Batallas históricas CANNAS: TRIUNFO Y FRACASO DE ANÍBAL Andrés Ortiz Garay[*] ![]() En una pequeña llanura del sur de Italia, la historia del antiguo mundo mediterráneo casi cambió cuando un ejército cartaginés aniquiló a las legiones romanas que le superaban en número. Desde entonces, el brillante triunfo de Aníbal Barca se ha considerado un modelo ejemplar de manejo táctico; sin embargo, tal victoria señalaría el principio de su fracaso final en el plano estratégico. Batallas históricas. Cannas: triunfo y fracaso de Aníbal
En el siglo III,[1] Roma había extendido su dominio por toda la península itálica, obteniendo no sólo tierras y prosperidad con sus primeras conquistas, sino también la adhesión de muchos pueblos itálicos y de las ciudades-Estado griegas del sur. Ya convertida en una potencia de la época helenística, se involucró en las disputas de las polis de Sicilia, con lo cual provocó un inevitable choque con Cartago, el imperio de origen fenicio que dominaba el Mediterráneo occidental. En un principio, Roma y Cartago habían mantenido relaciones pacíficas y se aliaron contra la invasión de Pirro a Italia;[2] pero, a mediados de siglo, sintiéndose con suficiente fuerza para retar a su rival, Roma apoyó al rey de Siracusa contra los aliados de Cartago y la guerra estalló. ▼ Cartago y su imperio
Los fenicios no formaron nunca una entidad política unida; aunque compartían lengua, cultura y costumbres, eran miembros de ciudades o reinos autónomos (como Biblos, Sidón o Tiro). Se ha propuesto que el término fenicio deriva del griego antiguo (phoínix, en singular, o phoínikes, en plural) y que su significado se relaciona con el tinte color púrpura que los fenicios usaban para teñir sus vestidos (obtenido de un molusco llamado múrice), en remembranza del tono rojizo de las tierras de Líbano y Siria (la Fenicia antigua) o por el matiz bronceado de la piel de su gente. ![]() Los comerciantes fenicios eran proveedores de un mercado de bienes suntuosos que incluía vidrio, tallas de marfil, objetos de maderas finas –los cedros de Líbano–, las telas púrpuras y otros productos. La antigua tradición marítima de los fenicios posibilitó que sus empresas comerciales se extendieran por todo el Mediterráneo hasta más allá de las Columnas de Hércules (estrecho de Gibraltar) en la costa atlántica del noroeste de África. Los fenicios establecieron colonias por toda la cuenca oeste del Mediterráneo;[3] una de las más importantes fue Qart Hadast, es decir, Ciudad Nueva (en referencia a que la habían fundado colonos provenientes de la ciudad de Tiro). Los mitos cuentan que Dido (“la errante”), heredera del trono de Tiro, fue depuesta por su hermano, y entonces, acompañada por algunos fieles sacerdotes y nobles (entre los que se hallaba un antepasado de Aníbal), huyó hasta el norte de África, en donde fundaron Qart Hadast. Poco después, Eneas, el príncipe troyano que había sobrevivido a la destrucción de su ciudad por los griegos, desembarcó en la nueva ciudad y durante un tiempo sostuvo un apasionado romance con la reina Dido. Pero los dioses del Olimpo apremiaron a Eneas a proseguir su misión, que era fundar una población con los sobrevivientes del holocausto troyano (la futura Roma), por lo que abandonó a Dido. Al ver partir las naves de su amante, ella se lanzó a una pira para acabar con su pena. Este mito establece así un primordial nexo trágico entre Cartago y Roma mediante la relación de sus respectivos fundadores. Es poco lo que se sabe con certeza de su vida temprana y personal; la carencia de fuentes cartaginesas permite que mucho de lo escrito sobre él se pueda calificar de tendencioso o fantástico. Algo más o menos seguro es que en su educación intervino un espartano llamado Sosilo, quien acaso le transmitió conocimientos militares y el ejemplo de Alejandro Magno como héroe favorito. No es claramente verídico el famoso juramento sagrado que supuestamente Aníbal realizó cuando tenía 9 años de edad (193). Según la leyenda, Amílcar incitó a su hijo a prometer al dios Melkart que siempre odiaría a los romanos y buscaría su destrucción a toda costa. Sobre este supuesto se ha basado durante siglos la explicación de la II Guerra Púnica. ![]() Busto de Aníbal A primera vista, la historia de Aníbal es una historia de odio, Al parecer, el odio propio y el ajeno marcaron su biografía desde los primeros años de juventud hasta el suicidio, desde el juramento ante el padre hasta el odio que sentían los romanos por el impotente exiliado. Sin duda, esta base esencialmente emocional no es falsa, aunque por sí sola no basta para valorar de manera adecuada la personalidad de Aníbal. Por otra parte, induce a aislar su persona y a pretender comprenderle sólo a partir de sí mismo, como ocurre en no pocas biografías y miniaturas modernas […] Por el contrario, para una obra concebida con un fundamento científico es importante ver a Aníbal en su campo relacional histórico, estructural y político. En otras palabras, es preciso tener en cuenta sus vínculos con la familia, la dinastía de jefes militares Bárcidas, y con las tradiciones de Cartago, su ciudad natal, vínculos que a su vez obligan a incluirle en la extensa «colonización» mediterránea de los fenicios (Christ, 2006: 7). ![]() Tapiz que según el historiador romano Tito Livio muestra a un joven Aníbal participando en un sacrificio en el que su padre le hace jurar odio eterno a Roma Aníbal siempre se caracterizó por estudiar a fondo la situación del enemigo, tanto en lo político como en lo militar. Su planificación de la guerra, en la que las alianzas con las tribus celtas serían cruciales, muestra que actuó con diplomacia, prudencia e inteligencia, no con el ciego furor inculcado por su padre que la tradición romanófila ha insistido en endilgarle. A pesar de la fascinación de esta leyenda, la verdad es que no hay certeza sobre la fecha de fundación de Cartago. Los estudios arqueológicos han develado que para el siglo VII, las construcciones del asentamiento ocupaban alrededor de cincuenta hectáreas. Tampoco es del todo clara la composición de su población, pero es seguro que predominaban los fenicios, como también lo fue pronto la vocación portuaria del lugar, que se llenó de dársenas, astilleros, arsenales y almacenes, y que en los tiempos de Aníbal contaba con un característico puerto circular para los barcos de guerra. En el siglo VI, los cartagineses tenían una presencia importante en las islas de Cerdeña, Córcega y Sicilia, y se aliaron con los etruscos para contener el avance de los griegos en las costas de los mares Tirreno e Ibérico. En 483, se realizó un pacto entre Persia y Cartago para coordinar una ofensiva cartaginesa sobre las polis de Sicilia, mientras Jerjes, el soberano persa, invadía Grecia. La derrota de los cartagineses en la batalla naval de Himera (480) retrasó su propio avance en la gran isla por varias décadas, pero también impidió que los helenos de la Magna Grecia enviaran auxilio a sus ciudades-madre. Respecto a la organización social de la república cartaginesa, no se conocen a fondo sus pormenores, pero es posible decir que contenía una clase aristocrática y oligárquica que era la dominante (terratenientes y grandes comerciantes), otra de ciudadanos libres (básicamente artesanos y marinos) que gozaban de ciertos derechos y algún nivel de autonomía en las colonias; por último, estaban las clases subordinadas, es decir, los campesinos y los estratos urbanos pobres, quienes en gran medida eran de origen étnico no fenicio. Un consejo integrado por trescientos miembros tomaba las decisiones más importantes, y había una élite militar que muchas veces estaba compuesta por miembros de una misma familia. Los ejércitos que comandaba esa élite eran generalmente de mercenarios y guerreros profesionales a los que se sumaban contingentes de pueblos aliados; sólo en las flotas de guerra actuaban en mayoría los ciudadanos cartagineses, quienes tripulaban los cuadrirremes y quinquerremes[4] que dieron a Cartago su hegemonía en los mares. En lo religioso, Melkart, dios de la fertilidad y el comercio, era una de las principales divinidades; se dice que, ante su altar, Aníbal juró no dar descanso a los romanos. A ese dios se sacrificaban niños, especialmente en tiempos de crisis. Esta práctica, que posiblemente tenía su lógica en varios sistemas religiosos de la antigüedad (¿desprenderse del bien más preciado para atraer la ayuda divina?), ya resultaba repulsiva para muchos de sus contemporáneos.[5] Por su parte, durante los siglos IV y III, la república de Roma había superado sus conflictos internos (luchas entre las clases patricias y plebeyas), asegurado su soberanía o sus alianzas con los otros pueblos itálicos y rechazado la peligrosa invasión del rey Pirro, con lo que se habían fortalecido su unidad territorial y su cohesión política. Al contrario de Cartago, el servicio militar implicaba a todos los ciudadanos romanos, desde los senadores aristócratas hasta los más desposeídos de la plebe; y lo mismo se aplicaba para sus aliados y clientes. ▼ Las guerras púnicas
El ejército de Cartago contaba con formaciones de falangistas armados con grandes lanzas de seis metros de largo que se apuntaban hacia el enemigo (de la séptima fila hacia atrás, las llevaban enhiestas para detener los proyectiles que lanzaba el enemigo). La unidad táctica más pequeña de una falange era llamada en griego syntagma, y constaba de dieciséis filas de dieciséis hombres cada una (es decir, doscientos cincuenta y seis falangistas); la falange ideal tenía sesenta y cuatro syntagmas (unos dieciséis mil individuos) agrupados en dos alas, cada una con su comandante. A la falange se le unían miles de tropas extranjeras que iban armadas de diversas maneras y tenían sus propios sistemas de combate; les acompañaban oficiales cartagineses que transmitían sus órdenes por medio de intérpretes a los jefes de estos contingentes. Los altos mandos cartagineses eran casi siempre aristócratas que se elegían en la asamblea del pueblo y estaban sujetos a las órdenes de los sufetes o primeros magistrados de la república. Desde el siglo V o antes, el servicio militar se volvió voluntario en Cartago y, por eso, sus fuerzas principales estaban compuestas por soldados profesionales, mercenarios y guerreros aliados, lo que las convertía en conglomerados pluriétnicos. Entre los más ![]() Jinete númida famosos de esos grupos estaban: la caballería ligera de Numidia (actual Argelia), formada por virtuosos jinetes que montaban a pelo e iban armados con jabalinas y arcos y flechas; los guerreros de la península ibérica, con escudos y yelmos de cuero y cuya arma principal era la falcata, espada corta de hierro que sirvió de modelo para el gladius, la clásica espada de los legionarios romanos, terrible en el combate cuerpo a cuerpo, pues hería con punta y con filo; los funditores de las islas Baleares (la etimología de este toponímico se relaciona con bala), que con sus venablos y hondas constituían la artillería de aquellos tiempos; los ligures que habitaban en la Galia Transalpina (región de la actual Costa Azul francesa) y formaban la infantería ligera en la vanguardia; los celtas y galos que luchaban semidesnudos blandiendo largas espadas para cortar de tajo y se protegían con grandes escudos; los libios, nombre aplicado a la población de origen norafricano, que formaban el grueso de la infantería ligera, armada con lanzas, puñales y caetra o pequeños escudos redondos. ![]() Un arma singular de los cartagineses eran los elefantes de guerra, cuya efectividad en el combate quizá tenía más que ver con el temor que su tamaño y sus barritos infundían en los contrincantes, que con sus legendarias formas de aplastarlos. También se usaban máquinas de guerra (catapultas, balistas y escorpiones), pero se dedicaban en mayor medida a los asedios de fortificaciones. Por otro lado, no cabe duda de que, durante mucho tiempo, el arma más destacada de Cartago fue su nutrida y poderosa flota de guerra que –según Polibio– llegó a componerse de trescientas naves y unos quince mil tripulantes. Puede afirmarse que las legiones que combatieron en las Guerras Púnicas se componían esencialmente de ciudadanos –legionarios–, que combatieron fehacientemente a favor del poder de Roma en el mundo. Mientras que, por su parte, Cartago combatió, sobre todo durante la campaña de Aníbal, apoyada en una palpable mayoría de mercenarios, guerreros de la urbe norafricana por dinero, por necesidad, o simplemente a la fuerza (Roselló, 2006: 111). Denominadas así porque los romanos llamaban en latín pūnicī (punos) a los cartagineses, abarcaron tres fases de lucha por el control de todo el occidente mediterráneo. Las dos primeras duraron alrededor de veinte años cada una (264-241 y 218-201, respectivamente) y la última tres (149-146). En sus etapas más álgidas, el conflicto se extendió por las islas mediterráneas, Italia, el norte de África, la península ibérica, la Provenza, los Alpes y parte de Grecia, pero sus repercusiones se hicieron sentir en todo el oriente helenístico. Lo que llevó el conflicto hasta sus últimas consecuencias fue precisamente la dimensión y duración de las luchas, con sus múltiples vicisitudes no sólo de batallas terrestres y navales, invasiones y ataques forzados, sino también de resistencia meramente dilatoria y fases de una guerra de desgaste, y sobre todo la increíble cantidad de pérdidas y víctimas. Puesto que en aquella época los cartagineses fueron “barbarizados” de manera sistemática por los romanos, tal como lo habían hecho anteriormente los griegos con los persas, desde la perspectiva de la mentalidad romana la lucha sólo podía acabar con el exterminio total de Cartago (Christ, 2006: 33). En la Primera Guerra Púnica, los romanos tuvieron que desarrollar un conocimiento decantado de la lucha en el mar; con su tenacidad característica, construyeron flotas que portaban un arma especial y que los llevaría a cosechar triunfos: en los navíos montaron puentes de abordaje (llamados cuervos) que con un garfio se sujetaban al bajel enemigo, así, la infantería podía abordar las naves del adversario: “… según la táctica romana en lo sucesivo una batalla naval ya no dependería de las maniobras de capitanes expertos, antes bien, sería decisiva la lucha cuerpo a cuerpo de infantería librada sobre los puentes de abordaje” (Christ, 2006: 36). A pesar de que esta nueva táctica sirvió a los romanos para contraponerse exitosamente a la secular pericia cartaginesa en el mar, la guerra continuó con victorias y reveses para ambos bandos. Una ofensiva naval en el año 241 dio por fin el triunfo a los romanos, quienes impusieron duras condiciones a Cartago, en especial su retiro de Sicilia y Córcega (importantes productores de cereal), y una indemnización cuantiosa. Amílcar Barca, el padre de Aníbal, fue el principal parlamentario cartaginés en la negociación del tratado de paz. Para colmo de males, al finalizar la guerra, Cartago sufrió un levantamiento de sus tropas mercenarias, a las que no había cubierto sus pagas; suprimir esta revuelta tomó bastante tiempo y tan sólo se logró después de grandes esfuerzos y de la intervención de Amílcar. Una lección que ambas potencias sacarían de la guerra, quizá sobre todo Cartago, fue que sus estructuras de mando militar necesitaban evolucionar para formar comandantes bien preparados. Después, la familia de los Bárcida encabezó un proyecto para devolver a Cartago su mermado esplendor: la expansión en la península ibérica para explotar los yacimientos de minerales en la región del río Guadalquivir y enrolar guerreros celtiberos en las filas cartaginesas. Amílcar y su yerno Asdrúbal se convirtieron en los jefes de esa empresa.[6] Si bien el dominio de la península costó la vida de ambos (murieron asesinados), es indudable que el predominio Bárcida estaba consolidado, pues en 221, Aníbal fue aclamado por las tropas como comandante en jefe del ejército ibérico, cargo ratificado enseguida por las autoridades de Cartago. Dos años después, Aníbal puso sitio a la ciudad de Sagunto, que era aliada de los romanos; el sitio duró ocho meses y en él Aníbal recibió una herida grave de la que se pudo recuperar. Finalmente, la ciudad cayó y no hubo clemencia para sus habitantes. Roma, que no había mandado refuerzos, reaccionó presentando un ultimátum a los cartagineses en el que demandaba la entrega de Aníbal y sus consejeros; Cartago lo rechazó y la embajada romana declaró la guerra. Se iniciaba así la Segunda Guerra Púnica. ▼ La campaña de Italia
En mayo de 218, cuando tenía alrededor de treinta años de edad, Aníbal condujo a un gran ejército que logró la inmortal hazaña de franquear los Alpes en pleno invierno para lanzarse sobre Italia desde el norte. En el trayecto se le unieron nutridos contingentes de guerreros celtas. En diciembre de 218, derrotó a los romanos en la batalla de Trebia; y en abril del siguiente año, sorprendió totalmente a otro ejército itálico en el lago Trasimeno, haciendo una gran matanza, en la que pereció el cónsul Flaminio. Roma nombró entonces dictador con grandes poderes militares a Quinto Fabio Máximo, a quien se le apodó Cunctator, es decir, “el que retrasa”, porque su estrategia fue evitar grandes confrontaciones con el ejército invasor y mantenerlo vigilado a fin de evitar que recibiera suministros y refuerzos del exterior. Fabio trataba así de negar más victorias a Aníbal e impedir el desaliento y deserción de los aliados de Roma.[7] Pero la política romana siguió su curso, se retiró a Fabio el cargo de dictador y se nombró a dos cónsules (Emilio Paulo y Terencio Varrón) para que por turnos diarios comandaran al más grande ejército que hasta entonces Roma había puesto en pie de guerra. Unos ochenta y nueve mil legionarios y seis mil jinetes marcharon desde las inmediaciones de Roma hasta el otro extremo de la península para enfrentar a quien ya se convertía en la peor pesadilla de Roma. ▼ La batalla
El encuentro ocurrió el 2 de agosto de 216 en la llanura de Cannas, situada entre el río Ofanto y las estribaciones del monte Altino. Los romanos eligieron el sitio porque calculaban que esos accidentes geográficos protegerían sus flancos contra alguna maniobra envolvente que intentara Aníbal, quien ya los había sorprendido antes aprovechando con maestría las condiciones climáticas y topográficas. El cónsul Varrón, quien se hallaba al mando aquel día, desoyó los consejos de su par que le instaba a no presentar un ataque al descubierto y ordenó desencadenar la lucha sin importarle el tórrido calor que hacía, ni los fuertes vientos que soplaban en su contra.[8] Además, confiando demasiado en la superioridad numérica de la que disponía, Varrón envió a su caballería e infantería en líneas demasiado apretadas que desaprovecharon la ventaja del número. Otro error romano fue haber lanzado al combate a la mayoría del ejército sin disponer casi de reservas (sólo unos diez mil hombres permanecieron en campamento y fueron casi los únicos que sobrevivieron). ![]() Por su parte, Aníbal tendió muy bien su trampa. Dispuso a su aguerrida caballería númida en el ala derecha (unos cuatro mil efectivos) y a sus ocho mil jinetes hispanos y galos en la izquierda. En el centro, él y su hermano Magón formaron a la infantería en una línea cóncava que fue cediendo terreno ordenadamente (aunque con gran pérdida de vidas) para atraer a los legionarios hacia el interior del cerco proyectado. Éste se completó cuando las caballerías de los dos flancos cartagineses dispersaron a sus bisoñas contrapartes romanas. A la caída de la tarde […] ya no quedaba espacio para luchar, y muy poco para morir. Debido a la asfixiante presión de sus compañeros, los legionarios romanos no podían retroceder ni avanzar, ni siquiera tenían sitio suficiente para manejar la espada. Los frenéticos iberos […] y los galos, semidesnudos, se les echaban encima. Los veteranos mercenarios africanos aparecieron de repente por sus flancos. Por retaguardia les llegaban los aullidos de los jinetes celtas, iberos y númidas. No había ninguna posibilidad de escape (Hanson, 2006: 123). En el sistema romano de gobierno destacaba el papel de los magistrados llamados cónsules; en cierta manera, eran los detentadores del poder que hoy llamaríamos ejecutivo, especialmente en el mando de las fuerzas armadas. Cada año se elegía a dos cónsules; muchas veces los dos cónsules coincidían en el mando de tropas encargadas de una misma operación y, en tal caso, se rotaban el mando supremo diariamente. Esto podía ser la causa –como lo fue en Cannas– de peligrosas desavenencias y tuvo que ser corregido tras la guerra contra Cartago. Enseguida se ofrecen algunos datos sobre los cónsules que destacaron como comandantes romanos en las guerras púnicas. Cayo Terencio Varrón, de orígenes humildes, era el representante de la facción plebeya. El historiador Tito Livio habla muy mal de él en su obra, pero el hecho de que después de Cannas haya seguido ocupando importantes cargos militares y que el senado romano le haya prodigado elogios por su conducta después de la batalla parece contradecir los dichos de Livio. En todo caso, parece no haber duda de que su carácter impulsivo y temerario tuvo bastante que ver en la derrota de Cannas, pues Varrón se hallaba al mando de las legiones el día de la batalla. ![]() Cayo Terencio Varrón ![]() Lucio Emilio Paulo, patricio campeón del partido aristocrático, es visto por los historiadores antiguos como una personalidad mucho más prudente que la de su par en el consulado. Paulo aconsejó posponer el encuentro con Aníbal en Cannas, pero su consejo fue desoído. Su muerte en la batalla que no había querido entablar fue cantada por el poeta Horacio y retratada por pintores del romanticismo como un acto de supremo heroísmo en combate. ![]() Publio Cornelio Escipión (236-184) “El africano”. Siendo muy joven, fue uno de los sobrevivientes de las batallas contra Aníbal; en 210 recibió el mando de la fuerza expedicionaria enviada a Hispania, a una edad excepcionalmente joven para un comandante de legiones. Capturó Cartago Nova y derrotó decisivamente a los cartagineses en la península en la batalla de Ilipa, cerca de la actual Sevilla (206). A pesar de su corta edad, fue elegido cónsul y así condujo la invasión romana a Cartago. ![]() Publio Cornelio Escipión Emiliano, hijo del conquistador de Macedonia y nieto adoptivo de “El africano”, comandó las legiones que en el año 146 tomaron Cartago tras un largo asedio culminado con un ataque frontal que por seis días seguidos involucró fieros combates cuerpo a cuerpo en las estrechas calles de la ciudad. Tras recibir órdenes del senado romano, Emiliano dirigió la destrucción total de la histórica enemiga de Roma. En buena medida, la batalla de Cannas es muy recordada no sólo por los magistrales movimientos tácticos ordenados por Aníbal, sino también por el horripilante número de muertos en ella. Los romanos sufrieron bajas espantosas, entre setenta mil (según Polibio) y cincuenta mil muertos (según Tito Livio), más once mil prisioneros (los heridos fueron rematados en el propio campo). Entre los muertos había poco más de cien senadores y magistrados romanos, incluido el cónsul Lucio Emilio Paulo. Las bajas cartaginesas fueron seis mil muertos y diez mil heridos. La destrucción de unos 50 000 italianos en una sola tarde –quizás más de doscientos hombres cayeron muertos o heridos cada minuto– fue en sí misma un enorme desafío físico a la fuerza muscular y el poder de la espada en una época en que no existían balas ni bombas […] A causa de las numerosas columnas de la formación romana y de las tácticas de envolvimiento de Aníbal, Cannas se convirtió en un campo de batalla inusualmente reducido, uno de los más pequeños que haya congregado a tantos hombres en la larga historia de las batallas de infantería. Durante el resto del verano del año 216 a. C., la llanura de Cannas siguió siendo un miasma de entrañas hediondas y carne y sangre pútridas (Hanson, 2006: 129). La derrota romana en Cannas puede atribuirse a la conjunción de tres factores cruciales: un mando y un despliegue defectuosos por parte de los romanos; un genio militar como comandante del ejército oponente; y la inexperiencia de las dieciséis legiones de romanos y aliados que habían sido reclutados a toda prisa y que posiblemente se hallaban desmoralizados por las derrotas y pérdidas de padres, hijos y hermanos que los invasores les habían infligido en los dos años anteriores. ![]() ▼ Conclusión
“Es cierto que los dioses no se lo conceden todo a una misma persona. Sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria.” Estas son las famosas palabras –según Tito Livio– que Mahárbal, el jefe de su caballería en Cannas, dirigió a Aníbal cuando éste hizo caso omiso a las exhortaciones que le hacía para marchar sobre Roma inmediatamente después de la victoria. Quizás el recuerdo del sitio de Sagunto, que le había costado tantos esfuerzos y vidas, tuvo que ver con la decisión de no sitiar Roma, ya fuese porque sobrestimó la capacidad romana de resistencia o porque mantenía una visión realista de las dificultadas que afrontaría. Por otra parte, un elemento fundamental en la estrategia de Aníbal era que los aliados de Roma en Italia le desertaran, pero esto no sucedió y fueron muy pocas las ciudades que cambiaron de bando, de manera que Aníbal y su ejército quedaron bastante aislados en el sur de Italia. Miles de años después de Cannas, cabe preguntarse por qué no marchó Aníbal sobre Roma luego de su gran victoria. La verdadera respuesta a este acto decisivo sigue abierta a discusión: Desde la antigüedad hasta los tiempos modernos, muchos han pensado que hubiera podido ganar la guerra si hubiera marchado inmediatamente a Roma después de Cannas. De cualquier forma, los romanos se vieron obligados a pelear durante dieciséis años en Italia, España, Grecia y África, lo que les causó bajas espantosas y un daño económico terrible antes de que pudieran imponerse. La guerra de Aníbal fue la mayor y más peligrosa de todas y se vieron forzados a combatir para lograr la conquista del Mediterráneo y el establecimiento de un imperio que duraría otros setecientos años y que por poco interrumpe ese desarrollo antes de que hubiera realmente comenzado (Kagan, 2003: 213). Aníbal y su ejército permanecieron todavía 13 años más en Italia, pero sin obtener ya grandes resultados. Los romanos se rehicieron y con otros disciplinados ejércitos atacaron, por un lado, a Hispania, con lo cual cortaron la base de aprovisionamiento de Aníbal, y por el otro, a Macedonia, que era la principal aliada de Cartago en el oriente mediterráneo. En 202, el cónsul Publio Cornelio Escipión llevó a sus legiones hasta las cercanías de Cartago, donde derrotó a Aníbal –que había regresado a su patria para rechazar la invasión– en la batalla de Zama. Ni Aníbal ni la antigua Qart Hadast sobrevivieron mucho tiempo a esa derrota; él murió en el año 183 en Bitinia –un reino del Asia Menor en donde se había refugiado de la persecución romana–: al saber que se planeaba entregarlo a sus perseguidores, se envenenó; y Cartago, su ciudad, fue completamente arrasada al final de la Tercera Guerra Púnica, en 146, setenta años después de la batalla de Cannas. ♦ ▼ Referencias
CHRIST, K. (2006). Aníbal. Barcelona: Herder Editorial. HANSON, V. D. (2006). Matanza y cultura. Batallas decisivas en el auge de la civilización occidental. México: Fondo de Cultura Económica / Turner. KAGAN, D. (2003). Sobre las causas de la guerra y la preservación de la paz. México: Fondo de Cultura Económica / Turner. ROSELLÓ, G. (2006). Cartago y la II Guerra Púnica. Oviedo: Septem Ediciones. NOTAS* Antropólogo que ha laborado en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista y el Instituto Nacional de Ecología; actualmente trabaja con Acción Cultural Madre Tierra, A. C. Para Correo del Maestro escribió la serie El fluir de la historia.
▼ Créditos fotográficos
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