Habitar
LA LECTURA
Gerardo Daniel Cirianni[*] ![]() Es curioso que desde hace tanto tiempo se relacione la palabra hábito con la práctica de lectura y que la palabra habitar no se haya tenido en cuenta cuando pensamos en libros y lectores. Aunque ambas palabras tienen múltiples acepciones, es indudable que hábito resulta muy cercano a costumbre, y habitar a ocupar, a residir. Como sobre el hábito se ha dicho mucho y no creo que sea necesario agregar nada más, trataré de ocuparme de la cuestión de la habitación en la lectura, con herramientas precarias, es cierto, pero probadas a lo largo de muchos años, lugares, con grupos y personas diferentes.
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c Habitar la lectura
El sentido de la habitación está relacionado con comodidad, seguridad, gusto, placer. El placer de habitar ese lugar, sentir que es nuestro; el placer de sentirnos en nuestro hábitat, en nuestro medio. El placer está sin duda asociado a la seguridad. Donde nos sentimos seguros podemos disfrutar: lo que leemos, lo que pensamos, lo que decimos. Habitamos la casa, tal vez un poco el barrio. Pero si dijéramos que habitamos la ciudad o el país, ni nosotros creeríamos tal cosa: los sitios demasiado extensos resultan difíciles de habitar Pensemos en nuestra casa. Nadie dudaría si decimos que habitamos en ella, pero hay una parte de la casa que llamamos habitación y es el lugar de lo más íntimo, de lo intransferible, de lo compartido solamente con los más cercanos. Además, no todos los rincones de la casa los habitamos con la misma intensidad. Tampoco en cualquier rincón compartimos cualquier cosa. Pensemos en la cocina. Allí preparamos el alimento y, cuando no tenemos en casa una visita, solemos compartir la comida en ella. Ahora bien, propongo un giro a esta conversación que en apariencia tiene poco que ver con la lectura. ¿Se habitan las palabras? ¿Se habitan los poemas? ¿Se habitan ciertos versos de ciertos poemas? ¿Se habitan los cuentos? ¿Se habitan con mayor intensidad algunos fragmentos de algunos cuentos? ¿Se habitan con un placer especial alguno pasajes de ciertas novelas? La lista de preguntas recién empieza. Puede ser muy extensa, interminable si nos lo proponemos: ¿Ocurren diferentes modalidades de habitación de las palabras, de ciertos versos, de ciertos poemas? ¿Qué es lo que va transformando en habitable un espacio de lectura? ¿Qué es lo que va transformando a la escritura en una práctica en la que valga la pena habitar? ¿Qué es lo que transforma a la escritura que sepamos construir en un sitio al que resulte grato regresar para volver a habitarla, para hacerla más confortable, segura, propia? ¿Nos hemos preguntado este tipo de cosas?, ¿nos han tomado en cuenta alguna vez para conversar sobre estos asuntos? Es obvio que de cada una de estas preguntas surgen senderos que si no se han transitado deberían serlo, y no una sino muchas veces, para poder reconocer con claridad hacia dónde conducen. Sólo la habitación de la lectura nos permitirá escucharla, escribirla en nuestro interior. Con hábito o sin él, la cuestión pasa por la habitación, sin duda. Ahora bien, sigo pensando en que las formas de habitación cambian con los tiempos y las personas. Lo que hoy parece inhabitable se percibía como confortable en otro tiempo. Ese cambio en las formas de habitación era muy lento hasta hace un poco más de cien años. Pero las cosas comenzaron a acelerarse y el proceso de aceleración parece vertiginoso. Esos cambios en las maneras y modos de habitar la lectura y la escritura producen desencuentros y malentendidos. Lo que algunos consideran indispensable, a otros les parece innecesario y hasta enfadoso. Cuando estos desencuentros se hunden en los pantanos del prejuicio o la devaluación de las necesidades del otro, los naufragios son inevitables. Tal vez lo peor sea negar la validez de los argumentos del otro, tal vez la cuestión pase, como siempre, por la escucha. La escucha, ese bien tan escaso, tan indispensable, tan sanador, debería presidir todos los encuentros entre los lectores y sus lecturas. Y, ¿qué significa escuchar? Aquí se abre de nuevo un camino largo que a veces baja y se pierde. Y, ¿qué hacemos para escuchar dando el tiempo y el lugar a la palabra de todos y cada uno? Acaba de aparecer otra palabra de escasez creciente: tiempo. Es evidente que, al igual que la escucha, también es hoy un bien escaso. Vivimos en un momento de simulación de escuchas urgidos por la nada, en una carrera hacia ninguna parte, y eso opera de manera letal para reflexionar sobre una acción como la lectura, que sin tiempo se degrada a mera repetición, se debilita en lo interpretativo y se esfuma como espacio personal habitable. La escucha precaria nos aleja y no permite habitarnos en los vínculos. Sobre esas cosas quisiera que nos interrogáramos. Y para hacerlo, como siempre, propongo que partamos de algunas lecturas y escrituras para interrogarnos interrogándolas, y habitándolas habitarnos. En este caso, nuestro punto de partida será un cuento poco conocido de un autor injustamente poco leído. El cuento se llama “Ángel de los veranos” y pertenece al ya fallecido escritor mexicano Jesús Gardea. Espero que disfruten los fragmentos que les compartiré de este relato y los interrogantes y propuestas que abro para transitar caminos hacia su habitación. Ángel de los veranos (Primer fragmento) SIGUE NUBLADO EL CIELO. Un pájaro pasa y lo raya Luego busco el pan. Ayer se fue Nebde. Todavía hay migajas nuestras en la mesa; todavía dobleces suyos en el mantel. Me dijo que quería partir antes de la nieve. Yo le respondí que sí, que eso era lo mejor; pero las lágrimas ya me estaban golpeando el pecho. Levantó su plato de la mesa y fue a asomarse a la ventana. Allí se estuvo parada mucho rato, recorriendo con la mirada el llano gris y el camino que lleva a la estación. Yo permanecí sentado, mirándola. Evoqué las formas desnudas de su cuerpo. Ella volvió finalmente a la mesa. —Bueno —me dijo—, ¿qué va a hacer? Me alcé de hombros. Por encima de su cabeza miré al cielo de la ventana, más plomizo y amenazador que antes. —La nieve no tarda —le advertí, y con perfecta indiferencia simulé jugar con el tenedor
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c Detalles para la habitación o la extrañeza
Me detengo en ese punto. Aunque haya tenido contacto con unas pocas líneas, ellas ya pueden haber despertado varias sensaciones de habitación o extrañeza. Haré una breve enumeración de posibilidades sin calificarlas en un sentido u otro:
Y así podríamos seguir, con otros detalles que nos generen sensaciones de habitación o distancia. No he calificado en uno u otro sentido los cuatro momentos antes descritos, pues en eso consiste el trabajo que les propongo. Todas las notas entre paréntesis son intentos de ayudar al esfuerzo de habitar (o no) el relato. Antes de avanzar al siguiente fragmento del cuento, un detalle: al inicio de este artículo, vinculé el concepto de habitación con comodidad, pues estoy convencido de que esto en general es así. Pero puede ocurrir también que nos reconozcamos habitando la incomodidad. Si esto es así en alguno de los cuatro detalles que acabo de aislar del resto del relato, díganlo, cuéntenlo. Será muy interesante. Podemos relacionar por ejemplo lo que leemos con incomodidades que hemos vivido. Es posible que la lectura detone puentes asociativos instantáneos de comodidad o incomodidad. Esa es también una de sus apasionantes dimensiones. (Segundo fragmento) Oigo cómo hierve el café en el traste y lo aparto de la lumbre; pero no apago la hornilla. Me sirvo, tomo el pan que he encontrado y me siento a la mesa, en el mismo sitio de ayer en la tarde. Y vuelvo a ver a Nebde, sus ojos… —Aunque se viniera la nieve —me dijo— yo alcanzaría a llegar. No entiendes al pie de la letra lo de “antes de que empiece la nieve”. Puse el tenedor de punta en la mesa. El llanto andaba loco dentro de mí, pugnando por brotar. Así que apreté, hasta el dolor, las mandíbulas, los párpados… pero el llanto comenzó a fluir. Nebde comprendió pero no me interrumpió. No sé cuánto tiempo permanecí así; pero cuando alcé la cara, seco y ardiente el cauce de mis ojos, Nebde ya no estaba en la mesa. Puse atención a ver si la oía en el cuarto, y de allá no me llegó sino el tic tac de su reloj de buró (de su propiedad) que también debió haberse llevado junto con sus otras pertenencias. Entonces, como un viento fresco, renovador, la esperanza de que siempre no se hubiera ido se levantó del fondo de mí y corrí, aventando la silla, al cuarto. Pero no había nadie. Unas fotografías, seis o siete tamaño postal, se veían desparramadas sobre la cama. Todas eran mías; todas, recientes. Las recogí como si fueran barajas y las eché en el cajoncito del buró: yo había ido a retratarme; al pueblo cercano, un domingo, en el mercado, sólo para complacer un deseo de la mujer. La hornilla, poco a poco va calentando la cocina y llenándola de olor a petróleo. El aire inmediato al quemador es de color azul claro por efecto de la flama que lo ilumina y lo dilata, y a mí me recuerda un atardecer en un amanecer puros: tierra y cielo, nada más; una frente
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c Detalles para la habitación o la extrañeza
(Tercer y último fragmento) Bebo a grandes sorbos café y la lengua se escalda. Los ojos de Nebde eran del color de la miel, las pestañas sombrosas como un bosque: mirarlos era como estar mirando oblicuamente las cosas; uno las rescataba de su pesada trivialidad, las ensalzaba, las colocaba en la mano misma de Dios. Pero Nebde ni siquiera lo sospechaba. —Tú a mí me quieres por mi cuerpo —me decía—, por las vespertinas fiestas que preparo en él para ti, en tu honor Y yo le respondía: —No, Nebde, no tienes razón… Parto el pan por la mitad y comienzo a comérmelo. Se ha endurecido. No soporté el ruido ni la vista del reloj y volví a abrir el cajoncito del buró y lo metí con las fotos. Luego me tumbé en la cama. Allí me oí llorar de nuevo, pero al principio como si no fuera yo: era una multitud, a la que yo sentía perdida llamando a alguien. Boca arriba, el llanto me ahogaba, de modo que me volví de lado, con la cara hacia la ventana y al hosco cielo. Bajo uno distinto yo había conocido a Nebde años atrás, en su casa, una mañana de julio. Me abrió la puerta, estaba descalza y sus pies eran finos y blancos, como hechos por un imaginero. Me invitó a entrar. Pasé…
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c Detalles para la habitación o la extrañeza
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c Despedida
Como siempre ocurre, nos quedamos con ganas de más.[1] Los tres fragmentos transcritos son apenas una probadita de lo que pueda ocurrirnos o no con el relato del maestro Gardea y por extensión con cualquier lectura que hagamos. Como siempre, se trata de experimentos que podemos describir como pruebas de laboratorio de lectura. Por lo tanto, las sugerencias para explorar la habitación siempre estarán abiertas a nuevas preguntas que desaten infinitas exploraciones. Este es nuestro trabajo como maestros: abrir sendas para que otros avancen en ellas, dejar la mesa puesta para satisfacer el apetito lector de los comensales que quieran sentarse al banquete de la lectura. ♦ Notas * Maestro. Como promotor de la lectura y la escritura desde hace más de 25 años en varios países de América Latina, ha coordinado diplomados e impartido cursos y talleres dirigidos a la formación de maestros de educación básica y media superior, ha sido asesor de planes nacionales de lectura y autor de numerosos libros y artículos.
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c Créditos fotográficos
- Imagen inicial: Shutterstock - Foto 1: Shutterstock - Foto 2: Shutterstock - Foto 3: Shutterstock CORREO del MAESTRO • núm. 283 • diciembre 2019 |