependían más bien de poder acercarse a las naves enemigas para rociarlas con flechas y después caer en masa sobre los defensores que, casi todos heridos, habían logrado sobrevivir. En los combates a bordo de las galeras de uno y otro bando se peleaba con espadas, cimitarras, mazas, hachas y cuchillos.

Es posible decir que, para los otomanos, el peor corolario de la batalla fuese la pérdida de una generación de arqueros navales bien capacitados que murieron en Lepanto y provocaron así la tendencia a la desaparición definitiva de esta tradición militar turca.

El recurso a los cristianos conversos evitó en parte la amenaza que suponía el hecho de que los turcos oriundos adquiriesen poder y, por tanto, comenzasen una insurrección, al tiempo que era prueba fehaciente para todo el Imperio del dinamismo del islam […] Durante los siglos de existencia del Imperio fueron capturados y convertidos millones de cristianos […] El devshirme también ilustraba hasta qué punto la religión impregnaba todos los aspectos de la vida otomana. Los más grandes almirantes de la flota otomana del siglo XVI –Jayr al-Din, llamado Barbarroja, Uluj Alí (Uluch Alí) y Turgud Alí Bajá (Dragut)– eran europeos y cristianos de nacimiento. La propia madre del sultán Selim II, Haseki Hürrem Sultán, esposa de Solimán el Magnífico, era una cristiana ucraniana hija de un sacerdote. El gran visir, o primer ministro, del Imperio en la época de la batalla de Lepanto, Mehmet Sokulu, era un eslavo de los Balcanes. Parte del secreto del éxito marcial de los otomanos era su ambivalente relación con Europa, a la que cortejaban y odiaban a un tiempo, a la que robaban y con la que comerciaban, sin dejar de dar la bienvenida a los mercaderes occidentales, de secuestrar adolescentes europeos y de contratar a criminales renegados (Hanson, 2006: 294).

Pintura en miniatura otomana que muestra el registro de niños cristianos para el devshirme, 1558


El cuerpo militar de élite, los llamados jenízaros, fue un ejemplo descollante del sistema. Los jenízaros tuvieron probablemente su origen en la antigua tradición militar de los ejércitos árabes fundada supuestamente por el califa al-Mutasim (833-842), quien había recurrido a la conscripción de ejércitos de pueblos subyugados que se consideraban esclavos; este recurso se perfeccionó cuando los califas de Egipto reclutaron en sus filas a los guerreros mamelucos. Los jenízaros eran una especie de contraparte islámica a las órdenes monásticas de la cristiandad (como los templarios o los hospitalarios), pues estaban muy bien adiestrados militarmente, no se les permitía casarse y su herencia quedaba dentro de sus regimientos. Estas tropas constituían una excelente infantería y parte de ellas funcionaba como guardia personal del sultán. Pero, a pesar de su temible fama, los jenízaros no componían el grueso de los efectivos militares otomanos, pues se reclutaban muchos soldados mediante el sistema llamado timar, que se fundaba en las relaciones de vasallaje entre los caudillos feudales de la nobleza turca y sus siervos campesinos que entraban a filas bajo la obligación de apoyar a su señor en la guerra y con la esperanza de obtener una parte del botín. Por eso, las campañas de los otomanos eran, por lo general, relativamente breves, para no dejar en el abandono la producción agrícola.

c La guerra en el mar

La expansión otomana también se hizo sentir en el Mediterráneo, donde la guerra presentó vaivenes que favorecieron a uno u otro bando durante todo el siglo XVI. Ya en 1516, los musulmanes de Argel (llamados comúnmente “piratas de Berbería”) habían empezado a desplazar a los españoles de la costa norte de África; en 1522, el sultán Solimán el Magnífico arrebató la isla de Rodas a los caballeros hospitalarios, y sus flotas, al mando de Jayr al-Din “Barbarroja” (un cristiano renegado que se había convertido en el caudillo de los piratas de Argel), pusieron en jaque el dominio de Carlos V sobre el Mediterráneo occidental, realizando incursiones en las islas Baleares, en la costa española, y derrotando a una gran armada española en la batalla naval de Preveza (septiembre 1538), también en aguas griegas. Esta victoria posibilitó a los turcos saquear Niza y la isla de Menorca. La ventaja de los turcos se vio apuntalada por la posibilidad de contar con remeros griegos y albaneses que subieron a las galeras otomanas a cambio de una paga (además, tenían como galeotes a los prisioneros de guerra cristianos); por su parte, los barcos de Venecia y España dependían, en el primer caso, de los ciudadanos venecianos que eran pocos (y por eso Venecia nunca contó con grandes flotas de guerra), o de esclavos y criminales condenados en el caso español. Además, una amenaza grande contra España fue la de los corsarios berberiscos de Tetuán, Trípoli y Túnez que ponían en riesgo las rutas de navegación entre las penínsulas ibérica e italiana y con ello el abastecimiento de granos que España recibía desde Sicilia.


Batalla de Preveza de Ohannes Umed Behzad, pintado en 1866


En marzo de 1560, la armada española intentó apoderarse de Djerba, una isla frente a Trípoli, pero en la contraofensiva de los turcos, terminó perdiendo 42 de los 80 barcos que sitiaban el puerto. Los comandantes Gian Andrea Doria y el duque de Medinaceli (virrey de Sicilia), con el consentimiento de Felipe II, el monarca español, abandonaron a 18 mil soldados que tuvieron que capitular a fines de julio (muchos de ellos fueron destinados al servicio como remeros de las galeras otomanas). A pesar de esta aplastante derrota, la monarquía española sacó provecho de esa lección y emprendió un programa de rearme naval que posibilitó a España contar con unas 100 galeras en 1564. Gracias al rearme, la flota española tuvo éxito al enviar los refuerzos que permitieron a la Orden de los Caballeros Hospitalarios de San Juan y sus aliados derrotar a los turcos que habían puesto sitio a la isla de Malta en 1565.[3]

En esencia, estas guerras en el Mediterráneo seguían pautas milenarias con batallas en el agua que eran parte de una estrategia anfibia, en el sentido de que los movimientos de ejércitos y flotas se seguían de cerca y se apoyaban mutuamente en sus ataques (desde luego, cuando las distancias entre sus objetivos lo permitían). Muchas veces, las flotas trataban de colocarse al amparo de fortificaciones en tierra que les cubrían con su artillería. Pero los marinos europeos pronto se dieron cuenta de que la artillería de pólvora era un arma bastante compatible con los barcos, pues éstos eran vehículos diseñados para soportar cargas pesadas, entre las cuales estaban los cañones (algo que era un problema cuando los ejércitos terrestres debían transportarlos por caminos intransitables). Para solucionar los riesgos que implicaba el retroceso de las piezas artilleras en el espacio reducido de una nave, se inventaron soluciones como sujetar los cañones a la obra muerta, ajustarles mecanismos de freno y/o colocarlos en las líneas de menor resistencia del barco. Las primeras galeras artilladas hicieron precisamente esto último, al montar sus bocas de fuego en la proa, ya que desde tiempos antiguos ésta iba reforzada para embestir al contrario. Fue así como las galeras, sobre todo las de los navieros cristianos, se dotaron con cañones, culebrinas y pedreros; a veces, cada nave portaba hasta veinte de esas piezas, y muchas de ellas llevaban como arma principal un cañón de bronce de 175 mm que disparaba proyectiles de hierro de treinta kilos a distancias de hasta dos kilómetros.

Las galeras de guerra de la época de Lepanto tenían unos 50 metros de eslora y nueve de manga, entre 20 y 40 bancadas para los galeotes, con cinco hombres en cada una que movían remos de 12 metros de longitud (los galeotes o remeros iban encadenados a sus bancas, de manera que, si el barco se hundía, ellos eran arrastrados con él). Al ser más grandes que los antiguos trirremes, las galeras duplicaban o triplicaban el número de tripulantes, remeros y soldados de aquéllas, llegando a cuatrocientos o quinientos hombres en cada una, apiñados en espacios de unos trecientos metros cuadrados. Además de los cañones, contaban con un espolón de hierro que llegaba a medir siete metros y con el cual se embestía a las embarcaciones contrarias. Llevaban velas para las travesías, pero generalmente éstas se recogían durante la batalla y lo que las movía era la fuerza de los brazos de los galeotes, que llegaba a producir velocidades de ocho nudos durante una media hora. Las galeras llevaban suficiente agua potable para hacer travesías transmediterráneas sin tocar tierra durante veinte jornadas, pero eran sucias y se producían muchas muertes por enfermedad, sobre todo entre los galeotes. Sin embargo, las bajas eran muchas más al entrar en batalla:

Las galeras estaban siempre atestadas y sus tripulaciones morían destrozadas por la metralla y las balas de cañón, abrasadas por proyectiles incendiarios y acribilladas por las flechas y las balas de pequeño calibre. Como sus costados eran bajos y carecían de blindaje y techos de protección, cada descarga ocasionaba un número terrible de bajas (Hanson, 2006: 271).

Réplica de La Real en el Museo Marítimo de Barcelona,
fue la mayor galera de su tiempo y el buque insignia de
don Juan de Austria en la batalla de Lepanto

c La Santa Liga

El papa Pío V promovió la Santa Liga, constituida por España, Venecia, Malta y el ducado de Saboya

Dada la gran importancia que el papado de Roma concedía a la lucha contra los turcos otomanos, al subir al trono de San Pedro el papa Pío V,[4] en enero de 1566, se dieron los primeros pasos conducentes para la formación de una cruzada contra los infieles mahometanos. El papa temía que, si los turcos se apoderaban de las grandes islas del Mediterráneo, contarían con bases para lanzarse a la invasión de Italia, por lo que emitió un llamado a los más importantes príncipes cristianos para aliarse en contra de quien él consideraba el enemigo común. Pero no todos los gobernantes de la Europa Occidental tenían esa misma idea. El rey francés, por ejemplo, era aliado de los turcos, ya que ambos sostenían una contienda mortal contra la casa de Habsburgo (que reinaba en España, en el Sacro Imperio Romano y en Austria-Hungría); Venecia no quería romper con los otomanos para no arriesgase a perder Chipre y sus colonias en Oriente; el emperador de Alemania temía la guerra con ellos en su frontera oriental. Por su parte, Felipe II no deseaba tener nada que ver con una alianza que involucrara a los franceses, y como se hallaba ocupado militarmente contra la rebelión de los protestantes en los Países Bajos (Holanda, Bélgica y Flandes), se mostraba muy reacio a comprometerse en una guerra general contra los turcos.

Era hijo bastardo de Carlos V y hermanastro de Felipe II, quien le llevaba 18 años y le sobrevivió 20. Fue reconocido como miembro de la familia real en 1554 y recibió educación en la Universidad de Alcalá de Henares. Al notar su disposición para la carrera de las armas, su hermano le encargó combatir a los corsarios de Berbería y en 1568 lo nombró capitán general de las fuerzas enviadas contra los moriscos de las Alpujarras, rebelión que reprimió sin tentarse el corazón ante el asesinato y la deportación de hombres, mujeres y menores de edad.


Don Juan de Austria armado


Al convertirlo en el comandante de la armada de la Santa Liga –con la anuencia papal–, Felipe II hizo que algunos de sus hombres de confianza lo acompañaran como asesores (y quizá para asegurarse de que no haría nada contrario a sus intereses). La actuación de Juan de Austria en la batalla de Lepanto ha sido alabada como un ejemplo de valentía personal y arrojo, tanto así que se le consideró en su tiempo como un adalid de la cristiandad y como un príncipe magnánimo, ya que cedió el diezmo que le correspondía por la victoria para ser repartido entre los heridos en la batalla (aunque no se menciona a dónde fue a parar el enorme tesoro que llevaba la galera del principal almirante turco cuando fue abordada por los hombres de la nave capitana donde iba don Juan).

Parece que luego se le despertó la ambición, pues maquinó para realizar una invasión a Inglaterra, casarse con la depuesta María Estuardo y así convertirse en rey. Ese intento no prosperó y Felipe II lo envió a los Países Bajos para controlar la sublevación de los protestantes. Su actuación allí fue ambigua, pues si bien infligió derrotas a los protestantes, también se ha sostenido que trató de pactar con ellos para tener las manos libres en su proyecto de conquistar Inglaterra. En todo caso, el tiempo no le alcanzó, pues murió de fiebre tifoidea el 1 de octubre de 1578 cuando ponía sitio a la ciudad de Namur.


Sin embargo, el temor al avance mahometano sobre Chipre empujó a los venecianos a crear una liga militar con España, sobre todo cuando el pontífice de Roma les garantizó que Felipe II no aprovecharía la ocasión para aumentar sus territorios en Italia a costa de mermar los de la república veneciana. En 1570, se hizo un primer intento de reunir flotas cristianas para enfrentar a los turcos que sembraban el terror en las costas de Albania y las islas del mar Jónico, y se disponían a invadir Chipre (una isla del Mediterráneo oriental bajo soberanía veneciana).[5] Sin embargo, la morosidad y las desavenencias entre los jefes cristianos provocaron que pasase la temporada buena para la navegación en el Mediterráneo (julio y agosto) por lo que las flotas tuvieron que regresar a sus bases de origen para invernar.

Al año siguiente, en mayo de 1571, por fin se concretaron las negociaciones que dieron nacimiento a la Santa Liga (coalición de España, Venecia, Malta y el ducado de Saboya):[6] el día 25, Pío V hizo una solemne proclamación al respecto en la basílica de San Pedro, pues consideraba su concreción como un triunfo personal y como el inicio de la nueva cruzada. El mando de las fuerzas coaligadas recayó en Juan de Austria, que se había distinguido en la represión de la segunda rebelión de las Alpujarras (1568-1570). Ésta fue un levantamiento de las poblaciones moriscas del antiguo reino de Granada, que resentían las nuevas leyes expedidas con el consentimiento de Felipe II para que dejaran de hablar árabe y abandonaran sus vestimentas y costumbres distintivas (además de sufrir la ruina de su industria de la seda). La Inquisición, la Audiencia de Granada y el ejército de don Juan reprimieron –a duras penas– la rebelión. Los españoles temían que los moriscos fueran apoyados por los turcos si éstos lograban apoderarse de Malta. Tras derrotar a los insurrectos, se dispersó a un número importante de moros andaluces por varias partes de España, para evitar el peligro de reincidencia de la rebelión.[7] Don Juan partió de Madrid el 6 de junio, en el camino reunió tropas y se detuvo en Nápoles para recibir la bendición papal y el estandarte consagrado de la Liga. Una vez reunida, la flota de la Santa Liga zarpó de Mesina el 16 de septiembre.

Reproducción del estandarte de la Santa Liga, que llevaba la Galera Real de don Juan de Austria

Por su parte, los turcos estaban desgastados después de una campaña de varios meses en el mar. A pesar de que las órdenes del sultán eran terminantes en cuanto a buscar a la flota enemiga y destruirla, en el campo turco se mostraba el mismo tipo de dudas y desavenencias que afectaban al cristiano: “… divagaban confusos, tímidos, inclinándose a esquivar un encuentro que pudiera tentar la fortuna. Con estarse al ancla, pensaban, avanzada como estaba la estación, tendrían los enemigos que volverse, resultando inútiles los enormes gastos que habían hecho para salir de sus puertos” (IHCN, s/f: 152).

Sin embargo, las propuestas de avance inmediato que hacían los capitanes más ardorosos de los turcos se vieron reforzadas por las noticias conseguidas por corsarios que se habían deslizado con embarcaciones pequeñas en los puertos de Mesina y Corfú: los barcos de los cristianos eran menos que los de la armada mahometana. Esto inclinó la balanza a favor de quienes querían presentar batalla. Cuando la armada turca salió del golfo de Lepanto (o más propiamente, golfo de Corinto) y abandonó la protección de la artillería situada en el puerto homónimo, los enemigos se encontraron frente a frente; ya no había posibilidad de escabullirse, se trataba de aprestarse para el encuentro o emprender una deshonrosa huida. Ninguno de los dos bandos intentó esto último.

c La batalla

La mañana del domingo 7 de octubre de 1571 era soleada, los adversarios se situaron en un frente de unos siete y medio kilómetros de largo en las cercanías del cabo Scrofa y la isla de Oxia. Hacia el mediodía, la naturaleza marcó un cambio importante, pues poco antes del inicio de las hostilidades, el viento cambió de dirección, soplando ahora hacia el este, en contra de los turcos, que tuvieron que amainar velas y sacar remos, perdiendo así velocidad; además, de esta suerte habrían de recibir el humo en la cara una vez que empezaran los disparos de los cañones. Justo entonces dio comienzo la batalla.

Los cristianos se aproximaron a las aguas del golfo de Lepanto con casi 300 naves venecianas, españolas y genovesas de distintos tamaños, 208 galeras, 6 galeazas, 26 galeones (que llegaron tarde y no participaron en la lucha) y otras 76 embarcaciones más pequeñas que en total sumaban una escuadra de 50 000 remeros y 30 000 soldados, un contingente pancristiano de un tamaño desconocido desde las Cruzadas. Aun así, esta fuerza era menor que la flota de casi 100 000 hombres y 230 barcos de gran tamaño del sultán, a los que se sumaban otros 80 equipados con cañones… [era] la mayor batalla de galeras desde Actium… Lepanto sería el último gran enfrentamiento entre galeras de la historia (Hanson, 2006: 276).

Müezzinzade Alí Pashá. Era yerno del sultán Selim II y se distinguió en la invasión de Chipre de 1570, por lo que se le encomendó la conducción de la flota que combatió en Lepanto. Cuando su nave, La Sultana, combatió contra La Real, nave insignia de don Juan, Alí recibió un disparo de mosquete en la cabeza, la cual le fue cortada para subirla en una pica y mostrarla ante los desmoralizados turcos.

Uluch Alí. Nació en Calabria, Italia, en 1519. Siendo adolescente fue capturado por los corsarios de Barbarroja y destinado a servir como galeote. Convertido al islam y por lo tanto hombre libre, se casó con la hija del capitán del barco donde servía y se dedicó al corso, colaborando muchas veces con Dragut (otro afamado corsario berberisco) en sus incursiones. Combatió en la batalla de Preveza y en el sitio de Malta. Luego fue nombrado bey (gobernador) de Argel. Su famosa maniobra en Lepanto estuvo a punto de cambiar el curso de la batalla y al menos logró causar el mayor número de bajas que sufrieron los cristianos. Fue el único de los altos mandos otomanos que logró escapar con vida del mortífero encuentro.


Las naves otomanas del centro sufrieron el embate del fuego apabullante de los cañones de galeazas y galeras cristianas,[8] pero el ala derecha turca se adelantó en un intento de rebasar la izquierda de los coaligados y, tras darles vuelta, atacarlos por la espalda. El comandante de la izquierda cristiana, Barbarigo, fue muerto con una terrible herida en el ojo, causada por la lluvia de flechas, balas y frascos de fuego que cayó en su nave. Luego de un combate fuertemente reñido, y de que su almirante Suluk hubiera sido decapitado y su cuerpo arrojado por la borda, los turcos cedieron y muchos bajeles vararon en los escollos, abandonados por sus tripulantes que intentaban alcanzar la playa a nado.

En el centro se desató una furiosa lucha que, más que batalla en forma, parecía una indescifrable melé en la que el humo enceguecía y el ruido de trompetas, gritos y choque de armas ensordecía, sin permitir distinguir bien a bien de dónde llegaban balas, flechas o metralla. Tras hora y media de espantosa carnicería, en la que el almirante turco Alí Bajá fue muerto, los cristianos alcanzaban la victoria en ese segmento. Mientras tanto, el ala izquierda turca, comandada por Uluch Alí, aprovechó el hueco en la formación cristiana producido por la navegación de las naves de Andrea Doria mar afuera (ésta era el ala derecha de los cristianos, que quizá trataba de envolver a los contrarios con ese desplazamiento) y se lanzó contra el desprotegido centro de los coligados.[9] Esta acción estuvo a punto de convertir la parcial victoria cristiana en una gran derrota, pero el tiempo desperdiciado por los turcos en la captura de la nave capitana de Malta y otros bajeles, permitió la reacción de los cristianos y la vuelta de Doria, con lo que Uluch Alí decidió prudentemente emprender la retirada, cortando las amarras de las presas que remolcaba y poniendo proa hacia el este. Entonces, Juan de Austria llamó a reunión a toda la flota y, ante la inminente tempestad que se aproximaba, dirigió a la flota a la seguridad representada por el cercano puerto de Patras.



Hay discrepancias entre los historiadores acerca de lo que pesó decisivamente en la batalla de Lepanto: por ejemplo, Victor Hanson otorga la mayor importancia al poder de fuego de la armada de la Santa Alianza al decir que en escasos treinta minutos el cañoneo de cuatro grandes galeazas cristianas había acabado con cerca de un tercio de la escuadra otomana (entre barcos hundidos, inutilizados o dispersos);[10] mientras que, por su parte, John Keegan argumenta que “la victoria no fue consecuencia de las maniobras con remo, ni del peso de la artillería, sino el resultado del enfrentamiento a corta distancia entre las tripulaciones de ambos bandos” (1995: 403). De cualquier modo, parece indudable que cuando las galeras contrarias quedaban enganchadas por los costados, la potencia y efectividad de las armas de fuego personales de los cristianos hicieron estragos mucho más contundentes que las flechas turcas. Además, en esta batalla, los 28 000 soldados de infantería españoles –entre los que había un contingente de 7300 mercenarios alemanes– lucharon despiadadamente, al grado de que, al contrario de lo consignado por muchas obras literarias occidentales, ellos, y no los musulmanes, eran los que realmente se podrían calificar como “fanáticos”.

Hacia las 15:30 de aquel domingo de octubre, poco más de cuatro horas después de que las galeazas abrieran fuego, la batalla había terminado. Más de 150 musulmanes y cristianos cayeron por cada minuto de lucha. Es decir, Lepanto se saldó con unos 40 000 muertos[11] –amén de los millares de combatientes que cayeron heridos o desaparecieron–, lo que la sitúa, junto con Salamina, Cannas y el Somme, como una de las batallas de un solo día más sangrientas de la historia de la guerra. Cuando concluyó, dos terceras partes de las galeras de la gran flota mediterránea del Imperio otomano flotaban destrozadas, convertidas en despojos, o eran remolcadas por las naves cristianas que regresaban hacia Occidente (Hanson, 2006: 269).

Batalla naval de Lepanto, Vicente Urrabieta, litografía, Biblioteca Nacional de España


España perdió 15 capitanes, Venecia 17 y la Orden de San Juan casi a todos. Los heridos llenarían una lista mucho más larga, en la que destacarían el almirante don Juan de Austria y un soldado de la galera Marquesa, llamado Miguel de Cervantes Saavedra, que fue herido en la mano izquierda y perdió el movimiento de ella (según se dijo después, con cierta gracia, que la perdió para gloria de la diestra). Entre los jefes de la armada turca, la mortandad fue mucho más grande, pues sólo dos de los principales se libraron de la muerte y escaparon con libertad.


Cervantes peleando sobre la galera Marquesa


Una importante consecuencia de la batalla es que se resquebrajó la idea de que los turcos eran invencibles en el combate naval. El propio “manco de Lepanto” se refirió a esto en su inmortal obra: “…el desengaño del mundo y de todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar” (apud IHCN, s/f: 166).

c Conclusión

La victoria espectacular de las fuerzas cristianas en Lepanto, en 1571, iba a compendiar para los contemporáneos las más gloriosas acciones de la cruzada contra el islam. Fue eterno motivo de orgullo para aquellos que, como Miguel de Cervantes, se habían batido en la batalla y podían mostrar las señales de sus heridas, y de agradecida admiración para los millones de hombres que veían en ella una liberación divina de la cristiandad, del poder del opresor. El propio don Juan apareció como la imagen resplandeciente del héroe cruzado, del hombre que había llevado a cabo grandes hazañas en nombre del Señor. Los trofeos de batalla fueron mostrados con orgullo y la victoria fue conmemorada en cuadros, medallas y tapices.[12] Pero, en realidad, la batalla de Lepanto resultó ser un triunfo curiosamente decepcionante y el intento de proseguirlo se vio coronado por un fracaso rotundo. Aunque don Juan se apoderó de Túnez en 1573, esta ciudad se perdió nuevamente al año siguiente y la lucha entre turcos y españoles terminó en un empate (Elliott, 2005: 260).

Chipre quedó en manos turcas, y un año después otra flota del sultán contaba con 220 barcos. La acción de los piratas norafricanos continuaba. Ciertamente, como lo escribió Cervantes, el mito de la invencibilidad turca en el mar quedaba roto, pero la cristiandad ganaba más que nada una victoria moral que le permitió desembarazarse de su complejo de inferioridad. Al morir el papa Pío V (mayo 1572), Felipe II desconoció lo pactado y ordenó a don Juan que no dejase salir a las galeras españolas, argumentando que se avecinaba una inexistente guerra con Francia (además, estaba enfrascado en la lucha separatista de los protestantes en los Países Bajos). La verdad es que no quería arriesgarse a una campaña en el lejano Levante, que era lo que pretendía Venecia, sino atacar a los musulmanes del norte africano, que representaban el verdadero problema para él. Venecia, decepcionada, arruinada y viendo que podía ganar más reconciliándose con el sultán, abandonó la Liga en marzo de 1573.

En 1581, los barcos ingleses comienzan a comerciar con los turcos y proveerles con estaño, elemento esencial para la fabricación de piezas de artillería. Un año después, Isabel I envió al primer embajador inglés ante la corte del sultán. Esto significaba una importante salida mercantil para los textiles ingleses, pero además había un interés político y militar: el embajador inglés propuso una alianza turco-inglesa contra España argumentando que tanto los protestantes como los musulmanes odiaban por igual a los idólatras católicos; Turquía debía atacar en el Mediterráneo para impedir así que la Armada Invencible se lanzara de lleno contra la isla británica. Pero Turquía ya no estaba para operaciones de tal grado de agresividad contra su antiguo enemigo y prefirió dar largas al asunto sin inmiscuirse verdaderamente en las luchas intestinas de los infieles cristianos.

c Referencias

ELLIOTT, J. H. (2005). La España imperial 1469-1716. Barcelona: Editorial Vicens Vives.

HANSON, V. (2006). Matanza y cultura. México: Fondo de Cultura Económica.

IHCN, Instituto de Historia y Cultura Naval (s/f). Batalla de Lepanto, Armada Española. En: <armada.mde.es/html/historiaarmada/tomo2/ tomo_02_10.pdf>. Ir al sitio

KEEGAN, J. (1995). Historia de la guerra. Barcelona: Editorial Planeta.

NOTAS

* Antropólogo que ha laborado en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista y el Instituto Nacional de Ecología; actualmente trabaja con Acción Cultural Madre Tierra, A. C. Para Correo del Maestro escribió la serie El fluir de la historia.
  1. Aunque se trata de un asunto muy debatido, la existencia de los “pueblos del mar” se ha relacionado con grupos migratorios que, descendiendo del norte, incursionaron por la península y las islas griegas, Anatolia, el Oriente Próximo y Egipto alrededor de 1200 a. C. Se supone que fueron los causantes de la destrucción de muchas ciudades en Asia Menor y la Grecia micénica. Entre las causas del triunfo de estos invasores, de los que poco se sabe, se cuentan el uso de armas de hierro y su experiencia en la navegación, que les permitía lanzar ataques anfibios.
  2. En Nicópolis combatieron contingentes borgoñeses, ingleses, bávaros, alemanes, húngaros y franceses. En Varna hubo húngaros, polacos, alemanes, y caballeros del papado. Por su parte, los otomanos fueron apoyados por genoveses y serbios.
  3. Malta estaba defendida por los caballeros de San Juan, que pasaron grandes apuros para mantener su defensa hasta que los españoles llegaron con 100 galeras y 14 000 hombres; las fuerzas sitiadoras se dispersaran sin combatir contra aquel contingente de relevo, pues las fuerzas de España tenían la reputación de ser las mejor armadas en todo el Mediterráneo.
  4. Fraile dominico y Gran Inquisidor, fue elegido papa en 1566, cuando contaba con poco más de sesenta años. Financió con cargo al erario pontificio la participación de la Iglesia en las guerras santas en Francia contra los hugonotes y la expulsión de los judíos de los estados de su jurisdicción; excomulgó a Isabel I de Inglaterra. Murió al año siguiente de la batalla de Lepanto.
  5. Los turcos desembarcaron en julio de 1570 y el 9 de septiembre entraron en la capital, Nicosia.
  6. Por los términos del acuerdo, los tres aliados principales se comprometían a aportar anualmente los gastos de guerra a razón de tres partes por España, dos partes por Venecia y una parte por el papado. Felipe II abrió sus mercados italianos para abastecer a Venecia con granos a precios bajos.
  7. La deportación cobró un alto precio de vidas entre los moriscos. Encadenados y maltratados, de los 80 000 que partieron en el invierno de 1569-71, escoltados por las tropas de don Juan, al menos 30 por ciento pereció en el camino. Las tierras de los deportados fueron ocupadas por colonos cristianos que tampoco poseían una fe acendrada, pues provenían de regiones montañosas donde el clero católico instruido no actuó nunca.
  8. Cuatro de las seis galeazas venecianas participaron en el principio de la batalla. Las galeazas eran naves más grandes que las galeras y mejor artilladas.
  9. Esta maniobra recuerda mucho a la efectuada por Alejandro Magno y su caballería contra los persas en la batalla de Gaugamela (véase el número 254 de Correo del Maestro); pero, en este caso, no fue suficiente para ganar la victoria.
  10. En Wikipedia se dice que “…la potencia artillera de las galeazas no tuvo casi influencia en el combate, pero sirvieron para desbaratar la formación de combate turca, al adelantarse su cuerno derecho” (véase: <es.wikipedia.org/wiki/Batalla_de_Lepanto#El_combate>). Ir al sitio
  11. Las bajas de la Santa Liga contaron con entre ocho mil y diez mil muertos, veintiún mil heridos y diez galeras hundidas. Las fuentes cristianas han minimizado la matanza de turcos que, en innumerables casos, se realizó a sangre fría, fuera en las cubiertas de los barcos abordados o entre los que flotaban indefensos en el mar.
  12. El león alado de San Marcos aparece en muchos monumentos conmemorativos de la batalla en Venecia y hay famosos cuadros alusivo a ella de El Veronés, Tintoretto y Tiziano, entre otros grandes pintores. También se hicieron obras literarias al respecto, como la Canción de Lepanto de Fernando de Herrera, Shakespeare se inspiró en los capitanes de la Santa Liga para La Tempestad y, como ya mencioné, en El Quijote de Cervantes hay varias referencias a la batalla.
c Créditos fotográficos

- Imagen inicial: www.dream-alcala.com

- Foto 1: Wilhelm von Kaulbach en: commons.wikimedia.org

- Foto 2: Pintura en miniatura otomana en: commons.wikimedia.org

- Foto 3: Correo del Maestro a partir de commons.wikimedia.org

- Foto 4: miniaturasmilitaresalfonscanovas.blogspot.mx

- Foto 5: miniaturasmilitaresalfonscanovas.blogspot.mx

- Foto 6: Ali Amir Beg en: commons.wikimedia.org

- Foto 7: Ohannes Umed Behzad en: commons.wikimedia.org

- Foto 8: Fritz Geller-Grimm en: commons.wikimedia.org (CC BY-SA 2.5)

- Foto 9: Ad Meskens en: commons.wikimedia.org (CC BY-SA 4.0)

- Foto 10: Alonso Sánchez Coello en: commons.wikimedia.org

- Foto 11: El Greco en: commons.wikimedia.org

- Foto 12: commons.wikimedia.org

- Foto 13: Rafael Monleón en: commons.wikimedia.org

- Foto 14: commons.wikimedia.org

- Foto 15: commons.wikimedia.org

- Foto 16: Correo del Maestro a partir de historiaespana.es/edad-moderna/batalla-de-lepanto

- Foto 17: cervantes.bne.es/es/cronología

- Foto 18: Fondo Antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla en: commons.wikimedia.org (CC BY 2.0)