Orígenes de la dinastía Tudor
ENRIQUE VII:
POR EL PODER SIMBÓLICO
Y ECONÓMICO

Aldo Mier Aguirre*[*]



El artículo brinda un breve panorama sobre los conflictos bélicos frente a los que se configura la dinastía Tudor en Inglaterra y, posteriormente, analiza de manera pormenorizada la forma en que Enrique VII, primer gobernante de la casa Tudor, consolida su poder simbólico y económico.




c Orígenes de la dinastía Tudor Enrique VII: por el poder simbólico y económico

El periodo de la dinastía Tudor (1485-1603) es apasionante: marca la transición entre la Edad Media y una incipiente Edad Moderna; el momento en que el Humanismo atraca en suelo inglés y echa raíces; el inicio de la expansión imperialista y la apertura de nuevas rutas comerciales. Por ello resulta muy atractivo acercarse a los pensadores, escritores, artistas y artesanos que hicieron propio ese “regreso a los clásicos”, planteado en diversas ciudades estado de la península italiana desde principios del siglo XIV (Florencia, Roma y Venecia).

Luego de un breve acercamiento a la historia de Inglaterra durante el periodo Tudor, abordamos con más detalle el mandato del rey que fundó la dinastía Tudor, con especial énfasis en la forma en que éste construyó su poder simbólico y económico. En próximas entregas, centraremos nuestra atención en los monarcas que lo sucedieron. El propósito es contar con un bagaje común que permita acercarse tanto a personajes específicos que vivieron y crearon durante este tiempo (Tomás Moro, William Shakespeare, Francis Bacon, Christopher Marlowe), como a procesos históricos de gran relevancia para entender la historia de una de las potencias más importantes de Europa (las reformas religiosas, la abolición de los monasterios, el desarrollo de la imprenta y su influencia en la sociedad).

Vamos a concentrarnos en los sucesos y procesos que más influyeron sobre la forma en que las personas entendían su mundo, su historia y su religión. Los monarcas de este periodo fueron tan particulares y sus decisiones políticas tan radicales que podemos caracterizarlos de un brochazo: Enrique VII, el fundador de la dinastía y el gran administrador que permitió el despliegue económico de los años por venir; Enrique VIII, quien en su intento por divorciarse pasó a ser el reformador religioso que escindió a la Iglesia anglicana de la católica; Eduardo VI, el rey infante, cuyos tutores aprovecharon para asumir el protestantismo como religión de estado; María, la contrarreformadora que se empeñó por regresar a Inglaterra al sendero católico y se ganó el apodo de la Sanguinaria; Isabel I, la Reina Virgen, impulsora de un nuevo regreso al protestantismo de otros años, y eje de una corte tradicionalmente dominada por hombres.

Al mismo tiempo, conviene recordar las palabras del historiador británico John Guy en “La era de los Tudor”: “La realidad, inevitablemente, es más compleja, menos glamorosa y más interesante que el mito […] Las fuerzas más potentes al interior de la Inglaterra del periodo Tudor, en su mayoría, fueron sociales, económicas y demográficas” (2001, p. 257). Fueron estas fuerzas las que, encauzadas y nutridas por mandatarios y sus consejeros, dieron su dinamismo al Renacimiento en suelo inglés.

c ¿De dónde venía Inglaterra? La guerra de los Cien Años y la guerra de las Dos Rosas

Inglaterra había pasado dos conflictos bélicos: la guerra de los Cien Años (1337-1453) y la guerra de las Dos Rosas (1455-1485). La guerra de los Cien Años consistió en una serie de enfrentamientos con Francia por los territorios de Normandía, Bretaña y Poitou. El conflicto tenía orígenes muy antiguos: en 1066, Guillermo el Conquistador, a la cabeza de un grupo de nobles y guerreros normandos, se apoderó del trono de Inglaterra, el cual quedó fuertemente vinculado con la nobleza de Normandía, en territorio francés. En consecuencia, las casas reales de Inglaterra y Francia estrecharon sus vínculos de parentesco. En el siglo XIV, ya existían tensiones entre ambos países que se desataron al morir Carlos IV de Francia: Eduardo III de Inglaterra era su descendiente más cercano por línea masculina y reclamó su derecho sobre el trono, pero los franceses no querían estar dominados por Inglaterra, así que un concilio de barones nombró rey a Felipe, conde de Valois, primo del finado rey por línea paterna.


Recreación de la batalla de Crécy (1346, parte de la guerra de los Cien Años), elaborada por Loyset Liédet a partir de una crónica de Jean Froissart


Benjamin West, Eduardo III cruzando el Somme, 1788 / Eduardo III de Inglaterra era el descendiente más cercano de Carlos IV por línea masculina y al morir éste, reclamó su derecho sobre el trono


Al paso de más de cien años, la Corona francesa salió ganadora del conflicto, cuyo fin también definió la identidad nacional de ambos países: Francia era una potencia terrestre, en el continente; Inglaterra, una monarquía marítima, atrincherada más allá del canal de la Mancha. A pesar de las derrotas, recuperar esa gloria perdida no dejó de ser un sueño que muchos monarcas ingleses acariciaron, con breves episodios de éxito.

La guerra de las Dos Rosas, por otra parte, es el conflicto frente al cual se crea la casa Tudor. Aunque dicho nombre sea invención de los románticos ingleses, resulta muy ilustrativo: por años, la casa de Lancaster, cuyo emblema era una rosa roja, y la casa de York, representada por una rosa blanca, lucharon por el trono de Inglaterra. Fueron años llenos de batallas, intrigas y asesinatos: una guerra civil entre primos.



La casa de Lancaster había permanecido en el trono desde que Enrique IV, abuelo de Enrique VI, destronara a Ricardo II. Sin embargo, el mal manejo del reino y la pérdida de los territorios franceses durante la guerra de los Cien Años llevaron a que la casa de York se insubordinara y destronara a Enrique VI (1421-1471). Eduardo IV (1442-1483), el rey yorkista, murió de forma repentina, y su hijo, Eduardo V (1470-1483), reinó por tan sólo unos meses bajo la tutela de su tío, antes de desaparecer de forma misteriosa junto con su hermano en la Torre de Londres. Al trono ascendió el tío de los pequeños, Ricardo III (1452-1485), a quien se suele culpar de haberlos matado con el fin de apoderarse del reino.[1] En 1485, Enrique Tudor –exiliado durante buena parte de su vida debido a los conflictos políticos del reino– reunió a un grupo de mercenarios franceses y disidentes ingleses, desembarcó en Gales –donde estaba el condado que le pertenecía por herencia– y, con un dragón rojo por estandarte, emblema del legendario rey Arturo, se dirigió a enfrentarse contra Ricardo III. Los ejércitos chocaron el 22 de agosto de 1485 en el campo de Bosworth, donde Ricardo fue derrotado y asesinado:

La batalla en el campo de Bosworth fue definitiva no sólo porque el rey Ricardo III fue asesinado ahí, al lado de muchos de los hombres de su mesnada y partidarios; fue definitiva, porque Ricardo III había eliminado por adelantado a las alternativas más plausibles a Enrique VII para ocupar el trono (Guy, 2001, p. 266).


Abraham Cooper, Batalla de Bosworth, ca. 1825




c Enrique VII (1457-1509) Reescribir la historia y construir un nuevo mito

El año 1485 marca el fin de un conflicto dinástico y político que se había prolongado por varias décadas. Enrique Tudor derrota y acribilla a Ricardo III en Bosworth. Como ocurre al inicio de cada época después de una crisis y de un cambio de régimen, la familia Tudor necesitaba consolidar su poder simbólico y económico para quedar libre de cualquier cuestionamiento.

Enrique VII había tenido la fortuna de empezar con la página en blanco después de la batalla de Bosworth, libre de cualquier dependencia o deuda con algún grupo político o facción. Se coronó “por herencia y por el juicio de Dios”. La victoria era signo de que Dios lo había elegido para gobernar Inglaterra. Sin embargo, el árbol genealógico de Enrique VII dejaba mucho que desear para un rey de Inglaterra:

La fuerza militar de Enrique sobre el trono también ponía de relieve la debilidad de su aspiración en el aspecto genealógico: ser el responsable de haberle puesto fin a las trágicas acciones del debilitado, pero legítimo Ricardo III, no convertía a Enrique en el siguiente en línea por derecho de herencia: de hecho, había varios personajes que demandaban la corona o que estaban en posición de hacerlo, mucho más cercanos al trono por derecho que este hijo de una bisnieta del hijo bastardo de Juan de Gante, Juan Beaufort, cuyos descendientes habían sido excluidos de la línea de sucesión de manera legal (Carlson, 1987, p. 147).


Enrique Tudor derrota y acribilla a Ricardo III en Bosworth


La primera decisión para consolidar su reinado fue casarse con Elizabeth York, en parte, para calmar a los miembros de la facción contraria. Así surgió la casa de los Tudor, la unión de las dos rosas. El poder estético de esta metáfora no pasó desapercibido para el nuevo rey, quien decidió usar una rosa blanca sobre el fondo de una rosa roja como símbolo de su reinado.

Sin embargo, los riesgos de que algún noble se le insubordinara eran altos. Ricardo III era de la estirpe Plantagenet, en posesión del trono desde 1154; sus palabras antes de morir aún resonaban: “Moriré rey de Inglaterra. No daré un paso atrás. ¡Traición! ¡Traición! ¡Traición!”. La guerra de las Dos Rosas había sido una lucha entre parientes por la legitimidad, de modo que Enrique VII necesitaba, precisamente, darse un aura de legalidad y autoridad que no todos le veían. Decidió entonces reescribir la historia reciente para justificar su proceder y acreditar la nobleza de su familia más allá de Juan de Gante o de su matrimonio con Elizabeth de York.



Sarah Malden, Doble retrato de Elizabeth de York y Enrique VII, ca. 1825


A la izquierda, la rosa roja de Lancaster; a la derecha, la rosa blanca de York; y al centro, la unión de las rosas de Lancaster y York, la rosa Tudor


Con ese propósito, primero reunió al parlamento y revocó el acta que confirmaba el título de Ricardo III como rey:

Mediante la cual, en este tiempo, Ricardo, otrora duque de Gloucester y, posteriormente, de hecho, aunque no de derecho, rey de Inglaterra bajo el nombre de Ricardo III, hizo oficio falso y sedicioso, lleno de falsas y malignas fantasías, en contra de toda buena y verdadera disposición, para que se le concediera el título [de rey] (Levine, 1973, p. 80).

El rey a quien Enrique VII destronó y asesinó, y quien, de hecho, tenía la alcurnia necesaria para ocupar el puesto, fue declarado un usurpador, que sólo había elucubrado cómo apropiarse de la Corona ilegalmente.

Durante la sesión del parlamento en que se discutió el problema, Enrique dejó establecido que su reino había empezado el 21 de agosto de 1485, es decir, un día antes de Bosworth. Un día puede sonar insignificante, pero, a la hora de reescribir esta historia, la diferencia era radical: quienes hubieran peleado al lado de Ricardo, quien nunca había sido rey legalmente, quedaban acusados de conspirar contra el rey legítimo: no los encarcelaban y ejecutaban por pura gracia de la bondad real.

Enrique Tudor también necesitaba un árbol genealógico con mayor autoridad. La decisión de usar el dragón rojo, emblema del rey Arturo, al salir de Gales para enfrentarse con Ricardo era sólo el prólogo. Arturo, “el rey que fue y que ha de ser” había de regresar del mítico Camelot para restaurar la otrora gloria de Bretaña. Enrique VII contrató a genealogistas para trazar las raíces de su familia hasta Cadwaladr ap Cadwallon (655-682), un rey galés, descendiente del mítico Arturo. De forma nada accidental, ese año se publicó La muerte de Arturo, de sir Thomas Malory, quien ubicaba la sede del gran rey en Gales. El libro fue un gran éxito y la temática volvió a ponerse de moda. Enrique, desde luego, adoptó el dragón rojo para su escudo de armas y llamó Arturo a su primogénito. Era la promesa de un renacimiento: el joven príncipe cifraba la unión de las dos rosas y el renacimiento de tiempos heroicos. No fue casual que Arturo Tudor hubiera nacido en Winchester, sede del legendario Camelot: una confirmación de la profecía.[2]





Mientras que Enrique VII y sus propagandistas intentaron asociar la figura de su hijo con la del legendario rey en la percepción popular, en los círculos de la corte se le dio mayor peso al supuesto vínculo que la nueva familia real tenía con el Brutus de la Eneida, quien era el fundador mítico de Inglaterra. Mientras que la figura del rey Arturo había sido muy importante en los círculos de la corte desde el siglo XIV, con Eduardo III, la constante aparición en los entretenimientos cortesanos de aquellos tiempos había corroído su pátina de realidad histórica, en especial, entre una élite humanista, cada vez más dedicada al estudio exhaustivo de la historia:

…el mito artúrico era una propaganda viable para la clase media urbana, pero no para una aristocracia celosa de sus prerrogativas y, quizá, vagamente resentida de la usurpación de límites por parte de los burgueses; tampoco era viable para una élite educada, cada vez más orientada hacia el humanismo y más escéptica con respecto al rey Arturo (Carlson, 1987, p. 165).

Unos años más tarde, para terminar de consolidar la posición de su familia en el trono, Enrique se sirvió de la diplomacia para conseguirle a su hijo una esposa sin igual: Catalina de Aragón, hija de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. El compromiso se acordó en 1489, mediante el acuerdo Medina del Campo que, además, estipulaba nuevos pactos comerciales y lineamientos para que ambos reinos se aliaran contra Francia, en caso de ser necesario (Cunningham, 2021). Era un gran logro para Enrique VII, quien así consolidaba su dinastía mediante la unión con una de las familias más importantes en Europa. El matrimonio se festejó con gran pompa el 14 de noviembre de 1501, en medio de dragones rojos y profecías artúricas. Sin embargo, Arturo murió unos meses después debido a una enfermedad conocida como el sudor inglés (sudor anglicus) o la peste sudorosa (pestis sudorosa) (Barreira, 2020). A su hermano menor, Enrique, le tocó heredar no sólo la esperanza de restauración artúrica cifrada en su hermano, sino a su esposa: la dote que había acompañado a Catalina de Aragón era demasiado importante para dejarla ir.[3]



Bocetos del príncipe Arturo y Catalina de Aragón


c Enrique VII en el trono

Las consecuencias de la guerra de las Dos Rosas “no causaron un daño irreparable en la agricultura, el comercio y la industria, pero minaron la confianza en la monarquía como institución: los reyes eran vistos como incapaces o reacios a proteger los derechos de sus súbditos. El gobierno monárquico había dejado de ser políticamente neutral, al haber sido manipulado por individuos como instrumento de una facción” (Guy, 2001, p. 266). Aún más grave: las guerras constantes habían mermado las finanzas del reino. Enrique VII tenía la necesidad de consolidar el poder real, restaurar la confianza en la monarquía y evitar que se formaran facciones que pudieran contender por el poder.

Enrique era un personaje dedicado, trabajador, astuto, ascético y prudente con las finanzas hasta bordear la avaricia o, incluso, la rapacidad (Guy, 2001, p. 267). Hay historiadores que lo consideran el mejor comerciante que alguna vez se haya sentado en el trono inglés: “Nada se escapaba a la mirada aguda de Enrique, mucho menos el dinero a sus dedos nerviosos” (Guy, 2001, p. 268). Los libros de cámara de Enrique VII, así llamados porque eran guardados en la cámara privada del rey, documentan cómo manejaba Enrique sus finanzas. Escrito de su puño y letra, en algunas entradas resuenan las monedas de oro al pasar por sus manos: “entregué unas coronas antiguas y de buen peso”, “buenas y muy finas coronas” (Real Royalty Channel, 2020, mins. 28:15-29:15).

El eje que articuló las políticas de Enrique VII fue la imposición de las obligaciones políticas y financieras con la Corona, así como la instauración de la ley y el orden. Para determinar nombramientos, favores y recompensas, lo más importante era la habilidad, el buen servicio y la lealtad al régimen, más allá de títulos y parentescos. Como aún no existía una fuerza policiaca o un ejército regular, la Corona gobernaba mediante sus magnates territoriales, nobles que le habían jurado lealtad al rey, pero que gozaban de cierta autonomía. Sin embargo, Enrique VII fue muy cuidadoso de que la autonomía no pusiera en riesgo su autoridad y “lanzó ataques contra los poderes locales y territoriales de los magnates cada vez que sentía que esos poderes se habían ejercido en desafío de los intereses percibidos de la Corona” (Guy, 2001, p. 271).

Dentro de las políticas de Enrique VII, las leyes de muerte civil fueron muy importantes, pues sirvieron al doble propósito de deshacerse de enemigos e incrementar los ingresos de la Corona. Se trataba de estatutos parlamentarios que “proclamaban condenas por traición, confiscaban propiedades a favor del rey y declaraban que la sangre de los culpables se había corrompido” (Guy, 2001, pp. 271-272). A menudo, el acusado era ejecutado y se declaraba la extinción de dominio de sus tierras; algunas de estas condenas fueron revocadas en favor de los herederos de los condenados, incluso si no se les devolvía la posesión completa de sus tierras (Guy, 2001). Enrique VII rápidamente entendió que este instrumento jurídico servía para extirpar a los adversarios excesivamente poderosos u hostiles, así como para aumentar su poder e ingresos (Guy, 2001, p. 272).



A Enrique, hermano menor de Arturo, le tocó heredar la esperanza de restauración artúrica cifrada en su hermano


c Conclusión

Enrique VII logró configurar su poder simbólico mediante el uso de la leyenda artúrica y del patrocinio de las artes y la literatura, sobre todo de aquellas obras que servían de loa a su propio gobierno. Por otra parte, logró darle cuerpo a su poder económico mediante una cuidadosa recaudación y administración de impuestos que, a su vez, le dieron la posibilidad de financiar los proyectos para hacerse propaganda y para doblegar a nobles poderosos que pudieran cuestionar su legitimidad. Fue durante el gobierno de este monarca cuando se inició el crecimiento económico y poblacional que posibilitó la importación de la cultura renacentista, así como su posterior difusión entre sectores más amplios de la población.

c Referencias

BARREIRA, David (2020). La extraña enfermedad que mataba a los ingleses en el siglo XIV en menos de 12 horas. El Español, 15 de marzo. https://www.elespanol.com/cultura/historia/20200315/extrana-enfermedad-mataba-ingleses-siglo-xvi-horas/474453683_0.html Ir al sitio

CARLSON, David (1987). King Arthur and Court Poems for the Birth of Arthur Tudor in 1486. Humanistica Lovaniensia, 36, pp. 147-183.

CUNNINGHAM, Sean (2021). Prince Arthur, Catherine of Aragon, and Henry VIII: a story of early Tudor triumph and tragedy. History Extra, 25 de febrero. https://www.historyextra.com/period/tudor/prince-arthur-catherine-katherine-aragon-king-henry-viii-marriage-death-brother/ Ir al sitio

GUY, John (2001). The Tudor Age (1485-1603). The Oxford History of Britain. Kenneth O. Morgan (ed.). Oxford University Press.

LEVINE, Mortimer (1973). Tudor Dynastic Problems: 1460-1571. Routledge.

REAL ROYALTY Channel (2020). Henry VII’s Dark Truths: The First Tudor King. Real Royalty [video]. Giulia Clark, Stuart Elliot (dirs.). https://www.youtube.com/watch?v=8wXTB52oUYE&t=1080s Ir al sitio

TRAVIS, Alan (2013). Was Richard III the killer in 15th-century whodunnit? The Guardian, 5 de febrero. https://www.theguardian.com/uk/2013/feb/05/princes-tower-richard-murder-edward Ir al sitio

WOODLAST, Michael (2011). King Arthur, ‘Once and Future King’. BBC. https://www.bbc.co.uk/history/ancient/anglo_saxons/arthur_01.shtml Ir al sitio

Notas

* Egresado de Letras Modernas Inglesas. Docente de Español, Inglés y Caligrafía histórica con niños rusos.

  1. La cuestión está abierta a debate, pues había muchos beneficiarios potenciales de la muerte de los príncipes, incluido el mismo Enrique VII (Travis, 2013).
  2. Si alguna vez existió algún Arturo histórico, fue un guerrero que lideró a los bretones contra los sajones durante el siglo V. La única fuente contemporánea, La ruina y conquista de Bretaña, de Gildas, ni siquiera menciona el nombre del mítico rey. La leyenda del rey Arturo que la gente reconocía a finales del siglo XV era resultado de varias leyendas superpuestas y reescritas: 1) Por primera vez se menciona a Arturo en Historia de los Bretones, de Nenio (830). Aparece como un general bretón y cristiano que participó en doce batallas, aunque historiadores modernos piensan que se trata de un conglomerado de otras historias, propio de la tradición oral. 2) Tras la invasión normanda de 1066, se dio un florecimiento de la literatura con motivos del pasado local celta, y Geoffrey de Monmouth escribió su Historia de los reyes de Bretaña, donde se cuentan por primera vez muchas de las hazañas del rey Arturo. 3) De forma paralela, las historias sobre el rey Arturo florecieron en el norte de Francia, donde la fábula política del rey Arturo se transforma en un romance caballeresco. 4) También en suelo francés, Chrétien de Troyes introduce la figura del santo grial y convierte la leyenda del rey en una búsqueda espiritual. 5) Para 1485, los trabajos de Chrétien de Troyes habían inspirado a muchos escritores ingleses a esbozar sus propias versiones. 6) En 1485, en uno de los primeros libros impresos en la isla, sir Thomas Malory escribe La muerte del rey Arturo e identifica Camelot con Winchester, donde, en ese mismo año, Enrique Tudor bautiza a su primogénito con el nombre de Arturo (Wood, 2011).
  3. Años más tarde, la consumación o no consumación del matrimonio entre Arturo y Catalina de Aragón había de convertirse en una controversia internacional.
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CORREO del MAESTRO • núm. 317 • Octubre 2022