Maestros en pos
DE LA UTOPÍA María Esther Aguirre Lora[*] … el deseo es desear, y desear es hacer; PAUL RICOEUR ![]() Ubicados en el parteaguas del presente, propicio para remontarnos a una visión retrospectiva y, a la vez, señalar algunas tendencias del futuro inmediato, en principio es posible afirmar que el contenido de las utopías no es novedoso, marca una constante en los anhelos y sueños que muestran facetas de lo inacabado, lo no resuelto, lo que está pendiente; expresan fisuras frente a todo aquello que se impone, de manera arbitraria o no deseada, sobre la vida social.[1] En los intersticios, las utopías expresan el deseo de dar forma, de habitar de otro modo la vida, el tiempo del mañana, indicio de modernidad. Maestros en pos de la utopía
Las utopías se desplazan de Occidente a tierras americanas; también en ellas florecen. Si bien es cierto que la posibilidad de la existencia de otros mundos habitados por seres extraños a los comunes fue una fantasía recurrente, recreada por los autores de la Antigüedad clásica, que planteaban la posibilidad de un Orbis alterius, de una Terra australis, en todo caso Antípodas[2] y, por supuesto, ajena al mundo conocido y al programa civilizatorio dominante, cuya realidad invertida –precisamente en el polo opuesto de lo aceptado como propio– estaba poblada por seres monstruosos y salvajes, incivilizados, el alter ego de Europa fue América, lugar habitado por demonios y salvajes, pero a la vez paradisiaco. De tal modo, las Américas, aun antes de su deslinde en la América de cuño latino, católica, y la anglosajona, suelo de evangelizadores protestantes (puritanos, calvinistas, luteranos), desde muy temprano no sólo no permanecieron ajenas a las utopías: ellas mismas fueron tierra de promesas incumplidas, de sueños de redención, de salvación… La visión utópica del Renacimiento, que a la distancia quería inventar, descubrir lugares desconocidos, donde hubiera sociedades organizadas en la manera más armoniosa e igualitaria, donde los hombres se relacionaran entre sí del modo más positivo, que hicieran posible, ni más ni menos, que recuperar el paraíso perdido (Ginzburg, 2000), se filtró en las primeras imágenes europeas sobre los pobladores aborígenes que construyeron los europeos. “Américo Vespucio, en su Novus Mundus (1503), decía entusiasmado: ‘que si va a descubrirse el paraíso terreno en alguna parte del mundo, no estará muy lejos de estos países. [Tienen] todo en común. Viven juntos sin rey, sin autoridad, y cada uno es señor de sí mismo’” (Florescano, 2002: 169). Por su parte, los primeros franciscanos –Pedro de Gante, Juan de Tecto y Juan de Aora– (Kobayashi, 1974; Ricard, 1992; Rubial, 1996) llegaron a la Nueva España alrededor de 1523 y 1536, procedentes de las atmósferas milenaristas de la Europa de las reformas religiosas y entusiasmados con la reforma de la iglesia española que propusiera, hacia 1496, el cardenal Ximénez de Cisneros, con la que podría realizarse el viejo anhelo de las órdenes mendicantes fundadas por Francisco de Asís hacia el siglo XIII, cuyo deseo era el retorno al cristianismo de los primeros tiempos. Su utopía educativa, inicialmente concretada en el centro del país –Texcoco, donde se le daría a los aborígenes un oficio y elementos para reorganizarse autónomamente–, se dirigió a conquistar las almas de los indígenas, con lo que los frailes compensarían las que se habían perdido en Europa con motivo de la contienda entre las iglesias cristianas. Pensar y ubicar el no-lugar en tierras americanas posibilitó que las utopías educativas de los evangelizadores se multiplicarán a lo largo del siglo XVI, con Vasco de Quiroga, Bartolomé de las Casas y otros más. Pero también, procedentes específicamente de los indígenas, los anhelos de liberación y autonomía canalizados en movimientos religiosos colectivos, no carentes de programa educativo, que se desencadenan a partir de la profecía como señal sagrada que marca el inicio de una proyección mesiánica, son recurrentes desde el siglo XVI y hasta el siglo XXI.[3] Las utopías, como proyección social, apuestan a la justicia, a la dignidad, a la paz, a la igualdad, a la armonía, al poder del conocimiento, pero cada uno de estos movimientos genera su propia dialéctica, de modo que las utopías americanas de los evangelizadores europeos del siglo XVI fueron el punto de partida de lo que, transcurridos varios lustros, abriría el horizonte de expectativas e interrogantes sobre la vida social en curso en diversos tiempos y lugares y generaría reacciones críticas, fermento de las posibilidades de transformación. Las circunstancias en que florecen las utopías marcan tendencias en las aspiraciones de las que emergen, en una perspectiva de largo aliento, señalando coincidencias en aquello que las sociedades modernas experimentan como problemático, escenarios donde también tiene lugar la educación. ▼ Imaginarios en torno a la utopía
Si tratáramos de formular una apretada síntesis de los imaginarios colectivos que, a partir del concepto de utopía, ha heredado la modernidad (Mattelart, 2000) a los educadores en el curso de quinientos años por lo menos, podríamos identificar, entre otros, los siguientes ejes, que se cruzan entre sí, asumidos como aspiración, para ordenar la vida social:
Salta a la vista el anhelo subsistente en las construcciones utópicas, el de la unidad de los seres humanos, donde persisten, sedimentadas en medio de una cosmovisión secularizada, tradiciones judeocristianas, del tiempo de la espera, de la llegada del Mesías como portador de salvación. En cada caso se trata de lograr la paz, el progreso, el conocimiento, el perfeccionamiento, la razón, la felicidad, la armonía, el bienestar, la igualdad, la equidad, la tolerancia, la verdad, la prosperidad, o bien se proyectan destructivamente, como sucede en las antiutopías y distopías. Las decisiones, de acuerdo con las prioridades del modelo de ordenamiento social, las toman los sabios, los científicos, los empresarios, los ingenieros, y así sucesivamente, pero siempre está presente la consigna de redimir a la sociedad de lo que se perciben como sus carencias, sus limitaciones, sus males. Éste ha sido el contexto de las utopías educativas; el de la proyección de la educación, que comparten los países occidentales y los que están en su ámbito de influencia. Educación en la perspectiva utópica En el caso de nuestro país en particular, y de nuestra región latinoamericana en general, a partir de los movimientos de Independencia con respecto de las metrópolis ibéricas, el campo de lo utópico se inscribe en las narrativas del pensamiento ilustrado, expresado por boca de los liberales, en la convicción de la emancipación dirigida a superar las desigualdades e injusticias sociales, donde las narrativas en torno a la educación-escolarización juegan un papel decisivo para los grupos sociales que se quieren, se requieren, modernos. José María Luis Mora, Manuel Payno, Manuel Altamirano, Ignacio Ramírez, el propio Maximiliano, Benito Juárez, Guillermo Prieto, los rebsamenianos, Justo Sierra, así como la contraparte de los conservadores, a partir de Lucas Alamán, Juan Nepomuceno Almonte –y la lista sería interminable–, apostaron, desde la diferencia de sus posturas y de sus circunstancias, al utopismo en educación, a la realización de los sueños de la Ilustración. ![]() A partir de los movimientos de Independencia, el campo de lo utópico se inscribe en las narrativas del pensamiento ilustrado, expresado por boca de los liberales, en la convicción de la emancipación dirigida a superar las desigualdades e injusticias sociales, donde las narrativas en torno a la educación-escolarización juegan un papel decisivo para los grupos sociales que se quieren, se requieren, modernos. De hecho, hubieron de sucederse más de doscientos años durante los cuales se fue consolidando paulatinamente la convicción de que los dones de la Ilustración y la expansión de las redes escolares constituían el MEDIO, así con mayúsculas, para hacer de los mexicanos una sociedad civilizada, equitativa, democrática, próspera, formada por ciudadanos instruidos, disciplinados, limpios y ordenados, capaces de contribuir al engrandecimiento de la patria a través del estudio, del trabajo, de la conservación del orden y la paz social, del conocimiento y observancia del código de deberes, quizá más que de derechos. El compromiso con el otro genera expectativas y respuestas a ellas que marcan una forma de ser. La razón, y no las creencias mágicas, las supersticiones oscurantistas y los fantasmas fetichistas propios del pasado colonial, habría de dominar la visión del mundo, la regulación de las relaciones sociales, el comportamiento ético de las instituciones. Educación y saber constituyeron un bien común, por sus cualidades intrínsecas para perfeccionar a seres humanos y sociedades, para formar los nuevos hombres que necesitaban las nuevas sociedades. El Estado sería el garante de la equidad, de la democracia y del bienestar colectivo, el motor de la modernización y del cambio; se trata de la emergencia del Estado educador, robusto, capaz de difundir los dones de la Ilustración entre los más amplios y recónditos sectores de la población; la escuela pública y los maestros serían los gestores de su política cultural, plenamente identificados con sus instituciones. Desde entonces se acuñó la fórmula escolarización igual a movilidad y progreso, marcada a fuego en nuestras convicciones: el estudio y el esfuerzo constituían las vías posibles para superarse personal y socialmente, para desplazarse en el juego de posiciones sociales y económicas jamás imaginadas. Escuela, moral y ciencia redimirían a personas y sociedades en continuo progreso y avance hacia niveles de mayor realización. De todo esto emergió la tradición de la escuela pública, que ha ocupado un lugar privilegiado en nuestro imaginario colectivo; ésta ha sido la fuente de producción de conocimiento en torno a la escolarización. La batalla por esta empresa, recreada en el curso de más de doscientos años, ha constituido el fermento de utopías y proyectos educativos de diverso tipo, aún no saturados pero sí intempestivamente transformados en su sentido, en su proyección social. El maestro, constructor de utopías Ciertamente hemos tenido noticia de la existencia de las utopías educativas a través de las obras impresas que circulan, que leemos directamente o de las que nos hablan otros lectores; estas utopías no son una abstracción, la producción de un individuo aislado de la historia. No obstante, las fisuras presentes (o existentes) entre la realidad que confrontamos y las expectativas del cauce –que por lo demás, siempre presentes– nos remiten al lugar donde se originan las expectativas; frente a lo que hemos podido, se abre lo que queríamos poder o lo que imaginábamos poder, pero también lo que nos era dable esperar. El campo de lo que se muestra a nuestra conciencia como no realizado o insuficientemente logrado nos permite preguntarnos: “¿Dónde se oculta aquello que una vez fue esperanza, y que acaso todavía lo sea, o bien pueda empezar a serlo un día? […] ¿Cuál es el mundo que uno creyó poder tener?” (Blumenberg, 1981: 10). Detrás de la búsqueda de sentido que interpela a la realidad, nuestra realidad, subsisten estas aspiraciones y reside la posibilidad de dar un nuevo sentido a la realidad, de reinventarla. ¿Cuáles son los sueños de transformación social que se albergan en cada uno de nosotros?, ¿cuáles son las apuestas de futuro que compartimos cada día con amigos y compañeros, con estudiantes, en las comunidades académicas, en las instituciones donde trabajamos? Las biografías individuales, colectivas, institucionales y otras más, la narrativa, traen a colación la persistencia en las empresas, los espacios de resistencia cotidiana casi imperceptibles, las rutas que ponen de manifiesto los imaginarios colectivos, las mitologías compartidas,[7] las utopías de transformación social en las que participamos. El recorrido de itinerarios en forma retrospectiva e introspectiva y el relato biográfico son recursos idóneos para ello, ya que permiten darse cuenta del lugar en el que se está. Nos conducen a reconocer la condición mítica de la vida, espejo de aventura, ámbito donde acontece lo extraordinario. Los recorridos planteados conducen a reconocerse en la propia mitología personal, en los universos oníricos y en los implícitos y silencios que se encierran en ellos, lugar donde las utopías devienen vida. Incursionar en la reconstrucción de las utopías educativas por esta vía, recuperando los fragmentos de experiencias vividas, nos hace conscientes de que lo que hemos sido, lo que hemos deseado; aquello por lo que luchamos y nos comprometemos, está siempre con nosotros, no nos abandona, nos marca de por vida develando las claves de nuestras particulares mitologías. Participar en la construcción del futuro que implica, por definición, el acto de educar, nos coloca de cara al tiempo del porvenir imaginado y deseado, nos hace partícipes de la aventura –del latín adventura, cosas que han de venir–, de todo aquello que, en algunos momentos más que en otros, nos ha hecho adentrarnos en territorios desconocidos a sabiendas de los desafíos que habría que enfrentar, de alguna que otra proeza que habría de realizarse; del sentido de los itinerarios del viaje, de los móviles de la búsqueda, poblados con los otros con los que se ha convivido y de los que se aprendió algo importante. Podemos afirmar que la conciencia de nuestra condición de sujetos históricos nos hace un poco héroes a la antigua –no a la antigüita…–. Para Homero, héroe era simplemente todo aquel que, en su condición de hombre libre, decidía participar en la aventura troyana, en lo cual ya estaba implícita su decisión; el valor y la osadía para atreverse, para mostrarse y correr el riesgo de dejar su lugar, constituían el punto de partida de su actuación, de su palabra. Sobre él, nos dice Hannah Arendt (1993), podía contarse una historia… ♦ ▼ Referencias
ARENDT, H. (1993). La condición humana, trad. de Ramón Gil. Barcelona: Paidós. BARABÁS, A. (1997). Utopías indias. Movimientos sociorreligiosos en México. México: Conaculta. BLUMENBERG, H. (1981). Die Lesbarkeit der Welt. Frankfurt: Suhrkamp Verlag. CAMPBELL, J. (2014). El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito. México: Fondo de Cultura Económica, 2ª ed. FLORESCANO, E. (1997). Etnia, Estado, nación. Ensayo sobre las identidades colectivas en México. México: Aguilar. —— (2002). Historia de las historias de la nación mexicana. México: Taurus. FROST, E. C. (2002). La historia de Dios en las Indias. México: Tusquets. GINZBURG, C. (2000). Nessuna isola è un’isola. Quattro sguardi sulla letteratura inglese. Milano: Feltrinelli. KOBAYASHI, J. M. (1974). La educación como conquista. La empresa franciscana. México: El Colegio de México. MATTELART, A. (2000). Historia de la utopía planetaria. De la ciudad profética a la sociedad global. Barcelona: Paidós. RICARD, R. (1992). La conquista espiritual de México. México: Fondo de Cultura Económica. RICOEUR, P. (1981). El discurso de la acción, trad. de Pilar Calvo. Madrid: Cátedra. RUBIAL, A. (1996). La hermana pobreza. El franciscanismo: de la Edad Media a la evangelización novohispana. México: UNAM. SENNETT, R. (2000). La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo milenio, trad. de Daniel Najmías. Barcelona: Anagrama. SMITH, A. (1961). Indagación acerca de la naturaleza y las causas de las naciones. Madrid: Aguilar, 1961 [original de 1776]. TOURAINE, A. (1995). Crítica de la modernidad, trad. de A. Luis Bixio. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. NOTAS* Investigadora titular en el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, UNAM.
▼ Créditos fotográficos
- Imagen inicial: www.lapolacamich.com.mx - Foto 1: ccsdelaeducacion.blogspot.mx |