Transformaciones en la educación Notas para una lectura de largo aliento[*] Antonio Santoni Rugiu[**] ![]() Este texto aborda la educación como un campo de prácticas siempre situadas histórica, social y culturalmente. Desde esa perspectiva, en una mirada de largo alcance, el autor da cuenta de algunas de las principales tradiciones que han influido en los procesos de producción de saberes y sus formas de transmisión, muchas de las cuales han persistido hasta nuestros días. En ellas se han ido entramando los modos propios de la cultura oral con los de la cultura escrita, legitimándose y marcando su presencia cada una de ellas en distintos territorios. Se trata de prácticas atravesadas por el campo de tensión que han representado, desde el inicio, las artes liberales frente a las artes mecánicas, los saberes artesanales frente a los saberes de cuño ilustrado, y así sucesivamente, en los que se entrecruzan con las preocupaciones, las empresas y las soluciones propias de cada época.
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c El saber de la cultura oral
Para perfilar una idea sobre la evolución histórica del saber y sus modalidades de transmisión, es bueno recordar que hasta la Edad Media y más atrás, éste formaba parte de una cultura principalmente oral. Los textos eran escasos: la biblioteca de un hombre sabio de la época contenía volúmenes con un número de páginas semejante a unos cientos de libros en la actualidad. Esos libros, transcritos por los escribas con infinita paciencia pero a veces con la misma ignorancia de su significado, no estaban exentos de errores y tergiversaciones. Esta también era una característica del saber medieval: la poca preocupación por la autenticidad del texto motivada en gran parte por su ortodoxia religiosa. Después de la difusión de la imprenta, los libros serían cada vez menos raros y hubo que esperar hasta el siglo XIX para que el texto impreso se convirtiera en la fuente habitual de lectura y aprendizaje. La función básica de la palabra del maestro medieval se expresaba bien en esta disputa: hacer a los estudiantes una pregunta que indicaba las dos soluciones opuestas, con el objetivo de entrenarlos dialécticamente para que se ejercitaran incluso en la solución incorrecta o herética y la defendieran como si fuera verdadera, para profundizarla y conocerla en su argumentación. Entonces podrían refutar a su interlocutor o corregirlo de la mejor manera. Típica de la cultura oral fue la “teoría de la disciplina formal”, que seguiría siendo un criterio pedagógico-didáctico fundamental del mundo occidental durante mucho tiempo (que ni siquiera hoy día está completamente superado). ¿En qué consistió? Hasta el periodo helenístico se continuaba creyendo firmemente que la mejor forma de sociedad era la liderada por una élite intelectual formada en el estudio de autores clásicos capaces de impresionar profundamente la mente, a fin de constituir para toda la vida el sentimiento, el pensamiento y, por lo tanto, la acción de los alumnos. Es decir, se creía que algunos contenidos poseían en su forma (en el sentido aristotélico de la sustancia que se realiza) un valor educativo intelectual y moralmente eficaz, casi irresistible. Al frente de esos saberes estaba el latín, la lengua de los eclesiásticos, de los actos públicos y de todos los eruditos. Sólo hacia el siglo XIV la lengua vernácula comenzaría a ser utilizada por algunos autores como alternativa al latín. Los niños aprendieron a leer y escribir directamente en latín, y en la enseñanza esto seguiría siendo dominante hasta principios del siglo XIX en algunas universidades, pues incluso los profesores de medicina debían dar clases en el idioma de Cicerón. En resumen, el latín era el camino majestuoso hacia la adquisición del saber a través de la vía pedagógico-didáctica que iba de la gramática a la retórica. Luego, siguió la filosofía, entendida según el canon medieval como esclava de la teología, la ciencia suprema. El esfuerzo del alumno, dada la prevalencia de la cultura oral, fue por imprimir la palabra de los maestros, grabarla y almacenarla allí, como en un gran archivo con una voluntad mnemotécnica, dirigido a la disposición y catalogación dentro de sí mismo de una cantidad increíble de datos (nombres y caracteres, conceptos, reglas, máximas, etc.). Por lo tanto, una mente bien organizada y entrenada continuamente era el requisito necesario de un hombre de cultura. Y para esto se necesitaba una metodología apropiada: la mnemotécnica o mnemónica, un recurso antiguo desarrollado gradualmente a lo largo de los siglos hasta el Renacimiento (justo cuando ya podría haber sido menos necesario debido a la primera difusión de la imprenta). Los autores famosos también se dedicaron a la mnemotecnia, lo cual demuestra que era una herramienta indispensable para la organización y transmisión del conocimiento. Esta herramienta condicionó la estructura del saber en sí misma, restringida dentro de los límites de la mente humana, aunque amplificada en gran medida por las diversas estratagemas adoptadas, y también condicionó la capacidad de análisis y profundización. Una idea formada a partir de una pregunta estudiada en un texto puede ser modificada más adelante releyéndola o discutiéndola con otros. Todo esto es mucho más difícil cuando se refiere al contenido de la propia memoria, no sólo más sintético que el de un libro, sino con menos asideros y disposición para ser modificado, ya que la memoria conserva intacta la verdad oficial que los maestros conocían en ese momento. En resumen, un libro, incluso cuando se crea conocerlo bien, en cada nueva lectura puede presentar sorpresas que pueden cambiar un juicio anterior y abrir nuevos horizontes. La memoria es, por el contrario, un interlocutor bastante cerrado para repensar, reacio a aceptar cambios, aunque en su momento fue la mejor garantía que tuvieran el error de la crítica de la norma civil y los poderes eclesiásticos, o las verdades aprendidas en la escuela y en la universidad, aunque con menos posibilidades de despertar la conciencia. Por esta misma razón, el saber eclesiástico y civil se opusieron durante mucho tiempo a la difusión de la imprenta. ![]() El esfuerzo del alumno, dada la prevalencia de la cultura oral, fue por imprimir la palabra de los maestros, grabarla y almacenarla, por lo tanto, una mente bien organizada y entrenada continuamente era el requisito necesario de un hombre de cultura
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c El saber es un don de Dios
En la Edad Media todo saber se consideraba un regalo de Dios, por esta razón no podía ser vendido, es decir, enseñado por una compensación económica. Mientras los maestros fueran todos eclesiásticos, no había problema, porque la enseñanza era una parte integral de su misión: a veces podían ser gratificados por sus superiores con alguna prebenda o beneficio sagrado o se les dejaba en libertad para aceptar ofertas espontáneas (¿en qué medida?) de parte de los estudiantes, gracias a la sutil distinción, que no se pagaba por el contenido de la enseñanza, sino por el esfuerzo del maestro, y por lo tanto, no había sacrilegio alguno. Luego, cuando muchas escuelas y universidades se emanciparon de la protección eclesiástica, los maestros fueron remunerados en razón de su enseñanza, por el municipio o por el consorcio que los había promovido. Antes del año 1000, el conocimiento según la antigua tradición se dividía entre las siete “artes liberales” (que son dignas de un hombre libre de servidumbres), el Trivium y el Quadrivium. El Trivium incluía la enseñanza de gramática, lógica y retórica; el Quadrivium, la instrucción en matemáticas, geometría, música y astronomía. La definición de estas disciplinas dependía de los tiempos y lugares. La Edad Media, por lo general, tomaba todo con una connotación religiosa proveniente de la tradición de las escuelas de monasterios y catedrales. En el Trivium, la gramática fue primordial, llamada “origen y fundamento de las artes liberales” en el sentido más amplio del conocimiento de los autores latinos. La lógica siguió en el arte de poner de relieve la validez de un argumento demostrando la falsedad de su opuesto (la disputatio ya mencionada) en la aplicación de la lógica aristotélica, según la cual, de dos afirmaciones opuestas, sólo una puede ser verdadera. Finalmente, la retórica fue el arte más complejo: enseñó cómo establecer el razonamiento para apoyar un discurso, a fin de que, expresado con las formas verbales, gestuales e ilustrativas más elocuentes, fuera convincente. Todas las disciplinas fueron tratadas en una forma abstracta con el propósito de ejercitar el pensamiento y la expresión de una manera completamente apartada de la realidad, temida porque podría provocar pasiones poco educativas. El Quadrivium representó las artes reales o físicas necesarias para el conocimiento del mundo natural: del espacio (geometría), de la cantidad y sus relaciones (matemáticas y geometría), de la esfera celeste (astronomía) y del sonido (música y canción). ![]() Antes del año 1000, el conocimiento según la antigua tradición se dividía entre las siete “artes liberales”: gramática, lógica y retórica (Trivium), así como matemáticas, geometría, música y astronomía (Quadrivium) / Giovanni di Ser Giovanni (Lo Scheggia), Las siete artes liberales, ca. 1460 ![]() En el Trivium, la gramática fue primordial, llamada “origen y fundamento de las artes liberales” / Cornelis Cort, Grammatica, 1565 Contrariamente al Trivium, el Quadrivium ofrecía implicaciones prácticas, por ejemplo, en el tratado de la astronomía y el cálculo, especialmente para establecer las fases de la luna en las que se fijaban cada año las fechas de las grandes fiestas litúrgicas, así como las cadencias de las labores agrícolas. La física también se pensó, pero en un sentido muy diferente del moderno, más bien como una filosofía de la naturaleza a la luz de la doctrina aristotélica-tomista. Así, el estudio de la música y la canción estaba destinado a preparar el vasto repertorio de himnos y melodías de la Iglesia, un complemento importante de la oración y la formación misma de las nuevas generaciones. Luego, en las universidades, el Quadrivium dio paso a la Facultad de Artes liberales, preparatoria para el acceso a las facultades de teología, derecho y medicina. Al igual que el Quadrivium, la nueva facultad formó la cultura literaria, filosófica y científica, consideradas en el momento necesarias para realizar estudios universitarios en todas las ramas. Esta facultad, al igual que los programas de formación en las artes mecánicas, finalmente lanzó el título de maestro, mientras que las facultades superiores emitieron el más prestigioso de doctor. Se requirieron al menos 21 años de edad para conseguir el título de maestro en artes liberales; sin embargo, pocos obtuvieron esa titulación siendo tan jóvenes, porque, de hecho, los estudios en todas las facultades generalmente duraban de seis a ocho años. Para el doctorado en teología se planearon duraciones más largas: 35 años al ingresar y casi 15 de estudio, lo que demuestra que la ciencia teológica, superior a todas las demás, requería el máximo compromiso y rigor. ![]() El Quadrivium representó las artes reales o físicas necesarias para el conocimiento del mundo natural / Juan Bernabé Palomino y Fernández de la Vega, Alegorías de la Ciencia, la Astronomía, la Física y la Geometría, 1773
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c El saber es de pocos
La difusión progresiva del saber se había frenado por los intereses de las clases sociales superiores. Un ejemplo típico es el del latín, que fue visto como una línea divisoria entre los alfabetizados y los analfabetos, tan claro que el hijo de un conde o un rico comerciante era considerado en sí mismo letrado y a nadie se le ocurría verificar si esto era cierto. Letrado era un término que realmente no quería distinguir, como hoy, quién sabía leer o quién podía componer y comprender textos escritos, simplemente se suponía que un noble o un rico también estaban equipados con el conocimiento de cosas que no practicaban directamente sino a través de la servidumbre, y de los empleados que trabajaban para ellos, más instruidos que ellos. Un ejemplo famoso a este respecto es el de Carlomagno, que no sabía escribir, aunque hubiera sido el promotor de una gran reforma cultural y pedagógica; al haber tenido a su servicio un número ilimitado de escribas en varios idiomas, ¿qué tan importante le resultaba usar el lápiz para escribir? ¿Cuál es la importancia, en nuestros días, de un gran gerente sentado frente a un teclado de computador? ¿Y qué diferencia había entonces si un noble, en lugar de firmar con su propia mano en la parte inferior de un documento compilado por sus escribas, lo hacía mediante un sello con un montón de lacre marcado con su ilustre escudo de armas? En resumen, si el hábito, se decía, no hace al monje, el traje del noble o del rico sí lo convierte en un hombre de letras. El latín era el crisma necesario del conocimiento; sin él en el mundo oficial todo conocimiento carecía de legitimidad, de validez. Leonardo da Vinci, artista, inventor, tecnólogo y escritor ya reconocido, no sin una buena dosis de ironía se autodefinía como hombre iletrado porque no había seguido estudios regulares en latín. Incluso los maestros escribanos, que durante siglos conservarían el derecho a compilar edictos, proclamaciones, diplomas y otros, y que desafiaron a los maestros de la escuela en el derecho a enseñar escritura, se consideraban analfabetos porque eran practicantes de un arte mecánico, y por lo tanto, no eran latinizantes. Ciertamente, el lenguaje vulgar podría ser admitido como un buen instrumento de un artesano o un mercader, pero no de un hombre instruido, por lo tanto, estaba alejado del verdadero saber. Otra forma de llamar a las artes mecánicas era artes viles, en oposición a las artes liberales. ![]() Leonardo da Vinci, artista, inventor, tecnólogo y escritor ya reconocido, no sin una buena dosis de ironía se autodefinía como hombre iletrado porque no había seguido estudios regulares en latín / Cesare Maccari, Leonardo da Vinci pintando la Mona Lisa, 1863
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c El saber secreto del hacer
Desde finales del siglo XIV las lenguas vulgares adquirieron importancia como idiomas de los grandes mercaderes, que, aunque analfabetos, ganaban poder y, por lo tanto, no podían ser rechazados. Los comerciantes abrieron las escuelas del nuevo ábaco, alternativas a las del latín, para la capacitación de sus trabajadores; y con otro movimiento revolucionario para la transformación del saber y la enseñanza, eliminaron la antigua y cuanto más prolija computista romana, adaptando con algunos siglos de anticipación para las escuelas y universidades, la matemática indo-árabe, ya conocida desde el siglo XIII en Europa, aunque no se practicara. A partir de ese momento el saber del hacer fue ganando muchas posiciones e interesando a una franja cada vez más amplia de la población. Los empleados en el artesanado y en el comercio fueron aumentando hasta ser más numerosos que los letrados, y desde finales de la Edad Media creció cada vez más la brecha numérica entre las dos categorías. ![]() Los cirujanos podían aspirar cuando mucho al título de maestro y portar la túnica corta hasta la rodilla usada por todos los demás artesanos / Ambroise Paré, cirujano-barbero francés, Facultad de Medicina de París Se presentó entonces otra paradoja: el saber y la instrucción que desde tiempos muy antiguos (los testimonios de educación artesanal ya los encontramos en las tablas sumerias) concernían a la gran mayoría de la población, no eran evaluados. Tanto que se mantuvo durante milenios (ni siquiera hoy en día se ha extinguido por completo) el desprecio por la actividad manual para ganar el pan y por todo lo que tuviera que ver con ésta. La dicotomía entre intelectuales y trabajadores mecánicos en el sector de la salud, por ejemplo, perduró hasta el siglo XIX: hoy decimos médico-cirujano, pero hubo un tiempo en que eran dos categorías muy distintas y jerarquizadas. Los doctores en medicina durante siglos se formaron en la específica facultad universitaria a través del conocimiento de autores clásicos como Hipócrates, Galeno y Celso, y luego de los árabes traducidos al latín, aunque también de literatos y filósofos. De hecho, el médico compilaba sus recetas y expresaba el diagnóstico y la terapia en latín, casi nunca tocaba al enfermo o se manchaba las manos con sangre, a lo sumo examinaba la ampolla de la orina y la clasificaba según el color, la densidad y los reflejos de acuerdo con las prescripciones de los antiguos. El médico, al igual que el doctor en derecho, portaba la túnica larga y el tocado en la cabeza, típico de los que se habían doctorado, a diferencia de los otros humildes mortales, incluyendo los cirujanos (a menudo también los barberos), que proviniendo de una formación no liberal y por lo tanto iletrada, podían aspirar cuando mucho al título de maestro y portar la túnica corta hasta la rodilla usada por todos los demás artesanos. Éstos en la jerarquía social representaban el brazo ejecutor, mientras que los que ocupaban una posición social elevada, la mente directiva, el espíritu y el cuerpo si se quiere. El cirujano, que a menudo usaba la misma navaja para rasurar la barba y, como bisturí, para cortar un quiste, no pronunciaba máximas en latín, sino que practicaba salazones con el enfermo, lo tocaba, lo abría, lo cortaba y lo volvía a coser, y obviamente no mostraba ningún comportamiento negativo hacia la sangre. Entre las dos figuras había un abismo, el mismo que separaba a los seguidores de los colegios de los doctores en artes liberales, de aquellos que, organizados en las corporaciones (gremios) de las artes mecánicas o viles, provenían de una condición social y de un tipo de formación totalmente opuesta a los primeros. Ciertamente, no se puede decir que los quirurgos, ignorantes del latín, carecieran de un saber, pues, por el contrario, en los tiempos modernos muchos avances en medicina se deben a ellos, al igual que no pocos progresos en la ciencia y la tecnología, a otros artesanos. Desde el punto de vista pedagógico, el saber del hacer, que también se puede decir del aprender haciendo, fue un procedimiento educativo con características opuestas a la enseñanza formal de escuelas y universidades. En ambos, el maestro ocupaba un lugar central, pero en la pedagogía artesanal actuaba de manera indirecta, mediado por el ejemplo del acto de trabajo que el aprendiz tenía que observar, fijar e imitar. El maestro artesano rara vez intervenía con la palabra; el maestro de escuela, en cambio, basaba todo en ésta y en la de los textos escritos. Además, la enseñanza del artesano se distinguía por la existencia del secreto del oficio que poseían algunos maestros, en lo que basaban gran parte de su éxito. Este misterio, por supuesto, era demasiado precioso y no se enseñaba a los aprendices, pero en todo caso se reservaba para los hijos o para los discípulos del maestro. Un aprendiz atento e intuitivo, sin embargo, podía captar una gran parte de él, si no todo. Esto era de tal manera importante que a veces los que violaban el enigma eran condenados a prisión e incluso a la pena de muerte. Así, el talento de un alumno artesano consistía en el aprender incluso lo que no le era enseñado explícitamente. El secreto en el taller de un pintor podría ser el procedimiento para obtener ciertos colores, en un taller de un herrero la particularidad de procesar algunos metales, y así sucesivamente. En la escuela y en la universidad, en cambio, no había nada por captar ni por intuir más allá de las palabras, el maestro no tenía reservas. Su habilidad consistía en comunicar a través de la palabra su propio saber a los estudiantes, enseñando más de lo que un alumno podía pensar. ![]() Desde el punto de vista pedagógico, el saber del hacer, que también se puede decir del aprender haciendo, fue un procedimiento educativo con características opuestas a la enseñanza formal de escuelas y universidades / Galeno, Opera omnia, disección de cerdo, 1565 Por esta razón, en la enseñanza formal no se temía, como sí sucedía en el aprender haciendo, que el alumno arrancara al maestro algún secreto. La cultura artesanal perdió gradualmente su importancia, primero porque fue sometida por los grandes comerciantes, y luego, superada por el impetuoso desarrollo tecnológico. En consecuencia, el modelo pedagógico del aprendiz también tuvo un declive lento pero imparable. Cuando entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX los diversos Estados suprimieron las corporaciones de artes y oficios con todos sus privilegios, la edad de oro de la formación artesanal ya había quedado muy lejos. Y una vez que los maestros patrones de las bodegas no tuvieron más garantía legal que los aprendices, convertidos en “compañeros de trabajo”, se quedarían en el taller donde se habían formado, pero el interés de alimentar a los aprendices y luego de transmitir el conocimiento artesanal decayó mucho, y sobrevivió sólo por los propios descendientes del maestro o por los muchachos que él hubiera seleccionado muy bien.
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c Pro y contra del saber para todos
Después del Concilio de Trento del siglo XVI, la restaurada subordinación del conocimiento y de su transmisión a la ortodoxia religiosa está bien expresada por el artículo 1 del primer capítulo de la Ratio atque institutio studiorum Societas Jesus de 1599, muy claro en la necesidad de recordar que el fin supremo de los estudios era el de “promover en los alumnos el conocimiento y el amor por nuestro Creador y Redentor”. Los jesuitas cuidaron mucho sus escuelas porque “la primera intención de los maestros en las lecciones, y fuera de ellas, era encauzar a los discípulos al amor de Dios y a las virtudes con las que le darían gusto, y a ello dirigían los estudios” (artículo 1, capítulo IV). Por lo tanto, el temor de Dios era fundamental: timor Dei est fundamentum sapientiae, el temor, en el sentido del respeto de su ley, era el fundamento del saber. Así, habiendo elegido a los profesores entre los más sabios y temerosos de Dios, diligentes, asiduos y solícitos, la primera enseñanza debía ser la Sagrada Escritura, confiada a los maestros doctos en lenguas antiguas, en teología y en historia sagrada, así como en elocuencia, ya que el alumno debía aprender a comunicar sus conocimientos a los demás de una manera persuasiva. Se tuvo especial cuidado en la elección de los profesores de filosofía, los cuales no debían ser “proclives a las novedades, ni tampoco de ingenio demasiado libre” (artículos 4, 5 y 16). Los jesuitas reactivaron de manera renovada el uso medieval de la disputatio con base en la convicción de que “el momento de la disputa no es menos exigente y fructífero que el de las lecciones”. La actitud hacia la discusión, apoyada por la preparación y la destreza dialéctica gradualmente afinada, así como la formación del recto espíritu religioso, serían beneficiosas para madurar personalidades idóneas también para afirmarse en la vida civil, tal como lo esperaban los alumnos nobles o ricos de los colegios eclesiásticos. ![]() La Ratio Studiorum es un documento esclarecedor del nuevo humanismo escolástico jesuita que usó el patrimonio literario-filosófico, y en cierto modo también científico, del mundo clásico La Ratio Studiorum es un documento esclarecedor del nuevo humanismo escolástico jesuita que usó el patrimonio literario-filosófico, y en cierto modo también científico, del mundo clásico. Este texto fue debidamente purgado en la forma y en los contenidos como un instrumento formativo ideal para los jóvenes de clase alta, que estuvieran dotados de una personalidad equipada para las exigencias y las aspiraciones modernas, pero sustancialmente obedientes, que no discutieran los dictados del magisterio eclesiástico en la experiencia espiritual, la práctica religiosa y en cada ocasión de la vida. Intransigentes en este principio, los jesuitas fueron en cambio muy abiertos, según algunos desprejuiciados, en el admitir en sus colegios el teatro e incluso la danza, pero no como un momento recreativo ocasional, sino como una actividad expresiva que perfeccionaba las actitudes ya desarrolladas por la retórica y la elocuencia. Y muchos otros también lo hicieron para no dejarse vencer por la competencia de las academias militares, que desde el siglo XVI avanzaban cada vez más con la esgrima, el uso de armas, la heráldica, la etiqueta mundana y demás. Si se piensa que sus colegios habían sido pensados por el fundador de la Compañía de Jesús Ignacio de Loyola, como seminarios para la formación de futuros miembros de la Compañía, marcados por una gran austeridad y desapego del mundo, debemos reconocer que, sin perjuicio de la primacía de los valores religiosos, los jesuitas hicieron un gran esfuerzo de adaptación, justificando esas innovaciones pedagógicas con el lema omnia munda mundis, para las almas puras todo es puro. En otras palabras, las acciones no son las que cuentan, sino las intenciones. No se puede decir que en otras partes las creencias religiosas fueran menos decisivas en la instrucción. Los puritanos, por ejemplo, afirmaron el valor incluso sacramental de la educación para todos los fieles, independientemente de su posición social: el progreso de la piedad tenía que ir de la mano con el de la instrucción (advancement of Piety and Learning). Y en general, todas las confesiones evangélicas habían estimulado las críticas contra las verdades impuestas como dogmas y no generadas por la conciencia individual. De este modo, la instrucción, como una vía necesaria hacia el saber, ya no era el privilegio de las clases altas y se transformaba en un derecho-deber para todos. En los países católicos, sin embargo, después de la Contrarreforma, la instrucción para todos se vio con gran desconfianza, si se piensa que sólo en el siglo XVIII en Francia surgieron órdenes religiosas dedicadas a la instrucción elemental y profesional del pueblo, como los Hermanos de la Doctrina Cristiana de G. B. La Salle, llamados con cierto desprecio “los Ignorantillos” porque no enseñaban latín, motivo por el cual no tuvieron una vida fácil ni larga. Un impulso fuertemente innovador hacia el saber se produjo en el siglo XVIII a partir del pensamiento de la Ilustración, lo cual es bien conocido. No obstante, había otra causa: la fuerte difusión de la instrucción en los estratos más bajos de la población, sobre todo de la enseñanza técnico-práctica que antes estaba asegurada por la formación en el artesanado, ahora en una crisis abierta. Ya se mencionó que durante algún tiempo los comerciantes habían proporcionado nuevas escuelas desarrolladas entonces por la necesidad de formar nuevas figuras de trabajadores adeptos a los servicios y a las formas emergentes de la industria, y en algunas zonas, incluso a la agricultura, en ramos descuidados por la instrucción para las clases altas. Y esto fue importante porque dio paso al crecimiento de un saber difundido, principalmente sobre una base práctica, que ahora era imposible ignorar. Al crecer ese saber derivado de la pedagogía artesanal para entonces en extinción, se conoció una separación en tres distintas orientaciones: por un lado, los artistas, pintores, escultores y similares, más los músicos, acogidos respectivamente en las academias de bellas artes y en los conservatorios de música. Por otro lado, los exartesanos de los oficios técnicos, sobre todo los ingenieros, favorecidos por la expansión del industrialismo y admitidos en las nuevas escuelas técnicas superiores, así como los operarios especializados en escuelas postelementales o técnicas y comerciales inferiores, abiertas también para formar los cuadros de la gran cantidad de empleados administrativos y contables, cada vez más demandados. Por último, los artesanos de los oficios superados por completo, por los tiempos poco propicios para su naturaleza. Estos últimos, en el caso de Europa, poco a poco sobrevivieron o se extinguieron, cuando y como el mercado se los permitió, de manera marginal, pero sacrificando de todos modos la tradición pedagógico-artesanal, como ya se dijo.
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c La gran revolución del saber
En los siglos XVII y XVIII la guerra se mantuvo viva en Europa casi sin interrupción. Así fue como los ejércitos tuvieron un gran desarrollo, con nuevas armas, fortificaciones, maquinaria de guerra, cuarteles, nuevas logísticas, tácticas y estrategias. Hacían falta ingenieros, arquitectos, carpinteros, fabricantes de armas, pero también cirujanos y boticarios para la salud de las tropas y veterinarios para la de los caballos, y así sucesivamente. Se trataba de un requerimiento de nuevas habilidades a las cuales el artesanado, en franca crisis, ya no era capaz de corresponder. Y fue así como los ejércitos fueron los primeros en establecer cursos para preparar a los médicos militares elegidos entre los cirujanos, pero también a veterinarios, farmacéuticos, constructores de fortificaciones y todos los demás. La mejor suerte la tuvieron las artes que se habían conocido como mecánicas del nivel más elevado, pues los antiguos albañiles libres o maestros de la piedra, es decir, ingenieros y arquitectos, cuando se encontraron en dificultades a principios del siglo XVIII habían vendido sus prerrogativas y franquicias a los círculos culturales y políticos de la burguesía emergente que formarían la moderna Masonería. Precisamente fueron llamados en las diversas lenguas francsmaçons, freemasons, francmasònes, y demás. La Masonería fue heredera de las formas exteriores de la vieja pedagogía artesanal, de la cual retomó la jerarquía exterior de los grados de aprendiz, compañero y maestro, y también las antiguas herramientas de trabajo ahora usadas como símbolos, por ejemplo, el delantal, que en un tiempo usaban los artesanos, conservado por los masones como atuendo ritual, o la cuchara y la escuadra del albañil. La Masonería también trató de afirmar un nuevo saber, no ateo sino supraconfesional, inspirado en la libertad de opinión y de discusión, una actitud mental muy abierta a la confrontación y a la innovación, contraria a los dogmas y al absolutismo y, sobre todo, partidaria de la tolerancia. Por tales caracteres, especialmente en sus inicios, cuando los gobiernos absolutistas no reconocían la libre expresión del pensamiento y de reunión, las logias masónicas eran las únicas que poseían los antiguos privilegios de libertad de reunión y de discusión, heredados de los albañiles libres, lo cual motivó que se adhirieran muchos artistas, escritores, pensadores, políticos y científicos de vanguardia. Ésta es la razón por la cual la Masonería, más que fuente de un saber propio, fue un centro internacional que integró personalidades no conformistas, destinadas a innovar la cultura de la época. ![]() La Masonería trató de afirmar un nuevo saber, una actitud mental muy abierta a la confrontación y a la innovación, contraria a los dogmas y al absolutismo y, sobre todo, partidaria de la tolerancia Pronto, en la segunda mitad del siglo XVIII, la formación de los antiguos artesanos más importantes de las escuelas militares pasó a la universidad, no sin una fuerte resistencia de la corporación académica. Para mitigar tal renuencia no fue suficiente que, por ejemplo, algunos nombres que gozaban de prestigio en la medicina, como en la inoculación y luego en la vacunación contra la viruela, en la tecnología e incluso en la ciencia, se hubieran formado en varios oficios del saber hacer, como Jenner, Franklin, Arkwright, Fulton, Stephenson y muchos otros. Los primeros que lograron el gran salto fueron los cirujanos parificados con los médicos, mientras que otras figuras, tales como farmacéuticos, agrónomos, veterinarios y los mismos ingenieros, debieron conformarse durante mucho tiempo con cursos más cortos, agregados en la universidad pero aún no organizados en facultades autónomas. Sólo en el siglo XX todas esas figuras obtendrían un reconocimiento a la par, por lo menos en el plano legal, de los títulos más prestigiosos. Éste fue uno de los procesos, en cierto sentido revolucionarios, que presenciaron el rápido e irresistible ascenso del saber científico y técnico, sobre las alas del triunfo de la sociedad industrial. La Ilustración ya había dado su gran contribución en este sentido: Diderot, él mismo de linaje artesanal, el principal animador de la famosa Enciclopedia de las ciencias, las artes y los oficios, consecuente con la línea antitradicionalista de la Ilustración, y por lo tanto anticlasista, propugnó la revaloración del saber científico y tecnológico. Y aún antes, anticipando a los ilustrados, Newton a fines del siglo XVII había hecho la gran contribución de una física con bases completamente matemático-experimentales y ya no teológico-filosóficas como era habitual. De este modo, la filosofía especulativa, que hasta entonces se había considerado la scientia scientiarum, la suprema organizadora del saber, iría perdiendo terreno. No sólo la física, sino poco a poco también el derecho, la economía, la sociología, la psicología y otras en el curso del siglo XIX, se desprendieron del regazo de la gran madre filosófica y se convirtieron en ciencias autónomas, con su propio contenido y metodología, alimentadas por la libre e incesante investigación del hombre sobre el hombre y sobre los comportamientos individuales y colectivos. La gran explosión del nuevo saber ocurrió durante el siglo XIX, siglo extraordinariamente innovador, que había empezado con el transporte con tracción animal y terminó con veloces trenes y automóviles, así como con la inminente presencia de la aeronave. Por no hablar del telégrafo inalámbrico, el teléfono y luego la radio y muchos otros descubrimientos e invenciones revolucionarios, incluidos los resultados de la bacteriología y la producción de fertilizantes químicos, y así sucesivamente, que en pocas décadas cambiaron los hábitos milenarios y consecuentemente la relación del hombre con el mundo y consigo mismo. La abundancia de muchos frutos relevantes de la genialidad de la investigación alentó la creencia de que un enfoque positivo y la aplicación de una metodología científica en cada objeto, aunque no fuera físico o natural, conducirían a soluciones afortunadas, y abrirían casi de golpe el saber a horizontes inconmensurables. El aumento del saber en todos los campos, debido a la libertad de pensamiento que también se obtuvo como retroalimentación de las nuevas especializaciones profesionales, pronto involucró la tendencia a la diferenciación del saber y en parte de los respectivos currículos formativos. La antigua figura del erudito poseedor de una cultura general típica de las artes liberales, en el siglo XIX ya se había superado. Naturalmente, como el saber académico, el tradicional no aceptó pacíficamente ser superado por lo nuevo. No se renuncia, sin reaccionar, a una superioridad indiscutible durante siglos y milenios. La educación científica y técnica, a pesar de esa resistencia, fue recibida en los planes de estudio de educación media y superior sólo porque respondía a una necesidad innegable de formación de personal cada vez más numeroso que era capaz de cumplir con las nuevas tareas requeridas por la nueva sociedad. Transporte Telégrafo Teléfono La cultura tradicional hizo todo lo posible por mantener distancias jerárquicas, afirmando que la mejor educación era la que impartían los estudios clásicos, mientras que los saberes científicos y sobre todo los técnicos, válidos como entrenamiento para funciones útiles, formaban personalidades incapaces de elevarse por encima de un cierto nivel. Durante mucho tiempo se argumentó que aun entre los ingenieros, los mejores eran los que venían de la escuela de humanidades. Así, el antiguo prejuicio contra los no latinizados, contra el saber y la pedagogía artesanal, ahora se revertía contra la cultura y la nueva enseñanza técnico-científica, motivado también por el hecho de que los estudios humanísticos eran frecuentados por la clase alta o media alta, mientras que las clases inferiores no iban más allá de la escuela obligatoria o las escuelas cortas de orientación profesional. Sólo en el siglo XX algunos países acordaron reconocer cursos para ingenieros, farmacéuticos, agrónomos, y otros, como facultades universitarias autónomas y formalmente a la par con las otras. Pero esto en el papel; de hecho, la opinión habitual continuó, y en parte continúa hoy, para establecer una jerarquía entre los diversos campos de estudio que favorecen a los humanísticos en relación con otras opciones.
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c La reproducción universal del conocimiento
W. Benjamin escribió antes de 1940 que la capacidad de reproducir imágenes técnicamente a gran escala gracias a la fotografía había cambiado profundamente la relación del público con el arte gráfico-pictórico, que hasta entonces había permanecido como un privilegio de la élite y ahora era para todos. Primero, sólo unos pocos ricos podían permitirse el lujo de contratar por largo tiempo a un pintor para que dibujara su propio retrato, en cambio ahora incluso un pobre soldado o campesino podía ser fotografiado en un instante y conservar su propia imagen. Además, ellos mismos ahora podrían enviar a sus seres queridos en una aldea remota una tarjeta postal que reproducía los bellos palacios madrileños de la Gran Vía. El fonógrafo también hizo posible, por ejemplo, escuchar en Australia o en Argentina una romanza cantada por un famoso tenor en un teatro de París. Más tarde el cine, la radio, la televisión, y finalmente la web, ampliarían sin medida el potencial de difusión y penetración de todo tipo de mensajes. Otros contemporáneos de Benjamin, especialmente los estudiosos francforteses, extendieron el discurso al conocimiento en general, concluyendo también que los medios de comunicación masiva no sólo poseen un gran poder sugestivo sobre los usuarios, sino también la propiedad de realizar una especie de feedback o retroalimentación, que en una menor o mayor medida cambia los contenidos de lo que se comunica. En pocas palabras, una cultura válida y, por lo tanto, una legítima instrucción de masas, no podría lograrse sólo mecánicamente al extender el saber y la instrucción para unos pocos, de lo contrario el resultado habría sido negativo, como el de una sopa que se aguada o el de un vino que se diluye. El siglo XIX había afirmado la necesidad de un saber para todos (incluso si no era lo mismo para todos). Inevitablemente, como resultado de las nuevas tecnologías, el saber para todos tendría un efecto retroactivo sobre la propia naturaleza del saber. No era inevitable que el nuevo saber de la masa fuera inferior, pues, paradójicamente, a condición de que adquiriera una identidad propia y respondiera a una nueva lógica, delineara y respetara su propia racionalidad; de lo contrario, existía el riesgo de reducir la cultura para todos a una simple banalización, a una copia vulgarizada en el sentido del deterioro de la vieja cultura aristocrática. Pero la instrucción de masas, ¿era realmente capaz de difundir un nuevo saber válido para todos?, ¿o tuvo que rendirse, al menos en parte, al poder pedagógico de los medios de comunicación masiva? La asistencia de los hijos del pueblo a la educación primaria fue baja en sus inicios, aunque era obligatoria. Sobre todo, los campesinos preferían hacer que sus hijos trabajaran en los campos y no tener que enviarlos a la escuela. En todo caso esta institución fue muy importante para la cultura popular: frecuentemente a los hogares del pueblo el primer libro que entraba era el abecedario o el libro de lectura de los niños escolarizados, cuyo reflejo también estimulaba a los adultos como primer acercamiento al saber, aunque era común que los jovencitos hubieran sido castigados por parte de parientes analfabetos porque habían manchado el libro escolar o no lo habían conservado con el debido cuidado. A partir de ese momento y hasta mediados del siglo XX, el problema del saber popular se convirtió en una dificultad relevante. Después, la progresiva reducción de la brecha entre las clases, también en el acceso a los estudios, y la influencia cada vez más extendida e incisiva de los medios de comunicación, mitigó el condicionamiento social acerca de la adquisición de distintos saberes en relación con las diferencias socioeconómicas. Pero se tiene la impresión de que, desafortunadamente, ese saber unificado haya caído al nivel más bajo, y que, en otros aspectos, esas diferencias sociales no hayan desaparecido. ![]() Antes del siglo XIX, cuando se hablaba de saber y de instrucción, sólo se refería al de los varones. Las escasas mujeres que habían brillado en diferentes campos del saber habían aceptado ajustarse a los modelos masculinos
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c ¿Un conocimiento dividido por género?
El siglo XIX también fue testigo de otra gran novedad: la educación de las mujeres. Una buena parte de la oposición a la instrucción obligatoria, en particular la que impartía la Iglesia, se debía al hecho de que también incluía a las niñas. Hasta entonces, todo el saber de las niñas se transmitió por las madres y por las mujeres de la casa, quienes las instruyeron gradualmente para el trabajo femenino y para que asumieran el papel de esposas y madres. Era un saber doméstico en todos los sentidos. Antes del siglo XIX, cuando se hablaba de saber y de instrucción, sólo se refería al de los varones. Las escasas mujeres que habían brillado en diferentes campos del saber habían aceptado ajustarse a los modelos masculinos. Así, la idea de un saber común a los dos sexos al principio resultó ser revolucionaria, incluso escandalosa. ¿Dónde iría a parar el ingenio, la pureza y la dulzura femenina si la mujer, primero en las bancas escolares y luego en el campo profesional, tuviera que competir con los hombres? También en esto el tiempo atenuó la brecha y los contrastes. La idea de un saber femenino restringido al hogar, así como la de un conocimiento distinto por sexo, se fue superando. En el Imperio austriaco desde finales del siglo XIX ya existían escuelas superiores para las jovencitas que quisieran perfeccionar su propia cultura y sus habilidades para cumplir mejor con los futuros deberes de esposas y madres. En Francia desde 1880 existía el liceo femenino con fines similares. En Italia, en el mismo año, como continuación de la Escuela Normal de Mujeres, se creó el magisterio femenino para formar a las maestras en las escuelas profesionales y normales. La reforma Gentile de 1923, con mucho anacronismo con respecto a la transformación de los tiempos, también estableció un liceo femenino sin fines profesionales ni acceso a la universidad, sólo con el objetivo de perfeccionar su cultura general y sus cualidades de gracia y sensibilidad en atención a los futuros deberes femeninos. Pero las muchachas de buena familia que ahora iban a la escuela preferían inscribirse en el gimnasio-liceo con hombres, lo que demuestra que ya estaba fuera de lugar la dicotomía entre el saber en general y el subsaber de las mujeres. Las muchachas de la media y alta burguesía ya no quedaban satisfechas con un chapuzón de cultura general, con aprender a bordar y a realizar otras obras femeninas, como tocar el piano, y demás. Así que la nueva escuela secundaria reservada para las niñas fue tan poco frecuentada que después de sólo tres años se suprimió. Un crítico definió a ese tipo de liceo como una escuela-gineceo para obtener el diploma de la perfecta prometida burguesa que se merece un buen marido. Las jovencitas de las clases sociales menos favorecidas, que constituían la abrumadora mayoría, no se detuvieron en la escuela elemental, asistieron a cursos cortos en escuelas profesionales inferiores, de las cuales esperaban salir y encontrar pronto un trabajo; éstas no necesitaban oropeles culturales para encontrar un buen marido.
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c El viraje hacia el consumismo
Una marcada transformación social, con efectos también sobre el saber y sobre los modelos pedagógicos, se remonta al nacimiento de la sociedad consumista después de la gran crisis de 1929, del Welfare state y de la tendencial homologación entre las diferentes clases, también en lo que respecta a los consumos culturales y educativos. A la larga, los nuevos modelos formativos remplazaron a los antiguos: en primer lugar, el valor del ahorro que, junto con la instrucción y el trabajo arduo, había sido el caballo de batalla de la palabra self-help, ahora se invertía en lo contrario, el consumo. La alcancía como símbolo de la educación para el ahorro, que siempre estuvo presente en los libros infantiles, pronto desapareció. La nueva consigna era educar para consumir, para afirmar la producción, que, a su vez, apoyaba el empleo de trabajadores remunerados con salarios adecuados, de modo que ellos también tuvieran márgenes de gastos para consumos que antes se habían considerado superfluos. Un círculo virtuoso que siempre regresaba al punto clave: la fluidez del consumo para todos de acuerdo con una espiral imparable. Los modelos de vida del consumidor de los Estados Unidos llegaron a Europa después de 1950, pero algunos impulsos ya eran evidentes inmediatamente después de la guerra, por ejemplo, la demanda de instrucción, tan aumentada, que diez años después el incremento de estudiantes universitarios había sido de 50 por ciento. J. K. Galbraith teorizó el modelo de una affluent society en la cual el acceso al saber ocupaba el lugar principal junto con otros consumos culturales, como conciertos y espectáculos, medios de comunicación masiva, lecturas, y otros más, sobre todo para los jóvenes. Los conciertos de música ligera atrajeron a grandes multitudes de jóvenes que tuvieron que reunirse en los estadios porque no había teatro que los pudiera albergar no sólo para escuchar música, sino también para congregarse y socializar con los coetáneos con quienes compartían ideales. Al mismo tiempo, los meetings de jóvenes, como los de los famosos hippies, se caracterizaron por incluir conciertos y canciones de diversos tipos, combinando el fuerte gusto por la socialización, la fruición de imágenes y sonidos y la afirmación de un estilo de vida transgresivo y contestatario de los modelos culturales y educativos tradicionales. Ya en esos años, incluso las teenagers, que antes vivían sus experiencias formativas en la familia o en la escuela, habían adquirido la misma libertad que sus contemporáneos varones. La familia y la escuela ya habían perdido mucha de su propia posibilidad de incidir educativamente en los hijos, y los canales de transmisión del saber formal y el lado informal ya no se restringían a las bancas escolares. Quizá por primera vez en la historia, la escuela actual no transmitió en la misma onda que los modelos culturales emergentes. ![]() Si todo lo que enriquece o de alguna manera modifica la esfera psíquica y la acción es aprendizaje, hoy en día su fuente más continua e incisiva son los medios de información, sobre todo la televisión y ni qué decir de la web Mientras tanto, la misma idea de cultura, que en un tiempo se identificaba casi exclusivamente con el fruto de la instrucción, según la nueva concepción se había ampliado para considerar la experiencia en la realidad y en lo imaginario, lo mental y el comportamiento de cada uno, excluyendo a los primitivos y a los marginados porque carecían de instrucción y, según los cánones dominantes, también deberían considerarse carentes de cultura. En conjunto, la idea de que la fuente de aprendizaje más válida fuera la educación formal había decaído mucho. Si todo lo que enriquece o de alguna manera modifica la esfera psíquica y la acción es aprendizaje, hoy en día su fuente más continua e incisiva son los medios de información, sobre todo la televisión y ni qué decir de la web. Los tiempos en que el abecedario fue el primer instrumento de instrucción en cada hogar del pueblo, ahora parecen remotos. Y si ese libro principalmente propagaba el valor de la instrucción, la televisión en cambio se dirige a la masa de espectadores menos letrados, por lo cual penetra en ellos y, a su manera, los instruye y educa. ¿Pero en qué? En primer lugar, en el consumo: la ratio principal de la televisión y de otros medios masivos de información es la elevación de la audience, de modo que las tasas de los sponsors publicitarios cada vez sean más altas. Los datos puramente cuantitativos de la televenta, en definitiva, prevalecen sobre su calidad. Apuntando a una audiencia masiva cada vez mayor, el nivel de producción es cada vez más repetitivo y estereotipado. El recurso a la razón, como guía del pensamiento y de la acción, heredado de la Ilustración del siglo XVIII y del pensamiento del siglo siguiente, que fuera un componente constitutivo del saber y de la enseñanza contemporánea, en los últimos lustros ha dado paso a la emotividad, al sentido mágico, a la afectividad, en una palabra, a la irracionalidad. Sería necesario hacer un largo discurso, pero me limitaré a dar dos ejemplos: el primero tomado de la publicidad, factor cada vez más dominante en la expansión del consumismo globalizado. Evidentemente, la publicidad no puede confiarse a la razón, por el contrario, para lograr sus objetivos, se ha dicho que utiliza persuasivamente profundas motivaciones irracionales, a veces incluso inconscientes, no mediadas por un elemental escrutinio crítico ni por una primordial vigilancia del buen sentido. Esta línea ya no se limita a los spots publicitarios, cada vez más numerosos e invasores, convirtiéndose en el criterio fundamental de cada producción: para mantener una tasa elevada de público y los mismos precios que pagan los patrocinadores publicitarios, el nivel de transmisión debe corresponder a los gustos que se consideran más comunes a la gran masa. Las transmisiones de un carácter cultural o simplemente de calidad son cada vez más raras y, en cualquier caso, se limitan a las horas nocturnas que un ciudadano normal dedica al sueño reparador. En síntesis, la consecuencia de todo esto es una progresiva mercantilización del saber, como en el caso de los muchos quiz que pululan en la televisión en los cuales las respuestas correctas se asocian con las sumas de dinero ganado, y la idea del sabio del tercer milenio, que constituye el público en general, es el que conoce el título de las canciones o de una película, el nombre de pila de una estrella o un futbolista, y así sucesivamente. Concluyo aquí. No quiero continuar con el análisis de una cuestión tan actual como compleja, para la cual no me siento adecuadamente preparado. Tampoco este sería el lugar correcto. Como historiador de la educación que habla con otros historiadores, creo que es mi deber referirme al momento actual como el punto final de una transformación, sin penetrar demasiado en ello y menos aún haciendo profecías sobre el futuro. Siempre he pensado que el historiador debe ocuparse del pasado, si quiere incluso del más reciente presente, pero no dejarse tentar por la lectura de la esfera de cristal. En fin, siento que tengo que disculparme si he ofrecido sólo una modesta contribución de ideas, significativa, pero que no se agotan en las sucesivas transformaciones de un tema fascinante y al mismo tiempo tan vasto y complejo, que quizás al final habrá muchas más preguntas que respuestas. Espero que otros, a partir de sus estudios y reflexiones, las vayan respondiendo. ♦
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c Para conocer más sobre el tema
BARREIRA, David (2020). La extraña enfermedad que mataba a los ingleses en el siglo XIV en menos de 12 horas. El Español, 15 de marzo.Ir al sitio CARLSON, David (1987). King Arthur and Court Poems for the Birth of Arthur Tudor in 1486. Humanistica Lovaniensia, 36, pp. 147-183. CUNNINGHAM, Sean (2021). Prince Arthur, Catherine of Aragon, and Henry VIII: a story of early Tudor triumph and tragedy. History Extra, 25 de febrero. Ir al sitio GUY, John (2001). The Tudor Age (1485-1603). The Oxford History of Britain. Kenneth O. Morgan (ed.). Oxford University Press. LEVINE, Mortimer (1973). Tudor Dynastic Problems: 1460-1571. Routledge. REAL ROYALTY Channel (2020). Henry VII’s Dark Truths: The First Tudor King. Real Royalty [video]. Giulia Clark, Stuart Elliot (dirs.).Ir al sitio TRAVIS, Alan (2013). Was Richard III the killer in 15th-century whodunnit? The Guardian, 5 de febrero.Ir al sitio WOODLAST, Michael (2011). King Arthur, ‘Once and Future King’. BBC.Ir al sitio Notas * Traducción de María Esther Aguirre Lora, investigadora titular en el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, UNAM.** Historiador de la educación italiano. Autor de la serie de libros Milenios de sociedad educadora, 3 volúmenes, editado por Educación, voces y vuelos.
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c Créditos fotográficos
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