¿A quién no le han contado
UN CUENTO DE VAQUEROS O PIRATAS?

Alma Karla Sandoval Arizabalo[*]


Aprendí a reconocer la completa y primitiva
dualidad del hombre; me di cuenta de que, de las
dos naturalezas que luchaban en el campo de batalla
de mi conciencia, aun cuando podía decirse con
razón que yo era cualquiera de las dos, ello se debía
únicamente a que era radicalmente ambas.

ROBERT LOUIS STEVENSON


¿Cuántos corsarios podría usted mencionar? Algunos más célebres que otros, por supuesto: Jack Rackham, Francis Drake, Anne Bonny, William Kidd, Mary Read, etc. Pero ninguno cuya historia se encuentre en un ropero de Yucatán y, mucho menos, que además de pirata, también sea un santo. He ahí la apuesta de Gerardo de la Cruz, la construcción de un personaje entrañable, ambiguo, tierno y sumamente divertido, cuyas aventuras fantásticas se suman a la tradición de una literatura que abreva en Salgari, Stevenson, Cervantes y hasta en Las mil y una noches por su toque intertextual. Hablamos de El Capitán Implacable, una noveleta editada por Alfaguara y disponible en las principales librerías de México desde agosto de 2018.



c ¿A quién no le han contado un cuento de vaqueros o piratas?

En palabras del reconocido crítico literario Mijaíl Bajtín, la risa en literatura es poderosa porque es el vehículo mediante el cual se rompen las fronteras entre el rey y los mendigos. El carnaval, pues, como locus de la gran literatura. Humor, ironía, pero también una constante reflexión veladamente filosófica es lo que De la Cruz teje en la historia de una familia del sureste que es a su vez la historia de la leyenda “negriblanca” de San Apolonio, un hombre que fue pirata o al revés: “No obstante, de la misma manera en que el musgo se confunde con la corteza y se pierde en las raíces de los árboles, la leyenda blanca y la negra se enmarañaron bajo la sombra de la duda y el rigorismo de la imprecisa ciencia histórica”, reza uno de los párrafos que dan fe de un tono solemne, pero travestido porque no lo es ciertamente, se trata de un juego de la voz narrativa, de un ludismo in situ por las aguas o las arenas dramáticas de este libro como carta navegante o carta de cronista que Su Majestad recibe.

Por ello, ya de entrada, el pacto de lectura propuesto en cada línea exige la admisión del tiempo del mito (que no el de la historia, aunque se cuente como tal) donde un león renuncia a devorar a un ser que se le ofrenda, donde La Vagamunda –la embarcación del pirata– es en sí misma un mundo propio. Esto sin mencionar una charla con el Destino y su enigmático retrato:

Hasta donde la memoria de Apolonio alcanzaba a imaginar, el Destino era delgado, mas de constitución gruesa; de su boca escapaba un cálido vaho, que al contacto con la piel helaba el hielo. Vestía una casaca de color azul intenso, casi negro, como el ojo de un remolino, y un sombrero de cuatro picos que apuntaban, con mayor exactitud que una brújula, hacia los cuatro puntos cardinales, sin margen de error. Sobre su cabeza se escuchaba un lejano rumor, un siseo, como el zumba que rezumba de una mosca, o más penetrante y combativo, como el de un mosquito.

Como vemos, imaginación en plenitud que no va dedicada solamente a los jóvenes, si bien la colección donde se publica El Capitán Implacable encuentre nicho ahí. Quizá una de las virtudes de las historias donde en cada capítulo se cierra un episodio y se presenta una pequeña sinopsis de lo que será contando, siguiendo así la forma de las antiguas crónicas que se fechaban siempre en “el año de nuestro Señor Jesucristo”, es la descolocación del aburrimiento, de la pesadez, de lo pedagógico. Lo digo porque el autor, resuelto y a su vez implacable con la caricia que propina a sus lectores, no escatima guiños históricos, parodias borgianas desde el promontorio de una invitación a iniciar en la lectura de los clásicos a quienes aún navegan por libros como puntos de partida.

De tal suerte, El Quijote es otra de las influencias decisivas en este cuento largo de altamar, pero también de pueblos mágicos que habitan personajes cuyos vínculos son totalmente humanos. Ningún lazo en esta historia prescinde de algún rasgo de carácter que nos recuerde lo mejor y lo peor de nuestra condición. No obstante, si colocáramos este libro en una balanza inexpugnable, encontraríamos que resulta más denso el contenido hilarante, muy quijotesco, ya se dijo, con que San Capitán (así es como debería también llamarse) tramita sus aventuras.

El amor, por supuesto, es una arista memorable. Por ende, llama la atención que en los tiempos que corren, donde el feminismo es una esquina insoslayable o un tramo del trayecto del discurso social que ya no se elude, en El Capitán Implacable encontremos a un santo que no lo es, pero que tampoco incurre en actitudes acendradamente machistas. La mujer de la que se enamora es una sirena al comienzo. Con todo, el protagonista no juega a ser Ulises, no es que abandone a Calipso en una isla y luego parta, egoísta, a la consecución de sus fines. El Capitán es Butes, el que sí se arroja, el que sí escucha el canto de la sirena porque en su entraña, el placer y el conocimiento van trenzados y significan felicidad rotunda. He ahí el inteligente proceder del personaje que sabe muy bien cuándo hacer de su indefensión, de su humidad, las mejores armas. Taoísmo puro, tal vez, o confianza en el destino, en la compleja pero también simple trama del “enamoramiento azaroso selectivo”, como se le conoce en este libro a ese sentimiento que nos lleva.

Volviendo a Bajtín, a la noción de cronotopo, esa mezcla de tiempos y espacios en las obras literarias cuya aleación consolida o no la materia narrada, poca queja encontramos en El Capitán Implacable porque la soltura del escritor, el dominio de los recursos de la ficción y el bien cuidado suministro de las revelaciones señalan la experiencia de un autor cuyo carisma bien puede equipararse al de Italo Calvino en El barón rampante si tomamos en cuenta la ironía, pero también el ethos iniciático de ambas historias. El Capitán Implacable se encuentra aprendiendo todo sobre la vida, pero asimismo enseñándonoslo. Los procedimientos de la estética que lo construyen son calvinistas si aludimos a Seis propuestas para el próximo milenio, conjunto de conferencias que el autor italiano preparó y no pudo pronunciar en Harvard, porque su muerte se lo impidió. En ese documento se indica que la literatura de este siglo debería ser leve, múltiple, exacta, visible, rápida y consistente.

De la Cruz acierta porque su personaje no es superficial, pero cae bien. Los acontecimientos que lo signan y los personajes resultan un amplio catálogo de estadios del ser. No sobran ni faltan palabras en cada capítulo de extensión que evita engolosinarse con digresiones o giros inútiles. Además, las descripciones son tan claras que el lector puede imaginar sin ambages a San Apolonio, así como el mar en sus ojos sorprendidos. Se trata de un libro que se lee rápido, pero no por ello carece de profundidad. En palabras de Milan Kundera, obedecería a varias llamadas: la del juego, la del tiempo, la del pensamiento y la del sueño, claro, porque el realismo desaparece como el tiempo en una aldea, pase mágico que confirma la estirpe de la narración, su maravilla bien montada, pues si las cosas no son como creemos, una leyenda blanquinegra tampoco.

Alentadora, pero no simplista, esta novela denuncia el vacío de una época en que cada vez menos se desea correr aventuras fuera de casa, aventuras de verdad, porque los libros poderosos nos eligen, nos trastocan, y entonces nos sacan del confort y nos obligan a dejar la casa para vivir vagando por dentro o desde afuera. Si es en una nave con mosquitos, santos y piratas, mucho mejor.



Reseña del libro:

Gerardo de la Cruz (2018). El Capitán Implacable. México: Alfaguara Juvenil, 176 pp.

Notas

* Poeta, narradora, periodista. Profesora de cátedra en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), campus Cuernavaca.

CORREO del MAESTRO • núm. 278 • julio 2019