![]() La educación patrimonial: EDUCAR CON Y PARA EL PATRIMONIO Primera parte Valentina Cantón Arjona *
Patrimonio. Esta palabra tan antigua y hermosa estaba inicialmente enlazada a las estructuras familiares, económicas y jurídicas de una sociedad estable, arraigada en el tiempo y el espacio. Recalificado por diversos adjetivos (genético, natural, histórico, etc.) que lo han transformado en un concepto “nómada”, el término prosigue hoy una trayectoria diferente y resonante. FRANÇOISE CHOAY1 ![]() La finalidad de este texto es delinear los temas y asuntos principales de la educación patrimonial entendida como un campo de la educación en el cual se contienen e interrogan distintas formas de conocimiento, interpretación, valoración y transmisión del patrimonio cultural (material e inmaterial) y natural; formas que redefiniendo el papel de la memoria se concretan en el desarrollo de una nueva conciencia patrimonial. Educar con y para el patrimonio
la educación patrimonial es un campo de la educación que presenta grandes retos tanto a los distintos especialistas en patrimonio cultural y natural (provenientes de disciplinas sociales, humanísticas y científicas), como a los estudiosos de la educación, sean éstos formadores en el aula, formadores de formadores o investigadores. Dichos retos apuntan, principalmente, a la necesidad de explorar y elaborar sobre los siguientes asuntos:
Conceptualización e interpretación del patrimonio cultural y natural como objeto de estudio de la educación. Como señala Pierre Nora en su texto Les lieux de mémoire (1986), el surgimiento del patrimonio cultural como objeto de estudio en los últimos años ha generado una reinterpretación del término y su significado. Así, de la valoración sacralizada del monumento histórico excepcional hemos pasado al reconocimiento, recuperación y disfrute de algo tan cotidiano como, por ejemplo, el refrán popular; de la noción de patrimonio como bien estático, inamovible –tan estático e inamovible como la idea de patria– transitamos a una idea del patrimonio cultural como ente vivo, dinámico, comunitario, en el que se expresa y define la identidad de los individuos y los grupos; pasamos así de lo visible petrificado a lo invisible simbolizado. Hoy, en síntesis, nos señala el autor: “el patrimonio deja atrás su edad histórica para entrar en la edad de la memoria, de nuestra memoria”. Esta transformación de la interpretación del patrimonio cultural, de evidente contenido político (originada en la categoría de “fetichización” del bien) es causa y efecto de la revisión del tema en otros campos y disciplinas, como la teoría y la sociología de la cultura, la arquitectura histórica, la restauración y la propia antropología cultural. Sin embargo, en el campo de la educación, y concretamente, en el campo de la educación patrimonial, tal reinterpretación pareciera haberse rezagado debido, quizás, al vínculo que se estableció entre el patrimonio cultural y la idea de nación desde las postrimerías del siglo XVIII. La nación, pareciera objetivarse en el patrimonio y éste, a su vez, sólo tendría valor si era considerado “patrimonio cultural de un país”2. Así, la idea de “cosa pública” marca el patrimonio cultural como rasgo indeleble. Bajo esta idea liberal (derivada del republicanismo francés) se crean las bibliotecas, los archivos y los museos nacionales modernos, ilustrados y, con ellos, la idea de herencia nacional íntimamente relacionada con la idea de educación pública. La escuela y el bien nacional serían, pues, baluartes del nuevo régimen. En el caso de México, podemos decir que esta noción sobre el patrimonio cultural tiene su punto de partida desde la época colonial (por ejemplo, con los trabajos de fray Bernardino de Sahagún); sin embargo, no es sino hasta el siglo XIX, cuando surge explícita y sistemáticamente la finalidad educativa del uso del bien patrimonial al servicio de las ideas de patria y de nación. De ahí que, para nosotros, los prolegómenos de la educación patrimonial deben ubicarse en el temprano y liberal México independiente. El estudio y protección de los “restos de la antigüedad mexicana” se inicia, como una tarea de gobierno, en 1825, cuando Guadalupe Victoria, primer presidente del México independiente –por conducto de su ministro de Relaciones Interiores y Exteriores– ordenó la formación del Museo Nacional (situado en uno de los salones de la Universidad) para alojar allí piezas que dieran testimonio de la grandeza del México Antiguo. Aquel ministro, Lucas Alamán, había perseguido esta idea tiempo antes, pues, como señala Miruna Achim: ![]() Guadalupe Victoria, antiguo caudillo insurgente a las órdenes de Morelos, se convirtió en abril de 1825 en el primer presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos. ![]() De tendencia conservadora, Lucas Alamán fue ministro del Interior y de Relaciones Exteriores durante la presidencia de Guadalupe Victoria. En su reporte al Congreso en noviembre de 1823, Lucas Alamán, entonces ministro de Relaciones Interiores y Exteriores de la nueva república mexicana, declaró que la libertad y la soberanía del país eran impensables sin la creación de un programa de educación pública y, para este propósito, llamó la atención de los congresistas sobre el imperativo de establecer un museo. El establecimiento de un museo evitaría, además, la dispersión y destrucción de los “preciosos monumentos de la antigüedad mexicana” y de los documentos coleccionados a mediados del siglo anterior por el caballero Lorenzo Boturini, de los cuales muchos habían desaparecido.3 El pasado indígena prehispánico, recuperado y reinventado, se incorporaba entonces a la historia nacional. Años después, el 21 de noviembre de 1831, mediante decreto firmado por el presidente Anastasio Bustamante y el ministro Lucas Alamán, se dio al Museo existencia legal; iniciándose, por mandato del mismo decreto, el proceso de adjudicación patrimonial del gobierno sobre los bienes culturales encontrados en territorio nacional.4 Estos bienes serían, pues, patrimonio de la Nación y objetos de propiedad pública, y en ellos se depositaría la sacralización de una historia patria que estaba por contarse e ilustrarse a través de la museopatria. Poco más de un siglo después, en el México nacionalista –producto de la Revolución social de 1910– se consolidó la idea de propiedad y responsabilidad pública sobre los bienes históricos culturales mediante el decreto de creación del Instituto Nacional de Antropología e Historia, emitido por el presidente Lázaro Cárdenas el 3 de febrero de 1939, que asignó a esta institución las tareas de preservación y conservación del patrimonio cultural de la Nación. El 17 de septiembre de 1964, el presidente Adolfo López Mateos inauguró el Museo Nacional de Antropología e Historia. Bajo este arco histórico que hunde sus raíces en la formación del México independiente y extiende hasta el siglo XX, se realizaron las principales acciones dirigidas al cuidado y la preservación y conservación de los bienes culturales patrimoniales; bienes que eran cosa pública, acciones consideradas tarea de Estado. En años más recientes han surgido en nuestro país diversas manifestaciones que apuntan a una revalorización –y apropiación por otras manos, éstas no públicas– del patrimonio cultural. El concepto transita actualmente, con cartas de identidad y credenciales renovadas, a través de los discursos oficiales, los medios de comunicación, las estrategias de promoción del turismo y la mercadotecnia y comercialización de los bienes nombrados “patrimonio”. Discursos, medios de comunicación y estrategias que fincan en dichas cartas y credenciales la legitimidad de ofrecer al consumidor el patrimonio como una opción, una mercancía cultural más. Pues, como señala Edgar Bolívar, “no declara o activa un patrimonio quien quiere, sino quien puede”.5 Hoy, la noción de patrimonio va construyéndose un nuevo lugar en el imaginario colectivo. Un imaginario que, como todos los imaginarios, puede plagarse de ideas difusas, superficiales o parciales y en el que el patrimonio es concebido como algo bello, que como proviene del pasado es valioso y que, además, es nuestro, pues es un legado que proviene de nuestros antepasados. Bello, pasado, valioso son, pues, atributos que dan valor económico al objeto o bien cultural material, al mismo tiempo que lo cosifican, lo fetichizan. Nuestro, como atributo último, evoca el reconocimiento de ese bien patrimonial como universal y homogeneizante, como un legado igual para todos que proviene de un mismo padre, un mítico padre universal. Bajo esta idea de patrimonio se realiza una fantasía de igualdad que se incorpora fácilmente al imaginario colectivo prometiéndole la restitución de una identidad única y un sentimiento de pertenencia también idealizados, cosificados, fetichizados. Restitución de una idea universalista bien recibida, pues funge como contrapeso ante la incertidumbre que surge de la presencia de identidades diversas y de múltiples mecanismos de exclusión (que niegan la pertenencia) y que hoy emergen como puntos de anudamiento y, al mismo tiempo, de desgarre del desgastado tejido social. ![]() Vista de la antigua Casa de Moneda de México, sede del Museo Nacional. ![]() Lázaro Cárdenas emitió el decreto para la creación del Instituto Nacional de Antropología e Historia en 1939. Por lo anterior, afirmamos que esta “revaloración” del patrimonio como concepto y de los bienes patrimoniales como objetos, que a últimas fechas se inscribe en el imaginario colectivo es parcial y superficial –cuando no olvidadiza– pues deja de lado las razones de la memoria que son las únicas que pueden recordarnos el valor del patrimonio siempre vivo y el derecho que tenemos a su reivindicación y apropiación, pero no como bien cosificado o sacralizado por el simple paso del tiempo. Se trata, pues, del lugar del patrimonio en un imaginario colectivo mediado por el mercado y el poder, que imprimen al patrimonio sus propias lógicas. Como describe Francisco Cruces: La del mercado y sus reglas de libre circulación, su asignación económica de los recursos según la ley de oferta y demanda, su tendencia a la mercantilización y la acumulación, su conversión del flujo cultural en bienes y servicios y su traducción de todo valor en términos de valor de cambio (lo que es denunciado hasta la saciedad como una “mercantilización” o “fetichización” de la cultura). La de las definiciones normativas de legitimidad e identidad cultural por parte de los Estados-nación y, crecientemente, de las instituciones infra y supranacionales, con su lógica certificadora, competencial, legitimadora, gestional y administrativa, al establecer los patrimonios como expresión certificada y normalizada de sujetos portadores de derechos e identidades legalmente reconocidas.6 Ya García Canclini habría dado cuenta de estas lógicas al desvelar los distintos paradigmas para la comprensión del patrimonio: el “tradicionalista sustancialista”, centrado en el valor intrínseco del bien patrimonial independientemente de su uso actual; el paradigma “mercantilista”, centrado en el valor económico y de intercambio del patrimonio, ya sea porque es redituable o porque constituye un obstáculo para el progreso; y el paradigma “conservacionista monumentalista”, centrado en el uso político y oficialista del patrimonio como instrumento para la exhaltación nacionalista –homogeneizadora y normativa– y su representación simbólica, exhaltación que hace mancuerna con la historia oficial y la historia de bronce.7 Más adelante, tocaremos el último de estos paradigmas, el paradigma “participacionista”. Distantes de estas actuales visiones “revalorizadoras del patrimonio” que ofrecen las elites políticas y económicas están los esfuerzos –vigorosos y abundantes– realizados8 para la identificación comprensión y valoración del bien patrimonial (en sus diversas expresiones) en función de su determinación histórica; su función social; su imbricación con la cultura (siempre diversa, pluricultural) y sus vicisitudes y reinterpretaciones interculturales; su dinamismo como producción cultural siempre en movimiento, y su íntima vinculación con el tiempo del trabajo y el tiempo del ocio (que son tiempos siempre colectivos). ![]() Escultura monumental de Tláloc traída desde Coatlinchan el 16 de abril de 1964 y que se encuentra en la entrada al Museo Nacional de Antropología. Dichos esfuerzos nos remiten a lógicas y espacios distintos a los del poder y el mercado: la lógica proveniente del sistema de producción de conocimientos acerca del patrimonio y en la que están comprometidos los espacios académicos, y la lógica que proviene de la apropiación y valoración del patrimonio por parte de grupos organizados de la sociedad civil que hacen del patrimonio un derecho cultural. Esta última fácilmente identificable con el cuarto y último paradigma, el “participacionista“, descrito por García Canclini como “aquel que concibe el patrimonio y su percepción en relación con las necesidades globales de la sociedad”.9 Tanto la interrogación académica como la preocupación activa de grupos organizados de la sociedad civil han promovido la apropiación y preservación del patrimonio como una tarea social, constructora de intersubjetividades y generadora de identidades y sentidos colectivos, de “significados alojados en lo profundo de la memoria colectiva”10, que dan valor al bien patrimonial más allá de su tangibilidad; ya que todo patrimonio lo es por el reconocimiento, la interpretación y la apropiación subjetiva que de él (objeto, sitio, creencia, costumbre o tradición) hace una colectividad. ![]() ![]() El 24 de octubre de 1964 el presidente Adolfo López Mateos inauguró el Museo de Historia Natural en la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec, bajo la administración del entonces Departamento del Distrito Federal. De ahí que podamos afirmar que, como señala Lourdes Arizpe en su obra El patrimonio cultural inmaterial de México, el patrimonio: …se fragua en la mirada de quien lo aprecia y con ello funde lo aprendido del pasado y lo ejercido en el presente… Es un legado que se absorbe de manera inconsciente y se repite como parte de nuestras vidas. Y, lo más importante, es que nos abre la posibilidad de saber quiénes somos ante los otros, ante la tierra y el cosmos. 11 Si bien Arizpe hace este señalamiento en el marco de su atención al patrimonio cultural inmaterial, sus afirmaciones pueden hacerse extensivas al patrimonio cultural en cualquiera de sus expresiones, pues: El patrimonio cultural de un pueblo comprende las obras de sus artistas, arquitectos, músicos, escritores y sabios, así como las creaciones anónimas, surgidas del alma popular; y el conjunto de valores que dan sentido a la vida. Es decir, las obras materiales y no materiales que expresan la creación de ese pueblo, la lengua, los ritos, las creencias, los lugares y monumentos históricos, la literatura, las obras de arte y los archivos y bibliotecas. 12 Los bienes patrimoniales encarnan y simbolizan valores preciados por los hombres como: el valor estético, el valor de la originalidad y unicidad, o el valor testimonial de una creencia o de una forma de vida. Como todo símbolo, los bienes patrimoniales no son unívocos sino equívocos, de ahí que se reconozcan como patrimonio bienes culturales y naturales, materiales e inmateriales, tan diversos como:
El patrimonio es, como vemos, mucho más que los bienes a los que alude –sean estos materiales o inmateriales, culturales o naturales, físicos o intangibles– pues es la forma pura y dura, transmutada en producción cultural, de la manera como: Un pueblo o un grupo social expresa sus rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos; expresión que engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias. 17 El patrimonio es, entonces, además de una mirada, una expresión de las relaciones objetivas y subjetivas que los hombres establecen con otros hombres, su pasado, su momento histórico, su lugar de asentamiento y su entorno natural, sus necesidades radicales y su idea de futuro. A través del patrimonio, la memoria nos pone, en el presente, al servicio del futuro. El patrimonio es, en estricto sentido, un dispositivo para el diálogo: un diálogo del que, además, es constitutivo y constituyente, y a través del cual se expresa la forma de ser y estar en el mundo, ya sea de un pueblo, una comunidad o un grupo social y de los individuos que lo componen. ![]() Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. La naturaleza pública de las bibliotecas, los archivos y los museos se vincula con el pensamiento liberal del republicanismo francés. Este diálogo se realiza a través de símbolos encarnados en bienes patrimoniales a los que una comunidad da valor, valoriza: como lazo social; como historia; como pretexto para el encuentro con los otros; como moral y costumbre; como símbolos de identidad (“yo soy eso”) y sentido de pertenencia (“soy eso con los otros de los que soy parte”). Los bienes patrimoniales materiales o inmateriales son símbolo y dispositivo cuyo valor radica en su función como articuladores de cultura y expresiones del modo de habitar el mundo (natural/cultural) de un pueblo y de un sujeto que al mismo tiempo que es particular es también, y necesariamente, universal, es decir, de un sujeto que es individual/colectivo.18 De ahí, la fuerza del patrimonio como potenciador de la interacción dialógica y generador del sentido de humanidad. Los bienes patrimoniales son una expresión tanto del trabajo como del ocio humano, pues resultan de la capacidad creadora y productiva de una especie que se rige por el tiempo (tiempo de siembra, tiempo de cosecha, tiempo de descanso; tiempo de fiesta, tiempo de duelo, tiempo de oración) y hace de esta distribución del tiempo una estrategia para pervivir y crear valor. El bien patrimonial (natural, cultural, material o inmaterial) es un bien valorizado por el trabajo y por el ocio concebidos ambos como acciones colectivas creadoras de sentido de comunidad y resultado de la comprensión social del tiempo. De ahí que el valor fundamental del bien patrimonial no radique en su valor de intercambio sino en su función como lazo social. Ese lazo social que es el cemento que cohesiona los ladrillos de la memoria colectiva de los pueblos: nos recordamos unos a otros porque estamos juntos y estamos juntos porque tenemos recuerdos compartidos. Sujeto y patrimonio se alojan en la memoria colectiva, en ese hogar de los significados, que es cosa viva y expresión del dinamismo de las culturas, de su capacidad de creación, superación, transformación y adaptación a la circunstancia histórica. De ahí que, a diferencia del pensamiento conservador que legitima y da valor a las producciones culturales por su lugar inamovible en el pasado sin apelar a otras razones, el pensamiento transformador prefiere recordar, hacer memoria, de lo que dio cuerpo a ese pasado: de las razones que lo determinaron y determinaron que de ese pasado naciera este presente. Es necesario, entonces, subrayar la importancia de la memoria y el derecho a recordar que tienen las comunidades y los individuos que las componen, pues sólo recordando se reconocen las razones históricas, sociales, culturales, espirituales y afectivas que los constituyen como sujetos; pues gracias a la memoria pueden reconocerse como producciones culturales de un espacio y un tiempo determinados.19 El tema de la memoria, como señala Samuel Arriarán es, pues, insoslayable: Quizás, la principal razón de este interés es que en las sociedades contemporáneas se presenta no sólo el fenómeno del bloqueo de la memoria sino también el olvido del pasado. Ya sea en la experiencia del Holocausto, de las dictaduras militares o de la conquista de las poblaciones indígenas en América Latina, lo común es la notable reacción contra la historia, es decir, la represión ante el pasado individual y colectivo. 20 De ahí que hoy recuperemos la memoria como un derecho, un derecho inalienable ¿Pero cómo recordar, cómo poder ejercer ese derecho? Las diferentes culturas en diferentes tiempos y geografías se han dado la misma respuesta: educando en la memoria.♦ ▼ Bibliografía
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