Gaia:
NUESTRO HOGAR COMÚN

Juan Carlos Alburquerque Hernández[*]



Hogar significa, según el Diccionario Práctico Larousse, casa o domicilio de alguien. Permítanme, sin embargo, añadir que puede indicar algo más. ¿Podría usted un instante cerrar los ojos e imaginar su hogar? Quizás imaginó también una casa, o tal vez la calle donde la casa está ubicada o una ciudad o un país. Todas esas respuestas podrían ser correctas. Comoquiera que sea, existe otra respuesta que nos corresponde a todos, sin importar ni dónde ni cuándo estas líneas sean leídas: el planeta Tierra, nuestro hogar.




c El Centro Nacional de las Artes: la necesidad de acercar el alma a la educación

Somos la primera generación de seres humanos que ha podido ver la Tierra en primer plano, cuando a finales de los sesenta del siglo pasado los astronautas enviaron las primeras fotos de este hermoso planeta azul. Posiblemente recuerde lo que sintió la primera vez que vio una de esas fotos. Para muchas personas fue un instante de conexión con ese todo, reconocer de golpe que cuanto sabemos ha sucedido aquí: las más destacadas obras de las ciencias y las artes, todos los amores y todas las guerras, toda la historia. Todo, absolutamente todo, ha pasado en este aparentemente pequeño y frágil planeta azul.

Ya en 1948, sir Fred Hoyle había predicho que una vez que una fotografía del planeta fuera tomada desde el espacio, una idea tan poderosa como ninguna otra en la historia quedaría liberada en la psique de quienes la vieran. Ahora dicha imagen ha creado un impacto tan profundo que no es coincidencia que haya sido usada como símbolo en portadas de libros, en carteles, playeras y en muchos otros medios.

A mediados de los años sesenta, en los laboratorios de la NASA (Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio, de los Estados Unidos), el científico inglés James Lovelock (por cierto todavía vivo a los 102 años) trabajaba con un grupo de expertos para determinar si había vida en Marte. Como resultado de sus investigaciones y tras largas meditaciones sobre la vida, en los años setenta postuló la teoría de Gaia, en honor a la diosa que representaba a la madre Tierra en la mitología griega (la misma que los antiguos mexicanos llamaban Coatlicue, o los incas Pachamama). Esa teoría explica que la biosfera del planeta opera de tal modo que hace y crea por sí misma las condiciones óptimas para que la vida se manifieste y continúe. Es como si los océanos, los continentes, la atmósfera, las plantas y los animales interactuaran como parte de un único macroorganismo en todo su esplendor. ¿El planeta Tierra, un solo organismo? Una idea que de entrada puede chocar con nuestro tradicional entendimiento de las cosas (de la misma manera que las novedosas ideas de Copérnico debieron haber chocado con el entendimiento de su época).

Gaia aparece como un sistema autorregulatorio, que ajusta continuamente sus composiciones químicas, físicas y biológicas, con la idea de mantener las condiciones necesarias para que la vida se dé, así como su continua evolución.

Como ocurre en todos los organismos, Gaia manifiesta homeostasis (que en griego significa mantener estabilidad). Para ejemplificar, pensemos en la cantidad de oxígeno existente en la atmósfera: 21 por ciento. Ese porcentaje exacto es vital, pues un poco menos y los animales aeróbicos no tendríamos suficiente energía para realizar nuestras funciones metabólicas; por el contrario, un pequeño incremento y aun las selvas tropicales arderían hasta las cenizas a la menor chispa. El oxígeno se transforma en óxidos y se mezcla con otros elementos a través de la fotosíntesis, lo que se pierde en esas transformaciones es creado por la vida y reemplaza lo perdido para que continúe ese mágico y necesario 21 por ciento. Pensemos ahora en la cantidad de sal que hay en los océanos: 3 o 4 por ciento, proporción que resulta imprescindible para que la vida se desarrolle en ellos. La sal es lavada por sus aguas a tal ritmo que cada 80 millones de años se debería duplicar, pero esto no sucede porque en los océanos existen organismos que asimilan la misma proporción que es tomada, de nuevo con el fin de mantener las mejores condiciones para que la vida continúe. Como estos ejemplos, Lovelock encontró varios más que demuestran las funciones homeostáticas de Gaia.

Eso significa que todo el biosistema, desde los virus hasta las ballenas, desde las algas hasta los robles, parece funcionar como un gigantesco sistema, capaz de controlar su temperatura y la composición del aire para ofrecer las condiciones sin las cuales la vida sobre el planeta como la conocemos ya no sería posible.

Se antoja preguntarse, en ese contexto global, ¿cuál es el papel que la humanidad juega? Usemos una dimensión gaiana de tiempo a fin de intentar comprender claramente cuál ha sido el desarrollo de la humanidad dentro de Gaia. La humanidad ha estado presente sólo durante la última parte de la vida de Gaia. Más aún, si recordamos el calendario cósmico elaborado por Carl Sagan (que comprime en el lapso de un año los 13800 millones de años de vida del Universo), veríamos que la Tierra se condensó a partir de materia interestelar hasta principios de septiembre, los dinosaurios aparecen en navidad, las flores brotan el 28 de diciembre y el ser humano hace su aparición a las 22:30 de la víspera de año nuevo. O sea, toda la historia registrada ocupa los últimos 10 segundos del 31 de diciembre; y el tiempo transcurrido desde la decadencia de la Edad Media hasta la actualidad ocupa apenas un poco más de un segundo. Sin embargo, la humanidad, esta especie recién parida, tiene hoy el poder tecnológico para destruirlo todo.

Ahora, imaginemos que esos 4500 millones de años que los científicos dicen que la Tierra tiene, son solamente 24 horas, un día. Hasta antes de las 17 horas, los procesos y fenómenos han sido únicamente geológicos, durante los cuales se crearon en el corazón de Gaia nuevos y más pesados elementos y ocurrieron explosiones volcánicas que enviaban a la superficie material óptimo para la siguiente etapa. Sólo cuando dan las 17 horas empieza la vida orgánica. Al inicio las primeras moléculas de ADN, el origen de la vida, ensayan burdas copias de sí mismas, hasta que tal situación ya no sucede al azar, sino como parte de un proceso. Luego los organismos unicelulares hicieron su aparición, organismos muy simples, como algas o bacterias. Millones de años y estos seres empezaron a desarrollarse en más complejos organismos multicelulares; más adelante, cuando las células ganaron complejidad, apareció el sexo y organismos multicelulares todavía más complejos que fueron formando corales, esponjas y cosas así. Después vino lo que conocemos mejor; la evolución continuó hasta que los peces aletearon.

A las 23:30 de ese día: los dinosaurios, aquellos enormes reptiles, controlan el mundo hasta que, debido a un cataclismo planetario, se extinguen; la evolución sin embargo continuó. Y, de los simios pasando por el Australopithecus, el Homo habilis y el Homo erectus, llegó el Homo sapiens. Tan sólo falta un segundo para la media noche.

Si tomamos ese segundo y lo convertimos en 24 horas, observaremos que hasta las 14 horas hemos estado en pequeños grupos diseminados en el este africano y después en pequeñas hordas nos movemos a través de la faz de Gaia.

23:58 A dos minutos de la medianoche aprendimos a obtener el sustento mediante la agricultura; enseguida domesticamos animales, iniciamos la construcción de ciudades y damos los primeros pasos firmes para entender las realidades allende Gaia: nace la Astronomía.

23:59 Un minuto después empezamos a mirar hacia adentro, a comprendernos espiritualmente (Gaia comprendiéndose a sí misma). Las grandes religiones son buscadas fuera de Gaia, hacemos conjeturas sobre lo que es el todo, buscándolo por todas partes, poniéndole todo tipo de nombres.

Seis segundos antes de la medianoche aparece un hombre llamado Buda. Poco después otro, bautizado Jesús. Es tan sólo en las últimas centésimas de segundo cuando aparece el potencial para exterminarlo todo.

Cada uno de nosotros, en algún punto de su entendimiento, sabe del peligro que corre Gaia. Y en otro punto, presentimos que por eso estamos aquí. La pregunta, entonces, es ¿qué estamos haciendo aquí? Dos podrían ser las respuestas, una buena y una mala.

La buena: somos un vasto sistema nervioso, un cerebro global, donde cada uno de nosotros es una célula individual que forma parte del todo. Varias filosofías tradicionales así lo confirman. El hemisferio occidental es el hemisferio más racional de ese cerebro; el otro, el oriental, es el más intuitivo. En conjunto somos como el intelecto de Gaia. Gaia conociéndose a sí misma. Quizás esa conciencia autorreflexiva es una de las formas que las estrellas tienen para estudiarse a sí mismas. El Universo observándose a sí mismo. Más aun, somos como la corteza de dicho cerebro, ya que sin esa corteza el organismo podría todavía sobrevivir, cumpliendo con sus más elementales procesos metabólicos; pero, es ahí donde el arte, los idiomas y la música han aparecido; es ahí donde los procesos del alto intelecto suceden; es ahí donde la conciencia se da. Hasta aquí las buenas noticias.

La forma como la humanidad consume en décadas lo que a Gaia le costó millones de años producir nos hace pensar en la segunda posibilidad: la humanidad es como un cáncer planetario, donde los individuos son esa célula envidiosa y egocéntrica que acaba con su medio para satisfacerse, y destruyéndolo se destruye a sí misma, con lo que tira por la borda milenios de sabiduría. Así es el ciudadano moderno, que cuenta además con la velocidad y alcance de la tecnología moderna, todo esto incrementa el peligro exponencialmente. Esa es la crisis que enfrentamos, crisis que es el mayor reto que la humanidad ha encarado en su historia.

Tal vez no todo esté perdido. Tal vez el doctor Schumacher tiene razón al decir que “la solución no reside en la ciencia, la cual debe ser valorada por los fines que en realidad crea, sino que puede aún ser encontrada en la sabiduría tradicional de la humanidad” (1974, p. 250).

Para terminar, un último punto: en chino, crisis se dice wei chi. Wei significa ‘peligro’, ‘atención’; y chi, ‘oportunidad de crecimiento’, ‘oportunidad de cambio para algo nuevo’. Cuando las pantallas nos permiten pensar (cosa rara), a veces tantos problemas en el mundo actual nos dejan atorados en la primera parte: peligro. Quizá con menos pantallas podríamos entender que también existe la oportunidad para algo mejor.





c Referencias

SCHUMACHER, Ernst Friedrich (1974). Small is beautiful. Abacus.

Notas

* Fotógrafo y viajero.

c Créditos fotográficos

- Imagen inicial: Juan Carlos Alburquerque

- Foto 1 a 4: Juan Carlos Alburquerque

CORREO del MAESTRO • núm. 313 • Junio 2022