![]() El fluir de la historia EL RÍO PARANÁ: PILOTOS Y ADELANTADOS EN LAS VENAS DE SUDAMÉRICA Andrés Ortiz Garay[*] ![]() A fines del siglo XVIII, escribía el oficial Félix de Azuara que por ser impracticable la descripción de todos los ríos que fluían por los territorios que exploró, tan sólo daría noticia de los más grandes, que al unirse forman el Río de la Plata. En este artículo se aborda el tema de los primeros descubrimientos de ese inmenso sistema fluvial. El río Paraná: pilotos y adelantados en las venas de sudamérica
Las aguas continentales de Sudamérica se dividen alrededor de los 15° de latitud sur, en las mesetas de Cuiabá, en el estado brasileño de Mato Grosso, prácticamente en el centro del subcontinente. Allí, a partir de elevaciones que fluctúan entre los 800 y 1200 metros sobre el nivel del mar (msnm), los escurrimientos toman caminos divergentes. Por un lado, rumbo al norte, bajan los que formarán parte de los ríos Amazonas y Tocantins; por el otro lado, hacia el sur, fluyen los que inician la cuenca del río Paraná. Aunque fijar en un lugar preciso el nacimiento de un gran río es una elección que siempre invita a la controversia,[1] podemos decir que el arroyo Itaembé, en el paralelo 20° sur, es una fuente del Paraná, que de allí hasta su desembocadura en el inmenso estuario del Río de la Plata recorre más de cuatro mil kilómetros (km); poco a poco, la corriente se va engrosando, primero con los aportes de los ríos Iguazú y Paranaíba, y después con las aguas de otros tributarios, que en su conjunto forman una inmensa cuenca, la segunda en Sudamérica, por los 2 582 672 kilómetros cuadrados (km²) de su superficie –sólo superada por la del Amazonas– que abarca varias zonas situadas en cinco países: Bolivia, Paraguay, Brasil, Uruguay y Argentina.[2] Su caudal tiene un promedio de 17 400 m³ de agua por segundo pero, en época de crecientes, llega a 55 000. Debido a ese caudal y a la extensión de su cuenca, el Paraná, con sus afluentes, es uno de los siete mayores ríos del mundo. Al final de su gran periplo, contando el de sus ríos formadores, resulta con 4700 km, o sea, más largo que el Misisipi (Albornoz, 1997: 16).[3] La inmensidad de la cuenca paranaense se debe a que –como lo advierte el encabezado de este artículo– no se trata en realidad de un solo río con sus tributarios, sino de una verdadera urdimbre de corrientes y humedales que en su flujo enlaza distintas regiones fisiográficas. Por el oeste, el Pilcomayo y el Bermejo descienden desde alturas andinas a más de 3 mil metros sobre el nivel del mar (msnm) aportando así el paisaje de la montaña; por el norte, los tributarios principales del Paraguay y el alto Paraná descienden desde las mesetas del Mato Grosso, cuyas partes bajas son subtropicales y las altas tienen coronas de pinos y araucarias donde las heladas no son extrañas en los meses fríos; por el este, el Iguazú, primero, y el Uruguay, después, vierten sus aguas para alimentar el flujo de la gran corriente por las llanuras. En fin, un intrincado trazo con impresionantes cataratas (el Salto de las Siete Cascadas –Salto das Sete Quedas– y las cascadas de Iguazú son ejemplos descollantes), rápidos, islas fluviales de diversos tamaños, multitud de meandros, grandes pantanales e incontables junturas de ríos menores y arroyos que aquí no podemos ni siquiera enumerar. Todas esas aguas confluyen al final en el llamado Río de la Plata, que es la desembocadura del sistema fluvial del Paraná en el océano, una corriente que, no obstante su poca largura (unos trescientos kilómetros), es famosa por ser la más ancha del mundo (alrededor de doscientos veinte kilómetros en su máxima extensión), siendo en parte río y en parte estuario. Los paisajes originales del Paraná han sido transformados radicalmente por la acción humana. En gran parte de los 1550 km de su tramo brasileño, la vegetación subtropical que circundaba el lecho fluvial fue talada y remplazada por pastizales para la cría de ganado o por campos agrícolas. Para aprovechar los saltos y los rápidos, se construyeron embalses y presas (como las de Yacyretá e Itaipú) que inundaron valles y alteraron los regímenes naturales del río. El curso inferior del Paraná y la cuenca del Río de la Plata son actualmente zonas muy pobladas e industrializadas, donde el río es vena de comunicación y vía integradora del Mercosur al unir las estratégicas áreas del São Paulo brasileño, al norte, y el eje industrial argentino de Santa Fe-La Plata, al sur. No obstante estas transformaciones, varios de los antiguos nombres de los ríos que forman el sistema fluvial permanecen: Pilcomayo, Iguazú, Paraguay, Uruguay, etc. ![]() Creo que no es inverosímil que los antiguos pobladores indígenas hayan dado el nombre de Paraná al inmenso río precisamente por la grandeza de su desembocadura, al menos los hablantes de lenguas tupí-guaraníes,[4] pues, en esos idiomas, pará significa “mar”, y aná significa “pariente”, por lo que paraná se puede traducir como “pariente del mar”, “afín al mar, “el que es como el mar”, connotando la idea de que el río era tan grande como el océano. Un nombre que aplicado al estuario del Río de la Plata resultaría muy ajustado a la realidad, pues en él no se alcanzan a divisar sus orillas; en cambio, el equívoco nombre español que se perpetuó como denominación de ese estuario tuvo origen en las quiméricas ilusiones de los europeos que arribaron a la boca del Paraná en el siglo XVI y se internaron en el continente siguiendo los ramales del río. Pero antes de abordar esas primeras expediciones españolas en el Paraná, conviene decir algo sobre la importancia de dos confusas nociones que guiaron sus entradas por la América del Sur. ![]() ► Impresionantes cascadas, como las de Iguazú, además de rápidos, islas fluviales de diversos tamaños, multitud de meandros, grandes pantanales e incontables junturas de ríos menores y arroyos confluyen al final en el llamado Río de la Plata, que es la desembocadura del sistema fluvial del Paraná en el océano ▼ Consecuencias del Tratado de Tordesillas
Al final del siglo XIV, las aventuras exploratorias de Cristóbal Colón, Vasco da Gama y otros navegantes habían tenido como objetivo principal la búsqueda y dominación de una ruta marítima que permitiera a Europa occidental acceder a los mercados de las especias, sedas, porcelanas y otros codiciados productos del oriente de Asia sin tener que pagar los onerosos impuestos ni aceptar las humillantes condiciones que exigían los otomanos y demás musulmanes que entonces eran dueños de las rutas comerciales ya conocidas.[5] En ese tiempo, cargar un barco con especias y llevarlo de regreso a algún puerto europeo resultaba mucho más redituable –sobre todo a corto plazo– que tener una mina de oro. Ya en otro artículo de esta serie[6] abordé el asunto de que las coronas de España y Portugal, con la intermediación del Vaticano, establecieron acuerdos para repartirse la soberanía sobre las tierras que develaban los descubrimientos de los navegantes mencionados. Pero aquí es conveniente retomar ese asunto, pues esa repartición caracterizaría una disputa territorial vigente por varios siglos, y que aún hoy encuentra ecos en las diferencias culturales entre un Brasil de ascendencia portuguesa avecindado entre naciones hispanohablantes. La medición de las latitudes terrestres era un conocimiento que, perfeccionándose desde los tiempos de Alfonso X (los Libros del Saber de Astronomía del siglo XIII así lo prueban), llevó a los marinos del occidente cristiano a navegar en el mar abierto orientándose con relativa seguridad respecto a un eje norte-sur. Sin embargo, medir las longitudes geográficas para situarse en un eje este-oeste era otra cosa. Como la mayor dificultad relacionada con la determinación de la longitud tenía que ver con la precisión en la medición del tiempo de desplazamiento, fue hasta el siglo XVIII –con el perfeccionamiento de cronómetros y relojes mecánicos– cuando tal asunto se pudo resolver. Mientras tanto, ubicar la longitud donde se encontraba un barco continuó siendo un asunto errático. Como la línea delimitadora de las zonas de influencia de las coronas de España y Portugal se situó sobre un meridiano, el problema de la exactitud de los trazos fronterizos se volvería acuciante en el tiempo de la conquista y colonización emprendidas por esos dos reinos que se transformarían en grandes imperios. La bula del papa Alejandro VI Eximiae devotionis (3 de mayo de 1493) pretendía, por un lado, respetar los avances de Portugal sobre África y la ruta marítima que sus navíos ya dominaban en su camino hacia el Asia; mientras que, por el otro lado, le abría camino al avance español para navegar hacia el occidente con el mismo objetivo. Intuyendo que habría más descubrimientos, la decisión del papa abarcaba no sólo lo ya descubierto, sino también la tierra firme y las islas por descubrir, y así, fijó una frontera situada a cien leguas al occidente de las islas de Cabo Verde. Pero Portugal presionó para extender esa distancia y por eso se asentó, en el Tratado de Tordesillas, firmado por los representantes portugueses y españoles el 7 de junio de 1494, que la línea de separación y el meridiano divisorio correspondiente distase 370 leguas al occidente de esas islas. ![]() ► Tratado de Tordesillas, fechado el 7 de junio de 1494. El mapa muestra la línea de demarcación que a su paso dividió los dominios españoles y portugueses. Destacan las representaciones de los ríos Amazonas y Orinoco y la convergencia de los ríos Paraná y Uruguay en el Río de la Plata. Resultaría inútil describir aquí el engorroso y confuso método usado para establecer el meridiano de marras, pero sí es importante señalar que seis años después de la firma del tratado, barcos al mando del portugués Pedro Álvares Cabral anclaron en la costa del actual Brasil reclamando esa tierra para Portugal, pues argumentaron que estaba dentro de su zona de influencia, según las convenciones adoptadas en ese tratado. Desde luego, a partir de entonces y en todo momento, los portugueses buscarían extender lo más posible esa zona. Así, durante mucho tiempo continuó la polémica acerca de si lo pactado en Tordesillas constituía sólo una línea fronteriza en el hemisferio occidental o era un meridiano de ida y vuelta por todo el globo terráqueo, sobre todo tras la navegación por el Atlántico y el Pacífico que realizaron los barcos comandados por Magallanes y Elcano en 1519-1522. Finalmente, la confusión geográfica se resolvería mediante un arreglo político: España renunció a su soberanía sobre las Molucas (el archipiélago asiático donde se comerciaban varias de las especias más valoradas), para volcarse con más decisión a la colonización de la América continental, mientras que Portugal se afirmaba en Asia como un imperio marítimo-comercial. Sin embargo, en la mitad oriental de América del Sur, la disputa por los territorios fronterizos entre la colonia portuguesa de Brasil y las colonias españolas del Río de la Plata, el Uruguay y el Paraná-Paraguay no cesaría hasta el siglo XIX con la independencia de las naciones-estado sudamericanas.[7] ▼ La búsqueda de las quimeras
A la confusión en el trazo de fronteras se agregaron las ilusiones y fantasías de los exploradores europeos del siglo XVI. Una primera quimera era encontrar el estrecho de Anián, ansiado paso entre los mares del Norte y del Sur, es decir, una conexión entre el océano Atlántico y el Pacífico, que muchas veces imaginaron como un canal fluvial que posibilitaría la navegación entre Europa y Asia a través de América. Los intentos por encontrar esa vía se repiten en la exploración de todo el continente americano (desde Colón hasta Lewis y Clark) hasta que, agotadas las búsquedas, el canal de Panamá suplió con artificio lo que la naturaleza negó. Tal búsqueda también tuvo lugar en Sudamérica: En la imaginación exaltada de todos los quijotescos exploradores estaba arraigada la convicción de que existía un paso para atravesar el continente americano por la boca del Plata, o sea por el Paraná, para seguir al otro océano hacia las Molucas o islas de las especierías […] Dicho paso, aun después de la odisea de Magallanes, no podía ser otro que el Paraná y, por tanto, creían, era menester insistir en la exploración del misterio del curso de los ríos platenses (Albornoz, 1997: 23). Otra gran quimera fue la supuesta existencia del “rey blanco” y sus dominios, la “sierra de la plata”, que se suponía debían encontrarse en el interior del continente. Es confuso determinar cómo nació esta leyenda, pues comporta aspectos que luego probaron ser reales pero recubiertos con muchos detalles fantásticos. Es posible que durante los primeros contactos, los indígenas dieran a los europeos noticias sobre las míticas riquezas y los nebulosos pueblos que había más allá del Paraná, y lo hicieran al principio de buena fe; y que después, cuando comprobaron sin lugar a dudas que la pérfida codicia de los iberos por la plata y el oro era uno de sus rasgos constitutivos, les hablaran de ello como si en realidad hubieran visto directamente tales maravillas y siempre las situaban a gran distancia, en una lejanía indeterminada, que les ayudaba a deshacerse de los intrusivos y peligrosos visitantes. Sin embargo, es posible pensar que el “rey blanco” y la “sierra de la plata” sí existían en realidad; pero no sólo se trataba de plata, sino también de oro, pues parece que los rumores y cuentos esparcidos por los indios del Paraná, y creídos a pie juntillas por los españoles y lusitanos, se referían al imperio de los incas y sus riquezas, que fueron expuestos a los maravillados ojos de los europeos tras la conquista de Francisco Pizarro y sus huestes en 1539. Bastante entretuvo también y encendió la imaginación de los exploradores de la época la historia del País de los Césares, mito de una ciudad encantada de oro macizo que algunos llamaron Elelín o Trapalanda y de la cual se hablaba desde el Río de la Plata hasta los confines de Chile. Se llamó la Ciudad de “Los Césares” acaso porque el capitán Francisco César fue enviado con seis compañeros [uno de ellos su hermano, también de apellido César] por Gaboto desde el río Paraná a explorar tierras australes y lo que hoy se conoce como la Patagonia, siempre en busca del paso hacia el Pacífico. Cuando retornó llevó a Gaboto el cuento de una ciudad ideal, atestada de riquezas de oro y piedras preciosas donde todo era abundante y perfecto (Albornoz, 1997: 27-28). Parece que al menos dos expediciones llegaron a incursionar en tierras dominadas por los incas procediendo desde el este. Una fue conducida por Alejo García, uno de los náufragos dejados por Díaz de Solís, que en torno a 1521 partió desde la costa brasileña y atravesando el Chaco llegó hasta los contrafuertes de la cordillera andina. Otra fue la de cuatro portugueses anónimos que, por orden del capitán Martín Alonso de Sousa, partieron en 1531 del Paraná y, caminando por el sertón (el desierto chaquense de Bolivia), arribaron a las serranías del Perú. En ambos casos, los pocos europeos que marcharon al oeste iban acompañados por huestes de indios (guaraníes, tupíes y tamoyos) que se les unieron bajo las promesas del botín que arrebatarían al rey de los incas. Supuestamente apoderados de ricas ropas y numerosos objetos de oro, plata y cobre, los rapaces expedicionarios y sus aliados indios bajaron de regreso a las llanuras y alcanzaron la provincia del Paraguay; una vez allí, y quién sabe por qué desavenencias, los indios mataron a García y sus seguidores. En el caso de los portugueses, sucedió algo similar, pero peor, pues advertidos del gran botín que habían obtenido los primeros cuatro, otros portugueses se animaron a tratar de repetir la aventura sin mejor suerte. Al mando del capitán José Sedeño, partió una tropa de sesenta soldados y muchos guerreros indios: … bajando en canoas por el río Añembí, salieron al Paraná, y descendiendo por él, llegaron sobre el Salto, donde tomaron puerto […] llevando su derrota para el río Paraguay, donde Alejo García había quedado; lo cual visto por los indios que habían sido agresores de su muerte, convocaron a los comarcanos a tomar las armas contra ellos para impedirles el paso; y dándoles muchos rebatos, pelearon contra los portugueses en campo raso, donde mataron al capitán Sedeño, con cuya muerte fueron constreñidos los soldados a retirarse con pérdida de muchos compañeros, y tornando al paraje del río Paraná, los indios de aquel territorio con malicia y traición ofrecieron a darles pasaje en sus canoas […] en medio del río las abrieron y anegaron, donde con el peso de las armas los más se ahogaron, y algunos que cogieron vivos, los mataron a flechazos sin dejar ninguno a vida; lo cual pudieron hacer con facilidad por ser grandes nadadores, y criados en aquella navegación, y sin ningún embarazo que les impidiese por ser gente desnuda […] (Díaz de Guzmán, 2000: 83). El cronista Ruy Díaz de Guzmán agrega que, años después, los indios chiriguanos, emparentados con los guaraníes, salían de la provincia de Charcas y asolaban el Perú, donde hacían cautivos a sus habitantes y “en vez de comerlos, preferían venderlos” a los españoles y portugueses del Río de la Plata y Brasil. Seguramente este escritor exagera cuando dice que esos indios eran muy ricos en paños y sedas, vajillas de oro y plata, tenían muchos caballos ensillados e iban siempre armados con espadas y lanzas de puntas de metal, productos obtenidos en sus correrías; pero ese exceso en sus dichos no equivale a que no existiera un estado de cosas en el que, en efecto, hubiera partidas de indígenas que realizaban tal tipo de pillaje, ya fuera por cuenta propia o coludidos con europeos. ▼ Las exploraciones
Podemos considerar dos tipos básicos en las primeras expediciones del Paraná en el siglo XVI. Uno fue el de las conducidas por navegantes, llamados pilotos, que trataron de buscar el estrecho de Anián remontando el curso del río y que, al no encontrarlo, ni tampoco el camino fluvial hacia el “rey blanco” y la “sierra de la plata”, regresaron a España sin establecer asentamientos permanentes (aunque varios dejaron atrás a algunos de sus miembros). El otro tipo es el de los expedicionarios que fueron al Paraná con la orden de fundar poblaciones, tomar posesión de la tierra, “rescatar”[8] con los indios y tratar de evangelizarlos; éstos serán la simiente de la colonización española de Argentina, Uruguay, Paraguay y parte de Bolivia y les llamaremos aquí las expediciones de los adelantados. Los pilotos Los primeros en avistar el Río de la Plata en 1502 fueron el florentino Américo Vespucio y los hombres de su tripulación que servían al rey de España. Después, en 1512, Juan Díaz de Solís, vecino de Lebrija, en Andalucía, quien ya había viajado por la costa brasileña con Vicente Yáñez Pinzón (uno de los compañeros de Cristóbal Colón) y era entonces piloto mayor del rey, llegó al Paranaguazú, pero, tras el naufragio de una de sus dos carabelas, tuvo que regresar a España. Luego, en 1515, él mismo costeó con su propio peculio la navegación que le llevó hasta la desembocadura del Río de la Plata (para entonces ya circulaba la noticia de que Vasco Núñez de Balboa había “descubierto” la mar del Sur en 1513), por lo que Díaz de Solís recorrió la costa americana del Atlántico en busca del paso hacia el Pacífico, y más abajo del cabo de San Agustín fue a dar, cerca de los 40 grados de latitud sur, con el gran estuario. “Ancló en un puerto que llamó Nuestra Señora de la Candelaria, por ser el 2 de febrero de 1516 […] Prosiguió entonces por el gran río […] [y al notar que las aguas no eran saladas] le puso el nombre de Santa María de la Mar Dulce” (Albornoz, 1997: 36). Continuando en una de sus carabelas río arriba, Díaz de Solís y algunos de sus hombres llegaron a lo que hoy es un pueblo llamado Carmelo; allí desembarcaron y pronto fueron atacados por los indios charrúas, que les acometieron a flechazos. Muchos españoles fueron heridos de muerte, entre ellos el propio capitán Solís, de quien se dijo que fue arrastrado por los indios al interior de los bosques, de donde después se vieron brotar espesas humaredas, por lo cual, los sobrevivientes concluyeron que Solís y sus compañeros habían sido devorados por los indios caníbales. De regreso en la costa, donde habían dejado los otros barcos, se eligió capitán al cuñado de Solís y, consternados, los españoles decidieron regresar a su tierra. En los mapas que se levantaron de esta travesía, el río fue llamado de Solís, para honrar al capitán caído, nombre que prevalecería durante algún tiempo. ![]() ► Fernando de Magallanes También en busca del paso interoceánico, el intrépido Fernando de Magallanes recaló (con sus cinco navíos y 234 tripulantes) en el estuario platense en enero de 1520. Allí exploró el río de Solís durante unas semanas.[9] Los más pequeños de sus barcos entraron hasta la boca del río Uruguay y al delta interior del Paraná sin que les pareciese evidente que su avance a contracorriente les condujera por el ansiado paso. Finalmente, Magallanes decidió abandonar la búsqueda allí y volvió a salir al océano para continuarla más al sur. Como sabemos, su decisión sería correcta, pues en noviembre de 1520 logró doblar el cabo de Hornos y llegar al océano Pacífico. Aunque fue poco lo que esta expedición descubrió del Paraná, sí dejó un recuerdo perdurable sobre los indios del área circundante al Río de la Plata, ya que el cronista italiano de la expedición, Antonio Pigafetta, la consideró tierra de antropófagos, luego del desafortunado episodio sufrido por Solís. ![]() ► Sebastian Caboto En 1527, otras dos expediciones españolas llegan al estuario del Río de la Plata. Una al mando de Sebastián Caboto,[10] quien había hecho una capitulación (un contrato) con la corona española para repetir el viaje antes realizado por Magallanes, y la otra al mando de Diego García, contratado por comerciantes sevillanos para explorar las tierras del Plata. Al llegar a la costa de Santa Catalina, Caboto encontró a sobrevivientes de la armada de Solís (Enrique Montes, Melchor Ramírez y especialmente el ex grumete Francisco del Puerto, que había vivido once años entre los charrúas y le serviría de intérprete en esa lengua y la de los guaraníes), que le contaron sobre el “rey blanco” y la “sierra de la plata”. Encandilados por la codicia, Caboto y sus hombres torcieron el rumbo al encontrar el estuario y remontaron el río en busca de las míticas riquezas que supusieron que hallarían aguas arriba. Una pequeña parte de la tropa se quedó en un campamento en el estuario al que llamaron San Salvador. Al desobedecer los términos de la capitulación real, Caboto se arriesgaba a ser castigado por la corona, pero apostaba a que, si su aventura resultaba exitosa, tal vez podría obtener el perdón real. Unos meses después arribaron allí Diego García (1471-1535) y su gente, y este capitán montó en cólera al enterarse de la improvisada “entrada” de Caboto, que se le adelantaba. Aunque contaba con menos hombres, decidió ir tras él y le dio alcance en la desembocadura del río Pilcomayo en el Paraguay (cerca de la moderna Asunción). A duras penas se pudo evitar el derramamiento de sangre entre ambas partidas, y, cuando la cordura se impuso, ambos capitanes decidieron retornar juntos a España (1529) para que fuera el rey quien zanjara la disputa. Mientras allá entablaban una larga contienda judicial,[11] San Salvador fue destruida por un ataque de los indios, que mataron a la mayoría de sus pobladores y la incendiaron. Los adelantados Siguiendo la tradición originada en las Cruzadas y en la época de la Reconquista en la península ibérica, la figura del adelantado reunía las funciones de jefe militar y juez supremo responsable sólo ante el rey, y que en el caso de los territorios de América fue el caudillo de la exploración y la conquista. En la región del Paraná hubo cuatro adelantados entre 1535 y 1591: Pedro de Mendoza, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Juan Ortiz de Zárate y Juan Torres de Vera y Aragón. Pedro de Mendoza llegó al Río de la Plata con once navíos y unos mil doscientos soldados (entre los que había –además de españoles– alemanes, ingleses, italianos, lusitanos y flamencos). El propósito de la expedición era custodiar la línea de Tordesillas e impedir los avances de los portugueses hacia occidente. En febrero de 1536, Mendoza fundó el puerto de Santa María del Buen Aire (la actual Buenos Aires), que fue su primera base. De ahí envió a su lugarteniente Juan de Ayolas en busca de la codiciada “sierra de la plata”. Este capitán construyó el fuerte de Corpus Christi en junio, y en septiembre Mendoza lo alcanzó; ambos fundaron otro fuerte, Buena Esperanza, en la tierra de los indios timbúes y caracaráes. Al año siguiente, de regreso en Buenos Aires, Mendoza tuvo problemas con los indios querandíes; según cuenta el soldado-cronista Ulrico Schmidl,[12] como los querandíes no les llevaban de comer pescado y carne, Mendoza envió a su hermano Jorge para que los reprendiera, pero el amonestado fue él y tuvo que regresar humillado al campamento español. Entonces, el adelantado mandó una fuerza de 300 soldados de infantería y 30 jinetes que trabó un duro combate con los indios. Las boleadoras indígenas derribaron varios caballos, entre ellos el que montaba el capitán Jorge Mendoza, quien murió en la lucha al igual que varios de sus hombres; sin embargo, también con bastantes pérdidas, los indios se retiraron del campo. A partir de entonces, los españoles tuvieron que alimentarse a sí mismos: “… y quien quería comer un pescado tenía que andar las cuatro leguas de camino en su busca” (Schmidl, 1938: 48). A pesar de la pesca, el hambre cunde en la recién fundada Buenos Aires; cuando se agotan las ratas, víboras y otras sabandijas, se recurre a zapatos y cuero, pero ni eso es suficiente: Sucedió que tres españoles habían hurtado un caballo y se lo comieron a escondidas; esto se supo; así se los prendió y se les dio tormento para que confesaran el hecho; así fue pronunciada la sentencia que a los tres susodichos españoles se los condenara y ajusticiara y se los colgara en una horca […] Ni bien se los había ajusticiado y cada cual se fue a su casa y se hizo noche, aconteció […] por parte de otros españoles que ellos han cortado los muslos y unos pedazos de carne del cuerpo y los han llevado a su alojamiento y comido. También ha ocurrido entonces que un español se ha comido a su propio hermano que estaba muerto. Esto ha sucedido en el año de 1535 en nuestro día de Corpus Christi[13] (Schmidl, 1938: 49-50). ![]() ► Vista aérea del delta del río Paraná, cerca de Buenos Aires Buenos Aires sufrió así el asedio de los indígenas. De los dos mil hombres que allí estaban, la mitad murió a consecuencia de los combates, la enfermedad y el hambre. Mendoza, descorazonado por la muerte de su hermano y los fracasos, y enfermo de gravedad (es posible que tuviera sífilis), decidió regresar a España; nombró a Ayolas como teniente de gobernador en espera de lo que el rey decidiera que se debía hacer y se embarcó en mayo de 1537. Nunca volvió a su patria, pues murió durante la travesía. El segundo capitán que conduce la entrada de los españoles en la cuenca del Paraná es alguien de quien ya hemos hablado antes: Álvar Núñez Cabeza de Vaca (Ortiz, 2012). Tras su impresionante recorrido de ocho años (1528-1536) desde la península de La Florida hasta Culiacán y de allí a la Ciudad de México, este hombre incansable había regresado a España en 1537. Luego de arduas negociaciones con los representantes del rey, logró que se firmara una capitulación en la que se le otorgaban la calidad de adelantado, la dignidad de gobernador y un salario de 2 mil ducados al año más “la doceava parte de lo que conquistase y poblase”, a cambio de que de su propia bolsa (y la de sus socios) pagara los costos de la expedición. Además, tanto cargos como ganancias se condicionaban a que Juan de Ayolas, el lugarteniente dejado por Mendoza, ya no estuviera vivo, pues en caso contrario Cabeza de Vaca debería plegarse a su mando. Aceptando el riesgo, Cabeza de Vaca armó la expedición (para lo que gastó cerca de catorce mil ducados) y zarpó de Cádiz el 2 de diciembre de 1540 con dos naos y dos carabelas.[14] Cuatro meses más tarde, en marzo de 1541, los expedicionarios desembarcaron en la isla de Santa Catalina, en la costa de Brasil.[15] Poco después se enteraron de que Ayolas había muerto en una escaramuza contra los indios. Respecto al impresionante viaje de Cabeza de Vaca y su gente hacia el interior del subcontinente para llegar a Asunción, entonces la única colonia española que no había sido destruida por los indios hostiles, nos dice un estudioso de tal hazaña: La avanzada de la tierra la hizo un pequeño grupo, que transportó los caballos que le quedaban, los cuales le esperaron en la ribera de Itabazú, y el 18 de octubre de aquel año de 1541 parte Álvar Núñez de la isla hacia aquel río, no sin antes ordenar a su primo Pedro Estopiñán Cabeza de Vaca que se pusiese al frente de la expedición marítima. En total, componían los que iniciaban aquella entrada 250 arcabuceros, los dos frailes que hemos dicho, algunos indios de la isla y los 26 caballos que se habían salvado de la travesía […] caminaron durante cinco meses, recorriendo casi 400 leguas y casi la mitad de ellas tuvieron que abrirla y talarla […] Todo el mes de enero de 1542 transcurrió por estos parajes hasta llegar de nuevo al río Iguazú. En este nuevo encuentro con el famoso río, Álvar Núñez decide dividir la expedición: mientras él con 80 hombres seguirán su curso en canoas, el otro grupo, con los caballos, marcharía por tierra buscando el Paraná […] la última etapa, hasta la arribada a Asunción el 11 de marzo de 1542, fue muy pacífica, siendo bien acogidos por todos los pueblos guaraníes que cruzaron (Torres, s/f: 82-84). La segunda epopeya de Cabeza de Vaca es tan fabulosa como la primera: lo llevó desde la costa brasileña tierra adentro, por los pantanos y los ríos menores, hasta las impresionantes cataratas del caudaloso Iguazú y de ahí a Santa María de la Asunción, población que Domingo Martínez de Irala –el sucesor de Ayolas– había fundado en la confluencia de los ríos Pilcomayo y Paraguay. Después, Cabeza de Vaca encabezó otras entradas que llegaron hasta las fuentes del río Paraguay, siempre en busca de las quimeras del “rey blanco” y la “sierra de la plata”, a las que se unían ya los vagos relatos sobre unas misteriosas mujeres guerreras, las míticas amazonas.[16] Como Cabeza de Vaca no permitía a sus tropas realizar rescates que iban en prejuicio de los indios ni aprobaba las incursiones que sus capitanes querían efectuar –o efectuaban sin permiso– para saquear las aldeas, muchos de sus soldados no lo querían y le profesaban odio por no dejarlos enriquecerse a través del despojo. Por eso, bastantes de ellos se unieron al motín en su contra que condujeron el capitán Irala, el contador Felipe de Cáceres, un par de monjes franciscanos y otros más. Finalmente, lo tomaron preso –al igual que a sus seguidores incondicionales– y lo enviaron encadenado a España bajo la acusación de ir en contra de los intereses del rey y hasta de haber proclamado que Hernán Cortés había sido muy necio en “no alzarse con la tierra”, es decir, en no haberse independizado de la corona española. El proceso que se le siguió a Álvar Núñez duró de 1546 a 1552 y finalmente se le privó de los títulos de gobernador y adelantado prohibiéndole además regresar a la provincia del Río de la Plata bajo pena de muerte. Hasta allí llegan los datos fidedignos sobre él y las versiones varían entre que murió siendo juez en Sevilla o siendo prior en un monasterio de Valladolid; tampoco la fecha de su muerte es segura (se calcula que ocurrió entre 1559 y 1564). El desempeño del tercer adelantado, Juan Ortiz de Zárate (1515-1576), fue poco sobresaliente y lo único que mencionaré aquí sobre él es que durante su mandato, el capitán Juan de Garay fundó la ciudad de Santa Fe en noviembre de 1573 y que al morir, Ortiz dejó especificado en su testamento que le sucedería quien se casara con su hija Juana, que era descendiente directa de Túpac Yupanqui, uno de los últimos soberanos incas (esto fue posible porque la capitulación firmada por Ortiz de Zárate con el rey incluía “una segunda vida” como alcance del cargo que había obtenido). Así, a Juan Torres de Vera y Aragón (1527-1613) le cupo en suerte ser escogido como esposo por doña Juana y convertirse en el cuarto adelantado del Río de la Plata y el Paraguay. Con el apoyo de Juan de Garay y otros capitanes, Torres de Vera logró sofocar en junio de 1580 una rebelión conocida como “de los siete jefes”, que terminó con el triunfo de los realistas que apoyaban al rey Felipe II; también combatió con éxito a los indios guaycurúes; en 1588 fundó la población de Corrientes (confluencia de los ríos Paraná y Paraguay) y en 1593, la de Santiago de Jerez. El cronista Ruy Díaz de Guzmán[17] participó a su lado en varios hechos de armas contra los indios y fue nombrado lugarteniente y justicia mayor por el adelantado. A la historia de los adelantados españoles en el río Paraná seguirían la de las misiones jesuitas en el Paraguay (interesantemente retratadas en la película británica The Mission, filmada por Roland Joffé en 1986), la de las incursiones de los bandeirantes (tratantes de esclavos) portugueses más allá de la línea de Tordesillas, hasta la de las narrativas de los científicos Alcides d'Orbigny (viajó por el Paraná entre 1826 y 1833) o Charles Darwin (viajó de Buenos Aires a Santa Fe en 1832), pero, sobre todo, la del desarrollo de las provincias españolas de la cuenca del Paraná que basaron su prosperidad inicial en la crianza de ganados caballar, vacuno y caprino, multiplicados prontamente gracias a las favorables condiciones de los pastos y aguajes del sistema fluvial. Esa misma proliferación de caballos y reses en las pampas y la Patagonia del sur argentino hizo posible la tenaz y encarnizada resistencia opuesta por puelches, tehuelches, pehuelches y otros grupos indígenas a la conquista hasta fines del siglo XIX. Quizá en otra ocasión podremos abordar estas otras historias. ![]() Por ahora, terminemos este artículo haciendo una breve mención a Félix de Azara (1742-1821), militar, ingeniero, explorador, cartógrafo y naturalista español que viajó durante 20 años por la cuenca del Paraná en varias misiones oficiales, entre otras, la de levantar mapas de la región y el río. En una de sus obras acerca de la historia, la etnografía y la geografía del Paraná, Azara nos advierte que complementó su propio trabajo de campo leyendo las obras de los cronistas del siglo XVI a los que arriba nos hemos referido, y al hacer una especie de etnografía de 38 grupos étnicos nos dice: De modo que me he propuesto hacer saber el número y la situación de casi todas las naciones que hay y ha habido en aquel país, para que se puedan entender y corregir las relaciones antiguas. Éstas, como hechas por los conquistadores, multiplican el número de naciones y de indios, con la idea de dar esplendor a sus hazañas. Los historiadores que han copiado dichas relaciones, no las han corregido ni se han propuesto describir aquellas naciones. La mayor parte de las relaciones e historias convienen en asegurar, que casi todas las citadas naciones eran antropófagas, y que en la guerra usaban de flechas envenenadas, pero uno y otro lo creo falso, puesto que nadie de las mismas naciones come hoy carne humana, ni conoce tal veneno, ni conserva tradición de uno ni otro, no obstante de estar en el pie de que cuando se descubrió la América, y de que en nada han alterado sus otras costumbres antiguas (Azara, 2006: 57).♦ ▼ Referencias
ALBORNOZ, M. (1997). Biografía del Paraná. Buenos Aires: Ediciones El Elefante Blanco. AZARA, F. de (2006). Descripción e historia del Paraguay y del Río de la Plata. En Biblioteca Virtual Universal [en línea]: <www.biblioteca.org.ar/libros/130467.pdf>. Ir a sitio DÍAZ de Guzmán, R. (2000). La Argentina. Edición de Enrique de Gandía. Crónicas de América. Madrid: Dastin Historia. ORTIZ, A. (2012). Un viaje por los confines: el relato de Cabeza de Vaca, serie Palabras, libros, historias. En Correo del Maestro, núm. 196 (septiembre), pp. 16-31. SCHMIDL, U. (1938). Derrotero y viaje a España y las Indias. Traducción y comentarios del original alemán de Stuttgart por Edmundo Wernicke. Santa Fe: Instituto Social / Universidad Nacional del Litoral. TORRES, B. (s/f). Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Sevilla: Editoriales Andaluzas Unidas (Colección Forjadores de América). NOTAS* Antropólogo que ha laborado en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista y el Instituto Nacional de Ecología; actualmente trabaja con Acción Cultural Madre Tierra, A. C. Para Correo del Maestro escribió la serie Palabras, libros, historias.
▼ Créditos fotográficos
- Imagen inicial: www.periodpaper.com - Foto 1: Correo del Maestro - Foto 2: Shutterstock - Foto 3: www.mecd.gob.es - Foto 4: abcblogs.abc.es - Foto 5: www.loc.gov - Foto 6: commons.wikimedia.org - Foto 7: Shutterstock - Foto 8: Correo del Maestro |