La dimensión rota de la cultura mexicana: UN RETO FUNDAMENTAL PARA LA EDUCACIÓN Primera parte José Luis Espíndola Castro[*] En este artículo se describen a grandes rasgos las raíces histórico-culturales de las deficiencias culturales que son factores causales de la falta de desarrollo del país. Especialmente se hace referencia a la falta de integración cultural desde la Colonia, pero también a las ideas liberales, así como a las repercusiones del trabajo en las haciendas y el caciquismo. Por otra parte, se describe un tipo de mentalidad caracterizada por baja autoestima y pasividad.
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c La dimensión rota de la cultura mexicana: un reto fundamental para la educación
Cuando hablamos de la cultura del mexicano, por lo general nos referimos a innumerables aspectos positivos o al menos interesantes de nuestra identidad y actuar. Sin duda aparecerán las tradiciones religiosas heredadas desde la época colonial, las variadas y diversas expresiones artísticas y una rica historia llena de acontecimientos. Aparecerán también los mitos históricos que han construido los gobiernos posrevolucionarios para justificar su propia actuación y existencia: los héroes que, aunque muchas veces lucharon entre sí, colaboran en el fondo, y desde una conveniente metafísica de lucha de contrarios, al desarrollo del país. Respecto a la toma de decisiones para encarar el futuro, no faltarán los análisis acerca de la construcción de políticas y leyes que han dado fisonomía al país a través de los años y legitimación al poder, o aquellos que se refieren a la conformación de una democracia auténtica, con leyes que se han creado para gobernar con mayor justicia a la república y tratar de resolver los problemas del país. En cuanto a los problemas irresolutos, son abordados, con cierta simpleza, como producto de malas decisiones del gobierno en turno, o como el fracaso de tal o cual ideología sostenida por determinados grupos; todo esto sustentado en creencias maniqueístas y abstractas que no alcanzan a identificar los problemas reales del país. En un ámbito mayor, esto también marca el carácter pendular de la política latinoamericana en extremos ideológicos que a menudo conducen a dictaduras de izquierda o de derecha, pero al final los problemas siguen allí: pobreza, marginación, violencia, desempleo y bajos salarios, entre otros. Por ello es necesario analizar qué condiciones históricas dieron origen a nuestra cultura, que no alcanza a crear condiciones de crecimiento y desarrollo para todos. Definir y tomar conciencia de nuestra fallas culturales, y del suelo nutricio de nuestro actuar, sin duda representa un reto que la educación debe abordar en su tarea de formar a personas responsables e íntegras. Afortunadamente contamos con intelectuales y filósofos que nos ayudan a esta tarea, al menos para el diagnóstico. Primera edición en francés de La democracia en Iniciemos con una tradición de análisis de pensadores que se dieron cuenta de cómo la incultura, la marginación y las costumbres paralizantes evitaban el desarrollo de Latinoamérica. En su libro La democracia en América (1835), Alexis de Tocqueville sostiene que el poderío de la Unión Americana se basa en sus costumbres.[1] Tocqueville relata cómo el igualitarismo, la solidaridad, la tolerancia y la racionalidad en las acciones han impulsado el crecimiento de ese país. En especial destaca la capacidad del estadounidense para asociarse: (…) se unen constantemente. No sólo tienen asociaciones comerciales e industriales en las que todos participan, sino también muchas otras de todo tipo: religiosas, morales, graves, fútiles, muy generales y muy específicas, inmensas y muy pequeñas. Los americanos se asocian para dar fiestas, fundar seminarios, construir albergues, erigir iglesias, difundir libros, enviar misioneros a los antípodas; de esta manera crean hospitales, prisiones y escuelas. Y en fin, se asocian si se trata de sacar a la luz pública una verdad o de fomentar una opinión con el apoyo de un gran ejemplo […] (1835 / 2020, p. 1139). Leopoldo Zea (1978) refiere cómo el político e intelectual argentino Domingo Sarmiento (1811-1888) coincide con Tocqueville; observa con atención que el espíritu solidario del estadounidense, ligado a su filantropía religiosa, pone en acción a miles de personas para la consecución de un fin laudable. En cambio, Sarmiento ve con tristeza cómo la América española quedará rezagada frente a esta nación que parece devorarlo todo. Un editorial del periódico liberal El Siglo XX en 1948 confirma esta idea: “¿Cuál es el secreto de esa asombrosa prosperidad de la república vecina?”, se pregunta el editorialista. No otro se contesta, que el “espíritu de asociación”. “En el corto periodo que lleva de emancipado, se halla al tanto del país más adelantado de Europa. Todo el país está cruzado de ferrocarriles y canales; la actividad comercial de las ciudades asombra […]” ¿Y a qué se debe todo esto? Nada más que al espíritu de asociación que obra de una manera poderosa en el ánimo del pueblo americano […] “[…] ni puede decirse que hay capital pequeño o insignificante porque el concurso de varios capitales los hace a todos verdaderamente productivos” (en Zea, 1978, p. 248). Existe una añeja marginación en México que es el obstáculo principal para el desarrollo. Zea cita un fragmento de la obra de Juan Ginés de Sepúlveda Tratado sobre las causas justas de la guerra contra los indios: “Compara ahora estas dotes de prudencia, ingenio, magnanimidad, templanza, humanidad y religión [de los españoles], con las que tienen esos hombrecitos en los cuales apenas encontrarán vestigios de humanidad; que no sólo no poseen ciencia alguna, sino que ni siquiera conocen las letras […] y tampoco tienen leyes escritas, sino instituciones y costumbres bárbaras” (p. 118). De ellos podría decirse lo mismo que describió Tocqueville (1835) acerca de los negros en los Estados Unidos que, por cierto, aún en nuestros días arrastran los rasgos del subdesarrollo dentro una nación altamente desarrollada: ¿No se diría, al ver lo que sucede en el mundo, que el europeo es a los hombres de las otras razas lo que el hombre mismo es a los animales? Los pone a su servicio, y cuando no puede doblegarlos, los destruye. De un solo porrazo, la opresión les ha arrebatado a los descendientes de los africanos casi todos los privilegios de la humanidad. El negro de los Estados Unidos ha perdido hasta la memoria de su país; no oye ya el idioma que hablaron sus padres; ha abjurado de la religión y olvidado las costumbres de éstos. Pero al dejar de pertenecer al África no ha adquirido ningún derecho sobre los bienes de Europa, sino que ha quedado suspendido entre las dos sociedades […] (1835 / 2020, p. 741). En esas hondas y lejanas raíces de esclavitud podemos comprender cómo es que, aún en nuestros días, los afroamericanos en contacto con una cultura muy rica y con la disponibilidad de recursos tecnológicos, se mantienen en general pobres. En el caso de México, no fueron pocos los desesperados esfuerzos de algunos religiosos por defender a los indígenas; ya en 1511, el dominico Antonio de Montesinos fustigaba a los conquistadores por el trato dispensado a los indios: “¿Éstos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís?” (Texto del sermón…, p. 3). No se diga de las utopías de los jesuitas y de otros religiosos como Bartolomé de las Casas. Sin embargo, no fueron suficientes. Estos sentimientos de exclusión heredados y proyectados en el tiempo como hábitos sociales son los que han impuesto su sello en forma de subdesarrollo, especialmente en el mestizaje que heredó esa exclusión.[2] Una de las manifestaciones más primarias de ésta fue el desinterés en lo público, porque lo público es del amo, del cacique, del dueño de la hacienda; de allí el encerramiento en la familia como único lugar seguro, y la constante apatía. Mariano Grondona, abogado y sociólogo argentino, explica esta herencia de dominio que origina una diada de sumisión-rebeldía:[3] Si los individuos sienten que otros son responsables de ellos, el esfuerzo de los individuos disminuirá. Si otros les dicen qué pensar y creer, la consecuencia es una pérdida de la motivación y de la creatividad o una elección entre sumisión y rebelión. Sin embargo, ni la sumisión ni la rebelión generan desarrollo. La sumisión deja a la sociedad sin innovadores, y la rebelión distrae energías de los esfuerzos constructivos hacia la resistencia, con lo que genera obstáculos y destrucción (2000, p. 48). Con lo anterior, no se quiere decir que todo país sea pobre debido al mero autoritarismo. También el abandono y la falta de integración son factores importantes que impiden integrar lo “moderno” con lo tradicional, creando modelos de convivencia débiles y perniciosos. Claudio Véliz (1984) afirma que sobre todo en el siglo XVIII, durante la Colonia, se da el fenómeno de la concentración del poder en pocas manos dando lugar a “patrones autoritarios de gobierno”, y que no se vivió ni siquiera una experiencia feudal; experiencia que, al menos, supone la existencia de aldeas y comunidades relativamente autónomas y activas. Sin la experiencia de la autonomía, México nace a la vida independiente –dice el autor– sin ciudadanos.[4] Si bien había propiedad privada y propiedad comunal entre los pueblos originarios, la hacienda, que se consolida en el siglo XVII, es uno de los sistemas productivos más generalizados en la Nueva España. Pero este modo de producción es un sistema paternalista que en nada contribuye a la formación y educación de los trabajadores, antes bien, los condena a la dependencia y a la apatía. Los liberales, aunque de ideas políticas avanzadas, acrecentaron la exclusión en México al desamortizar las tierras comunales y venderlas a particulares; así, convirtieron a los campesinos en peones de hacienda, lo que a futuro sería la tierra propicia para la Revolución mexicana. No fueron pocos los levantamientos armados en contra del gobierno juarista y porfirista por esta razón. El surgimiento del “propietarismo individualista”, sin ninguna responsabilidad social, y nacido a partir de la Revolución francesa, arrancó los últimos vestigios del entramado social que protegía al indígena, y el resultado final fue un sistema que reproducía a las antiguas encomiendas: un sistema peor que feudal.[5] Por otra parte, en México y otros países de Latinoamérica, el colonialismo que discriminaba y marginaba dejó una secuela histórica de autoritarismo a través del cacicazgo (del vocablo arahuaco kassequa, ‘el que manda’). Los caciques originalmente eran autoridades indígenas que eran reconocidas por los conquistadores para que cobraran los impuestos y los tributos. Después el término cobró un sentido más general. El historiador Paul Friedrich define a un cacique como “… un líder fuerte y autocrático en relación a los procesos políticos locales y regionales, cuya dominación es personal, informal y generalmente arbitraria, y que es ejercida mediante un núcleo central de familiares, pistoleros y dependientes y que se caracteriza por la amenaza y el ejercicio efectivo de la violencia” (en Meyer, 2000, p. 6). La constante de un cacique, aparte de detentar un poder informal y arbitrario, es servir de intermediario entre el pueblo y el gobierno. El caciquismo continuó al terminar la lucha de independencia y se recrudeció con el triunfo de los liberales y el régimen de Porfirio Díaz; en ese periodo eran los grandes terratenientes los que tenían mando absoluto de una región entera con el respaldo del gobierno. Esta simbiosis gobierno-cacique tenía como finalidad evitar las revueltas y controlar, a veces, a los mismos políticos. Al triunfo de la Revolución, el cacicazgo no desapareció, sino que adquirió nuevas formas. Todavía en el mandato de Lázaro Cárdenas, algunos caciques tradicionales, como Saturnino Cedillo, se levantaron contra el gobierno y fueron eliminados. Grabado aparecido en la obra de Antonio de Solís Los nuevos caciques de los regímenes revolucionarios y posteriores se diversificaron: algunos grandes industriales que dominaban la economía de una región, líderes sindicales del petróleo, de la basura, etc., antiguos políticos que dominan el quehacer político de un Estado o de una región; ante la pobreza y falta de trabajo surgieron los caciques “populares”, los que tramitan despensas, consiguen empleos, invaden terrenos, o bien, venden sus servicios para llevar grupos “de protesta” a donde se les indique. Los caciques podían ser ahora también diputados, senadores o presidentes municipales de acuerdo con los servicios que ofrecieran al gobierno en turno; pero el cacicazgo de una persona podría desarrollarse bien a lo largo de varios sexenios y hasta venderse a distintos partidos políticos. El cacique, por definición, roba la autonomía del ciudadano, la debilita y la hace impotente; así, lo público se convirtió nuevamente en tierra del poderoso. El cacique también podía cometer arbitrariedades y había que tenerle miedo y andarse con cuidado; al ciudadano sólo le cabía esperar y quedar bien con el “mandamás”, generalmente ofreciendo dinero. Si un mexicano necesitaba trabajo, un servicio en su colonia o algún arreglo administrativo, tenía que recurrir al cacique o a alguno de sus servidores, y por ello se transformó en un ser dependiente; su única seguridad era su familia y su casa, afuera podía ser traicionado o víctima de la corrupción, sólo en familia podía encontrar lealtad. El producto final fue un sentimiento de inferioridad de la mayoría y la falta de integración cultural y educativa. Vasconcelos intentará esa titánica tarea de integración durante el gobierno de Obregón. Representa un momento de conciliación entre el liberalismo y las nuevas reformas sociales, para construir al ciudadano moderno; así dice el historiador Joaquín Blanco: Las masas para él no eran ciudadanos más que en potencia: cuando dejaran de ser indios (mestizaje), y por medio de la educación se convirtieran en individuos democráticos y civilizados, lo serían. Mientras el mestizaje y la educación no se realizaran, las masas serían botín de norteamericanos y caudillos, no sujeto histórico de sí mismas. De ahí que su programa cultural y educativo sea un proyecto político de “redención” popular en el sentido de extraer al pueblo de la miseria, la crueldad revolucionaria y de su propio carácter de “pueblo”, para convertirlo en una especie de clase media secundaria (1980, p. 87). No hizo menos Lázaro Cárdenas cuando estuvo en el poder; efectuó una gran cruzada para llevar educación y capacitación a los lugares más distantes de la república. Fundó innumerables internados y escuelas en lugares alejados y trató de promover el trabajo allí donde estaba el campesino. Desafortunadamente esa tarea se abandonó especialmente porque la explotación petrolera y sus enormes beneficios se consideraron una panacea económica que levantaría al país sin necesidad de una integración que era urgente. Por ello se siguió privilegiando a la ciudad sobre el campo y surgió un mestizaje débil y temeroso. Esta débil integración dio lugar a una psicología deprimente. En la década de los treinta, Samuel Ramos, discípulo notable de Antonio Caso y José Vasconcelos, se vuelve a preguntar el porqué de los fracasos en el desarrollo de México, en su ensayo El perfil del hombre y la cultura en México. Entre sus señalamientos se da cuenta de nuestro carácter ingenuo, de un pensamiento que sólo produce utopías irrealizables, que nunca toca pie con la realidad y produce desaliento: Nuestra falta de sentido práctico no es, pues, sino un vicio de educación, que no tiene un sentido realista, pero que en cambio produce hombres utopistas y románticos, destinados al desaliento y al pesimismo. El ejemplo que debíamos haber imitado de los países más cultos, es el único que no imitamos: que allá, la educación desde la escuela primaria hasta la Universidad, tiende a dar a todos los educandos el conocimiento de su país (2001, p. 115). Observaciones muy acertadas; las luchas siempre han sido ideológicas y de carácter abstracto: positivismo, vitalismo, marxismo, liberalismo, han sido causa de polémicas e incluso de violencia; pero los problemas concretos nunca han sido planteados con rigor. Ramos descubre dos mecanismos de adquisición cultural: por imitación y por asimilación-trasplantación. Del primero se genera un perfil falso y negativo, es la imitación (mimetismo) ingenua del pensamiento europeo; del segundo se deriva una cultura auténtica y positiva en cuanto ha sido elaborada por nosotros mismos. A ésta, Ramos le llama cultura criolla (cultura universal hecha nuestra). El problema de fondo va más allá, este hombre mexicano (podría afirmarse también del latinoamericano) carece de personalidad, consecuencia del autoritarismo de la Colonia. Por ello es importantísima la educación para formar a los hombres nuevos: … hombres [que] tienen ya conciencia del vacío que llevan en su ser, y ha despertado la voluntad de llenarlo, formando la personalidad que falta. Ojalá que todo el mundo se convenza de que el problema de nuestra cultura no es tanto el de hacer obras, cuanto el de formar al hombre. Si existe eso que se llama “conciencia pública”, debe sentir la realización de esa obra como un apremiante imperativo moral (Ramos, 2001, p. 99). Es otras palabras, es vital formar una nueva conciencia moral; una conciencia más allá de la mera moral de la supervivencia y de la familia. Además, en ese mismo texto, explorando y sacando provecho de las ideas de Adler, el discípulo de Freud, Ramos cree descubrir, no sin razón, que el mexicano arrastra un profundo complejo de inferioridad. Este sentimiento lo hace ser hosco, resentido, desconfiado, ostentoso en sus demostraciones de poder y, a la vez, hace que imite a lo extranjero como símbolo de superioridad. Pero lo peor es su sentimiento interno de impotencia que le impide desarrollar acciones realmente trascendentes. En este sentido, Ikram Antaki (1996) afirmaba, no hace muchos años, que México era un pueblo que no quería crecer, un pueblo de niños, con temores de niños, incapaz de crear realidades nuevas y con esa violencia intempestiva con la que reaccionan los niños. Gabriel Zaid lo ha resumido en una frase: “México eligió ser una víctima”. Sólo así se entiende por qué va arrastrando su mirada de desamparo, buscando al héroe, al caudillo o al redentor que no logra hallar en sí mismo. No ha cambiado mucho este panorama en las contiendas políticas contemporáneas en donde todo se apuesta por la persona, el héroe, que “arrebatará el poder a los malos” y traerá el mundo de bienestar deseado por todos. Este sentimiento de inferioridad –continúa Ramos– impide al mexicano llegar a conocer su auténtico ser y, como consecuencia, se ha dedicado a imitar lo extranjero, lo cual ha dado lugar a la pérdida de la personalidad, personalidad que hay que reconstruir por medio de la educación. Sin embargo, Samuel Ramos es optimista: la educación debe contribuir a la formación de la personalidad y, por lo tanto, de la cultura del mexicano. Para ello, es necesario despojar a éste del sentimiento de inferioridad cuyas semillas se sembraron en la Conquista y la Colonia y, desafortunadamente, se hicieron más evidentes a partir de la Independencia. Más adelante, Octavio Paz, en su ensayo El laberinto de la soledad (1950), retoma la preocupación para explicar la personalidad del mexicano. Destaca varias características como la soledad y encerramiento que alcanza lo psicológico; así, afirma: “… y nuestra soledad aumenta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad” (1984, p. 17). Señala aquí ese sentimiento de desconfianza, esa sensibilidad a flor de piel, y las máscaras que el mexicano usa ante los demás. Por cierto, esta característica también es puesta de manifiesto por Paulo Freire (2012) y por Franz Fanon (2007) en toda su radicalidad: el hombre humillado por el poderoso desquita su coraje agrediendo al compañero también dominado, incluso hasta matarlo; también puede convertirse en un traidor, para quedar bien con el amo, para que el otro sirva de pararrayos al castigo del poderoso. No deja de verse que la desconfianza en México obstaculizaría la capacidad de cambiar al mundo a través de un mexicano organizado con otros. Samuel Ramos (1987), antes que Octavio Paz, afirmó: La nota del carácter mexicano que más resalta a primera vista, es la desconfianza. Tal actitud es previa a todo contacto con los hombres y las cosas. Se presenta haya o no fundamento para tenerla. No es una desconfianza de principio, porque el mexicano generalmente carece de principios. Se trata de una desconfianza irracional que emana de lo más íntimo del ser […] Aun cuando los hechos no lo justifiquen, no hay nada en el universo que el mexicano no vea y juzgue a través de su desconfianza […] Su desconfianza no se circunscribe al género humano; se extiende a cuanto existe y sucede (pp. 58, 59). Los políticos, por cierto, han aprovechado la desconfianza del mexicano como mecanismo psicológico de manipulación, levantando infundios sobre sus contrincantes y adhiriéndose al dicho popular de “Piensa mal y acertarás” (véase el contraste con el dicho francés “Desgraciado el que piense mal”). Algún político mexicano bautizó a esta estrategia de ataque como el “sospechosismo”; la falacia ad hominem –“No le creas nada al otro porque es malvado”–, a pesar de su evidente carácter sofista, es el arma más utilizada en la política en un pueblo que es incapaz de analizar la información, pero sí desconfía, y cree en cualquier conspiración, del carácter que sea. Esta dimensión, la profunda desconfianza, décadas más tarde y a finales de los noventa, será redescubierta por investigadores como Robert Putnam (1994) y Francis Fukuyama (1994), y a ella atribuirán la causa principal del subdesarrollo y característica fundamental de un capital social pobre. Paz (1984) también redescubre en el mexicano, el providencialismo, el pesimismo y la resignación, que son paralizantes, aunque trata de minimizar sus consecuencias al compararlos con nuestra capacidad de alegrarnos y hacer fiesta. Descubre una actitud en el estadounidense para cambiar las cosas: “Para nosotros un realista siempre es un pesimista. Y una persona ingenua no puede serlo mucho tiempo si de veras contempla la vida con realismo. ¿No sería más exacto decir que los norteamericanos no desean tanto conocer la realidad como utilizarla?” (pp. 21, 22). Esa proactividad se observa en el gusto estadounidense por el cambio que abarca incluso a la persona. Su paradigma cinematográfico, que revela su cultura, por ejemplo, es el del hombre que cambia: que es cobarde y se hace valiente; que es un fracasado y se hace exitoso; que es malo y se hace bueno. Ese cambio en la persona también se muestra en el paradigma de ser el número uno, en lo que sea, y evitar a toda costa ser un loser. Octavio Paz (1984) señala otras características del estadounidense que el mexicano no posee: son optimistas, hacen planes aun en situaciones dramáticas. Recuerda a las ancianas norteamericanas que hacen planes como si la vida fuera inagotable. Son activos; nosotros quietistas: disfrutamos de nuestras llagas como ellos de sus inventos. Creen en la higiene, en la salud, en el trabajo, en la felicidad, pero tal vez no conocen la verdadera alegría, que es una embriaguez y un torbellino (p. 22). El historiador Richard M. Morse (1995) recoge también esta laxitud y falta de proactividad en el quehacer de los latinoamericanos: El sentimiento de que el hombre construye su mundo y es responsable de él es menos profundo y está menos extendido que en otros lugares [...] el latinoamericano puede ser [sensible o crítico] de su mundo, pero parece menos preocupado por construirlo. Este sentimiento innato para la ley natural va acompañado de una actitud menos formal hacia las leyes que formula el hombre (p. 201; énfasis añadido). No son pocos los que afirman que el problema del mexicano es una falta de identidad, con él mismo, con el país y su cultura; una falta de identidad que obliga a imitar y a minimizarse. Es muy posible que sea así. La identidad se constituye por la memoria de lo que se ha sido, pero también por tener proyectos. Sólo quien construye y proyecta su existencia tiene identidad, pues proyecta su ser con sus obras, con su hacer; con la libertad de sus actos frente a un futuro por hacer, se une y compromete con los demás para realizar proyectos. Más aún, se podría afirmar, con vena existencialista, que el presente y el futuro determinan el pasado: quien construye entusiasta su camino, interpreta su pasado con optimismo y orgullo; quien se ha quedado en la pasividad pesimista, no puede más que ver en su pasado, en los recovecos de la historia, un lugar de fracaso. Veremos en una segunda parte si estas características se siguieron reproduciendo a lo largo de los años y si en el tiempo presente aún tienen un fuerte impacto. Sin embargo, el docente avezado ya vislumbrará que debemos hacer algo al respecto desde la familia y desde el aula.♦
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c Referencias
ANTAKI, Ikram [bajo el seudónimo de Polibio de Acadia] (1996). El pueblo que no quería crecer. Océano. BLANCO, J. Joaquín (1980). El proyecto educativo de José Vasconcelos como programa político. Gabriela Becerra E. (coord.), En torno a la cultura nacional. SEP 80 / Fondo de Cultura Económica. FANON, Frantz (2007). Los condenados de la tierra. Fondo de Cultura Económica de España. FUKUYAMA, Francis (1994). Trust. The Social Virtues and the Creation of Prosperity. Free Press Paperback. GRONDONA, Manuel (2000). A Cultural Typology of Economic Development. Lawrence E. Harrison y Samuel P. Huntington (editores), Culture Matters. Basic Books. KRAUZE, Enrique (2006). Mirándolos a ellos. La brecha entre México y los Estados Unidos. Francis Fukuyama (comp.), La brecha económica entre América Latina y Estados Unidos. Fondo de Cultura Económica. MEYER, Lorenzo (2000). Los caciques: ayer, hoy ¿y mañana? Letras Libres, núm. 24. MORSE, Richard (1995). Resonancias del nuevo mundo. Cultura e ideología en América Latina. Editorial Vuelta. PAZ, Octavio (1984). El laberinto de la soledad. Fondo de Cultura Económica. PUTNAM, Robert (1994). Making Democracy Work. Princeton University Press. RAMOS, Samuel (1987). El perfil del hombre y la cultura en México. Austral. ROMERO, José Luis (1999). Mesianismo, Indigenismo y líderes carismáticos. Reflexiones sobre el Cambio, A. C. Texto del sermón de Antón Montesino según Bartolomé de las Casas y comentario de Gustavo Gutiérrez. https//www2.dominicos.org/kit_upload/file/especial-montesino/Montesino-gustabo-gutierrez.pdf Ir al sitio TOCQUEVILLE, Alexis (1835 / 2020). La democracia en América. Fondo de Cultura Económica [libro electrónico]. VÉLIZ, Claudio (1984). La tradición centralista de América Latina, Ariel. ZEA, Leopoldo (1978). Filosofía de la historia americana. Fondo de Cultura Económica. Notas * Doctor en Enseñanza Superior por el Colegio de Morelos.
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c Créditos fotográficos
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