![]() Sobre el tratamiento biográfico EN EL DIARIO DE LOS NIÑOS (1839-1840) La prensa, en sus distintos registros, ha constituido una de las fuentes recurrentes en la historia de la educación. En este contexto, los estudios dirigidos a la prensa pedagógica en particular han ido cobrando relieve, tal es el caso de los trabajos pioneros de María del Carmen Ruiz Castañeda (1974), María Teresa Camarillo (1984), Engracia Loyo (1984), así como los más recientes de Claudia Agostini (2005) y María Esther Pérez Salas (2005), entre otros. En el universo de las publicaciones dirigidas principalmente a la niñez, surge el Diario de los Niños,[1] primera publicación mexicana que nace con este propósito y que se edita de 1839 a 1840. Entre las temáticas que aborda, nos llama la atención su tratamiento de lo biográfico con un sentido educativo, que es el tema que abordamos en este artículo. ![]() El contexto
Sabemos que los círculos ilustrados del México de las primeras décadas del siglo XIX experimentan, de lleno, la necesidad de inscribirse en el programa político-cultural de la modernidad transitando a una perspectiva de vida secularizada, orientada por la idea de progreso material, donde la igualdad de todos ante la ley y la gestión de la vida social por el Estado fueran propicias al bienestar individual y social. Las expectativas estaban puestas en el desarrollo de los programas civilizatorios que favorecieran la emergencia de los ciudadanos requeridos por la nueva sociedad y que pudieran estar a la altura de las naciones más avanzadas del orbe. Al respecto, la instrucción, en diferentes ámbitos y niveles, se vería como el medio idóneo para alcanzar los fines ambicionados. Sin embargo, las cosas no marcharon del mejor modo, pues a la vuelta de pocos años, las luchas por el poder y la falta de recursos evidenciarían que escuelas y libros, para hacer llegar al pueblo el beneficio de las primeras letras, tardarían mucho en cobrar realidad. El porcentaje de alfabetizados era bajísimo. Si bien en relación con las estadísticas escolares de la época, Meneses Morales (1983: 847-848) nos anticipa la escasez, la dispersión y la imprecisión de datos, calcula que el porcentaje de analfabetismo era exorbitante al inicio de la Independencia: abarcaba a 99.38 por ciento de la población. Los periódicos de los años más próximos a la edición del D.N. ofrecen un panorama nada estimulante: ... la instrucción primaria se ha visto hasta ahora, si no con abandono, con poquísimo empeño. A la fecha se ignora el número de escuelas existentes en la república, y nadie puede fiarse de las estadísticas anteriores. Nadie ha sufrido tanto como esta clase de establecimientos en los últimos años que, en vez de progresar, disminuyeron a la mitad.[2] ¿Qué quiere decir todo esto en relación con la publicación del D.N.? Por principio de cuentas, que había una distancia abismal entre las instituciones formativas propias de las élites y la incipiente escuela elemental; que el porcentaje de niños alfabetizados era mínimo, y aún más reducido el número de posibles lectores del Diario de los Niños, cuyo tiraje ignoramos. Sin embargo, en este contexto, no podemos desconocer la importancia de las publicaciones periódicas como fuente para la historia de la educación, pues, más allá de su impacto directo sobre el público de lectores cautivos, la prensa permite aproximarnos a las imágenes y expectativas que un grupo social tiene de sí mismo, a los valores y comportamientos que privilegia sobre otros y a la manera en que contribuye a formar un nosotros. El Diario de los Niños se inscribe en el conjunto de búsquedas de la época cuya apuesta era la construcción de este país. ▼ La publicación periódica
El Diario de los Niños se publicó en la Ciudad de México, de 1839 a 1840, en la imprenta de Miguel González, cuyo impresor era Vicente García Torres. Su director fue Juan Wenceslao Sánchez de la Barquera. Planteado con una periodicidad semanal, en un tamaño de 17 x 26 cm, y publicado en cuadernos de tres pliegos, tenía un costo de dos reales en la capital y tres reales fuera de ella (D.N.: 3). Si bien uno de los propósitos que anuncia el “Prospecto” del Diario de los Niños consiste en “proteger las ciencias y las artes del país” (D.N.: s.p.), llama la atención descubrir unas páginas después, que el proyecto consiste en importar materiales que habían surgido en otros idiomas, dirigidos a niños de países europeos. Ya en el “Prólogo”, los editores nos dicen: “al publicar el primer número de nuestro periódico [...] sólo tendremos el mérito de la traducción” (D.N.: 1). Tal como lo confirman las biografías que después analizaremos, podemos suponer que una de las fuentes de la que se traduce el material que llegará al público mexicano es Le Journal des Enfants, diario que se publicó en Francia entre 1832 y 1896, y cuyos fundadores fueron Lautour-Mézeray y Émile de Giradin. ![]() ![]() Páginas superiores: “Le Petit Napoléon” en Le Journal des Enfants. El propósito del journal era “instruir y moralizar, siempre en una forma entretenida”.[3] Los datos que nos ofrece Christine Thirion en “La presse pour les jeunes de 1815 à 1848” (1972) nos permiten advertir similitudes de gran relevancia: además de la coincidencia temporal y del título de ambas publicaciones –datos que por sí mismos serían insignificantes–, conviene saber que este journal incluía al final de cada entrega mensual una pequeña biografía que pudiera instruir y moralizar a los niños, entre las que figura “Le Petit Napoléon”, título que bien pudo haber sido la base de “El Napoleoncito”. Más allá de localizar el texto fuente del Diario de los Niños, nos parece conveniente señalar que este género de publicaciones comenzó a desplegarse a partir de la derrota definitiva de Napoleón Bonaparte y la restauración de la monarquía borbónica, aunque la mayor producción de periódicos y revistas infantiles se dio después de la revolución de 1830.[4] Proyectos como Le Journal des Enfants, Le Magazine des Enfants (1834-1838) o Le petit Messager (1833-1834) tenían el propósito de: …poner en manos de los infantes una publicación periódica que les interese y que ayude a desarrollar en ellos cualidades intelectuales que nos permitan enseñarles historia, literatura y ciencias, que incremente su amor por las verdades sublimes de la religión y que encauce sus corazones a la práctica de las virtudes que articulan el modelo ciudadano y cristiano.[5] Puede decirse que la biografía como tal, atraviesa la Antigüedad clásica, el Medioevo, el Renacimiento, el Barroco y aun el Romanticismo; aunque dotada de diferentes sentidos y orientaciones, coincide en una intención de fondo: proponer modelos morales e instruir a sus lectores mediante la difusión de relatos biográficos de una pléyade de emperadores romanos, mártires y santos, cortesanos, artistas, guerreros y políticos, entre otros. Los proyectos educativos no escaparían a esta intención en la prensa infantil, interesada en formar a esos individuos que, en un breve tiempo, habrían de convertirse en ciudadanos. La publicación se dirigía a los hijos de las familias ilustradas y buscaba templarlos con el ejemplo de personajes procedentes de distintos campos de la historia y de la literatura, evitando así narrativas fantásticas que confundían las mentes de los pequeños. El propósito, también por estas tierras, era inculcar modelos de virtud, moral y religión que propiciaran el recto comportamiento de estos niños a los que la patria, el Estado y la sociedad les pedirían su parte de trabajo, lealtad y devoción. Cabe señalar, por lo demás, que los atributos conferidos a los personajes que se proponen estarán mediados en el siglo XIX, además, por la perspectiva propia del Romanticismo, cuyo modelo privilegiado es el del héroe, reconocido por sus hazañas, por superar sus penurias y por su capacidad carismática de contribuir, de manera decisiva, a modelar el mundo. En México, el Diario de los Niños tiene el mérito de introducir el género de prensa pedagógica dirigida a la niñez, situación que sólo se dio a finales de 1830. Con el paso del tiempo, se añadirán otras publicaciones como El Ángel de los Niños (1861), El Ángel de la Guarda (1870-1871), La Enseñanza (1870-1876), El Correo de los Niños (1872-1883), La Edad Feliz (1873), Biblioteca de los Niños (1874-1876), entre otras que recorren el siglo XIX (Camarillo y Lombardo, 1984: 34 y ss.) ![]() Biblioteca de los Niños fue una de las publicaciones dirigidas a los niños durante el siglo XIX Poco a poco, los modelos importados se irán trasladando a temáticas más locales, de forma que de historias como “Un episodio de la vida de Wolfgrand Mozart” [sic], encontraremos, con el paso de las décadas, hacia finales del porfiriato, otras de corte más local, sobre Nezahualcóyotl, Cuauhtémoc, Hidalgo, Morelos y Juárez; en algunas de ellas se va a construir la imagen del niño marginal que supera sus condiciones de vida y llega a ser presidente de la República, como lo fue Benito Juárez, o bien la historia poco conocida de “Pepillo el arriero”, relato que aborda y reelabora los orígenes de José María Morelos, como veremos más adelante. ![]() Desde el movimiento de la Independencia hasta 1867, la enseñanza de la historia como tal está ausente de la escuela de primeras letras. El rudimentario plan de estudios sólo integra la enseñanza del catecismo religioso, moral y político en distintas versiones, que combinan virtudes morales, comportamiento urbano, conocimiento de deberes cívicos y, en el mejor de los casos, la historia sagrada (Meneses, 1983: 94-202). Sólo hasta la reforma liberal de 1867, con la restauración de la República, se introducen “rudimentos de historia y geografía, especialmente de México”.[6] El Diario de los Niños se publica en un momento particular del siglo XIX, décadas cercanas al movimiento independentista aún signadas por el optimismo de algunos logros y expectativas de construcción del país. Los imperativos del país gravitaban en torno a apartarse de la influencia española y a la adopción de las ideas ilustradas que permitirían el progreso de México, para colocarlo a la altura de las naciones civilizadas. Así que Francia era un buen ejemplo para el nuevo Estado, no sólo en términos de la constitución, sino también en la forma de preparar a los futuros ciudadanos. La formación que Vicente García Torres, editor del D.N., recibió en el país galo, le avivó el deseo de introducir este tipo de publicaciones dirigidas a los niños. A pesar de la magnitud del proyecto editorial que se proponía, la recurrente constatación de falta de recursos es indicio de las circunstancias locales que limitaban la difusión del Diario de los Niños. Si tomamos en cuenta que la publicación estaba dirigida a un público lector infantil, cuyas edades oscilarían entre los 7 y 14 años, así como a aquellos cercanos a la niñez –padres de familia y maestros–,[7] la difusión del Diario quedaba circunscrita a una pequeña porción de 0.6 por ciento de mexicanos alfabetizados. Así, aunque el propósito de Vicente García Torres y Juan Wenceslao Sánchez de la Barquera era menos elitista que los de sus homólogos franceses, la circulación del Diario de los Niños debe haberse limitado a los círculos que se nutrían del mundo de la cultura escrita. La preocupación por crear un diario dirigido a los niños nos indica que, en nuestro país, la niñez como tal comenzaba a tener peso por sí misma, como una etapa de la vida diferenciada de otras, la cual había que tomar en consideración para construir una nueva sociedad. Por lo demás, si la educación-instrucción devino la panacea para superar todos los males sociales y encauzarse hacia el progreso, el niño, por su parte, habría de lograr un modelo de comportamiento ejemplar: obediente, respetuoso de la autoridad, de buenas maneras, correcto, consciente de sus deberes –más que de sus derechos…– religiosos y cívicos; se trataba de una personita cuya natural inclinación al mal –siempre desde una perspectiva roussoniana– se debería controlar (Staples, 2005: 28 y ss.). En realidad era el modelo de ciudadano al que se aspiraba, como una vía para evitar conflictos sociales y aún el “‘grosero espectáculo’ de jóvenes capaces de ‘producir las más escandalosas expresiones por las calles públicas sin temor a Dios ni respeto de los hombres de edad que tal vez los oyen’ o peor todavía, que anduvieran en pandilla ‘siempre por los lugares más públicos por delante de un convite de maromas o toros, gritando desconcertadamente y produciendo las más obscenas palabras, tirando con piedras y causando mil daños’” (Staples, 2005: 233). Ahora bien, el registro de los niños y niñas en esos años se hará desde los parámetros de lo religioso-cívico-moral en la medida en que se les empieza a ver como ciudadanos modernos en ciernes, por lo que comenzarán a surgir publicaciones dirigidas a ellos que expresan los modelos de comportamiento presentes en el imaginario social de los ilustrados.[8] El Diario de los Niños es, además, indicio del despliegue del mundo editorial posible en aquellos años: los avances en el arte de la impresión se traslucen en la introducción de algunas cromolitografías. Para entonces, su impresor, Vicente García Torres (1811-1894), recién iniciaba su carrera (Nava, 2001: 123 y ss.) y en poco tiempo formaría parte de la comunidad de editores más reconocida en nuestro país.[9] Esto podemos entenderlo a partir del director Juan Wenceslao Sánchez de la Barquera (1779-1840) quien, con estudios de latinidad, filosofía y jurisprudencia, profundamente comprometido con los procesos independentistas, edita el Diario de México, de 1806 a 1810, escabulléndose, a través de distintos subterfugios, de los poderes virreinales e inquisitoriales. Años después, en 1825, como síndico del Ayuntamiento, promovió que se celebrara el 16 de septiembre como fiesta oficial y se instituyera un templo dedicado a las funciones cívicas (AA. VV., IV, s.f.: 228). En esta situación, resulta claro su propósito de editar una publicación periódica dirigida a los niños, ciudadanos en formación, que, si bien surge de la homónima francesa publicada en París, el proyecto de los editores deseaba ir más allá: … no nos limitaremos a traducir el Diario de los Niños solamente; copiaremos cuanto en los periódicos ingleses sea análogo a nuestro objeto; tomaremos de las mejores obras cuanto sea digno de presentarse a nuestros conciudadanos, y tendrá un lugar en nuestras columnas lo útil y lo agradable, sea cual fuere su origen (D.N., 1839: I, 1). De este modo, Wenceslao enfrentaba la difícil tarea de darle rostro a la publicación mexicana. ▼ El tratamiento biográfico
Entre las biografías que aparecieron en el Diario de los Niños durante el escaso año que duró su publicación, encontramos títulos como “Juana de Arco”, “Bosquejo biográfico de Mirabeau”, “El Napoleoncito”, “Bruto”, “Un episodio de la vida de Wolfgrand Mozart” [sic], “Educación y vida de María Estuardo” y “El Robisoncito”. Los personajes, no siempre históricos, que sirven de base para estas narrativas podrían quedar divididos entre aquellos que forman parte de la cultura de élite europea, tales como Mozart, el reconocido músico (D.N., I, 1839: 65-73), y Bruto, el fundador de la república en Roma (D.N., I, 1839: 134-136); aquellos que pertenecen al orgullo nacional de Francia, como Juana de Arco (D.N., I, 1839: 385-387), Mirabeau (D.N., II, 1840: 312-319) y Napoleón (D.N., II, 1840: 369-374). Dentro de este cuadro, María Estuardo (D.N., I, 1839: 361-365) y Robinsoncito Crusoe (D.N., I, 1839: 28-34) parecerían quedar aislados del resto de la selección; sin embargo, debemos considerar que, desde una perspectiva religiosa, María abrogó las reformas de su padre y buscó reinstaurar el catolicismo en Inglaterra. Mientras que “El Robisoncito” es reflejo de una tendencia con mucha fuerza en Francia: adaptar algunas obras literarias al entendimiento infantil y plantear la imagen del individuo que logra afrontar las adversidades y el rigor de la naturaleza.[10] Asimismo, cabe destacar que “El Napoleoncito”, a pesar de ser una clara alusión al personaje histórico, traslada la anécdota a niños en la escuela, donde el protagonista es un niño alto, fuerte y déspota con sus compañeros hasta que llega Arturo,[11] un niño inglés, que lo pone en su lugar de una vez por todas. En el tratamiento biográfico que se da a estos personajes advertimos que ya está en proceso la conformación de lo que será una historia de bronce, con su exaltación de los héroes y de sus virtudes como paradigma por alcanzar, donde el personaje está en el centro, como protagonista único de sus propias hazañas, y sus talentos llegan casi por generación espontánea. Ello es más claro en el caso de “Un episodio de la vida de Wolfgrand Mozart” [sic], donde la narrativa nos introduce en la extrema pobreza en que vivía el futuro genio: Reinaba la más profunda miseria en esta familia. Hacía un frío crudísimo, y no había siquiera un braserillo en el cual calentarse: los vestidos de los niños todavía no estaban muy maltratados; pero la casaca del padre se hallaba en un estado tal, que fácilmente se entreveía el forro (D.N., I, 1839: 65). ![]() “Juana de Arc” y “El Robinsoncito” son algunas de las biografías que aparecieron en el Diario de los Niños El ambiente inicial no es muy distinto del que poco después encontraremos en las novelas románticas que caracterizarán a la literatura de la última mitad del siglo XIX, con personajes cuyo desarrollo se sobrepone a las situaciones de carácter económico en las que se hallan inmersos. Además, en este fragmento podemos notar la influencia de discusiones contemporáneas en torno a la naturaleza del espíritu humano: ¿será que una circunstancia como la pobreza determina la inclinación de un individuo hacia las malas acciones? Pues no, el Mozart de esta narración será una demostración de lo contrario. Pero ya nos estamos adelantando al orden de los eventos. Así pues, en medio de las penurias familiares, mientras la madre tejía en silencio, el padre leía la Biblia y la hermana remendaba una calceta, Mozart, de seis años, finalmente se decide a sentarse en un banquito casi a la altura de las teclas, y vaya maravilla que sucedió: Al principio dio algunos tonos con tanta naturalidad y destreza, cuanta no era de esperarse de su tierna edad: después, animándose un poco más, echó un armonioso registro, y por último, abandonándose a su infantina y caprichosa imaginación, tocó una sonata de Dusek, haciendo correr sus deditos por las teclas con suma facilidad, é hiriéndolas á veces con tal fuerza que las vidrieras se estremecieron, y á veces con modulaciones tan expresivas que arrancaban lágrimas a los ojos de quienes las escuchaban (D.N., I, 1839: 65). En este fragmento podemos advertir que el genio de este pequeño músico no tiene un origen aparente: todo surge del poder creador de su “caprichosa imaginación”, sin que nadie haya debido enseñarle con anterioridad lo que era un clavecín. Este planteamiento encuadra perfectamente con la historia de los grandes individuos, de las hazañas heroicas, personales y autónomas de cualquier influencia externa. Ni qué decir del padre de Wolfgang Amadeus, el gran Johann Georg Leopold Mozart, violinista, compositor y director muy logrado, al servicio de la Corte del arzobispo de Salzburgo, que en la presente historia del D.N. se nos presenta como un pobre “maestro de capilla” que se limita a usufructuar el virtuosismo de sus hijos. ![]() Después que el joven Mozart descubre sus talentos, siente hambre y pregunta por la cena, ante lo cual, la madre “se levanta de su asiento para abrir un armario, de donde saca una rebanada de pan y la da a su hijo” (D.N., I, 1839: 66). Éste, con una generosidad muy cristiana, le comparte a su hermana y queda compungido al ver que los padres no tienen qué comer. Ante esta situación, Mozart le dice a Federica, su hermana, “ya que papá ha trabajado tanto por nosotros, trabajemos desde ahora para él” (D.N., I, 1839: 67). El pequeño Mozart sí que sabía honrar a su padre y a su madre, de forma que, junto con su hermana, se propone viajar tocando el clavecín para conseguir los ducados que tanta falta hacen en su casa. Si no olvidamos lo que se nos planteaba en Le Journal des Enfants (n. 6), “La religión es el primer principio de una buena educación”, nos será más sencillo comprender las palabras que el maestro de capilla le dirige a su esposa al ver el carácter de sus hijos: –Dios es grande, querida, [...] sabe dar fuerza á los débiles, valor á los tímidos y buen éxito á las empresas de los que en él tienen fe. Mañana empezaré mis correrías con mis hijos y mañana mismo mandarás decir tres misas en la capilla de nuestra señora de Loreto, otras tres en la iglesia de santa María, dos en el altar de san Francisco de Paula, y dos en la parroquia de nuestro patrón san Juan Nepomuceno (D.N., I, 1839: 69). A nosotros, por favor, no nos pregunten de dónde salió el dinero para tanta misa, siendo que la familia apenas tenía un mendrugo de pan guardado en el armario para cenar. Dejando la ironía de lado, podemos afirmar que las contradicciones que notamos en esta narrativa se originan en el deseo de integrar dos discursos, el histórico y el moral, sin apegarse a los datos históricos que habrán estado al alcance del creador de la narración. Por un lado, era importante contar una historia cuyo sentido moral comprobara que la bondad era suficiente para que las circunstancias no determinaran el futuro del individuo; por el otro, la necesidad de presentar a los Mozart como buenos católicos lleva a excesos como el de las diez misas para buscar la gracia divina. Después de este episodio, sin quedar del todo claro, sabemos que hay un concierto en la corte austriaca al que el pequeño llega con “un vestido de paño con franjas de oro” (D.N., I, 1839: 70). Desde luego, el pequeño no sorprende por su ropa, sino por su talento. Al concluir su demostración, la emperatriz lo llama, pero Mozart cae en el camino y una hermosa joven lo levanta. Cuando el pequeño la ve, queda enamorado de ella, “¡Qué linda es V., señora! quiero casarme con V.” (D.N., I, 1839: 71). Como era de esperarse, dicho amor no podrá realizarse, y no debido a la diferencia de edad, sino porque, “Esta dama á quien para sí escogía con tanta ingenuidad el niño Mozart, era la archiduquesa de Austria, la que había de ser reina de Francia” (D.N., I, 1839: 71). De esta forma, se integra otro elemento esencial a la narrativa de este joven genio: el amor imposible, que será una de las características esenciales del Romanticismo en curso. La historia termina con un diálogo que nos regresará a la virtud del amor filial que ha sido tan importante para la historia y que será recurrente en otras narrativas similares. Cuando al joven Mozart le dicen que su padre estará muy feliz de ver a su hijo convertido en un gran músico, la archiduquesa le pregunta “¿Y tú estarás muy contento?”, a lo que el joven responde, “¿No he de estarlo si papá lo está?” (D.N., I, 1839: 72). Después sólo faltaba la moraleja: “Pensando de este modo, hijos míos, es como un niño hace su carrera y logra su objetivo” (D.N., I, 1839: 72). ▼ A modo de cierre
Aunque la vida de Mozart como aparece en el Diario de los Niños nos deja con una sensación de ingenuidad, falta de cohesión y de precisión en cuanto a los datos históricos, debemos considerar que la narrativa no desentona con los parámetros de veracidad de la época en que fue escrita; además, no se pretende escribir una biografía histórica propiamente dicha, sino que el relato frisa el lindero de la literatura. Las contradicciones que encontramos en ella, son propias de ese cruce entre moral laica y religiosa que fue característico de la primera mitad del siglo XIX: al mismo tiempo que está el deseo de confirmar la independencia del individuo en relación con las circunstancias que lo determinan, se nos presenta una moral católica, que en ese entonces tiene un gran peso incluso en la facción liberal. Aunque podamos considerar estas biografías como una importación de modelos didácticos extranjeros, ello no le resta originalidad al Diario de los Niños. Su publicación dio pie a ideas similares que retomarían el esquema de la biografía de grandes personajes, pero aplicado a héroes nacionales y con el empleo de imágenes locales, como es el caso de “Pepito el arriero”, un niño que, acompañado por su tío, transportaba mercancías del puerto de Acapulco, cuya “piedad filial jamás llegó a desmentirse” (Torres, 1910: 245). Pepito, aunque no fue cura desde un principio como su madre quería, a los treinta años decidió iniciar los estudios que lo conducirían a ello. Ingresó entonces al Colegio de San Nicolás, en Valladolid, dirigido por el cura Miguel Hidalgo. La historia concluirá en tono similar a la de Mozart: Aquel arriero convertido en cura bajo la influencia de su madre, y á una edad en que no es común decidirse por los estudios, se llamaba José María Morelos y Pavón, y la historia de México se enorgullece de contarlo entre sus héroes (Torres, 1919: 245). El estudio que hemos realizado sobre esta fuente hemerográfica, D.N., nos permite aproximarnos a las preocupaciones de la época y comprender cómo, incluso en el género biográfico dirigido a los niños, es posible constatar la inquietud de formar a los futuros ciudadanos mexicanos. Como parte del presente proyecto podemos adelantar que aún faltaría realizar un estudio comparado entre los originales franceses del Diario de los Niños y su traducción al español, porque la traducción, en sí misma, constituye un acto de adaptación. Así, un reconocimiento de los cambios específicos realizados al pasar estas biografías al español, nos permitirá entender cómo buscaban Vicente García Torres y Wenceslao Sánchez de la Barquera presentarle a su público mexicano las vidas de estos grandes personajes de la cultura de élite europea.♦ ▼ Fuentes hemerográficas
DIARIO de los Niños. Literatura, entretenimiento e ilustración, t. 1, Imprenta de Miguel González, México, 1839-1840, s/p., dirigida por Wenceslao Sánchez de la Barquera e impresa por Vicente García Torres. LA ENSEÑANZA. Revista americana de instrucción y recreo dedicada a la juventud. México: N. Ch., 1870-1876. (México: Imp. Nabor Chávez a cargo de Mariano Lara, hijo, 1871-1872; Imp. del Comercio Nabor Chávez, 1873-1874; Imp. del Comercio de Dublán y Compañía, 1874-1876). il.; 36 x 26 cm. Índices, suplementos. ▼ Referentes bibliohemerográficas
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