José Pedro Varela*
Primera parte
Jesualdo

José Pedro Varela fue un educador y pedagogo uruguayo, de finales del siglo XIX, que representa una etapa importante en la historia de la educación no sólo de su país sino de toda Latinoamérica. Fue un hijo del Iluminismo, que tenía una confianza total en los poderes de la instrucción del pueblo y deploraba los males de la ignorancia. Estaba convencido que la riqueza de los pueblos, la salud de los hombres y la felicidad de la humanidad radican en el conocimiento trasmitido a través de la escuela. Varela no se consideraba a sí mismo como creador de una pedagogía particular, sino que tomó e impulsó ideas pedagógicas del momento histórico, cultural, filosófico, político, en que le tocó vivir. Las alentó y las adecuó a su realidad cuando fue necesario, las trasplantó de una manera natural para que allí pudieran desarrollarse. En estas páginas, tomadas del libro 17 educadores de América. Los constructores, los reformadores, se exponen sus principales ideas y su obra.

José Pedro Varela

La acción individual, por muy decidida que sea, no basta para responder las múltiples y grandes exigencias de la educación: es necesario el concurso de los cuidadanos y la acción resuelta del Estado.

…Como regla general y en cuanto sea posible debe hacerse que los niños sean sus propios maestros, los descubridores de la verdad, los intérpretes de la naturaleza, los obreros de la ciencia: ayudarlos a que se ayuden a sí mismos. Los mejores educandos son siempre los mejores pagos. Es por esta razón que la educación es la más valiosa herencia que los padres pueden legar a sus hijos. La educación es, pues, fortuna que no se pierde, que no se gasta, que produce siempre…

…Todas las grandes necesidades de la democracia, todas las exigencias de la República, sólo tienen un medio posible de realización: educar, educar, siempre educar.

Observar pacientemente las inclinaciones naturales y los gustos del niño; sorprender con cuidado sus modos de adquirir la verdad; probar con repetidas experiencias su poder natural de pensar y atender; medir y pesar, concienzudamente, sus exigencias naturales con respecto a los conocimientos. Cuán ilógico es, pues, creer que un estudio debe ser interesante y a propósito para el niño, sólo porque es útil para el hombre.

Un hombre no está educado mientras no se halla en aptitud de obrar consciente en todas las emergencias de la vida.

La instrucción es, pues, el único de los servicios cometidos a la administración pública, que no consume el capital invertido en él, sino que lo incorpora, bajo una nueva forma, al capital que representan los individuos a quienes instruye.

Es un hecho producido y demostrado ya a la evidencia, que el gobierno del mundo está reservado, en un porvenir no lejano tal vez, principalmente al saber y a la inteligencia, no de algunos pocos privilegiados, sino de la masa general del pueblo. Los bárbaros, cualquiera que sea su orgullo, su origen y sus aspiraciones, están condenados a ver derrumbado su imperio, derrumbado al golpe constante y certero de la ciencia…

JOSÉ PEDRO VARELA

al igual que Sarmiento, José Pedro Varela, el Reformador de la Escuela Uruguaya, fue zarandeado de 1860 en adelante, por la marea constructiva de los Estados Unidos. Y fue al lado del gran argentino, justamente, que Varela apreció el alcance del progreso educacional, consecuencia de la fiebre industrial, y el valor de la escuela como palanca, en ese país, para toda transformación social, especie de panacea universal.

De todo el espectáculo trasnochado de Europa, no le quedaban de regreso al joven Varela otros ecos que los “perdidos”, tan perdidos como eran los de sus poemas. Estados Unidos le había llenado de voces nuevas, que El Siglo de Montevideo se encargaba de esparcir entre la clase culta de la ciudad. “El país de hierro”, como cantara Darío al coloso del Norte, había barrido toda dolora del alma romántica de Varela. Tenía veintidos años cuando recaló en Estados Unidos, escala obligada de todo sudamericano en viaje comercial a Europa, dejando enmohecer por poco tiempo, en una imprenta, sus poemas Ecos perdidos, que leyera Víctor Hugo en su destierro de Guernesey y a quien Varela “admiraba como a un Dios”1. Hugo le había impulsado a publicarlos porque entendió que Varela “tenía materia de poeta… y que le aseguraba, porque el herrero tenía por qué conocer el oficio”,2 como le dijo, cosa que le demostrara prologándole los poemas.

Sí, en verdad, tenía. Pero es que ese país que veía ahora como despertándose de un sueño, restregándose los ojos a cada paso, renacía asustante de las fuerzas entregadas de Occidente y llamaba a los cuatro rumbos de América con su ejemplo. Antecedentes conmovedores en todos los países del continente hacían a los hombres de este hoy, pensar en el destino futuro de sus repúblicas. Y el camino que les enseñaba Estados Unidos era de los más claros y prácticos a seguir.

Varela había nacido el 19 de marzo de 1845, en pleno sitio de Montevideo por las tropas del feudalismo rosista;3 hijo de emigrados argentinos de destacada actuación intelectual en la política del país limítrofe, enraizados aquí con familias de vieja estirpe histórica. Al año siguiente de su nacimiento, su padre, don Jacobo D. Varela, tradujo La enseñanza de la lengua materna del padre Girard, “primer libro de pedagogía que se ha publicado en el Río de la Plata”.4 Algo de la ciencia pedagógica hervía en la sangre de los Varela. Tres años más tarde de este primer volumen, aparece en Chile el primero de Sarmiento sobre estos temas: De la educación popular, uno de los libros que serviría en la preparación futura de Varela. La primera cultura que recibió José Pedro, aparte de la dogmática de su tiempo, fue la que recogió de los libros traducidos por su padre para la biblioteca de El Comercio del Plata, periódico que publicaba el famoso Florencio Varela, su tío.


José Pedro Varela (1845-1879) fue un firme defensor de la educación básica laica, obligatoria y gratuita.


Como Sarmiento en Chile, y tantos otros argentinos ilustres, los Varela –“poetas menores de aquella familia de Gracos que dio a las musas poemas y tragedias clásicas, pechos y gargantas al martirio”, como así les clasifica Sarmiento5–, eran proscriptos en Montevideo, de la tiranía rosista. Siendo muy pequeño José Pedro, sucedió el asesinato de su tío Florencio, en las calles de Montevideo, por las hordas de Rosas, implacable perseguidor de los unitarios combativos; tres años después que el “salvaje, alevoso y traidor” Sarmiento, contestara ese título de la tiranía con su Facundo, civilización y barbarie, editado en Chile, justo en ese año en que nace Varela.

Varela a sus quince años era dependiente de comercio, al igual que lo fuera Sarmiento más o menos por esa misma edad. Pero como el comercio no era su fuerte, ni los números su vocación, ni los clientes menudearan, la lectura era su más frecuente escapada. Varela leía, leía. En seis años aprendió tres o cuatro idiomas. Se instruyó.

En el correr del año 1866, mientras el país discute si ha de seguir con la dictadura florista6 o reorganizarse constitucionalmente; y todavía siguen entrando a Montevideo esclavos con “frescas huellas de látigo”; y en las cuarenta suertes de campo de don Carlos Reyles pastaban ochenta mil vacunos y ovinos; y la gran crisis inglesa de ese año repercutía con su tristemente famoso “viernes negro”; y para los casi ciento doce mil habitantes de Montevideo apenas habían treinta y ocho escuelas…7, en ese año del 66, es que aparece La Revista Literaria, tribuna de la juventud romántica de Montevideo, en la cual el seudónimo de Cuasimodo escondía el pudor de un poeta casi cursi a veces y de ensayista serio en otras, de José Pedro Varela, adolescente. Y con el haz de esta producción en la mano, un día, viajero en productos de barraca, embarca para Europa con un pensamiento fijo: visitar en la isla de Guernesey, al patriarca de su devoción, Víctor Hugo, “pobre roca perdida en el mar y la noche”, dominando allí su drama con “una soledad grandiosa y voluntaria”.

Una imprenta de Nueva York, a su regreso, rocogió sus poemas en un volumen, Ecos perdidos, y con éste debajo del brazo, marchó a la embajada argentina a conocer a don Domingo Faustino Sarmiento, cuya fama de batallador por la cultura había trascendido las fronteras de la América del Sur y era hombre de obligado conocimiento a su paso de o para Europa.

Por otra parte, Varela necesitaba orientar su vida futura. El joven, si era demasiado severo para su edad, estaba ciertamente muy desorientado en cuanto a su acción futura, como lo estaba sin duda toda la juventud de su tiempo. Tal vez su ansia por hacer algo útil le revelara que la vida se le escapaba por algún cauce extraño; de ahí que prefiera que este hombre gruñón y apasionado, a quien admira, le dijera ante su pregunta de “a qué ramo consagraría su estudio durante su viaje a Estados Unidos”, –“A la educación común. Es lo único que puede importar en su país que haya de atraerle las bendiciones de sus compatriotas”8,– ha escrito Sarmiento, sobre esta entrevista. Ahí estaba, pues, una orientación definida.

No dejaba, ciertamente, de ser una enorme contradicción el estado social de los países del Sur, y la actitud de los poetas y escritores, como Varela, a quien Sarmiento ha de criticar lógicamente.


Diríase al leer la nomenclatura de los libros que nos llegan de los extremos del continente –escribe Sarmiento– que la América está de plácemes, coronada la sien de rosas, cantando las felicidades presentes y deleitándose en la expectación de las futuras9.


Esta verdad que revela Sarmiento, historia de todos los tiempos sin embargo, determina, con el realismo que caracteriza su crítica, el punto llagoso de la América de aquel tiempo. El caudillismo latifundista que estructuraba su economía vorazmente, era dueño del continente. Las guerras entre sí, la ignorancia total, la miseria moral más completa, comían a América por los cuatro costados, mas la juventud seguía, como las alondras, cantando ecos perdidos… “En medio del continuo estruendo de nuestras luchas civiles ¿qué representa, qué es un libro de poesías echado en la corriente?”, se pregunta el propio Varela en el prólogo de su libro. Y Sarmiento aprovecha para comentar:


Don José Pedro Varela contesta por todos los poetas americanos: Es una aspiración a tiempos mejores… Para que la República del Uruguay sea un digno émulo de Estados Unidos, sólo es necesario que en el transcurso de algunos años nos dé un poco menos de desierto y un poco más de civilización, o más bien, algunos gauchos menos y algunos pensadores más.


Con tal clarividencia se contesta Varela mismo en el prólogo de su poesía romántica, casi cursi, como dijimos, sin asomos de su tiempo y de sus problemas, sin otro fragor ni vida que la suya propia.


Nosotros contestaríamos a la pregunta del poeta –agrega el certero Sarmiento– con nuestra prosa desaliñada como el rudo vestido del labrador. Tantos libros de poesías, de poesías sólo, arrojados a las corrientes en América, significa lo mismo que las frutas y flores que arrastran consigo los ríos y engalanan las superficies de las corrientes de agua de nuestras selvas primitivas; significa que hay una lujosa e inútil vegetación y que el trabajo humano escasea para hacer de aquellos dones así prodigiosos, una bendición para el hombre10.


Así planteaba Sarmiento a Varela la realidad de América. Y todavía el hombre que quiere ser útil a su sociedad, le dice: “¡Comienzos, no olvide! Un libro de poesías es una carátula”. Y luego de recordarle los ejemplos de Hugo, Lamartine y Dickens, que dejaron la poesía cuando hacía falta la acción, le agrega: que “la gran poesía de nuestro siglo es el trabajo”.

Varela oyó estas verdades con todos sus sentidos. Tan fuerte habían de ser en su ánimo las palabras del autor de Facundo, que, casi en seguida, es el propio Varela quien ha de repetirlas subrayando las de su consejero11. Sus poemas fueron el polvo si no vano, frío, de la cultura occidental que Sarmiento le ayudara a aventar en Estados Unidos, para bien de América. Claro está que estos consejos encontraron en el fervor de Varela, el gran brazo para la construcción consiguiente. Un hombre sin pasión, sin una sensibilidad muy agudizada, no hubiera realizado apenas en diez años, lo que realizó José Pedro Varela. Ni hubiera muerto con tal seguridad y madurez a los treinta y cuatro años, dos años después de iniciada su labor legal, si no material, de la Reforma de la escuela uruguaya.

Ahí, en Estados Unidos, de la mano de Sarmiento –como dice el mismo Varela a raíz de asistir en su compañía a una conferencia política de Miss Dickinson, combatiendo a Grant–12 y, día a día, fue conociendo uno de los secretos de la constructividad y salud moral del pueblo norteamericano. Nuevos ojos y entendimiento nuevo se abren entonces para el joven uruguayo. Aquella imagen que traía en los ojos, de una España aherrojada por la clerecía, la reacción y el latifundismo, en eterna ignorancia y miseria, le resultaba más distinta aún, ahora que comparaba.


Atravesando España de un extremo a otro, no he encontrado en todo el trayecto del ferrocarril un solo punto en donde vendieran diarios o libros. En Estados Unidos, en las grandes ciudades como en los pequeños pueblos, faltan antes restaurantes que tiendas de libros. Cuando se entra en un vagón de ferrocarril español, se encuentra a los pasajeros durmiendo, comiendo o conversando; jamás dedicados a la lectura. Cuando se entra en un vagón en Estados Unidos, si hay cuarenta personas, treinta y nueve tienen libros o periódicos en la mano. El que no lo tiene es un extranjero13.


¿No es ésta la misma España negra de Felipe II “que seguía dando las doce cuando todos los demás países marcan las cinco”, a la que aludía Sarmiento?14

Y Varela, que continúa anotando impresiones de España, agrega este retrato conmovedor que ha de servirle como espejo futuro:


Con sus conventos y sus iglesias, con sus rosarios y sus confesiones, con su Inquisición que hace temblar, con las tinieblas de su ignorancia que causan miedo, la España desde Felipe II hasta ahora, vive en un continuo y doloroso y desesperante accidente epiléptico: no ha muerto pero sólo tiene sensibilidad para el dolor. Ribera cuando pintaba su Prometeo, escribía con rasgos sublimes la historia de su Patria. El catolicismo ha amarrado a España a la roca del martirio y la hace devorar por el buitre de las preocupaciones15.


¿Qué esperar de ese mundo del que viene Varela? Además, es verdad, es necesario escribir la poesía de su tiempo: el trabajo. Si alguna duda le queda a Varela, el libro Las escuelas, base de la prosperidad y la república en los Estados Unidos, que le regalara Sarmiento por esos días, acabó por convencerlo. Este libro, motivo siempre de alguna queja de Sarmiento por el silencio al que lo condenaron, es, ante todo, como dijimos al tratar el argentino,  un  documentario:  su  contenido,  cifras,  datos,  estadísticas. “Filadelfia tiene 111 000 casas y 800 000 habitantes.  París  cuenta  con  dos  millones  de  habitantes y sólo 45 000 casas”16. ¿Que esto no es pedagógico? Ya lo diréis…


¿Qué son tantas mujeres juntas? Alguien le contesta: –Son las mil empleadas del Ministerio que dejan su trabajo… –¡Oh! Eso no es nada. Tenemos cien mil maestras en las escuelas de todos los estados. Esta vez –agrega Varela– en lugar de murmurar algunas palabras de desprecio, pasé mi mano por la frente, como para alejarle una idea que la abrumaba17.


Desde ese instante la batalla estaba ganada para la cultura. En la frente se le había anidado una preocupación que le “abrumaba”, y ésa era de las que ya no se iban más. Y cuando en la carta siguiente a El Siglo, transmitiendo datos ya recogidos por Sarmiento, Varela se pregunta: “¿Dónde están las cosas que producen estos resultados bastante fabulosos?”, él mismo contesta con la base del libro del argentino: “A la educación popular…”18, confundiendo así un poco el efecto por la causa, cosa que ya había confundido también su maestro.

El libro de Sarmiento, de este modo, se convierte en su alimento de cabecera y en el nutridero de sus cartas. Pero, además, este maestro tenaz, “de grueso belfo, de ojos de moscatel”, no le da tregua: asambleas, conferencias, visitas a escuelas. En cierto momento, tanto el maestro como el discípulo, ya piensan y escriben exactamente como el admirado por ambos: Horacio Mann:


La dignidad del Estado, la gloria de una nación no pueden cifrarse, pues, sino en la dignidad de la condición de sus súbditos; y esta dignidad no puede obtenerse sino elevando el carácter moral, desarrollando la inteligencia y predisponiendo a la acción ordenada y legítima de todas las facultades del hombre19.


He aquí el trípode teórico en que asentaría Varela su concepto normativo futuro: educación del carácter, desarrollo de la inteligencia, equilibrio de las facultades. Pero la finalidad para ambos educadores del Río de la Plata, es más concreta y realista como vimos ya, expresada por Sarmiento y repetida ahora por Varela, traducción de las necesidades de la clase burguesa liberal que se estructuraba rápidamente en esa región: educación e instrucción como fuente de producción y riqueza, de resistencia contra bruscos movimientos sociales y de instigación y freno a los gobiernos déspotas o reacios.

El joven romántico que era Varela tuvo, sin embargo, al principio, sus titubeos. Esa fiebre constructiva estadounidense le sonaba a cosa demasiado material. En sus primeras cartas, Varela dice “que vivía cada vez más indignado con el espectáculo de la sociedad americana”20. Hay muchos aspectos que le irritan, por ejemplo la liberación de la mujer, cuando lee anuncios como éste: “Mad. Maurice, médico”; o cuando se encuentra con avisos como este otro: “Mad. Carleton, la famosa astróloga…”, y entonces exclama: “Para mí la medida estaba colmada”21. Pero mientras mejor va viviendo y conociendo, mejor va entendiendo esa realidad. Las calles y los teatros, las escuelas y las fábricas, la comodidad y el confort, le muestran los secretos inefables de esta nueva sociedad.

En las cartas siguientes –en cuyo material se puede seguir su proceso espiritual perfectamente– comienza entonces su reconciliación. Le resulta un gran consuelo, por ejemplo oír las palabras del presidente Johnson a los niños de Washington: “Todo hijo de su madre, puede considerarse candidato para la presidencia”22. Y así, sucesivamente, en los demás aspectos. Hasta que en las últimas cartas, su convencimiento marcha parejo con su admiración. El pacto con Sarmiento y la cultura estaba sellado. Todos sus pensamientos, de ahora en adelante, son tendientes a despertar interés por el problema de la extensión cultural en todos sus aspectos. Entre la correspondencia que recibe del Uruguay, un folleto de datos estadísticos sobre la República le conmueve y desespera:


…Quince mil niños se educan en nuestras escuelas. Si hubiera visto este dato antes de venir a Estados Unidos y como un resultado de este viaje haber dedicado algunas horas al estudio de las cuestiones de educación, me hubiera sentido orgulloso de mi país. La cifra parece elevada: los tres ceros siguiendo al número quince le hacen creer a uno que es una gran cosa… El estado de Rhode Island tiene un niño en sus escuelas, por cada tres habitantes y el de New York, uno por cada tres y medio…23


De ahí que grite:


La mirada de todos los americanos está, por así decirlo, fija en la cuna de los niños. En las nuevas generaciones es que está el porvenir. La República es un organismo, no un mecanismo. Crece, no se hace24.


NOTAS

* El presente texto fue tomado de la antología, inédita en México, 17 educadores de América. Los constructores, los reformadores (Ediciones Pueblos Unidos, Montevideo, 1945) del escritor y pedagogo José Aldo Sosa (1905-1983), llamado Jesualdo. En el número siguiente de nuestra revista continuaremos con la segunda parte de este artículo.
  1. José Pedro Varela, Ecos Perdidos, N. York, 1868, prólogo.
  2. Op. cit.
  3. Juan Manuel de Rosas (1793-1877) fue un caudillo político bonaerense, educado y de familia rica, cuya orientación era federal y nacionalista. Fue gobernador de Buenos Aires y formó, con otras provincias, el pacto federal que quedó bajo su dominio. Ejerció el poder de manera autoritaria, con poderes casi absolutos. En Montevideo, el presidente Oribe apoyaba a los federales, pero el general Rivera, aliado con los unitarios y con apoyo de los brasileños, se enfrentó a él. Rivera se alzó con el gobierno de Montevideo y Oribe y los federales sitiaron esta ciudad, desatándose así el conflicto que se conoce como la Guerra Grande (1839-1852).
  4. Manuel Herrero y Espinosa, José Pedro Varela, Montevideo, 1885. p. 2.
  5. Domingo Faustino Sarmiento, Ob. Compl., T. XIV, Campaña de la Guerra Grande, B. Aires, 1896, p. 398.
  6. Venancio Flores (1808-1868) fue un militar y político uruguayo que ocupó la presidencia del país luego de terminada la Guerra Grande. Tras acabar su mandato presidencial, retomó el gobierno por la fuerza implantando una dictadura que fue apoyada por Brasil y Argentina. Uruguay formó con estos países la Triple Alianza y se involucró en una vergonzosa guerra contra Paraguay (1864-1870).
  7. Eduardo Acevedo, Anales históricos del Uruguay, T. III. Mont., 1933, pp. 433, 446 y 456.
  8. D. F. Sarmiento, Ob. Compl., T. XXX. Las escuelas, base…, pp. 334 y siguientes.
  9. D. F. Sarmiento, Ob. Compl., T. XXXI, Discursos políticos, p. 88.
  10. Op. cit.
  11. J. P. Varela, D. Domingo Sarmiento y la verdadera demagogia, “El Siglo”, Mont., 3 de Octubre de 1868.
  12. J. P. Varela, 18a carta, El Siglo, Mont., 31 de mayo de 1868.
  13. J. P. Varela, 14a carta, El Siglo, Mont., 2 de abril de 1868.
  14. Aníbal Ponce, Examen de la España actual, Mont., 1939, p. 11.
  15. J. P. Varela, 14a carta.
  16. J. P. Varela, 16a carta, El Siglo, Mont., 5 de mayo de 1868.
  17. Op. cit.
  18. J. P. Varela, 17a carta, El Siglo, Mont. 17 de abril de 1868.
  19. D. F. Sarmiento, De la educación popular, p. 22.
  20. J. P. Varela, 15a carta, El Siglo, Mont., 17 de abril de 1868.
  21. Op. cit.
  22. J. P. Varela, 14a carta.
  23. J. P. Varela, 19a carta, El Siglo, Mont., 2 de julio de 1868.
  24. J. P. Varela, 14a carta.