![]() El bullying desde una
PERSPECTIVA HISTÓRICA DE LA VIOLENCIA Ana Buriano ▪ Ma. Eugenia Chaoul
Alicia Márquez ▪ Ma. de los Ángeles Moreno[*] La violencia es un fenómeno esencialmente humano, multifacético y, por supuesto, histórico. En tanto tal, la percepción sobre el mismo ha cambiado a lo largo del tiempo. Este artículo centrará su mirada en una de las múltiples manifestaciones presentes de la violencia: el bullying o acoso escolar. Lo abordaremos como un fenómeno psicosocial e histórico sociológico, con énfasis en su perspectiva histórica. ![]() El bullying desde una perspectiva hostórica de la violencia
históricamente existen registros de agresiones de maestros contra educandos y una abundante reglamentación tendiente a erradicarlas. No existen sin embargo registros de violencia horizontal entre alumnos. ¿Es acaso el bullying un problema nuevo?; ¿tiene presencia exclusiva en el ámbito educativo?; ¿puede tipificarse como uno de los problemas civilizatorios de los muchos que aparecieron con la irrupción de la posmodernidad?; ¿cómo se concatena con las prácticas sociales del presente?; ¿es acaso la escuela la punta del iceberg donde se manifiestan expresiones perversas en las relaciones humanas? Estas son apenas algunas de las preguntas que propondremos para una reflexión que no busca ser concluyente sino apenas exploratoria de una noción nueva que irrumpe con fuerza, que suscita legislación punitiva y que ocupa la atención de distintos especialistas vinculados con la labor educativa. ▼ Escuela e historia
En la mente de los gobernantes, el siglo XIX irrumpió con la firme convicción de que la educación generalizada era una herramienta fundamental que generaría la prosperidad de las naciones y la libertad de los individuos. Educar a los ciudadanos conllevaría el desarrollo económico de los pueblos, y este progreso material traería la felicidad de la sociedad. La tarea de alfabetizar a un gran número de niños se convirtió en un requisito en el que muchos gobiernos enfocaron sus esfuerzos y pensaron que ese proceso sería tan rápido que en pocos años una gran parte de la población podría leer y escribir para ejercer sus derechos. El sistema de enseñanza llamado lancasteriano o mutuo se presentó entonces como la solución. Un solo profesor podía enseñar a 300 o 400 niños al mismo tiempo a la manera de un proceso fabril de producción. Para que este tipo de enseñanza fuera eficiente como una maquinaria, la disciplina y el sometimiento de los niños eran un requisito, pues los alumnos más aventajados debían enseñar a los que les seguían mientras el profesor, al frente del gran salón de clases, vigilaba que todo transcurriera en orden. El maestro en esta fábrica de aprendizaje se convirtió en capataz, y los alumnos (que se asemejaban a unos obreros) repetían mecánicamente cuentas o letras.[1] No obstante, mantener un ambiente escolar así requería de mano dura. Ahí se puso de manifiesto que “la letra con sangre entra y la labor con ardor”. El dolor físico era el castigo merecido por no aprender la lección o no guardar compostura. El látigo, la férula, el encierro en lugares oscuros era cuestión de todos los días. De acuerdo con la gravedad de la falta, el profesor golpeaba a los estudiantes en la palma, en el dorso de las manos o en las yemas de los dedos. Cuando no se disponía de una palmeta, cualquier regla de madera o cinturón de cuero cumplían la misma función. Cuando el niño no atendía la clase, se le colocaban orejas de burro y se le exhibía enfrente del grupo como castigo ejemplar para sus compañeros. Letreros colgados al cuello como “soy puerco”, “soy mentiroso”, detonaban la burla de los alumnos pero les prevenían para no cometer la misma falta. La violencia en la escuela lancasteriana era un derecho del profesor, quien tenía la facultad de ejercerla porque era la autoridad y sus resoluciones no eran cuestionadas.[2] A pesar de los esfuerzos, el progreso y la felicidad no se alcanzaron como se había previsto. La industrialización, la urbanización y la migración afectaron el orden social y económico de las ciudades. La sobrepoblación derivó en el hacinamiento, y la pobreza se hizo más evidente. Las epidemias, el crimen y la insalubridad pusieron en tela de juicio el hecho de que la escuela fuera la panacea que resolvería todos los problemas sociales. Las críticas al sistema lancasteriano no se hicieron esperar, no sólo los niños no aprendían lo suficiente sino que la disciplina generaba temor. Hacia el último cuarto de siglo, la nueva ciencia pedagógica hizo su aparición y dio un vuelco mayúsculo a la enseñanza colocando al niño en el centro de la atención. Enseñar a leer, escribir y contar como se hacía en las escuelas lancasterianas ya no era suficiente pues sólo había consistido en un adiestramiento de los educandos. El viejo sistema memorístico basado en la instrucción hacía niños pasivos, domesticados y raquíticos que aprendían a fuerza de terror. En cambio, el nuevo sistema basado en la educación entendía que el niño debía estar en movimiento, estar sano, y tener una voluntad propia que pudiera ser moldeada para llevar una vida civilizada. La educación se concebía de manera integral y buscaba el desarrollo del alumno como un ser social en potencia tanto en su forma de ser moral, como en su carácter y en su responsabilidad frente a los demás. ![]() En la escuela lancasteriana los alumnos se instruían entre sí, en un sistema conocido como “de enseñanza mutua” Con este nuevo enfoque, se pensó que la escuela sí podía solucionar los problemas sociales. Específicamente, podría moralizar a los sectores más desfavorecidos que contradecían con su comportamiento el progreso moderno. Desde luego, era al Estado a quien le correspondía el papel de civilizador como promotor de la evolución social y como órgano rector de los intereses nacionales. Sólo si se lograba que todos los niños se educaran con los mismos principios, como amar a la patria, leer y escribir en una sola lengua y sintiéndose herederos de una historia común, el progreso se alcanzaría de manera ordenada. Se trataba de formar hombres que pensaran con los mismos principios y que tuvieran los mismos lazos de identidad. La nueva ciencia pedagógica fue el fundamento idóneo para que los niños fueran considerados como un recurso nacional que era importante cuidar y atender pues se trataba de la futura fuerza laboral.[3] Una de las repercusiones de esta visión fue la inmensa desconfianza que representó la labor educativa de la familia. Sustraer al niño del hogar permitía inculcar hábitos que en el entorno doméstico era impensable practicar. Como la familia se basaba en relaciones afectivas, no estaba constituida para formar al niño con miras a una vida social responsable. La escuela, en cambio, se basaba en un sistema de reglas impersonales que favorecían una conducta regularizada para que los educandos adquirieran el autodominio de sus impulsos.[4] Desde el edificio, la escuela debía diferenciarse de la casa. Las aulas estarían iluminadas con grandes ventanales y contarían con un mobiliario especial, el lugar del director tendría los atributos propios de la autoridad, y los programas de estudio estarían organizados a partir de una progresión continua de conocimientos correspondiente a las edades de los niños. Con ello, la escuela enseñaba a los alumnos a reconocer la jerarquía, a moverse en un tiempo secuencial que tenía que ver con el avance y el progreso y con las capacidades personales. El Estado era el que controlaba todas las condiciones para el aprendizaje, capacitaba a los maestros, definía los planes de estudio obligatorios, vigilaba que se cumpliera con los reglamentos y establecía tanto el calendario de clases como la rutina social. La escuela funcionaba en un entorno aséptico, sin el contacto o la contaminación del medio familiar.[5] La disciplina adquirió entonces relevancia pues se trataba de moldear el carácter del niño. Mediante un sistema de prohibiciones se enseñaba al alumno a contener sus impulsos y a circunscribir los apetitos de cualquier clase. El profesor podía reprender al estudiante con la mirada, retenerlo después de terminado el horario escolar y vigilarlo para que en el baño no se masturbara, pero nunca con violencia física. Las bancas estaban sujetas al piso y no podían cambiar de lugar, la postura debía ser recta y los modales cuidados. Si el niño debía moverse, lo haría cuando el maestro se lo permitiera. El alumno sabía distinguir el toque de campana que lo liberaba. En la modernidad, el individuo había ganado un lugar, lo que importaba era la homogeneidad del grupo, que se comportara de forma predecible y que los comportamientos que no se ajustaran a la norma fueran marginados, y los culpables, rechazados. Los grupos escolares fueron clasificados unas veces por su estatura, otras por su rendimiento, otras más por su estado de salud. Los niños eran organizados para el saludo a la bandera, o bien para marchar, portar un fusil y recibir órdenes. ¿Qué se esperaba de un alumno civilizado y patriótico? Sin duda, una asistencia regular, no alterar el orden, ser limpio y puntual, hacer los deberes, pero también ser leal y tener fe en su país. En todo caso, para el siglo XX la escuela se había transformado en un espacio cerrado distanciado de la familia; sin embargo, su alcance era tal que podía intervenir en el ámbito privado de la casa dictando lo que se esperaba de los padres y de los niños y lo que no era aceptable. Los alumnos eran vistos como la promesa del progreso de la nación; por lo demás, no sabemos cómo convivieron los niños en sus tiempos de esparcimiento escolar o en el salón de clases. Los niños fueron históricamente visibles sólo si se expresaban a través de la organización escolar y fue la visión de la autoridad la que prevaleció en los archivos históricos. En la prensa o en las comunicaciones escritas no hay registros de violencia entre pares; sin duda existió, pero no se consideró un problema relevante pues no se guardó algún testimonio al respecto. ▼ Violencia e historia
En la medida en que el bullying es una de las múltiples manifestaciones presentes de la violencia, entenderlo como tal exige aproximarse a esa violencia en perspectiva histórica. Desde hace siglos los pensadores han elaborado teorías para responder a la pregunta de si la violencia es un atributo de la condición humana o un rasgo adquirido culturalmente. Aunque no se logró un acuerdo en torno a si los humanos somos malos por naturaleza o si aprendemos a serlo en la interacción social, actualmente predomina la idea de que lo innato es la agresividad, un potencial genético que los humanos compartimos con las demás formas vivas y que no parece posible ni deseable eliminar porque está vinculada a la supervivencia.[6] Parece que entre los Homo sapiens este potencial está muy imbricado con las relaciones sociales y culturales que pueden modificar el comportamiento humano porque, a diferencia de otras especies, la humana parece ser capaz de controlar sus impulsos con la voluntad. Ahora bien, esta voluntad no es infinitamente libre, sino que lo que deseamos y hacemos es finalmente una construcción histórico social.[7] Son los marcos culturales que creamos en la vida social los que actúan como inhibidores de la agresividad.[8] Curiosamente, esos mismos marcos sociales que inhiben son también capaces de disparar la violencia, como un rasgo culturalmente aprendido e inducido porque la violencia se genera en el mundo de las relaciones sociales. No podemos dejar de preguntarnos por qué y para qué se ejerce esta violencia. Antiguas teorías la concebían como un instrumento para conseguir un fin determinado, para obtener o mantener algo.[9] Existe también la violencia por sí y ante sí, que no pretende un logro, sino que expresa estados de ánimo, individuales o colectivos, que no encuentran otra forma de expresión. Algunos consideran que es la violencia del silencio, la violencia expresiva. Realmente no es que carezca de sentido pero no lo entendemos porque no estamos capacitados culturalmente para escuchar esos silencios.[10] Pero si acaso la violencia es un instrumento para lograr fines, también es cierto que lo que deseamos obtener está condicionado por el mundo histórico, por pautas sociales, científicas, técnicas y por los marcos sociales que nos rodean: la familia, la escuela, los medios de comunicación y muchas cosas más. Los cambios que a lo largo del tiempo sufren estos marcos sociales y culturales nos permiten situar la violencia en perspectiva histórica. Como estos marcos son cambiantes, se nos hace difícil definir exactamente: ¿qué cosa es la violencia? Y ¿por qué una época histórica o una cultura entiende que es violento lo que otra considera aceptable? ¿Por qué la violencia en las zonas rurales difiere de la urbana? ¿Por qué antes nos preocupaba la violencia pública y ahora nos ocupamos también de la intrafamiliar? ¿Por qué actualmente apreciamos el acoso escolar como una expresión de la violencia? “¿Por qué lo que es violento para unos puede no tener el mismo significado para otros?”[11] Ello sucede porque la violencia es un fenómeno multifacético e histórico, que se define de acuerdo con las normas y costumbres de una sociedad en un momento dado y además está vinculado a la subjetividad humana. Hoy percibimos como violentos muchos más fenómenos de los que antes eran considerados como tales. Pocas décadas atrás predominaba una visión estrecha de la violencia.[12] Se le definía como “violencia física o verbal, para causar heridas o daño a otro con el fin de obtener de un individuo o de un grupo algo que no quiere consentir libremente”.[13] Nuestra concepción actual es infinitamente más amplia: la violencia no es solamente física o verbal, es psicológica, social, alimentaria, ambiental, de género, intrafamiliar, escolar, simbólica y mucho más; impregna todos los ámbitos de la interacción humana, es compleja y ambivalente. Han cambiado también las ideas sobre la función histórica de la violencia. Algunos pensadores y teorías sociales del siglo XIX e inicios del XX creían que en tanto respuesta a una situación crítica era capaz de hacer avanzar la historia de la humanidad. Posteriormente, la violencia perdió legitimidad y en la actualidad existe un consenso universal que la percibe como producto de un fracaso social.[14] Pese a ello, tenemos la sensación de que la violencia se ha incrementado en nuestro presente. Existe efectivamente un aumento objetivo. Pero además ella se ha transformado en un artículo de mercado y los medios compiten entre sí para difundir más noticias de violencia, al punto que distorsionan la percepción objetiva del problema. ![]() Dentro de la violencia escolar, se encuentra la violencia de alumnos hacia otros alumnos No todo proviene de los medios, sino que un cambio paradigmático modificó la percepción. Ahora existen acciones humanas que contabilizamos estadísticamente y que antes pasaban inadvertidas para estos registros: por ejemplo, las violaciones de mujeres, la violencia intrafamiliar, los actos de acoso escolar y laboral y muchos otros fenómenos que antes quedaban sumidos en el ámbito de lo privado.[15] Ello se debe a que ha cambiado nuestra apreciación sobre los espacios públicos y privados. Ya sea porque nos volvimos más sensibles o porque la violencia realmente aumentó, el asunto es que todos tenemos la impresión de que vivimos en un mundo terrible. Los especialistas se preguntan: ¿en medio de qué cambios históricos se construyó el nuevo paradigma de la violencia?, ¿aumentó la violencia anterior o está apareciendo una nueva forma que caracterizan como de violencia “extendida y difusa”?[16] Sospechan también que esta violencia difusa, lejos de ser el problema en sí, es el síntoma de una enfermedad social. Lo cierto es que en nuestro mundo no sólo la violencia es novedosa, sino que las novedades son la tónica de la época. Por lo menos constatamos que es un mundo radicalmente diferente del que conocimos durante gran parte del siglo XX. Desde el fin de la guerra fría, existe una sola potencia dominante, no hay guerras mundiales, pero las expresiones de descontento político internacional son desesperadas, como los terrorismos islámicos o las masacres étnicas en la antigua Yugoslavia o en regiones de África. A fines del siglo XX, el mundo entero se sumió en un proceso de mundialización que prometió unificarnos en mercados trasnacionales. Para muchos países, y particularmente para los latinoamericanos, ello significó desindustrialización, descenso de los salarios y trabajo informal sin los derechos que antes protegían al trabajador. Una verdadera catástrofe social que generó extremos de exclusión.[17] Entonces las migraciones alcanzaron los más altos niveles en la historia de la humanidad y la población migró convencida de la inviabilidad de su propio país. Muchas comunidades históricas se desarraigaron y desintegraron física y culturalmente.[18] Nos globalizamos no sólo por las migraciones sino también por el desarrollo acelerado de las comunicaciones. Nuestras naciones ya no tienen fronteras claras ni hay aduanas que protejan lo interno y que filtren lo que nos llega del exterior. [19] En tanto, los avances científico técnicos nos pusieron en contacto con el mundo entero en un golpe de tecla. El modelo ultraliberal achicó el papel que antes ejercían los Estados nacionales. En la actualidad, los ciudadanos dudamos de que ellos sean capaces de administrar el sentido de lo nacional.[20] En síntesis, el proyecto político, cultural, intelectual e histórico con el que configuramos nuestros imaginarios compartidos está debilitado, y muchos se preguntan si no estamos entrando en una época posnacional.[21] En lo que atañe a la violencia, muchos especialistas se preocupan por estudiar cómo nuestros Estados nacionales fueron perdiendo sus antiguas funciones y ejerciendo cada vez menos control social; incluso dejaron de monopolizar la violencia legítima. Basta ir a un supermercado, a una colonia residencial, para advertir la vigilancia de las empresas privadas de seguridad y ni hablemos de los grupos de autodefensa que son una expresión extrema de la debilidad del Estado. Es decir, existen formas de violencia pública que ya no son estatales. También los Estados perdieron su función mediadora y se redujeron los espacios donde se dirimían los conflictos. Por ejemplo, la precarización del trabajo le quitó fuerza a muchos sindicatos. Y quienes no tienen trabajo, simplemente no tienen salario ni forma de luchar por él. Muchos especialistas piensan que esta reducción del espacio conflictual impulsa los desbordes violentos. Ellos dicen que mientras había conflictos en el mundo, entre el capital y el trabajo, entre los estudiantes y las autoridades, era más sencillo contenerlos, porque el conflicto es lo contrario a la violencia. Cuando hay un conflicto, existen dos partes que se reconocen entre sí, que pueden hablar y negociar soluciones. Pero cuando se cierran estos espacios, cuando las partes no se reconocen, estalla la violencia.[22] Cuando una sociedad reconoce a sus gobiernos y respeta a las instituciones, el Estado no necesita ejercer directamente la coacción, y el orden social se establece naturalmente. Sin embargo, muchas instituciones del Estado relacionadas con el mantenimiento del autocontrol ciudadano se debilitaron; y como el Estado no puede negociar las diferencias, ejerce un exceso de poder.[23] Si seleccionamos, como hacen algunos especialistas, campos de la vida social que el Estado controlaba antes y los comparamos con el presente, se comprende mejor el fenómeno que estamos viviendo. Por ejemplo, los propios Estados crearon unidades habitacionales en las zonas periféricas, separadas de las zonas residenciales, para amortiguar las confrontaciones sociales. Y aunque ese amortiguamiento funcionó durante algún tiempo, en la actualidad surgen desde esas mismas zonas los principales cuestionamientos al orden social. La exclusión social se combina con el crimen organizado global, y el Estado ingresa allí para reprimir con la mayor virulencia.[24] En casi todos los países desapareció el Estado benefactor y sus políticas sociales que permitían a sectores de las clases populares integrarse a la sociedad y al consumo. El modelo neoliberal arrasó con estas políticas en todos los planos: la seguridad social, los sistemas jubilatorios, la atención de la salud, los subsidios a los productos de primera necesidad.[25] Se desorganizó el trabajo, que era un gran mecanismo de control porque estructuraba la vida, organizaba el tiempo social, permitía la reproducción de las familias y les creaba aspiraciones legítimas. Era el vínculo entre el individuo y la sociedad. El creciente desempleo hizo que el trabajo dejara de formar parte del imaginario y la esperanza futura de las nuevas generaciones.[26] Hasta lo más sagrado para el orden social, como era la escuela, cayó en este proceso de desagregación y agotamiento de controles. Nuestros niños y jóvenes creen cada vez menos que por la vía de la educación serán virtuosos, libres y honrados. La violencia que se genera en las escuelas es un síntoma evidente de este descreimiento. Y la escuela no puede por sí misma resolverlo todo, porque los valores que transmite no pueden ser sólo discursivos. Si estos valores no encuentran reflejo en la realidad social, no son recibidos por los educandos. La honestidad, el esfuerzo para tener una vida digna, tienen otros competidores, como la delincuencia, que permiten un más rápido ascenso. Muchos jóvenes descreen de un futuro labrado con esfuerzo por más que la escuela insista en que los está capacitando para ello.[27] Tampoco hay que pensar que fue sólo el Estado el que se afectó en medio de los cambios. Muchas estructuras sociales tradicionales cambiaron y no siempre para mal. A medida que el Estado se achicaba, surgieron nuevos actores sociales; por ejemplo se desestructuró el antiguo orden patriarcal y las mujeres hicimos eclosión en la vida social.[28] El avance científico tecnológico en el área de las comunicaciones cambió muchas cosas, entre ellas las formas tradicionales de transmisión de los valores intergeneracionales. Ahora hay una brecha entre los jóvenes y los adultos. La juventud no escucha a las generaciones anteriores, está absorbida por lo electrónico y prefiere la comunicación horizontal entre los de su propia edad, por la vía de las redes sociales y los teléfonos celulares. Esa ruptura hace que haya un déficit de pasado en este presente, que además se conjuga con una baja expectativa de futuro. En fin, existen muchas novedades. No sabemos hacia dónde transita el mundo. Y pese a que viviremos más años y seremos más sanos, no vemos el futuro color de rosa. Y la incertidumbre genera malestar; es un malestar difuso que muchas veces se acompaña de una violencia también difusa. La represión es más extensa y sofisticada. Nos vigilan las cámaras y los sistemas satelitales pero cada vez hay más violencia; y esta violencia es cada vez mayor contra los sectores excluidos con objeto de proteger a los incluidos.[29] Tenemos mucha angustia. Tememos quedarnos sin trabajo, perder la vivienda que pagamos con crédito; tememos jubilarnos y no poder reproducir la vida. Las generaciones jóvenes también sienten el malestar y el vacío que genera no tener expectativas ciertas. En este clima de temor y pérdida de controles parecen ganar consenso las soluciones autoritarias. Cada vez hay más delitos, no sólo por el incremento de la delincuencia sino porque se crean nuevas normas delictivas. En todo el mundo, el sistema carcelario se extiende y existen estudios sobre el incremento de las cárceles y de la población carcelaria.[30] El temor a la inseguridad y a la violencia que nos invade es un gran mecanismo para este propósito. No pretendemos negar el hecho objetivo de que existe una violencia difusa que acompaña a un malhumor social que se expresa hasta en la pérdida de la cortesía en la comunicación humana ocasional. Pero también es cierto que existe una interesada tendencia a calificar como delito aquello que, hasta hace poco, se solucionaba con la comunicación y la negociación. Y vemos con horror cómo se cierran los espacios para el acuerdo y se abren los espacios de violencia, aun en nuestros ámbitos escolares. Creemos que el bullying se inscribe en esta dinámica. Es el síntoma social de un problema mayor. No podemos negar que existe, pero tampoco que hay una tendencia a caracterizar como bullying los conflictos humanos tradicionales que pueden resolverse por medios no represivos. Algunos piensan que se puede atajar el problema de la misma manera que la pérdida del control social: incrementando la represión y la exclusión contra los niños y jóvenes. Eso garantiza el fracaso para enfrentar este fenómeno. Nosotras no proponemos recetas, apenas una reflexión para comprender un problema mayor en el que se inscribe el acoso escolar. En ese sentido evaluamos un programa televisivo que apareció en varios países, en los años noventa, cuando se perfilaban las reformas estructurales que culminaron en la globalización: un reality show, el Gran Hermano, el Big Brother.[31] Su atractivo consistía en que, al estilo de la novela de Orwell (1984), podíamos fisgonear aspectos de la convivencia y vida íntima de un grupo humano encerrado en una casa. Pero ese no era realmente el atractivo. La esencia del programa era un paulatino proceso de exclusión. Poco a poco se iría echando gente de la casa y finalmente quedaría un solo ganador de una gran bolsa de dinero. La selección de quienes debían salir la hacía el público, que desde el otro lado de la pantalla no actuaba sólo como un espectador, sino que intervenía. Pagaba el costo de una llamada para votar y eso le generaba la ilusión de que podía decidir quiénes debían ser expulsados. Psicólogos sociales consideran que el programa no tenía nada de entretenimiento inocente, sino que era un entrenamiento para aceptar el nuevo orden social que ya despuntaba en la historia; para resignarnos a la exclusión y hacernos parte responsable de ella. Y que era muy exitoso porque permitía canalizar el miedo a ser excluido; creaba la ilusión de que formábamos parte de los que tienen el poder de excluir a los demás, lo que automáticamente nos situaba a salvo, en el campo de los incluidos. Era un bullying mediático. Nos planteamos, y queremos dejar plasmadas en este texto, las siguientes preguntas:
![]() El doctor sueco Dan Olweus tiene más de 35 años investigando e interviniendo en el área del problema del bullying ▼ ¿De qué hablamos cuando hablamos de bullying?
El bullying es un tema de actualidad. Ya no sólo hablamos de las investigaciones y reflexiones académicas en ámbitos educativos, sino que constituye un tema de conversación en la escuela, en casa, e incluso los niños ahora dicen con mucha facilidad “me estás haciendo bullying”. Este anglicismo suele ser traducido como acoso escolar o agresividad intimidatoria.[32] Las primeras investigaciones sobre acoso escolar las realizó Dan Olweus (1993) en Noruega a principios de los años setenta del siglo XX. Aunque es un fenómeno muy antiguo –como lo señala este investigador–, fue hasta la segunda mitad del siglo XX cuando se inició su estudio sistemático, y desde entonces las investigaciones sobre este tema han aumentado en muchos países –incluido México– y se han desarrollado diversos programas de intervención implementados por el Estado o por organizaciones de la sociedad civil. En nuestro país, las preocupaciones sobre la violencia en la escuela provienen del incremento paulatino que se ha observado en los últimos diez años y de la diversidad de fenómenos que se han agrupado bajo el nombre de violencia escolar.[33] En este grupo se encuentra el bullying o acoso escolar. La denominación “acoso escolar” no hace referencia a que este tipo de violencia se genere en la propia escuela, “sino que ésta es el escenario donde acontece y la comunidad educativa es la que sufre las consecuencias”.[34] Para Olweus (1993), el bullying se identifica cuando un alumno es agredido o expuesto a acciones negativas, por parte de uno o más compañeros, de manera repetida durante un tiempo. Los múltiples estudios realizados han producido interpretaciones que enriquecen la mirada sobre este fenómeno transformado y también transforman la definición que se puede hacer de él. En este artículo, tomamos la definición que hace el Ministerio de Educación del Gobierno de Chile porque es la que nos parece más clara y abarcadora. El acoso escolar es: … una manifestación de violencia en la que un estudiante es agredido y se convierte en víctima al ser expuesto, de forma repetida y durante un tiempo, a acciones negativas por parte de uno o más compañeros. Se puede manifestar como maltrato psicológico, verbal o físico, que puede ser presencial, es decir directo; o no presencial, mediante el uso de medios tecnológicos como mensajes de texto, amenazas telefónicas o a través de las redes sociales de internet, es decir, indirecto.[35] Según indica la Guía básica de prevención de la violencia en el ámbito escolar (SSP/SEP/SNTE), el acoso escolar se caracteriza por:
Es muy importante tener presentes estas características para evitar confundir las diversas expresiones y grados de violencia interpersonal con el acoso escolar. Por ejemplo, un pleito de palabras y/o golpes entre estudiantes en condiciones de fuerza similares no es acoso escolar, aunque haya espectadores. El hecho de que un estudiante insulte o se burle de otro (en condiciones de pares) de manera ocasional tampoco es acoso escolar. ![]() La Guía básica de prevención de la violencia en el ámbito escolar es un folleto dedicado Estas formas de violencia entre escolares pueden tener diferentes grados de importancia según las circunstancias y ciertamente pueden llegar a ser graves, pero ellas no son identificadas como acoso escolar. En la situación de acoso escolar se pueden identificar tres actores (como individuos o como grupos):
La trama relacional que se establece entre estos tres actores es la que sostiene el acoso escolar y, en ello, los espectadores tienen un papel fundamental pues es su presencia –aun cuando sólo mire– la que da “valor” a la situación de acoso. En este punto vale la pena aclarar que no todas las explicaciones sobre el bullying incluyen a los espectadores; nosotras los hemos incluido debido a que la figura del espectador permite comprender el acoso escolar desde una perspectiva de lo público y lo privado. Las relaciones que se gestan entre las tres figuras contienen dos componentes de peculiar importancia para el desarrollo del acoso escolar: por un lado, la presencia de los espectadores nos lleva a pensar en el sentido de lo público en el acoso y, al mismo tiempo, aparece el sentido de lo privado en tanto que el acoso es mantenido en secrecía tanto por los espectadores como por el agresor y la víctima. La trama relacional referida puede ser aprehendida con la noción de tipos sociales de Ian Hacking. Para este autor emergen nuevas temáticas y maneras de categorizar cuando las sociedades y los individuos vamos afinando la sensibilidad moral o modificando las orientaciones éticas de una época. Así, a través de diversos procesos, que duran años, y a veces décadas, en los que se involucran instituciones, personas, nociones de lo justo y lo injusto, también se van dando clasificaciones que, cuando son conocidas por las personas o por quienes están a su alrededor, y usadas en instituciones, cambia la forma en que los individuos percibimos. Se trata de tipos sociales, “especies morales”, clasificaciones que conllevan procesos cognitivos, descriptivos, morales y de evaluación. Estas clasificaciones pueden provocar que los sentimientos y conductas de las personas o su percepción de ellas se transformen, en parte, por ser clasificadas así, y por eso Hacking[36] las llama interactivas; ello puede producir efectos en el presente y también hacia el futuro y el pasado. Por ejemplo, las personas pueden poner nombre a experiencias que están viviendo, también a experiencias que habían vivido y que no habían sido nombradas así. De esta forma, alguien que en el pasado maltrató a un compañero de la escuela, ahora lee su experiencia a partir de la manera en que está siendo visto un “buleador”. No quiere decir que antes no se sintiera mal por lo que hizo, pero no tenía el lenguaje que hoy tenemos para nombrar eso que hizo. La Guía básica de prevención de la violencia en el ámbito escolar (SSP / SEP/SNTE) ha identificado que en el caso de los niños de primaria el escenario más frecuente es el patio de recreo; mientras entre los chicos de secundaria los escenarios se diversifican: aulas, pasillos, baños, vestidores, los trayectos a la escuela y al regresar a casa, y el tiempo entre una clase y otra. Es muy amplia la información sobre las características psicológicas de los agresores y las víctimas;[37] sin embargo, nosotras decidimos no detenernos en ello pues no queremos correr el riesgo de que parezca que el acoso escolar es un problema que radica en las personalidades de quienes intervienen en él: víctima, agresor y espectador. Preferimos reflexionar en torno al carácter histórico-sociológico del acoso escolar en particular y de la violencia escolar en general. Nos anima la intención de procurar la diferenciación de la violencia como componente desencadenante de lo histórico-social y la violencia como una modalidad de vinculación interpersonal. Si tomamos las palabras de Alfredo Furlán –pedagogo que ha investigado ampliamente el fenómeno de la violencia escolar–, diríamos que nos anima “la necesidad de comprender las especificidades de los problemas que se presentan en las escuelas y de discutir sus delimitaciones”.[38] Por ello, nos parece importante interrogarnos sobre:
▼ Los sentidos de lo público y privado en el acoso escolar
Como vimos en la sección anterior, las prácticas de acoso de este tipo se llevan a cabo en el marco escolar, son públicas por afectar a otros en su integridad y también porque tienen relación con un entorno en donde la educación es obligatoria, es un derecho, es considerada un bien para la sociedad. ¿Qué pasa cuando pensamos el fenómeno del bullying en contraste con reflexiones sobre los sentidos de lo público y lo privado? En esta sección realizamos un ejercicio en tal sentido, no para establecer respuestas, sino para lanzar varias interrogantes a partir de algunas precisiones apoyadas en las reflexiones de Nora Rabotnikof.[39] Empecemos con algunas distinciones entre el par conceptual público-privado. Rabotnikof (2005) señala que los usos que ha tenido este par a través del tiempo tienen que ver con diferentes maneras de concebir lo que es o debe ser político. Se trata de “familias complejas de oposiciones”, y el interés de rastrear estos diferentes sentidos es identificar problemas, evaluaciones y cursos de acción; también, diferentes imágenes del mundo que se disparan al utilizar público y privado. Rabotnikof señala que estas “familias complejas de oposiciones” pueden sintetizarse en tres criterios heterogéneos para trazar su diferencia, tres sentidos que no siempre han coincidido en tiempo y espacio, que han sufrido deslizamientos, e incluso, que han llegado a ser opuestos. Un primer sentido llevaría a pensar lo público como aquello que es de interés o de utilidad para todos, lo que es común, lo que atañe al colectivo y concierne a la comunidad; y lo privado, como lo que es de interés o utilidad particular, lo singular, lo personal. A través del tiempo, esta idea de público se fue convirtiendo en sinónimo de político −por ser de interés colectivo− en su doble dimensión de público estatal y público-no-estatal. En tanto, lo privado fue pensado como aquello que se pretende sustraer al poder público en el sentido del poder del colectivo. En este primer sentido, las escuelas, particulares u oficiales, serían espacios públicos porque se considera que la educación es un bien colectivo o porque se considera a escuela y educación como formadoras de ciudadanos, como disciplinadoras, tal como ocurrió en el marco de la conformación de los Estados-nación como ya se vio más arriba. Y lo privado sería, hoy en día, por ejemplo, una clase de yoga, que puede hacer bien al individuo que la practica pero no es considerada de interés colectivo. Un segundo sentido de público conduce a pensar en aquello que es visible; en lo que se desarrolla a la luz del día, que es manifiesto, ostensible. En tanto, lo privado sería lo oculto, lo secreto, lo preservado; aquello que no tiene visibilidad, que no es percibido; también es privado aquello de lo que no se puede hablar, que se sustrae a la mirada, a la comunicación y al examen. A partir de este sentido, surge una connotación espacial, en la medida en que hablamos de visibilidad y ocultamiento, de afuera y adentro. Así, el tránsito de lo público a lo privado pasaría de lo más exterior a lo más protegido; del foro, la escena, la plaza, al espacio doméstico. Sucedería también el proceso inverso. En este segundo sentido, público como visible, comunicable, podría ser la demanda a un gobierno para que haga públicas ciertas informaciones; reivindicaciones del tipo “volver público lo público” usadas en demandas de transparencia, se ubicarían en este campo. Cuando alguna dependencia pública niega dicha información, argumentando que es por seguridad nacional, estaría apelando al segundo sentido de privado. En este ejemplo, en las argumentaciones del gobierno, coincidirían el segundo sentido de privado, como secreto, como no sujeto al conocimiento y al examen de todos, como no comunicable, y el primer sentido de público, como una información que se guarda el gobierno por un supuesto interés colectivo, nacional. Un tercer sentido de público hace pensar en aquello que es de uso de todos, accesible; aquello que al no ser objeto de apropiación particular, es abierto, distribuido. Las plazas, los parques, las calles son lugares de uso público, abiertos y accesibles a todos. Y privado sería aquello que es cerrado, que se sustrae a la disposición de los otros; privado como apropiación, como clausura. Este tercer sentido de la distinción público-privado es el que más se relacionaría con la dimensión inclusión-exclusión.[40] El “público” tomado como unidad se deriva de este tercer sentido concebido como el conjunto de los que se benefician de la apertura; también se relaciona con el segundo sentido de público en cuanto a la visibilidad: el público como aquel que es capaz de ver y de percibir. Éste sería un sentido más pragmatista de la noción de “públicos”, que en su versión canónica diría que un público se conforma cuando un grupo percibe y se interesa por las consecuencias de las acciones de los otros. Una calle sería pública en el sentido de estar abierta a todos, accesible; cuando los vecinos de un lugar colocan una “pluma” para impedir o restringir el paso a los desconocidos, ese espacio se convierte en privado en el sentido de cerrado. No necesariamente ese espacio que la pluma cierra se vuelve secreto u oculto, segundo sentido de privado. Podemos pensar en prácticas y acciones; por ejemplo, una obra de teatro callejero, que tiene lugar ante la mirada de otros, es pública, en tanto visible, pero no forzosa ni necesariamente pública-política en el primer sentido de estatal o cívica comunitaria, ni coincidente con el tercer sentido de público en tanto accesibilidad generalizada.
A partir de esta breve síntesis, reflexionemos sobre algunas características del bullying. Este fenómeno ya ha empezado a ser codificado e incorporado en leyes, y con ello se le ha dado un carácter público. Con respecto a los momentos de acoso, pueden llevarse a cabo de manera privada en el sentido de no visibles y, hasta cierto punto, no accesibles a otros, aun si se llevan a cabo en el patio del colegio, a la hora del recreo, por ejemplo. Aquí podríamos pensar en un fenómeno de visibilidad restringida, conocimiento compartido pero que se queda en un cierto espacio, acotado, al que no se tiene acceso, en el sentido de no compartir el conocimiento de lo que allí sucede. ¿Actos ocultos, en silencio? Depende para quién y en qué momento. Si las personas involucradas lo viven como molestia[41] o ya lo pueden nombrar como acoso, al menos para sí mismas, será más privado o más público. El momento en que lo pueden ver, nombrar, romper el silencio, compartir con otros y denunciar, lleva a lo público entendido en el segundo sentido que habíamos señalado. Fenómeno que se aplica tanto a las víctimas como a los acosadores. También, hay que preguntarnos qué tan importante es la presencia de un espectador (presente o ausente, físico o virtual, con diversos grados de implicación) como ya se dijo. Los que participan, aun como espectadores, delimitan un espacio, crean un nuevo escenario privado, que se vincula con otro escenario, público: la escuela (sea un establecimiento oficial o privado). Estos espectadores pueden ser vistos como un “público” (Dewey)[42] y podríamos preguntarnos por los diversos papeles que pueden estar jugando: ¿Bajo qué condiciones este público reaccionaría y buscaría intervenir para parar el acoso? ¿Denunciaría lo que allí ocurre? ¿En qué medida contribuye a que ocurra? ¿Cuál es su responsabilidad? Los miembros de este público, ¿estarían conscientes de que aquello que ven es acoso escolar? Con respecto a las reacciones, ¿cuáles son las responsabilidades de todos los involucrados? ¿Cuáles son las consecuencias de las acciones u omisiones, es decir, de no actuar a tiempo? ¿De quiénes? ¿De acosadores? ¿De autoridades? ¿Cuál es el papel de los padres? ¿Qué puede hacer la víctima? Para la ley del Distrito Federal, toda la “comunidad educativa” forma parte del fenómeno del bullying: las y los estudiantes, el personal docente y administrativo de las escuelas, los directivos escolares, los padres y madres y, en su caso, los tutores. Otra vez, que la situación llegue al nivel de las leyes, añade capas a lo público y nuevos sentidos al adjetivo, así como nuevas categorizaciones, tipos sociales en el sentido de Ian Hacking. ¿En qué medida los que están en una situación pueden nombrarla como bullying? ¿Conocen las consecuencias de sus acciones? ¿Los agresores modifican su autopercepción conforme el tema del bullying va dibujándose? En este proceso, resulta importante observar cómo se va aclarando quiénes son los personajes, cuáles sus acciones y cuáles las sanciones; cómo se va definiendo el tema “acoso escolar” o “violencia escolar”, que no son equivalentes y que conllevan cargas valorativas y normativas diferentes; cómo y dónde se van codificando y legislando estas prácticas y quiénes son los responsables de establecer las sanciones. Por ejemplo, no es lo mismo conceptuarlo como un tema de salud pública, que como un tema de violencia y, en consecuencia, enmarcarlo en el discurso sobre la violencia en el país. En el primer caso, el tipo de acciones llevarían a hacer de la Secretaría de Salud una autoridad muy presente; en el otro sería la Secretaría de Seguridad Pública quien entraría fuertemente en la escena, lo que de hecho está ocurriendo. ![]() ![]() Algunas herramientas contra el bullying son el Marco para la convivencia escolar en las escuelas de educación básica del Distrito Federal y la campaña “Basta de bullying. No te quedes callado” Desde hace pocos años han surgido guías, test, pactos. Algunos ejemplos de estas herramientas “normativas” son las siguientes: Ley para la Promoción de la Convivencia Libre de Violencia en el Entorno Escolar del Distrito Federal, cuya aplicación corresponde, en el Distrito Federal, al jefe de Gobierno, la Secretaría de Salud, la Secretaría de Educación, la Secretaría de Desarrollo Social, la Secretaría de Seguridad Pública, la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, los jefes delegacionales y el DIF; el Marco para la convivencia escolar en las escuelas de educación básica del Distrito Federal; el Protocolo de atención en casos de bullying que se presentan en las escuelas de educación básica del DF; y la Guía básica de prevención de la violencia en el ámbito escolar (SSP/SEP/SNTE). También existen acuerdos impulsados por diversos organismos, como el Pacto contra el bullying y la campaña “Basta de bullying. No te quedes callado”, transmitida constantemente a través de la televisión por cable en canales para niños. Finalmente, el propósito de este artículo es inducir una reflexión en torno a los problemas sociales que enmarcan al acoso escolar, e intenta sugerir que si somos más conscientes de la realidad que nos rodea, quizás, actuando como colectivo, podamos tomar mejores decisiones para solucionarlos. ♦ NOTAS* Ana Buriano, Ma. Eugenia Chaoul y Alicia Márquez son profesoras-investigadoras del Instituto Mora, y Ma. de los Ángeles Moreno es profesora-investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y consultora socio-educativa.
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