![]() El fluir de la historia EL RÍO GRANDE: RÍO DE VARIAS HISTORIAS Andrés Ortiz Garay[*] ![]() Que este río tenga varias historias se ejemplifica ya desde el hecho de que se le conoce con dos nombres: unos le llaman Grande y otros Bravo. Esta duplicidad prolonga las historias en las que el río ha sido territorio de frontera: entre agricultores sedentarios y nómadas cazadores; entre indios originarios e hispanos colonizadores; entre mexicanos y estadounidenses. La historia de las exploraciones de su cauce que aquí se aborda también refleja esa diversidad. El fluir de la historia. El río Grande: río de varias historias
varios son los nombres que en el idioma español se han dado al río: Bravo, del Norte, Grande, de las Palmas y otros (véase tabla 1). Quizá esta sinonimia encuentra su explicación en el hecho de que su exploración y delimitación cartográfica se completaron por partes, en diferentes periodos, casi como armando un rompecabezas en el que los diversos tramos de su curso entraron poco a poco en el dominio de la historia y la geografía universales, hasta componer el todo. Desde luego, esta universalidad histórico-geográfica no es realmente tal, pues sólo responde a formas de conocimiento e interpretación determinadas por la civilización occidental (originada en Europa y luego trasplantada a América y otros continentes, pero que hoy es hegemónica en gran parte del planeta). Lamentablemente, de otras formas de entender y demarcar la geografía, y de contar la historia de ese río, sabemos muy poco. Tan poco, que Jemez o Chama son hoy los nombres de un par de afluentes del río, denominaciones a las que se les reconoce un origen autóctono –derivado de lenguas habladas por los indios de la región– pero cuyo significado original lo desconoce una inmensa mayoría. Entonces, pensemos que gran parte de la nomenclatura indígena sobre el río es algo que se perdió, quizá sin remedio. También es conveniente señalar que los primeros occidentales que avistaron la desembocadura o transitaron por otras partes de su cuenca no tenían en modo alguno la certeza que nosotros tenemos ahora acerca de la continuidad del curso del río. Tan es así que todavía en la actualidad, los modernos estudios historiográficos debaten, por ejemplo, si la boca en la que anclaron los navíos de Pineda era efectivamente la del río Grande, como piensan unos, o más bien la de otro río más al sur, el Pánuco, como afirman otros.[1] Quizá en el futuro resulte posible desentrañar este tipo de cuestiones; por lo pronto, conformémonos aquí con el conocimiento de al menos una de las posibles historias de la exploración del río Grande. ![]() ▼ La desembocadura del río entra en la historia
A fines del verano o principios del otoño de 1519 –casi tres décadas después del primer viaje de Cristóbal Colón a América, y casi al mismo tiempo en que Hernán Cortés se aprestaba a marchar desde la costa veracruzana hacia Tenochtitlan–, cuatro barcos con insignias españolas arriaron sus velas y anclaron frente a la boca de un río que sus instrumentos de navegación –astrolabios y cuadrantes– situaban algo más arriba del paralelo 25 de latitud norte. A diferencia de Cortés y su flota, que prácticamente habían escapado de Cuba para zafarse de la jefatura de Diego Velázquez, gobernador de esa isla, estos otros navegaban por encargo de Francisco de Garay, que era el gobernador de Jamaica y había instruido al comandante de la flotilla, el experto navegante Alonso Álvarez de Pineda, que con los 270 hombres a su mando explorara las costas de La Florida (nombre que los españoles daban en aquellos tiempos a todo el vasto lado norte del golfo de México). Al igual que otras navegaciones, ésta iba en busca de un pasaje marítimo que conectara el mar del Norte (el océano Atlántico) y el mar del Sur (el Pacífico), acortando la ruta hacia los ricos países del Oriente: la China, la India y las islas de las especias. La flotilla de Pineda contorneó la zona norte del golfo y en su viaje llegó a la desembocadura de un río que los españoles llamaron de las Palmas, ya que su curso, al menos en gran parte de los cerca de 30 kilómetros que los españoles se internaron río arriba, estaba repleto de ese tipo de plantas. Luego de 40 días en la zona, durante los cuales realizaron intercambios amistosos con los habitantes de las magras rancherías que encontraron a su paso, Pineda y sus hombres emprendieron el regreso a Jamaica. Así, es posible decir que Pineda y sus hombres fueron los primeros europeos que vieron una parte del río Grande. Al siguiente verano (1520), los españoles de Jamaica volvieron al río; eran casi la misma cantidad de hombres, pero esta vez venían en tres barcos y eran comandados por otro capitán, Diego de Camargo. Tras los primeros encuentros pacíficos, la creciente brutalidad de sus exigencias (comida, habitaciones, mujeres, etc.) colmó la paciencia de los nativos; estalló así una batalla en la que los españoles perdieron 18 hombres de armas y los siete caballos que llevaban. Obligados por los indígenas que iban en canoas, a abandonar uno de sus navíos, en los dos restantes se retiraron hasta la desembocadura del río y, una vez en altamar, Camargo y sus hombres decidieron desertar de las filas del gobernador de Jamaica e ir a Veracruz para unirse a Hernán Cortés en la conquista de México. El 25 de julio de 1523, una todavía más impresionante flota de 16 barcos y 750 hombres bien pertrechados –con arcabuces, ballestas, decenas de caballos y varias piezas de artillería– llegaron a la desembocadura del río de las Palmas al mando del mismísimo gobernador Garay. Tras buscar infructuosamente a Camargo y su gente, Garay cambió sus planes: en vez de fundar una colonia en las orillas del río como lo había planeado al principio, decidió marchar por tierra rumbo al sur con la mayor parte de su ejército, mientras sus naves lo seguían por mar, hasta arribar al río Pánuco, donde ambas fuerzas acordaron encontrarse. Garay suponía que así estaría en mejores posibilidades de hacer valer sus reclamos sobre los territorios del golfo. A partir de entonces comenzó a cumplirse el destino del río Grande como línea divisoria, como demarcador de fronteras. Ya en ese inicio de la colonización hispana, varios poderes se enfrentaban pretendiendo cada cual forjar su imperio, y aunque las tierras en cuestión ni siquiera se conocían del todo, el río de las Palmas –en este caso apenas la zona de su desembocadura– se constituyó en punto de referencia para establecer jurisdicciones. La Corona española tuvo mucha responsabilidad en el fomento de la disputa que a continuación se desató, pues otorgó permisos de colonización de territorios que se superponían tanto a Garay y Cortés, como a Nuño de Guzmán (a quien nombró gobernador de una provincia llamada Pánuco-Victoria) y a Pánfilo de Narváez (a quien nombró adelantado del rey en la Florida). A pesar de que a resultas de esas descuidadas concesiones pudo haberse producido una violenta contienda armada entre los conquistadores, de alguna manera la sangre no llegó al río, al menos no una sangre vertida en combates de españoles contra españoles, porque Cortés logró engatusar a Garay utilizando argucias administrativas y terminó llevándolo a la Ciudad de México, donde, un año después, el infortunado gobernador de Jamaica murió “con el corazón desecho” (Horgan, 1984: 92). Por su parte, Guzmán envió a un lugarteniente a explorar el río de las Palmas, quien regresó sin haber encontrado oro, riquezas ni gente civilizada; no mucho después, Guzmán fue trasladado por órdenes de la Corona al otro extremo de México, como gobernador de la Nueva Galicia. En tanto, Cortés, aunque muy interesado en avanzar sus conquistas hacia el norte, fue poco a poco dejado de lado por las ordenanzas reales y ya no pudo nunca encabezar una expedición hacia el noreste. De Narváez, que zarpó de Cuba rumbo a la Florida a principios de 1528 con cinco barcos, 400 hombres, 82 caballos y buen armamento, no hubo noticia durante varios años. ▼ Otra parte del río forma otra historia
Ocho años después, en marzo de 1536, cerca de la actual Culiacán, Sinaloa, cuatro sobrevivientes de la expedición de Narváez se encontraron con jinetes españoles, de las huestes de Nuño de Guzmán (quien tras competir infructuosamente por la jefatura de las regiones de los ríos Pánuco y de las Palmas, era entonces el gobernador de Nueva Galicia).[2] Esos cuatro hombres, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Andrés Dorantes y Alonso del Castillo (españoles) y Esteban (un africano negro, esclavo del capitán Dorantes),[3] causaron gran revuelo al contar las peripecias de su odisea. En julio de 1536, una vez llegados a la capital de Nueva España, tuvieron pláticas con las mayores autoridades, entre las que se contaban el virrey Antonio de Mendoza –que llegó a México en octubre de 1535 como el primero de los 64 que tuvo el virreinato novohispano– y Hernán Cortés, el marqués del Valle. Los relatos de Cabeza de Vaca y sus compañeros se convirtieron en fuerte acicate para la quimérica imaginación y la terrenal codicia de los conquistadores. ![]() Mientras preparaba una expedición mayor y para evitar que algún osado –por ejemplo el marqués del Valle– se le adelantara reclamando para sí la conquista de las fabulosas tierras del norte, el virrey Mendoza encargó al franciscano Marcos de Niza[4] realizar una exploración que corroborase lo dicho por los cuatro viajeros. Niza partió de Culiacán el 7 de marzo de 1539 y deambuló algunos meses a través de las actuales tierras de Sonora y Arizona. Según contó después, desde la lejanía había divisado una de las siete maravillosas ciudades de Cíbola, de las cuales dijo que eran muy ricas; sin embargo, el fraile decidió no aventurarse hasta las puertas de aquel lugar porque algunos de los indios que iban por delante acompañando a su guía Esteban (el mismo Esteban que había andado antes con Andrés Dorantes y Álvar Núñez Cabeza de Vaca) regresaron apesadumbrados adonde estaba el fraile para decirle que los habitantes de la ciudad habían asesinado al negro y a varios de sus compañeros. Entonces quizá Niza fue presa del pánico o tal vez pensó que si también él moría no habría quien diera noticia de su exploración; sea como fuere, el caso es que no entró a Cíbola, y para septiembre estaba de regreso en la Ciudad de México. Allí, lo que contó de su viaje no hizo sino avivar más aún la fiebre de la conquista. Así, a principios del siguiente año, 1540, desde Santiago de Compostela, Nayarit, el 23 de febrero partió una gran expedición, comandada por Francisco Vázquez de Coronado, en pos de las supuestas riquezas de aquello que los conquistadores imaginaban que sería un nuevo México-Tenochtitlan. Considerando los estándares de la época, la expedición de Coronado era en verdad grande, pues la componían entre trescientos y cuatrocientos españoles, alrededor de mil indios aliados y quién sabe cuántos sirvientes negros, mulatos y mestizos, además de bastantes caballos y mucho ganado para servir de alimento durante el trayecto.[5] Vázquez de Coronado había nacido en Salamanca como segundo hijo de una familia de la baja nobleza; por eso no fue el heredero del mayorazgo que su padre detentaba y optó por partir hacia la América para labrarse un buen destino. Llegó a la Ciudad de México a la edad de 25 años acompañando al virrey Mendoza –algunos dicen que era su sobrino–, de quien fue un favorito. Se casó poco después con Beatriz de Estrada, heredera de una considerable fortuna, y a los tres años de residir en la Nueva España fue nombrado gobernador de la Nueva Galicia. Gracias a los recursos adquiridos a través de su matrimonio, Coronado pudo asociarse con el virrey y otros potentados para financiar la expedición al norte. Ante la imposibilidad de encabezar él mismo tal expedición, Mendoza nombró a Coronado “general del ejército y gobernador de las provincias de Acus, Cíbola, las Siete Ciudades, los reinos de Marata y Totonteac”, nombres inventados con los que entonces se designaba a las desconocidas tierras del septentrión. La idea de encontrar oro, plata, piedras preciosas y otras riquezas convocó a muchos hidalgos españoles, en su mayoría jóvenes como su capitán; sin duda, el ofrecimiento de sueldo, armamento, equipo y alimento por parte del virrey y sus socios afirmó su vocación aventurera. También fueron muchos los indios que, voluntariamente o reclutados, formaron parte de la expedición, entre ellos un numeroso contingente de purhépechas (o tarascos) que se integraron al ejército durante su marcha por Michoacán y Jalisco. El historiador estadounidense Eugene Bolton hizo una notable observación acerca de unas mujeres que marcharon con aquella tropa, ya que en efecto, se les puede considerar como las primeras soldaderas de México. La soldadera no es una institución en México que empiece con Pancho Villa en el siglo veinte, como algunos lectores pudieran suponer. Al menos tres amazonas eran miembros de la expedición de Coronado; señaladamente, Francisca de Hozes, esposa de Alonso Sánchez, María Maldonado, esposa de Juan de Paradinas, un sastre, y la señora Caballero, esposa de Lope de Caballero (citado en Trueba, 1955: 24). Esta última mujer era indígena, posiblemente náhuatl. Es significativo que a diferencia de las otras dos, no se haya registrado su nombre de pila y sólo se le conozca por el apellido de su marido, seguramente un español. Pero esas tres no fueron las únicas mujeres en la expedición, muchas otras marcharon al lado de sus hombres y cargando a sus hijos. Ya que esas familias eran indias –quizá purhépechas, tlaxcaltecas, aztecas, pimas o de otras etnias–, desconocemos sus nombres y apellidos, pero sí sabemos que fueron parte de la tropa de Coronado. Culiacán, por entonces el punto firme más extremo de la avanzada española hacia el norte, era el lugar de reunión del gran ejército: allí se surtieron con las provisiones necesarias en tanto el ganado engordaba para alimentar a la gente. Impaciente, Coronado decide entonces partir antes. En su vanguardia marchan casi un centenar de soldados (con caballos, artefactos de metal y armas de fuego), peones para el servicio y una tropa de indias e indios. Y dado que la cristiandad era también un arma, fray Marcos de Niza y fray Juan de Padilla van con ellos. Coronado y su pequeña delantera atraviesan los ríos que hoy conocemos como Sinaloa, Fuerte, Mayo y Yaqui hasta llegar al Mátape. Pero de lo que había referido Niza acerca de buenos caminos e importantes poblaciones, casi nada es cierto. Las jornadas son difíciles y la extenuación, el hambre y la sed matan a parte de la caballada y a algunos indios, que desde luego son los que soportan las mayores cargas. En vez de grandes localidades, los escasos sitios habitados que encuentran son apenas pobres rancherías de pocas chozas, donde los pimas, habitantes de la región, sobreviven duramente con sus magros cultivos de maíz, frijol y calabaza. Poco más adelante les va un poco mejor al encontrarse con los ópatas, en las inmediaciones de Baviácora y la futura Arizpe, ya que estos indios cultivan tierras más fértiles y –de manera voluntaria o por la fuerza– les dan alimento. Siguiendo al norte el arroyo Bermejo, un afluente del río Gila, Coronado y su tropa encuentran por fin la primera de las siete ciudades de Cíbola.[6] Era el lugar que los nativos llamaban Hawikuh y tal vez la misma población que Niza ubicaba como el lugar donde había sido asesinado Esteban el negro. Quizá sí era ese mismo sitio, pues en esta otra ocasión los zuñis que allí habitaban también se negaron a aceptar la presencia de extraños y los combatieron; pero la superioridad de las armas españolas obligó a su pronta rendición. Lo mismo sucede luego en la siguiente región: Tuzayan, es decir, los pueblos de los indios hopis (Kawaiokuh, Awatobi, Sykiataki, Kuchoptuleva, Shungopovi, Mishongnovi y Oraiba) en cuatro altas mesetas. Tras varias escaramuzas con los invasores, los hopis también se rindieron. Para los conquistadores la sumisión de zuñis y hopis es decepcionante: en sus pueblos no hay oro, ni plata, ni nada que para los conquistadores valga la pena; sin embargo, Coronado y sus capitanes deciden seguir adelante al enterarse de que rumbo al este hay “extensas ciudades” a la orilla de un gran río. El 7 de septiembre de 1540, la avanzada de caballería de Coronado llegó a la orilla de un río al que los indígenas llamaban P’osoge, “el río grande”,[7] pero al que el capitán español Hernando de Alvarado (pariente de Pedro de Alvarado, el pelirrojo lugarteniente de Cortés en la conquista de Tenochtitlan) bautizó como río de Nuestra Señora, ya que el nacimiento de la Virgen María se conmemoraba al día siguiente. Poco después, hasta allí llegaron indios de varios pueblos de una región que los españoles entendieron que se llamaba Tiguex. Esos embajadores ofrecieron a los recién llegados comida, mantas de algodón y pieles bien curtidas de las vacas de Cíbola (que era el término utilizado por Cabeza de Vaca para denominar a los bisontes). Luego de recorrer parte de Tiguex, Alvarado mandó decir al general Coronado que estos pueblos eran más grandes y mejor construidos que los de Cíbola, por lo que los cuarteles de la tropa se podrían establecer en sus cercanías. A exigencias de los españoles, los nativos de Tiguex tuvieron que evacuar uno de sus pueblos (Alcanfor, cerca del actual Bernalillo, Nuevo México) para que allí invernara el resto del ejército invasor, que llegó a fines de noviembre. Así, la entrada de Coronado y su tropa simboliza otro inicio de la historia del río Grande. Pero en este caso, ese inicio fue más definitivo que el de las expediciones que habían llegado antes a la lejana región de su desembocadura. Aunque los conquistadores de Coronado no hallaron las imaginadas riquezas de Cíbola y emprendieran el regreso a México en abril de 1542, el recuerdo de los lugares explorados permaneció constante en la insaciable conquista española de América. En el medio siglo siguiente a la entrada de Coronado, otras tres exploraciones aportaron su parte en el delineamiento de los contornos de la cuenca alta del río Grande. Por fin, en el cambio de los siglos XVI a XVII, la entrada de Juan de Oñate establecería una definitiva permanencia española en esa región. Antes de revisar ese episodio, hagamos un esbozo geográfico –que posibilite imaginar los entornos– y un breve resumen sobre la etnografía del río. ![]() Desde sus fuentes –a una altitud por arriba de los 4 mil metros–, el río desciende hacia el sur casi en línea recta; tras los vericuetos de su cauce inicial por las escarpaduras de los montes San Juan y los Sangre de Cristo, su flujo corre más gentilmente a través de un gran valle (que se extiende a lo largo de más de 600 kilómetros que separan las modernas poblaciones de Taos y El Paso). Así, el río divide al estado de Nuevo México en dos mitades casi equiláteras (aunque la porción oriental es algo más extensa). Desde Taos hasta Socorro, varios afluentes bajan por la vertiente occidental descargando sus aguas en el cauce principal (son el Chama, el Jemez, el Puerco, ya unido al San José, y el Salado). Esto convierte a esa parte superior de la cuenca en una zona muy fértil. ![]() Pero al sur de Socorro, el río entra en una profunda garganta que hace muy difícil seguir su curso. Por eso, el camino más transitable para la caballada y las carretas tiradas por yuntas se apartaba de las orillas del río a lo largo de un trayecto de 150 kilómetros de un terreno implacable por la falta de agua; era la llamada Jornada del Hombre Muerto. Luego, más al sur, el relieve topográfico se suaviza y permite al camino acercarse de nuevo al río.[9] Más abajo, en El Paso, el río tuerce hacia el este e inicia lo que podemos considerar su cauce medio, que transcurre por el desierto. En esta sección, que es posible situar entre las modernas Ciudad Juárez y Reynosa, el flujo del río se volvía intermitente; intermitencia gobernada por el espacio y por la lluvia, pues allí donde el espacio se angostaba, permitía que las aguas se reunieran y la corriente fluyera, pero al dilatarse, la resequedad del clima provocaba que de pronto el flujo acuoso desapareciera para rebrotar más allá… a veces demasiados kilómetros más allá. En cuanto al derrame pluvial, si caía en suficiencia, el río adquiría contextura y fuerza, pero si no, el estiaje aumentaba. Luego de la Junta de los Ríos –la actual Ojinaga–, casi donde hoy se ubican los límites más septentrionales de los estados de Chihuahua y Coahuila, el río comienza una extraña circunvalación, primero curveándose hacia el sur y luego torciendo abruptamente hacia el norte, para después, una vez más, dibujar otra pronunciada curva que lo dirige de nuevo al sur. Esa singular configuración se debe al derrame de las aguas del río Conchos en las del cauce principal, que le da el ímpetu necesario para abrirse paso entre montes que se elevan, como el pico Emory, a más de 2 mil metros sobre el mar. Lo extraordinario de ese paisaje donde, otra vez, como en su cuenca alta, el río se topa con la montaña, ha hecho que parte de esa región constituya el Parque Nacional Big Bend de Texas, una de las más afamadas áreas naturales protegidas de los Estados Unidos. Tras esa gran circunvalación, el río Grande discurre rumbo al sur-oriente, ahora sí bien decidido a llegar hasta el golfo de México al recibir otro caudal, el del río Pecos, en las inmediaciones de la actual Ciudad Acuña, Coahuila. A partir de allí, el río ya no tiene oposiciones topográficas tan considerables como en el Big Bend y se desliza –no olvidemos que todavía constreñido por las condiciones del relieve y de la lluvia a las que antes hicimos alusión– hasta la actual Reynosa, un poco después de la cual comienza la zona del delta que forma el tipo de paisaje que hizo a Álvarez de Pineda, Camargo, Garay y otros llamarle río de las Palmas. Esta descripción, que a muy grandes rasgos delinea una geografía del río, pretende posicionar tres tipos de ecosistemas principales que se encuentran a lo largo de su cauce: el sistema de valles intermontanos de la cuenca superior, bien regados por las aguas que descienden desde las grandes montañas, donde la fertilidad del suelo posibilitó la civilización sedentaria de pueblos agricultores; el sistema de matorral espinoso, que en Norteamérica constituye la mayor parte de lo que llamamos desierto y que caracteriza cerca de la mitad del paisaje del río; y un delta que si bien carece de la exuberancia florística característica de los ríos situados más al sur, abajo del Trópico de Cáncer, también contaba con una flora con muchas especies, entre ellas las palmas y palmeras que hicieron a los españoles llamarle río de las Palmas. Además, tengamos también presente que la región del Big Bend es un ejemplo ciertamente descollante, pero no único, de que a lo largo de su curso el río excavó cañones, barrancas, sinuosidades, pequeños valles y otros relieves que forman singulares nichos ecológicos. Y no olvidemos que en las inmensidades desérticas y a través de los páramos, de cuando en cuando, los remansos de agua y los humedales transformaban el terreno yermo en oasis y florecimientos. ▼ Marco etnográfico
Hasta el advenimiento de las presas construidas en el siglo XX, los parajes de humedal en las cuencas media y baja del río fueron ciertamente escasos. Por eso, las concentraciones de poblaciones más o menos estables en los mismos lugares durante periodos extensos, posibilitadas por la práctica de la agricultura, ocurrieron más bien en la cuenca superior, en los valles bañados por el agua del río y sus afluentes. Desde tres siglos y medio antes del arribo de Coronado y su tropa a Tiguex, el valle del alto río Grande y sus tierras aledañas eran escenario de un desarrollo social que implicó a pueblos llegados a la comarca del río Grande desde el norte y el oeste. Quizá la gente que fundó las primeras comunidades agrícolas del valle –atestiguadas por investigaciones arqueológicas que fechan sus hallazgos desde 1250 años antes de Cristo hacia adelante– era descendiente de las más antiguas tradiciones culturales conocidas bajo los enigmáticos apelativos de hohokam y anazasi, cuyos vestigios aún sorprenden a quien conoce las grandes y famosas edificaciones en cuevas del cañón del Chaco, Mesa Verde y otros sitios de Nuevo México, Arizona y Colorado. Tal vez aquella gente había abandonado esos lugares huyendo de la belicosidad de enemigos formidables o a resultas de cambios climáticos que hacían inviable la continuación de la vida productiva, o por una mezcla de ambos factores y quizá otros más. El caso es que en 1540, Coronado y su tropa, en vez de hallar las fabulosas ciudades doradas de Cíbola y Quivira, encontraron una serie de pueblos y aldeas integrantes de un complejo entramado social que a los ojos de los recién llegados presentaba características comunes a la vez que marcadas diferencias. Entre 1540 y 1590, es decir, el primer medio siglo de contacto entre los españoles y la gente del valle del río Grande, había allí cerca de un centenar de aldeas, de las que las más grandes tendrían alrededor de dos mil habitantes. Si bien la cacería, la pesca de río y la recolección de productos silvestres ayudaban a satisfacer sus necesidades, la agricultura era realmente lo esencial de su producción económica y su principal sustento. La tríada maíz-frijol-calabaza, que cimentó a las civilizaciones mesoamericanas de más al sur, era también la base de su producción agrícola, a la que se aunaban el algodón (usado en la confección de prendas de vestir) y otros cultivos. Indudablemente esa gente también sabía de la construcción de obras de riego, única manera de asegurar el logro de los cultivos en ese medio ambiente tan difícil. Una característica muy especial, que los distinguía de manera conspicua de todas las otras tribus y grupos étnicos del suroeste de América del Norte, era que vivían en casas que formaban bloques de edificios de adobe, piedra y madera de hasta tres o cuatro pisos que estaban exteriormente separados por amplias plazas, pero que internamente se conectaban por medio de pasadizos entre los distintos edificios (al menos, esto era así en los poblados más grandes). Esos aposentos contaban con unas estructuras subterráneas llamadas kivas, en donde los hombres realizaban importantes ceremonias religiosas, como los ritos de iniciación de los miembros de cada uno de los clanes en los que la población se dividía. Fue precisamente esta característica de construir y vivir en ese tipo de edificaciones lo que hizo que los españoles le dieran a esa gente el nombre colectivo de indios pueblo, designación que se ha mantenido hasta nuestros días. Diego Pérez de Luxán, un cronista de la expedición de Antonio de Espejo en 1583, escribió diciendo del pueblo de Sia (a la orilla del río Jemez, un tributario del Grande): Es un pueblo muy grande. Yo y mis compañeros pasamos por él; tenía ocho plazas y mejores casas que otras poblaciones ya mencionadas; la mayoría de esas casas estaban coloreadas y tenían pinturas, del mismo modo que tenían costumbre los mexicanos [aztecas] […] Las casas son de tres o cuatro pisos, extremadamente altas y bien arregladas. La gente es limpia […] En esta ciudad y provincia alzamos la bandera en nombre de su majestad y tomamos posesión de ellas. Erigimos una cruz y se explicó su significado a los nativos […] Nos dieron muchos pavos y una cantidad tal de tortillas que tuvimos que regresarles muchas y también nos dieron maíz y otros vegetales […] El vestido de los hombres consiste en algunas mantas, una pequeña prenda para cubrir sus partes privadas y otras capas y chales y zapatos de cuero en la forma de botas. Las mujeres usan una manta sobre sus hombros atada con una faja alrededor de la cintura, el cabello cortado al frente y el resto plisado en dos trenzas a las que ataban plumas de pavo. Es verdaderamente una vestimenta fea (apud White, 1962: 21). Pero entre los indios denominados pueblo por los españoles había importantes diferencias. Por ejemplo, sus lenguas y sus tradiciones etnohistóricas los separaban. Los hopis y zuñis que habitaban en las mesetas al oeste del río Grande hablaban, los primeros, una lengua yutoazteca, emparentada con las de pimas, yaquis, tarahumaras y los lejanos nahuas o aztecas, entre otros más; y los segundos hablaban una lengua aislada, es decir, una a la que no se le han encontrado semejanzas que suficientemente permitan considerarla emparentada con alguna otra del mundo.[10] Los indios pueblo del este, los del río, hablaban cuatro o cinco lenguas diferentes, unas adscritas a la familia lingüística keresana y otras a la familia tañoana-kiowa; además, sus lenguas se diversificaban en dialectos, es decir, variantes locales de la misma lengua, que no siempre eran fácilmente comprensibles entre sí. De esta manera, el escenario encontrado por los españoles era un mosaico plurilingüe y, por lo tanto, multicultural. En buena medida, a esa diversidad lingüística y cultural se debía que cada aldea o pueblo funcionara como una unidad autónoma que establecía relaciones políticas y comerciales con las otras o con gente externa de manera totalmente independiente, sin responder a un mando institucionalmente unificado (aunque a veces, como sucedió a la llegada de Hernando de Alvarado al río, varias de ellas pudieran unirse con algún propósito común bien identificado). El hecho de que los españoles no comprendieran bien esta diversificación sociopolítica de origen étnico fue una de las causas de la gran rebelión indígena de 1680-1695 y dificultó durante mucho más tiempo el programa colonizador hispano, el cual sólo pudo ser restablecido décadas después y en gran medida como una alianza que permitió tanto a los indios pueblo como a los hispanos defenderse de mejor manera del ataque de utes, apaches y navajos. Estos dos últimos grupos, por cierto, completarían el cuadro de las etnias indígenas más importantes en el alto valle del río Grande, aunque allí su papel fue más bien el de invasores que el de habitantes permanentes (al menos si excluimos del recuento a los numerosos apaches y navajos –principalmente mujeres y niños– que fueron esclavos de los españoles).[11] ![]() Revisemos ahora el panorama etnográfico de las siguientes zonas del río, aunque se trate de un asunto más complicado. Lo antes dicho sobre la geografía del río explica que no hubiera en ella grandes concentraciones de población como las del alto valle; los habitantes de estas otras zonas no contaban con suficiente agua para desarrollar la agricultura al mismo nivel que los indios pueblo; y quizá no les era tan necesaria, ya que otros recursos les proveían la manutención (por ejemplo, la cacería del bisonte o la recolección de pencas del cactus llamado mezcal, las semillas del mezquite o la fauna y flora costeras). Pero en cualquier caso, estaban obligados a la trashumancia que, siguiendo los ciclos de reproducción natural de esos recursos, los llevaba de una parte a otra de sus territorios según fuese la época del año. Tobosos, conchos, chisos, jumanos, sumas o mansos son nombres que recuerdan la presencia de esa gente en la cuenca media del río Grande (Jones, 1988). Al contrario de lo sucedido con los indios pueblo, de los que todavía en Nuevo México hay hablantes de tiwa, tewa, tanos, keres u otras lenguas comprobadamente diferentes, apenas tenemos indicios de las diferencias lingüísticas entre aquellos otros grupos. Algunos estudiosos afirman que los tobosos eran de estirpe yutoazteca y otros lo ponen en duda; sobre los jumanos se especula acerca de su posible filiación en la familia lingüística athapaskana, cosa que de aceptarse los convertiría en antecesores o de algún modo parientes de los apaches. Las lenguas habladas en el curso inferior del río, agrupadas bajo el nombre común de coahuiltecas, han sido un rompecabezas que los lingüistas no han podido armar. En la zona del delta, la etnohistoria es aún menos clara. Unas interesantes crónicas editadas y publicadas por la Universidad de Texas (Foster, 1997) plasman más de 300 nombres de tribus indias que Alonso de León y Juan Bautista Chapa –capitanes, encomenderos y escritores a cuya autoría se deben esas crónicas– registraron durante sus andanzas en el siglo XVII por lo que hoy son partes de Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas y Texas. Ese registro presenta nombres como borrados, chiles o cantonas (que podemos entender como etnónimos impuestos desde el idioma español); otros que, como otomíes, tlaxcaltecas, chichimecas o tepehuanos, sabemos derivados del náhuatl al español; y vocablos totalmente incomprensibles para nosotros como cayaguagua, naaman, cascosi, saguimaniguara y muchos otros. ![]() Cerca de un siglo después, los informes rendidos por José de Escandón a la Corona española en la década de 1750, acerca de los progresos de su proyecto colonizador, sólo confunden más la etnografía. En un intento de mayor exactitud, sus registros apuntan no sólo el apelativo que en español se dio a las bandas indias, sino que, además, consignan nombres que los indios guías e intérpretes de Escandón y su gente daban en su propia lengua –quizás el comecrudo– a quienes no hablaban lo mismo que ellos. Así, tenemos que más o menos desde las inmediaciones de Laredo hasta la desembocadura del río habitaban los chiles mochos (lugplapaiguitam, en la lengua de los guías), los que andan solos (masa cuajulam), los hombres bermejos (parampa matuju), los cabezas blancas (perpepug), los que viven en los huizaches (segujulapem) o los salineros (sepin pacam), entre otros. Los vocabularios y las listas de palabras recogidos por misioneros, funcionarios de gobierno y exploradores desde el siglo XVI hasta el XIX, han llevado a los modernos lingüistas a reconstruir hipotéticamente las relaciones de parentesco entre las lenguas habladas por esos grupos. Pero esos datos son tan pocos (no existen más que para unos cuantos grupos) e incompletos (sólo cubren algunas estructuras de las lenguas, básicamente el léxico) que no se ha logrado producir conclusiones irrebatibles. Para no fastidiarnos con minucias del análisis lingüístico, lo mejor es quedarnos con la idea de que, al menos, los grupos nativos del área del delta del río Grande y sus inmediaciones hablaban cerca de una decena de lenguas –con múltiples variantes dialectales cada una–, de cuyo parentesco o afinidades entre sí ya no se podrá comprobar gran cosa.[12] Ante esa confusa profusión de nombres que tal vez sirvió a los españoles para designar y enfrentar de algún modo la gran fragmentación de los grupos indios encontrados a lo largo del río y sus zonas circundantes, hoy nosotros podemos aplicar una visión más panorámica y decir que en los cursos medio y bajo del río había grupos que practicaban la agricultura (quizá sobre todo en la cuenca del río Conchos) y complementaban su producción y su dieta con la caza, la pesca y la recolección, y que también había otros grupos entre los que estas últimas actividades constituían la única base económica. El intercambio pacífico de productos de una región donde algunos abundaban a otra donde no los había fue también parte del entramado económico. Y finalmente, la adquisición de bienes a través del hurto astuto o el despojo violento –el famoso “carácter guerrero” de muchos de esos indios– terminaba por complementar la satisfacción de necesidades (y advirtamos que ese carácter guerrero se exacerbó no sólo gracias a la introducción de medios tecnológicos importados por los europeos como los jinetes a caballo y las armas de fuego, sino también por los ejemplos de crueldad, codicia y barbarie que aportaron). ▼ Un río con varias historias
Cuando en 1598 –medio siglo después de Coronado– Juan de Oñate y su gente llegaron al alto valle del río Grande, se inició un proceso de colonización que ya no se detendría. Aunque la gran rebelión de los indios pueblo[13] (1680-1696) ahuyentó la presencia española de Nuevo México por más de una década, ocurrió una reconquista a sangre y fuego que reimplantó el dominio hispano. Durante los siguientes 125 años, a la vera de esa sección del río floreció Nuevo México, quizá la provincia más firmemente hispanizada de toda la frontera septentrional de la Nueva España. Pero luego, tras escasos 27 años de soberanía mexicana (1821-1848), ese territorio fue engullido, también a fuego y sangre, por la codicia de los Estados Unidos. En las cuencas media y baja, la conquista española tardaría un poco más en concretarse; pero finalmente lo haría de una manera más drástica, pues terminó borrando en definitiva la presencia indígena. En el curso medio del río, los tobosos, jumanos y esos otros grupos de los que antes hicimos mención dejaron de existir, ya fuese exterminados o asimilados a los conquistadores, que, por un lado, eran hispanos, y por el otro, apaches o comanches.[14] En la zona del delta, más de un siglo y medio de cacerías de esclavos para alimentar las minas de Zacatecas, Mazapil y otras (o para servir en las encomiendas disfrazadas de estancias ganaderas y agrícolas que se establecieron en Nuevo León y Tamaulipas desde fines del siglo XVI) mermó sin remedio a la población india; sus remanentes terminaron por ser absorbidos poco a poco en el ámbito cultural hispanizado que se creó a partir de la implantación de las colonias fundadas por José de Escandón en la década de 1747-1757. Un siglo después, el Tratado de Guadalupe-Hidalgo (1848) coronaría la también paulatina intromisión de los colonos anglosajones y otros de nacionalidad estadounidense en esa zona de Texas. Recordemos que ya en la segunda mitad del siglo XVI, Juan de Jaramillo, uno de los capitanes de Coronado, escribió en su memoria de la expedición: “Todas cuantas aguas hallamos, y ríos, e arroyos, hasta este de Cíbola, y aun no sé si una jornada, u dos más, corren a la mar del Sur; y los dende aquí adelante, a la mar del Norte” (Relación hecha por el capitán…, 1535). De esa forma, Jaramillo explicaba que el P’osoge, “el río grande”, iba a desembocar al Atlántico. Sin embargo, tuvieron que transcurrir tres siglos más para que la demarcación cartográfica del río lograse incluir todos los vericuetos de su curso, cuando en 1899, una expedición patrocinada por el gobierno estadounidense navegó en balsas la región del Big Bend.[15] El hecho de que gran parte del río no es navegable, impidió un descenso continuo hasta el mar a través de su corriente (a diferencia de otros ríos de América explorados por españoles, portugueses y franceses en los siglos XVI y XVII).[16] Quizá por eso, más que como vía de comunicación, el destino del río Grande, el río Bravo del Norte, ha sido el de línea fronteriza. Primero, porque en torno a sus aguas las antiguas sociedades agrícolas se diferenciaron de las bandas de cazadores-recolectores que las rodeaban; después, porque su curso delimita dos tercios de la frontera común que comparten México y los Estados Unidos. Se trata pues, de un solo río, pero de uno que tiene varias historias. ♦ ▼ Referencias
BARRETT, E. M. (1977). The Geography of Rio Grande Pueblos Revealed by Spanish Explorers, 1540-1598. En Research Paper Series, núm. 30 (mayo), Latin American Institute-The University of New Mexico. CHAPA, J. B. (1997). Texas & Northeastern Mexico, 1630-1690. Edición e introducción de William. C. Foster, traducción de Ned. F. Brierley. Austin: University of Texas Press. HORGAN, P. (1984). Great River. The Rio Grande in North American History. New England / Hanover y Londres: Wesleyan University Press. JONES Jr., O. L. (1988). Nueva Vizcaya. Heartland of the Spanish Frontier. Albuquerque: University of New Mexico Press. ORTIZ, A. (2012). Un viaje por los confines: el relato de Cabeza de Vaca. En Correo del Maestro, núm. 196 (septiembre), pp. 16-31. RELACIÓN hecha por el Capitán Juan Jaramillo, de la jornada que había hecho a la Tierra Nueva en Nueva España y al descubrimiento de Cíbola, yendo por General Francisco Vázquez Coronado (Año de 1537). Disponible en: SALINAS, M. (1990). Indians of the Rio Grande Delta. Their Role in the History of Southern Texas and Northeastern Mexico. Austin: University of Texas Press (Texas Archeology and Etnohistory Series). SPICER, E. (1962). Cycles of Conquest. The Impact of Spain, Mexico and the United States on the Indians of the Southwest, 1533-1960. Tucson: University of Arizona Press. TRUEBA, A. (1955). Las 7 Ciudades. Expedición de Francisco Vázquez de Coronado. México: Editorial Campeador. WEBER, D. J. (1992). The Spanish Frontier in North America, New Heaven / Londres: Yale University Press. WHITE, L. (1962). The Pueblo of Sia, New Mexico, Washington: Smithsonian Institution, Bureau of American Ethnology, Bulletin 184, US Government Printing Office. NOTAS* Antropólogo que ha laborado en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista y el Instituto Nacional de Ecología; actualmente trabaja con Acción Cultural Madre Tierra, A.C. Para Correo del Maestro escribió la serie Palabras, libros, historias.
▼ Créditos fotográficos
- Imagen inicial: www.loc.gov - Foto 1. archiveexhibits.library.tamu.edu - Foto 2. www.discoveringamerica-history.com - Foto 3. www.simaspiedrasnegras.gob.mx - Foto 4. www.loc.gov - Foto 5. www.loc.gov - Foto 6. www.loc.gov |