Lectores,
EL ALMA DE LA LECTURA
Segunda parte

Gerardo Cirianni[*]



En la entrega anterior planteamos que durante siglos el texto tuvo un lugar de privilegio, lo cual significó que la voz del escritor fue la prioritaria y dejó a los lectores en un cono de sombra acerca de cuál era su papel en la construcción del acto lector, cono de sombra que persiste hasta nuestros días en las prácticas de lectura que tienen lugar en algunos espacios escolares.


Lectores, el alma de la lectura. Segunda parte

El propósito ahora es ir al encuentro con el lector, explorar su experiencia, darle la oportunidad de que cuente cómo escucha, por qué asocia del modo que lo hace, qué valora, de qué manera percibe el contenido y la forma de la palabra que le llega constituida en texto desde otro tiempo y lugar. Continúa entonces, en esta segunda parte, la navegación en las aguas siempre atractivas, aunque a veces turbulentas, de la lectura pensada como interpretación.



Tu mujer es muy buena
(Cuento hindú)






En una lejana ciudad de la India vivía un comerciante muy rico y muy buena persona. Pero tenía una desgracia: se había casado con una mujer que era una auténtica fiera. Discutía con su marido, lo insultaba constantemente, se negaba a obedecerlo.

    Un día llegó a la ciudad un amigo muy querido, que vivía en otra región. El comerciante lo recibió y le dio alojamiento en su tienda y no en su casa, porque tenía miedo de que su mujer lo hiciera pasar vergüenza. Sin embargo, era muy importante para él poder invitarlo a comer a su casa.

    —Mi mejor amigo vino a visitarme —le dijo a su mujer, bastante asustado de su osadía— y me gustaría mucho que viniera a casa.

    —¿A mí qué me importa? —contestó su mujer—. ¡Yo no pienso cocinar!

    Pero el marido estaba tan terriblemente apenado, que la furia pareció compadecerse de él por un momento.

    —Para no verte tan triste, te permito que lo traigas. Y acepto hacer todo lo que me pidas al pie de la letra y sin decir nada hasta veinte órdenes. Pero ni una más.

    —Con eso me basta —contestó el marido muy contento.

    —Trae un asiento cómodo para nuestro invitado —le dijo a su mujer.

    Ella trajo una silla cómoda y la desplegó sin decir nada. Esa fue la primera orden y la mujer hizo una marca para recordarlo.

    —Ahora prepara el baño —dijo el marido. Segunda marca.

    —Ponle un escabel bajo los pies a nuestro huésped —tercera marca.

    —Cocina una buena comida —cuarta marca.

    —Trae agua para lavarnos las manos —quinta marca.

    Y a continuación las órdenes se sucedieron rápidamente.

    —Acerca los cojines. Trae los confites. Trae las tortitas de trigo fino. Sírvenos el primer plato. Trae la sal. Trae la ensalada. Trae la leche. Trae los frutos secos. Trae el azúcar de caña.

    Con cada pedido la mujer iba haciendo una marca.

    —Queremos el almíbar de calabaza. Trae el jarabe. Alcánzanos los fideos. Pon en la mesa el azúcar molido. No te olvides de la manteca derretida. Sírvenos el arroz cocido. Y ahora tráenos ese delicioso curry de pescado que preparaste.

    Hasta el arroz cocido, la mujer llevó sin chistar todo lo que el marido había pedido. Pero el curry era la orden número veintiuno. La mujer levantó la olla llena de curry de pescado y se la rompió al marido en la cabeza.

    El pobre hombre se sintió terriblemente avergonzado. Pero su amigo lo consoló.

    —No te preocupes, tu mujer es muy buena. Cuando mi mujer me tira la comida por la cabeza, me exige que le pague en el acto la olla rota.


Tomado de Cuentos hindúes, Johannes Hertel, (ed.).



Altos arbitrarios

¿Por qué los denominamos arbitrarios? Porque los hemos elegido nosotros a partir de los primeros párrafos el texto, pues suponemos que pueden despertar imágenes potentes, asociaciones y múltiples recuerdos.

Los altos propuestos son: mujer fiera, obediencia femenina y marido asustado.

Por supuesto que pueden tomar otros altos y desechar estos tres, pero con éstos u otros la consigna es dejar fluir en una escritura automática lo que les moviliza de cada uno de ellos para luego compartir los detalles de escritura que cada lector desee socializar. Nadie estará nunca obligado a exponer ante los demás, momentos de su escritura interior que no desee compartir.


Órdenes y órdenes

La palabra orden puede ser el eje de múltiples conversaciones con uno mismo y con los otros, por supuesto. ¿A cuántas cosas puede aludir la misma palabra? ¿Se siente lo mismo al escucharla en distintas situaciones y contextos conversacionales (orales o escritos)? ¿Cómo se escucha la palabra orden en la actualidad en el marco de una relación de pareja? ¿Por qué se usará con tanta liviandad, casi con desparpajo, en este relato? ¿Cuál será la importancia de tener en cuenta el tiempo y el espacio de la escritura para poder hacer una escucha interior que sintonice de mejor manera lo escrito, su entonación y sus motivos?

Y podríamos seguir, pero no se trata de aburrir, se trata de ayudar a escuchar y a escucharse para poder decir y decirse.


La entonación sí ocupa un lugar

Cuando leemos, escuchamos. Esto pasa con todo tipo de lectura. Aunque la lectura sea silenciosa, siempre ocurre esa escucha interna sin la cual es imposible otorgarle sentido a lo leído. Cuando leemos en voz alta, sea para nosotros mismos o para otros, ponemos afuera lo que ya ha ocurrido en nuestro interior.

Hay textos como el de “Tu mujer es muy buena”, que nos brindan una oportunidad privilegiada para hacer un trabajo muy fino con las entonaciones. Se suceden muchas órdenes, pero no todas nos sugieren emocionalmente lo mismo ni se siente uno igual al escuchar la primera orden que la décima, para no hablar de la vigésima. Más allá de que juzguemos arbitrario que uno ordene y el otro obedezca, hay órdenes que pueden sonar menos humillantes, más necesarias para la situación, menos trascendentes para el estado de ánimo, de mal gusto, extrañas… Y cada diferencia nos obliga a una entonación adecuada. De modo que el orden de las órdenes sí altera el producto, y también el tipo de órdenes, por supuesto. Tenemos ante nosotros un fuerte desafío en cuanto al modo de lectura. ¿Tendremos ganas de enfrentarlo? ¿Seremos capaces de resolverlo? Por supuesto que sí, sólo se trata de trabajo, de mucho trabajo conceptual y emocional.


Papeles, lecturas, entradas, salidas

Este es un texto que nos ofrece posibilidades privilegiadas para la lectura grupal, para un excelente ejercicio de radioteatro. Diálogo rápido y vivaz y la voz más neutral del narrador que acota esta lucha entre el hombre y la mujer y nos da un poco de respiro en esta pugna que crece en espiral.

Podemos agregar a este trabajo de ensayo de radioteatro a un observador director que escucha y sugiere, siempre en el terreno de la colaboración, nunca como imposición, un modo de construir la voz del personaje.

Un excelente ejercicio de lectura intensiva, donde cada lectura del texto nos abrirá detalles que no habíamos percibido en la anterior. Si nos animamos a realizar un registro escrito de los nuevos descubrimientos, por pequeños que sean, tendremos la evidencia documental de que la escritura interior nunca tiene fin.


Tres héroes
José Martí



Hay hombres que viven contentos aunque vivan sin decoro. Hay otros que padecen como en agonía cuando ven que los hombres viven sin decoro a su alrededor. En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Ésos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana. Esos hombres son sagrados. Estos tres hombres son sagrados: Bolívar, de Venezuela; San Martín, del Río de la Plata; Hidalgo, de México. Se les deben perdonar sus errores, porque el bien que

hicieron fue más que sus faltas. Los hombres no pueden ser más perfectos que el sol. El sol quema con la misma luz con que calienta. El sol tiene manchas. Los desagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz.



La contundencia de la brevedad

Este breve texto de José Martí tiene la virtud de conmover a personas de muy diferentes orígenes, experiencia política o social, nivel económico o cultural. Desata de inmediato deseos de contar, de explicar, de argumentar, de ejemplificar, de contradecir. No desaprovechemos esta posibilidad extraordinaria que nos brinda, esta puerta abierta a uno de los sentidos más importantes de la lectura que es la conversación con uno mismo y con los otros.


Frase a frase, verso a verso

Vivir contento y sin decoro, padecer la agonía de vivir rodeado de hombres que viven sin decoro. Hay aquí dos situaciones encontradas que ayudan a la escritura interior, a traer algún recuerdo al presente inmediato, a asociar situaciones experimentadas o vividas por personas en las que confiamos, a asumir nuestra propia ausencia de decoro al no seguir a nuestra conciencia. Algo de esto será socializable sin duda alguna. Otras cosas quedarán para la conversación más íntima, la que tenemos con nosotros mismos y que muchas veces contribuye a modificar conductas personales que no nos satisfacen.


Lo que sabemos de cada uno de ellos

Sin duda la conversación sobre lo que sabemos de cada uno de los personajes históricos nombrados en este relato variará según donde leamos el cuento. Sin embargo, lo que importa es el movimiento interior que puede generar el reconocimiento de que a lo mejor sabemos un poco de uno de ellos, y poco o nada de los otros dos. Y, si esto es así, nos descubriríamos con una concepción de la historia de nuestro continente muy distante de la concepción martiana.

¿Tendremos cada uno de nosotros idea de qué se trata este ejercicio de lecturas que nos propone Martí? ¿Tendrá vigencia en los días que corren o habrá pasado de moda?

La riqueza de los intercambios será sin ninguna duda muy grande.



El elefante
Idries Shah



Había una vez un cachorro de elefante que escuchó decir a alguien: “Mira, allá va un ratón”.

    La persona que lo dijo estaba realmente viendo un ratón, pero el elefante pensó que se estaba refiriendo a él.

    Había muy pocos ratones en aquel país y, en todo caso, preferían quedarse en sus agujeros, y sus voces no eran muy fuertes. Pero el cachorro de elefante bramó por todas partes, embelesado por su descubrimiento: “Soy un ratón”.

    Lo dijo tan fuerte, tan frecuentemente y a tanta gente que, créanlo o no, en la actualidad existe un país en el que casi toda la gente cree que los elefantes, y particularmente los cachorros de elefante, son ratones.

    Es verdad que, de tiempo en tiempo, los ratones han tratado de argumentar con aquellos que sostienen la creencia de las mayorías, pero siempre se les ha hecho huir.



Y quién soy y dónde estoy, se pregunta

Eso escribe en un poema el poeta Leónidas Lamborghini. Como el elefantito, como tú, como yo, como cualquiera, hay momentos en que nos alcanza esa pregunta, a veces nos atraviesa y nos duele, a veces puede llegar a darnos risa. Todo depende de muchas circunstancias.

Las conversaciones sobre lo que nos dicen que somos, sobre lo que suponemos que somos, sobre lo que quisiéramos ser, siempre serán bienvenidas. No son fáciles, pero suelen ser saludables.


Y de repente

¿Elefantes y ratones es posible que se hayan reunido en nuestra memoria, aunque de manera distinta a la que aparecen asociados en este relato? ¿Es esto así o sólo a nosotros se nos ocurre tal cosa? Esas maneras diversas en que crecen, en diálogo o asperezas, en alianzas o conflictos, los elefantes y los ratones, tienen que ver con esto de la escritura interior, el tema que nos ocupa desde el comienzo de este trabajo. Todos tendremos algo que decir.


La importancia de lo que se dice

Siempre lo que se dice de nosotros ha tenido un peso importante en la imagen que vamos construyéndonos respecto de quiénes somos. No sólo somos individuos, también formamos parte de un grupo etario, de una comunidad, somos ciudadanos de una nación. Y resulta que hay discursos públicos cada vez más potentes, difundidos en especial por los medios de comunicación masiva, que dicen cosas de nosotros como grupo, como colectivo, aunque no siempre nos demos cuenta de ello. Eso va condicionando las maneras de vernos, de leernos, de interpretarnos. A su vez, esas maneras de vernos y de interpretarnos suelen pesar en la forma en la que abordamos la lectura y condicionar nuestra escritura interior. Los condicionamientos pueden ser temáticos, estéticos, y tener influencia sobre las formas de recepción que se nos facilitan o complican. El cuento del elefantito, tan breve, tan aparentemente sencillo, tiene mucho que ver con estas cosas, ¿o no? ¿Qué dicen? ¿Qué podríamos conversar? ¿Qué cosas escribir sin pensar demasiado en el destino de nuestras palabras?



Historia verídica
Julio Cortázar



A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caros, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto.

    Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora.



El asombro o la vida nos da sorpresas

Este relato puede abrir conversaciones sobre lo esperado y lo inesperado; también sobre lo previsible y lo imprevisible, porque son cosas diferentes, ¿o no? El juego del cuento de Cortázar es, ni más ni menos, el juego de la vida de todos nosotros en donde la sorpresa nos sorprende… ¿o ya no? Cuántas escrituras interiores en un relato aparentemente tan sencillo, ¿cierto?


Paralelismos

¿Seremos capaces de relatar una anécdota vivida o escuchada que se asemeje al cuento de Cortázar? ¿Valdría la pena recuperarlas en nuevas escrituras donde el concepto de lectura y vida cobrara un sentido inesperado? ¿La escucha de anécdotas podría ser el punto de partida de nuevas escrituras, en las que volviéramos a narrar quitando o agregando lo que se nos ocurriera y abriendo de esa manera el juego a lo literario?

Cuántas cosas puede desatar una historia que además de bien escrita indaga en detalles clave de la experiencia humana, ¿verdad?


El lugar, el personaje, los objetos, el contexto

Todo está muy claro en el cuento: un señor, unos lentes, un accidente, una medida de prevención, un acontecimiento inesperado. ¿Será posible armar un cuento con base en esas cuatro pautas, pero que sea diferente? Claro que sí, pero hay que ponerse a conversar y escribir. Será una excelente ocasión para intentar una nueva escritura surgida de un trabajo en equipo.


Que no es lo mismo, pero es igual

Todos vemos un señor, unos lentes, un accidente, una medida preventiva, un imprevisto resultado. Pero ese señor, esos lentes, ese lugar donde ocurren los acontecimientos, no serán exactamente iguales para todos. Cómo ve cada uno al personaje, los objetos y el entorno que rodea la anécdota mostrará, una vez más, lo que nuestra mente escribe a partir de la lectura.



La jirafa
Juan José Arreola




Al darse cuenta de que había puesto demasiado alto los frutos de un árbol predilecto, Dios no tuvo más remedio que alargar el cuello de la jirafa.

    Cuadrúpedos de cabeza volátil, las jirafas quisieron ir por encima de su realidad corporal y entraron resueltamente al reino de los desproporcionados. Hubo que resolver para ellas algunos problemas biológicos que más parecen de ingeniería y de mecánica: un circuito nervioso de doce metros de largo; una sangre que se eleva contra la ley de la gravedad mediante un corazón que funciona como bomba de pozo profundo; y todavía, a esas alturas, una lengua eyéctil que va más arriba, sobrepasando con veinte centímetros el alcance de los belfos para roer los pimpollos como una lima de acero.

    Con todos sus derroches de técnica, que complican extraordinariamente su galope y sus amores, la jirafa representa mejor que nadie los devaneos del espíritu: busca en las alturas lo que otros encuentran al ras del suelo.

    Pero como finalmente tiene que inclinarse de vez en cuando para beber el agua común, se ve obligada a desarrollar su acrobacia al revés. Y se pone entonces al nivel de los burros.



Causas y efectos, proporciones y desproporciones, argumentaciones a medida o gusto del lector

Así juega con el relato el gran escritor Juan José Arreola. Sentimos como si todo el tiempo nos estuviera guiñando el ojo para invitarnos a nuevos juegos sobre los motivos que hacen que las cosas sean como son en lo literario, o sea, sin más límite que nuestra propia capacidad de invención. Y cada uno de estos detalles es una invitación a levantar la vista, a quedarse rumiando la belleza y el desparpajo con el que se afirman las cosas más inverosímiles. Dan ganas de conversar, ¿no? Pues hagámoslo.


Nuevos seres, nuevas técnicas, nuevos galopes, nuevos amores

Y si tuviéramos ante nosotros hipopótamos, burros o codornices, qué disparatados asuntos se nos podrían ocurrir acerca de sus modos y sus motivos. Arreola nos abrió la puerta, nos invitó a seguir en esta sintaxis del disparate creativo. ¡No lo desairemos!




Los pájaros prohibidos
Eduardo Galeano





Los presos políticos uruguayos no pueden hablar sin permiso, silbar, sonreír, cantar, caminar rápido ni saludar a otro preso. Tampoco pueden dibujar ni recibir dibujos de mujeres embarazadas, parejas, mariposas, estrellas ni pájaros.

    Didaskó Pérez, maestro de escuela, torturado y preso por tener ideas ideológicas, recibe un domingo la visita de su hija Milay, de cinco años. La hija le trae un dibujo de pájaros. Los censores se lo rompen en la entrada de la cárcel.

    El domingo siguiente, Milay le trae un dibujo de árboles. Los árboles no están prohibidos, y el dibujo pasa. Didaskó le elogia la obra y le pregunta por los circulitos de colores que aparecen en la copa de los árboles, muchos pequeños círculos entre las ramas.

    —¿Son naranjas? ¿Qué frutas son?

    La niña lo hace callar:

    —Ssshhh.

    Y en secreto le explica:

    —Bobo. ¿No ves que son ojos? Los ojos de los pájaros que te traje a escondidas.



El lugar, el tiempo, la circunstancia

Una dificultad de la lectura es la necesidad de situarse. Si bien puede haber pistas que ayuden, no siempre son claras ni resultan obvias para muchos lectores. Y si no nos situamos en tiempo, lugar y circunstancia, sin duda nuestra escritura interior se dificulta o resulta inadecuada. Por eso es importante que cada lector cuente cómo imagina la vida cotidiana en la época del relato. Aunque sólo sean detalles menores, será importante escuchar qué sabemos, suponemos o hemos escuchado del momento histórico en el que se sitúa el relato de Galeano.


Verosimilitud

Hoy, a muchas personas, este relato les parece inverosímil, en especial si esas personas son jóvenes. Conversar sobre lo real y lo fantástico, lo verosímil o inverosímil, lo cierto o lo falso, como categorías diferentes en la literatura será fundamental para poner en orden muchas ideas sobre lo que pasa por nuestra mente y sensibilidad cuando estamos frente a un texto escrito, en especial si se trata de un texto literario.

Qué será lo que hace que algunos lo crean cierto y otros falso no es una pregunta secundaria. Conversar o escribir sobre esto aportará mucho material para analizar y compartir.


Interpretaciones

El cuento termina con un diálogo entre el papá y la niña que podría leerse con diferentes tonos dependiendo de cómo interprete cada persona la circunstancia en que ocurre y la imagen que se haya construido de uno y otro personaje. Alentemos a escucharnos para comprobar que las mismas palabras pueden decir cosas distintas.


Varios relatos más, pero…


Creemos que, con los cuentos elegidos y las actividades propuestas, los lectores ya disponen de suficientes elementos para animarse a trabajar, a partir de ideas propias, los textos que cada uno seleccione. Pero, mientras eso suceda, mientras se va haciendo costumbre la práctica de seleccionar materiales, les proponemos otras historias: algunas de autor, otras de tradición oral, de diferentes temas y formas, lógicas y disparatadas, para grandes y chiquitos, para gordos y flaquitos, que deseen comenzar a transitar este camino de la generación de formas de intervención sobre las lecturas que nos ayuden a reconocer nuestras escrituras interiores y las de quienes nos rodean.



María Angula - Leyendas ecuatorianas
(Versión de Jorge Renán de la Torre)





María Angula era una niña alegre y vivaracha, hija de un hacendado de Cayambe. Le encantaban los chismes y se divertía llevando cuentos entre sus amigos para enemistarlos. Por esto la llamaban la metepleitos, la lengualarga o la “carishina” chismosa.

    Así, María Angula creció 16 años dedicada a fabricar líos con la vida de los vecinos, y nunca se dio tiempo para aprender a organizar la casa y preparar sabrosas comidas. Cuando María Angula se casó, empezaron sus problemas. El primer día Manuel, su marido, le pidió que preparara una sopa de pan con menudencias y María Angula no sabía cómo hacerla.

    Quemándose las manos con la mecha de manteca y sebo, encendió el carbón y puso sobre él la olla sopera con un poco de agua, sal y color, pero hasta ahí llegó: ¡no sabía qué más hacer! María recordó entonces que en la casa vecina vivía doña Mercedes, una excelente cocinera, y sin pensarlo dos veces corrió hacia ella.

    —Vecinita, ¿usted sabe preparar la sopa de pan con menudencias?

    —Claro, doña María. Verá, se arrojan dos panes en una taza de leche, luego se los pone en el caldo, y antes de que éste hierva, se le añaden las menudencias.

    —¿Así no más se hace?

    —Sí, vecina.

    —Ahh —dijo María Angula—, si así no más se hace la sopa de pan con menudencias, yo también sabía —y diciendo esto, voló a la cocina para no olvidar la receta.

    Al día siguiente, como su esposo le había pedido un locro de “cuchicara”, la historia se repitió.

    —Doña Mercedes, ¿sabe preparar el locro de “cuchicara”?

    —Sí, vecina.

    Y como la vez anterior, apenas su buena amiga le dio todas las indicaciones, María Angula exclamó:

    —Ah, si así no más se hace el locro de “cuchicara”, yo también sabía —y enseguida corrió a su casa para sazonarlo.

    Como esto sucedía todas las mañanas, la señora Mercedes se puso molesta. María Angula siempre salía con el mismo cuento: “Ah, si así no más se hace el seco de chivo, yo también sabía; ah, si así no más se hace el ají de librillo, yo también sabía”. Por eso, quiso darle una lección y, al otro día…




    —Doña Merceditas…

    —¿Qué se le ofrece, señora María?

    —Nada, Michita, mi marido desea para la merienda un caldo de tripas con “puzún” y yo…

    —Umm, eso es refácil, le dijo, y antes de que María Angula la interrumpiese, continuó:

    —Verá, se va al cementerio llevando un cuchillo afilado. Después espera que llegue el último muerto del día y, sin que nadie la vea, la saca las tripas y el “puzún”. En su casa, los lava y luego los cocina con agua, sal y cebollas y, cuando el caldo haya hervido por unos diez minutos, aumenta un poco de maní… y ya está. Es el plato más sabroso.

    —Ah —dijo como siempre María Angula—, si así no más se hace el caldo de tripas con “puzún”, yo también sabía.

    Y en un santiamén, estuvo en el cementerio esperando a que llegara el muerto más fresquito. Cuando el panteón quedó solitario, se dirigió sigilosamente hacia la tumba escogida. Quitó la tierra que cubría al ataúd, levantó la tapa y… ¡allí estaba el semblante pavoroso del difunto! Quiso huir, mas el mismo miedo la detuvo. Temblorosa, tomó el cuchillo y lo clavó una, dos, tres veces sobre el vientre del finado y con desesperación le despojó sus tripas y “puzún”. Entonces, corriendo regresó a su casa. Luego de recobrar su calma, preparó esa merienda macabra que, sin saberlo, su marido comió lamiéndose los dedos.

    Esa misma noche, entre tanto María Angula y su esposo dormían, en los alrededores se escucharon aullidos lastimeros. María Angula despertó sobresaltada. El viento chirriaba misteriosamente en las ventanas, balanceándolas, mientras afuera, los ruidos fabricaban sus espantos. De pronto, por las escaleras, María Angula oyó el crujir de unos pasos que subían pesadamente hacia su cuarto. Era un caminar trabajoso y retumbante que se detuvo frente a su puerta. Pasó un minuto eterno de silencio, María Angula vio el resplandor fosforescente de un hombre fantasmal. Un grito cavernoso y prolongado la paralizó.

    —¡María Angula, devuélveme mis tripas y mi puzún que te robaste de mi santa sepultura!

    María Angula se incorporó horrorizada y, con el miedo saliéndole por los ojos, contempló cómo la puerta se abría empujada por esa figura luminosa y descarnada. María Angula se quedó sin voz. Ahí, frente a ella, estaba el difunto que avanzaba mostrándole su mueca rígida y su vientre ahuecado:

    —¡María Angula, devuélveme mis tripas y mi puzún que te robaste de mi santa sepultura!

    Aterrada, para no verlo se escondió bajo las cobijas, pero en instantes sintió que unas manos frías y huesudas la tomaban por sus piernas y la arrastraban, gritando:

    —¡María Angula, devuélveme mis tripas y mi puzún que te robaste de mi santa sepultura!

    Cuando Manuel despertó, no encontró a su esposa, y aunque la buscó por todas partes, jamás supo de ella.





El accidente de Recienvenido
Macedonio Fernández





—Me di contra la vereda.

    —¿En defensa propia? —indagó el agente.

    —No, en ofensa propia: yo mismo me he descargado la vereda en la frente.

    —La cornisa de la vereda —apuntó el reportero— le cayó sobre el rostro a nivel de la tercera circunvolución izquierda, asiento de la palabra...

    —Y del periodismo —insinuó el accidentado.

    —Que ha recobrado en este momento. —Y sigue redactando el periodista:— El artesonado de la acera...

    —No se culpe a nadie, propongo...

    —No, eso es para suicidarse.

    —De mi pronta mejoría, quería decir. Ruego al señor reportero que figure algo en la noticia de “decúbito dorsal”.

    —No hay necesidad: los operarios tipógrafos los ponen siempre. O si no, ponen: “base del cráneo”.

    —¿Se me dirá si me puedo levantar sin deslucir la noticia de un suicidio?

    —¿Iban mal sus negocios?

    —Nada de eso: la única dificultad ha sido el cordón de la vereda.

    —¿Puedo anotar oposición de familia a su noviazgo?

    Otro insiste en que había mediado agresión y le ruega aclare si se interponía “un viejo resentimiento”.

    —Alguien, un desconocido desde mucho tiempo atrás para usted, avanzó resueltamente y desenfundando un cordón de la vereda Colt-Browing se lo disparó.

    En fin, Recienvenido empieza a sulfurarse y los increpa:

    —¡Yo estaba aquí antes que ustedes y mis informes son más anticipados! Voy a darles un resumen publicable:

    “Yo caí: fui derribado por el golpe de la orilla de la vereda; sin embargo, no necesitaba ya serlo, pues mi cabeza salió a recibir el golpe yéndose al suelo.

    “Caí; fue en ese momento que me encontré en el suelo. Ninguna persona había.

    —¡Estaba yo!

    —Y yo.

    —Y yo —dicen los reporteros.

    —Muy bien. No imaginando que hubiera tantas personas en torno mío que me precisaran, invertí unos minutos de desmayo en estarme quieto sin apresuramiento. Cuando desperté, me supuse o que había recibido parte de la vereda en la cabeza, o que había leído algún capítulo de Literatura Obligatoria del Mío Cid o el Cielo del Dante. Rodeado, en las cuatro direcciones de la instrucción pública, N.S.E. y O., por infinitas personas en número de setenta que habían abandonado importantes negocios para formarme un cinturón zoológico suburbano, se llamó a la Asistencia Pública para que me trajera un vaso de agua que nunca llegó.

    —Retardo de la Asistencia Pública —anota un cronista.

    —Algo de delirio —otro.

    —¿Me permiten? —siguió Recienvenido—. No obstante la falta de horario, el accidente es la única cosa que yo nunca he visto desperdiciar; el agua caliente, el fuego, desperdiciamos con frecuencia, pero siempre alrededor de aquél he visto a muchas personas que están juntando al accidentado, rodeándolo para que no se filtre o desparrame, formando un círculo tan perfecto como perfecto es el centro de él formado por la persona más o menos completa en el momento que ha tomado el papel de accidentado.


(1922)





El barco negro





Cuentan que hace mucho tiempo, ¡tiempales hace!, cruzaba una lancha de Granada a San Carlos, y cuando viraba cerca de la isla Redonda le hicieron seña con una sábana.

    Cuando los de la lancha bajaron a tierra sólo ayes oyeron. Las dos familias que vivían en la isla, desde los viejos hasta las criaturas, se estaban muriendo envenenadas. Se habían comido de una res muerta picada de toboba.

    —¡Llévennos a Granada! —les dijeron. Y el capitán preguntó:— ¿Quién paga el viaje?

    —No tenemos centavos —dijeron los envenenados—, pero pagamos con leña, pagamos con plátanos.

    —¿Quién corta la leña?, ¿quién corta los plátanos? —dijeron los marineros.

    —Llevo un viaje de chanchos a Los Chiles y si me entretengo se me mueren sofocados —dijo el capitán.

    —Pero nosotros somos gente —dijeron los moribundos.

    —También nosotros —contestaron los lancheros—; con esto nos ganamos la vida.

    —¡Por Diosito! —gritó el más viejo de la isla—; ¿no ven que si nos dejan nos dan la muerte?

    —Tenemos compromiso —dijo el capitán.

    Y se volvió con los marineros y ni porque estaban retorciéndose, tuvieron lástima. Ahí los dejaron. Pero la abuela se levantó del tapesco y a como le dio voz les echó la maldición:

    —¡A como se les cerró el corazón se les cierre el lago!

    La lancha se fue. Cogió altura buscando San Carlos y desde entonces perdió tierra. Eso cuentan. Ya no vieron nunca tierra. Ni los cerros ven, ni las estrellas. Tienen años, dicen que tienen siglos de andar perdidos. Ya el barco está negro, ya tiene las velas podridas y las jarcias rotas. Mucha gente del lago los ha visto. Se topan en las aguas altas con el barco negro y los marineros barbudos y andrajosos les gritan:

    —¿Dónde queda San Jorge? ¿Dónde queda Granada?… —pero el viento se los lleva y no ven tierra. Están malditos.


(Contado por una mujer de Zapatera a Pablo Antonio Cuadra, 1930.) Tomado de Pablo Antonio Cuadra y Francisco Pérez Estrada, Muestrario del folklore nicaragüense. Managua: Fondo de Promoción Cultural-Banco de América (series Ciencias Humanas, núm. 9), 1978.





La ventana abierta
Saky





—Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel —dijo con mucho aplomo una señorita de quince años—; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.

    Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.

    —Sé lo que ocurrirá —le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural—: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.

    Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.

    —¿Conoce a muchas personas aquí? —preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.

    —Casi nadie —dijo Framton—. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.

    Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.

    —Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía —prosiguió la aplomada señorita.

    —Sólo su nombre y su dirección —admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.

    —Su gran tragedia ocurrió hace tres años —dijo la niña—; es decir, después que se fue su hermana.

    —¿Su tragedia? —preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.

    —Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre —dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.

    —Hace bastante calor para esta época del año —dijo Framton—, pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?

    —Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, ¿sabe?, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.

    A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.

    —Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre “¿Bertie, por qué saltas?”, porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. ¿Sabe usted?, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana...

    La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.

    —Espero que Vera haya sabido entretenerlo —dijo.

    —Me ha contado cosas muy interesantes —respondió Framton.

    —Espero que no le moleste la ventana abierta —dijo la señora Sappleton con animación—; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres, ¿no es verdad?

    Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.

    —Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos —anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio—. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.

    —¿No? —dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva... pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.

    —¡Por fin llegan! —exclamó—. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?

    Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.

    En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: “¿Dime Bertie, por qué saltas?”

    Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.

    —Aquí estamos, querida —dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana—: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?

    —Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel —dijo la señora Sappleton—; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.

    —Supongo que ha sido a causa del spaniel —dijo tranquilamente la sobrina—; me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esos bichos que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.




NOTAS

* Maestro y, desde hace más de 25 años, formador de maestros en varios países de América Latina. Actualmente reside en Argentina, donde dicta seminarios y conferencias. Pasa algunos meses del año en México dando charlas y talleres a maestros, profesores de educación media y educadoras de nivel preescolar.
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