Bicentenario del Plan de Iguala,
UN ACTO FUNDADOR RELEGADO

Andrés Ortiz Garay[*]



En 2021 se cumple el bicentenario de la consumación de la independencia de México. A pesar de que hace poco más de diez años (septiembre de 2010) se festejaron los 200 años del Grito de Dolores como conmemoración equivalente al inicio de la vida independiente de nuestra nación, y aunque para septiembre de 2021 se planea conmemorar los dos siglos de la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad México como culminación de la gesta libertaria, parece quedar relegado de nuestra memoria histórica conmemorativa un acto fundador de la nación mexicana.




c Bicentenario del Plan de Iguala, un acto fundador relegado

En 1821, las cabezas cercenadas de Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez llevaban alrededor de una década encerradas en las jaulas de hierro ya oxidado que colgaban en cada una de las cuatro esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, un edificio en el centro de la ciudad de Guanajuato que servía para el almacenamiento de granos, y que el 28 de septiembre de 1810 el intendente Juan Manuel Riaño[1] y sus seguidores utilizaron –inútilmente– como fortificación para tratar de resistir a la mucho más numerosa y enconada hueste que lideraban, a escasas dos semanas del Grito de Dolores, aquellos jefes de la primera insurgencia.

En esa misma década, la convulsión política y cultural[2] que cimbró a las potencias europeas a consecuencia del liberalismo impulsado por las ideas de la Ilustración, las innovaciones al trabajo humano que causaba ya la Primera Revolución Industrial, los principios ideológicos preconizados por la Revolución francesa y el vertiginoso trance político-militar acaudillado por Napoleón Bonaparte impactó sin remedio a los dominios coloniales de la Corona española en América. Los virreinatos, capitanías generales, intendencias[3] y demás divisiones administrativas que había ido imponiendo la conquista española en la mayor parte de América a partir del siglo XVI se convulsionaron también entonces y dieron origen a un nuevo trazo geopolítico en el continente que fue llamado “el Nuevo Mundo”. Uno que ciertamente ya no era tan nuevo en el siglo XIX, pues durante casi tres siglos se habían desarrollado en él sociedades pujantes no carentes de cierto esplendor (como lo demuestra, por ejemplo, la fundación de la Real y Pontificia Universidad de México en 1551, de la Universidad de San Fulgencio en Ecuador en 1586 o de la Universidad de Córdoba, Argentina, en 1613). El virreinato de la Nueva España y sus zonas concomitantes –como las Provincias Internas del Norte– eran la joya de la Corona; además de su gran extensión territorial y su situación estratégica, su aportación en términos económicos era la más destacada en todo el Imperio español.

En 1808 la invasión napoleónica de España había provocado la abdicación de los reyes borbones Carlos IV y su hijo Fernando VII en favor de José Bonaparte, hermano de Napoleón, que fue entronizado por las bayonetas del ejército francés. Se inició entonces un movimiento de resistencia que la historia conoce como “guerra de independencia española” y que tuvo como uno de sus corolarios de mayor transcendencia para nuestro tema la consolidación de los principios políticos que sostuvieron los sectores más liberales del Imperio español[4] en la llamada Constitución de Cádiz, promulgada en marzo de 1812 (ocho meses después del fusilamiento del cura Miguel Hidalgo en Chihuahua). En ella se ponían límites a la monarquía absolutista declarando que la soberanía residía en la nación y no en el rey, otorgando igualdad jurídica a los ciudadanos, al tiempo que garantizaba la libertad de imprenta (que destruía la censura hasta entonces ejercida sin tapujos por el gobierno y la Iglesia católica); se abolía la Inquisición y sus métodos para juzgar las disidencias; se establecía el sufragio indirecto y se creaba la división entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Hoy, todas esas concepciones y garantías políticas nos pueden parecer lo más común, pero en aquel entonces su concreción en un régimen constitucional significaba una gran revolución en la organización política y administrativa del mundo hispanizado.


La promulgación de la Constitución de 1812, obra de Salvador Viniegra (1912)


Al otro lado del océano Atlántico, la Nueva España no fue ajena a aquella tremenda convulsión revolucionaria. Ya en 1808, la alianza entre el ayuntamiento de la Ciudad de México (con Francisco Primo de Verdad y Ramos, Juan Francisco Azcárate y Melchor de Talamantes como los portavoces más visibles de un sentir más amplio) y el virrey José de Iturrigaray buscaba obtener más espacio político para los estamentos criollos ilustrados al decantarse por el autonomismo, es decir, la opción de corte liberal que, sin proponer una total independencia de la Corona española, sí reclamaba una serie de reformas que otorgarían a la colonia las posibilidades de desarrollo interno que seguramente merecía.[5] Pero el golpe de estado llevado a cabo por los grupos que favorecían el statu quo ligado a la hegemonía del sistema de explotación colonial (dirigido básicamente por dueños de explotaciones mineras, comerciantes exportadores, la burocracia virreinal, el alto clero y los altos mandos del ejército) cortó de tajo la opción de una transición hacia un reordenamiento negociado pacíficamente. A partir de entonces, para gran parte de los novohispanos que entendían como su nación el suelo mexicano, la única alternativa posibilitadora de sus reivindicaciones era imponerse por la fuerza de las armas.

Con la insurrección comenzada cuando Hidalgo tañó las campanas de su curato de Dolores en la temprana mañana del 16 septiembre[6] de 1810 se inició un proceso cuya complejidad no puede resumirse en un único símbolo, ni debe entenderse como una gesta unilineal que enfrentó en todo momento a los partidarios de la libertad contra los partidarios de la opresión. Nada más como ejemplo de esta idea traigo a colación a Anastasio Bustamante, un criollo nacido en Morelia (en aquel entonces llamada Valladolid), combatiente realista en las decisivas batallas de Aculco y Puente de Calderón –en las cuales quebraron al ejército de Hidalgo y Allende–, así como en el sitio de Cuautla y otros enfrentamientos contra las fuerzas partidarias de José María Morelos. Sin embargo, en marzo de 1821, Bustamante entró en Guanajuato comandando un contingente del ejército que se ostentaba como garante de la independencia mexicana. Entre sus primeras ordenanzas al tomar esa ciudad estuvo descolgar de la Alhóndiga de Granaditas los restos de las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez y mandarlas enterrar en la iglesia de San Sebastián de esa capital de provincia.[7]

c Una guerra de diez años

A pesar de que la historia oficialista promovida por el aparato estatal ha optado por inculcar en los mexicanos el recuerdo de la independencia como acto de continuidad casi unilineal que parte del Grito de Dolores (septiembre de 1810) para culminar con la entrada del Ejército Trigarante en la Ciudad de México (septiembre de 1821), la realidad histórica es otra, mucho más contrastada y llena de complejidades. Porque se trató de varios procesos políticos atravesados por un abigarrado mosaico social e ideológico y se desarrolló en el marco de una guerra muy larga y violenta que no sólo tuvo un carácter anticolonialista, sino que también fue una lucha de clases sociales caracterizada por la brutalidad y crueldad que generalmente distinguen a las guerras civiles. A lo largo de su duración pasó por varias etapas cuyos pormenores no abordaré aquí, ya que mi objetivo es enfocar su parte final, que se conoce como etapa de la consumación de la independencia.

Tan sólo recordemos que en 1819, la revolución de independencia se hallaba prácticamente derrotada. La caótica insurrección popular acaudillada por Hidalgo, Allende y otros con el objetivo manifiesto de preservar la legitimidad de la dinastía borbónica ante la invasión francesa de España, acompañada por reformas locales como la abolición de la esclavitud, la supresión del tributo que debían pagar per capita los individuos de raza indígena o el manejo de impuestos y alcabalas por los ayuntamientos y los pueblos, ya tenía entonces, como hemos visto, muchos años de haber sido vencida.[8] El brillante intento militar, político y administrativo conducido por José María Morelos y sus seguidores inmediatos, por la Suprema Junta Nacional Americana[9] y, desde luego, por el Congreso de Anáhuac –que en octubre de 1814 había promulgado el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana (o Constitución de Apatzingán), formalizando en ese documento la independencia total respecto a España y la instauración de un régimen republicano–, tampoco corrió con mejor suerte.

Entre las causas más determinantes del fracaso de la lucha independentista entre 1812-1815 se pueden contar: a) las desavenencias y rivalidades internas en el bando insurgente que dificultaron enormemente su consolidación; b) el regreso, en 1814, de Fernando VII al trono de España tras la caída de los bonapartistas y la consiguiente abolición de la Constitución liberal de Cádiz al reinstaurarse el régimen absolutista (lo cual provocó que la oligarquía novohispana se fortaleciera y muchos de los indecisos partidarios de la legitimidad dinástica de los borbones en América se decantaran por retirar cualquier apoyo a la lucha insurgente); c) el reforzamiento del ejército realista con tropas llegadas de España (compuestas de soldados que habían quedado disponibles tras la retirada del ejército bonapartista de la península ibérica), llamadas cuerpos expedicionarios y que eran muy leales a la Corona.


Los Constituyentes, obra de Roberto Cueva del Río (1950)


Después de 1816, los principales comandantes de la insurgencia habían caído. A la ejecución de Morelos el 22 de diciembre de 1815 antecedió la pérdida de quienes él llamó sus “brazos”, es decir, el cura Mariano Matamoros (fusilado en febrero de 1814) y el líder de los bravíos batallones de negros y mulatos de la costa guerrerense, don Hermenegildo Galeana (muerto en acción en junio de 1814). Otros jefes que no habían muerto estaban en prisión (por ejemplo, Nicolás Bravo e Ignacio López Rayón), se habían acogido al programa de indultos del virrey Juan Ruiz de Apodaca (como Manuel Mier y Terán y José Francisco Osorno) o hallaban refugio donde podían (el ejemplo más sobresaliente es Guadalupe Victoria, de quien se dice que solitario se ocultó durante alrededor de dos años en una cueva de las selváticas montañas de lo que hoy es el estado de Veracruz). Ni siquiera el infructuoso intento de revitalización acaudillado por la expedición que entre mayo y noviembre de 1817, con armamento y hombres financiados con dinero británico y estadounidense, lideró el liberal español Francisco Xavier Mina, había logrado gran cosa. Es cierto que en varias zonas del país todavía actuaban grupos armados que a veces parecían reivindicar su pertenencia al movimiento insurgente y en otras se comportaban como simples bandoleros, la mayoría de estos grupos no estaban coordinados entre sí ni respondían ante un mando unificado sino tan sólo a los dictados de sus líderes, por lo que se trataba más bien de gavillas que de cuerpos de ejército, a la manera de los contingentes de Albino García y Chito Villagrán en los primeros años de la rebelión. Sólo en el sur, en las agrestes sierras de la Tierra Caliente (que comprendía partes de los actuales estados de Michoacán, Guerrero y Oaxaca), la flama independentista se mantenía a duras penas viva entre los adeptos a Vicente Guerrero, Pedro Ascencio y Juan Álvarez. Por eso el virrey Juan Ruiz de Apodaca decidió lanzar una ofensiva sobre este último bastión de la antigua insurgencia con el objetivo de completar la pacificación del virreinato, cosa que parecía estar destinada a un final exitoso.


Vicente Guerrero

Pedro Ascencio de Alquisiras

Juan Álvarez

c Un confuso camino a la libertad

El final de la guerra y la consumación de la independencia se dieron en un contexto y de una forma que quizá pocos habían imaginado. Desde los escritos de quienes fueron, como Carlos María Bustamante o Lucas Alamán –por mencionar a los más conocidos–, más o menos contemporáneos a lo narrado hasta los trabajos de historiadores modernos (siglo XX), el recuento histórico de la consumación de la independencia ha estado atravesado por ambivalencias y revestido por interpretaciones de los hechos (hasta donde la documentación descubierta permite avalarlos como tales) y de la actuación de los personajes más destacados que no alcanzan del todo a desprenderse de posiciones ideológicas y partidistas ni aun entre los profesionales de la historia en los inicios del presente siglo XXI. Pero como probablemente esta es una carga difícilmente eludible en el oficio de historiar, no me detendré mucho en esto (sería objeto de un estudio muy minucioso) para mejor pasar a delinear brevemente dicho contexto. Sin embargo, con la intención de señalar la importancia que reviste conservar en mente lo problemático de este periodo de la independencia, reproduzco lo que dice Rodrigo Moreno, uno de los historiadores de la actualidad:

El proceso histórico que comprendió el movimiento trigarante ha sido conocido historiográficamente como Consumación de la Independencia y, desde sus primeros testimonios hasta los estudios más recientes, ha significado un tema espinoso y contradictorio. Contrarrevolución, alianza antirreformista, gran componenda, reacción conservadora, suplantación o contradicción de la independencia, solución transitoria y transadora son algunas de las denominaciones con que se ha tratado de explicar este problema histórico en el que se cifra el arranque formal del Estado nacional mexicano … (Moreno, 2010: 198).


Rafael del Riego y Flórez


Cuando el antiguo orden colonial –cierto, no sin raspaduras– parecía en vías de restablecerse, un nuevo giro en las condiciones de la metrópoli provocó una reacción de cruciales consecuencias en los territorios americanos que aún se hallaban bajo el dominio de la Corona española. El primer día de 1820, el teniente coronel Rafael del Riego encabezó, en Sevilla, un pronunciamiento de las tropas allí acantonadas en espera de embarcarse hacia América para reforzar a los realistas que combatían contra los independentistas sudamericanos. Al extenderse rápidamente por varias partes de España, ese movimiento logró que Fernando VII se aviniera a reconocer la Constitución de Cádiz (promulgada por primera vez en 1812, como ya mencioné) que había sido suprimida cuando el rey volvió de su prisión en Francia. Es muy interesante lo que comenta el mismo historiador respecto a la influencia del pronunciamiento de Riego en el acto postrero de la independencia mexicana:

Las implicaciones de estos sucesos transformaron la cultura política del mundo hispánico no sólo por la nueva puesta en marcha del sistema constitucional luego de seis años de absolutismo fernandista, sino también porque apareció en la escena pública la eficacia del “pronunciamiento” como instrumento de negociación e imposición política, mecanismo endémico del siglo XIX hispanoamericano. No es casual que Iturbide insistiera una y otra vez en los “ejemplos heroicos de la península”, pues el movimiento trigarante siguió en más de un sentido el modelo ejecutado por Riego (Moreno, 2010: 198).

Las noticias de la renovada vigencia del pacto constitucional llegaron poco después a la Nueva España y muy pronto las intendencias de Campeche y Veracruz (vitales para el comercio exterior del virreinato) se adhirieron a él. Aunque renuente durante un lapso, el virrey Apodaca no tuvo más remedio que jurar la Constitución el último día de mayo de 1820. A partir de aquel momento, los elementos más conservadores y reaccionarios de la oligarquía novohispana comprendieron que para no poner en riesgo sus privilegios y canonjías lo mejor era deslindarse del gobierno metropolitano y conducir ellos mismos los destinos de la colonia. Se fraguó así lo que se ha llamado conjuración de la Profesa,[10] que habría sido el aparato conceptual y operativo de ese “otro” movimiento por la independencia; y no parece haber duda de que Iturbide estuvo en estrecho contacto con la gente de la Profesa y posiblemente asistió a algunas de sus reuniones.

c El consumador de la independencia

Agustín de Iturbide y Arámburu

Agustín de Iturbide y Arámburu nació en la antigua Valladolid el 27 de septiembre de 1783. Era criollo de ascendencia vasca y navarra y de familia relativamente acomodada; casó a sus 22 años de edad con una hija de Isidro Huarte, un rico comerciante muy influyente en la provincia de Michoacán y con importantes contactos en varias partes del virreinato.[11] Antes de eso, estudió en el Seminario Tridentino de su ciudad natal, destacando en el aprendizaje de la escritura y la retórica, aunque no en otras materias. Más inclinado a la acción física (se dice que era un jinete extraordinario) que a la intelectual, optó por seguir la carrera de las armas e ingresó en las milicias provinciales con el puesto de alférez, que la fortuna de su familia le permitió obtener mediante el pago que se requería a los criollos para poder ocupar puestos en la oficialidad del ejército. En 1808, Iturbide apoyó a los golpistas que derrocaron al virrey Iturrigaray, aunque no tomó parte activa en esos sucesos. Se dice que Hidalgo, supuestamente emparentado con él, le ofreció un mando de importancia en el ejército insurgente que Iturbide rechazó. Más bien abrazó la causa realista y combatió por primera vez en la batalla del Monte de las Cruces (octubre 1810); tras participar en diversas acciones (entre ellas la derrota y muerte del guerrillero-asaltante Albino García, la batalla de Zitácuaro contra los hermanos López Rayón y el infructuoso sitio de Cóporo), ascendió en la jerarquía militar hasta obtener el grado de coronel del Regimiento de Infantería de Celaya, generalmente operando en el centro-occidente del virreinato, en zonas que conocía muy bien desde su juventud. Es probable que su acción más destacada como comandante militar haya sido la decisiva derrota de las fuerzas de Morelos en la batalla de las Lomas de Santa María, ocurrida el 24 de diciembre de 1813 (en las afueras de su natal Valladolid) y la consecutiva captura del cura Matamoros en Puruarán. Estos triunfos le valieron que el virrey Félix María Calleja lo nombrara comandante general de Guanajuato y luego comandante del llamado Ejército del Norte.

Lucas Alamán, de tendencia conservadora y no precisamente un admirador de la primera insurgencia, dice que Iturbide “deslució sus triunfos con mil actos de crueldad” perpetrados contra los insurgentes y los pueblos que los apoyaban, y que además, su ambición por enriquecerse usando “todo género de medios” le atrajo una acusación por fraude, tráfico de influencias y malversaciones a casas comerciales de Querétaro y Guanajuato. Aunque tras un largo juicio fue finalmente absuelto, permaneció, sin embargo, apartado del servicio activo durante los siguientes años, hasta que en noviembre de 1820 el virrey Apodaca le otorgó el mando del Ejército del Sur (en el que estaba incluido su leal Regimiento de Celaya) con el encargo de acabar con el núcleo insurgente de Vicente Guerrero y Pedro Ascencio. Se ha especulado mucho acerca de la posición de Apodaca; algunos sostienen que estaba por lo menos enterado, si no es que en franca confabulación con los conjurados de la Profesa y que por ello encargó a Iturbide el mando de ese ejército; esperaba –se dice– quedar en una magnífica posición de mando si el proyecto tenía éxito; otros lo ven como un personaje menos especulativo que, tras su intento de completar la pacificación del virreinato acabando con la insurgencia en Tierra Caliente, fue genuinamente sorprendido por la actuación de Iturbide.

El caso es que en los inicios de 1821, Iturbide estaba convencido de que la resistencia de los surianos iba a ser un hueso demasiado duro de roer (había llevado la peor parte en algunos de los encuentros en los que se habían medido las fuerzas de ambos bandos) y por eso terminó buscando un acercamiento con Guerrero y su gente a través del intercambio de varias cartas y el envío de mensajeros confidenciales; finalmente se arregló una entrevista entre ambos comandantes. Este acto se ha simbolizado en el famoso “abrazo de Acatempan”, que lo más probable es que no haya sido un encuentro fraterno como pretende el mito, sino el establecimiento formal de un armisticio, y que quizá no haya tenido lugar en Acatempan, sino en el cuartel de los todavía entonces realistas en Teloloapan o en algún otro punto más neutral. De cualquier modo, más rescatable es que entonces se cerró un pacto mediante el cual Iturbide se comprometió a luchar por la obtención de la independencia con respecto a España y a respetar los mandos y vidas de los insurgentes originales. Por su parte, Guerrero y sus hombres accedieron a subordinar a los planes de Iturbide el siempre amenazante flanco sur de la Nueva España y aceptaron la instauración de una monarquía constitucional en sustitución del gobierno virreinal, en vez del formato republicano por el que habían luchado desde los tiempos del Congreso de Anáhuac. Así, como dice Mauricio Tenorio Trillo en su reseña sobre la seminal obra de Juan Ortiz Escamilla, Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México, 1808-1825 (editada por El Colegio de México en 2014), otra figura retórica, el “pacto”, de manera similar a la de “pronunciamiento”, interviene como acto fundamental de la historia mexicana:

Los insurgentes y los realistas, pretendiéndolo o no, hicieron el desmadre que llamamos patria. Como dice Juan Ortiz: “Tanto la guerra como la Constitución dieron lugar al surgimiento de una nueva escena pública […] una nueva conciencia, una nueva forma de hacer política, un nuevo vocabulario, un nuevo discurso, un nuevo sistema de referencias y una nueva legitimidad”.

Las pacificaciones se encontraron y una pacificación por otra no fue paz sino guerra. Pero, agotados los ejércitos y las guerrillas, destruida la economía, restablecida la Constitución de Cádiz en la impredecible y nada fiable política española, muestra Juan Ortiz, resurge una añeja y sólida tradición de la monarquía católica: el pacto. Entre el Plan de Iguala, los Tratados de Córdoba y el Plan de Casa Mata se intentó la pacificación vía el pacto, entre insurgentes encontrados, entre alianzas de insurgentes y autoridades españolas. La situación de desmembramiento de la nueva y vieja España era tal que se pactó aún sin tener la información correcta de estar pactando con la contraparte adecuada –Guerrero, Iturbide, O’Donojú o Santa Anna en sí mismos no pesaban tanto como para entender el pacto, pero llegan a ser lo que fueron por pactar–. Los pactos produjeron el efecto inmediato inevitable –la independencia, el imperio mexicano, o la república– pero no el objetivo último, la paz y el Estado. México nació como imperio –un pacto–, con los pueblos armados y envalentonados, negociando el “a ver cómo nos toca” a cada día, sin estructuras de Estado pero con gran confianza en los símbolos y la retórica para hacer las de nación y las de Estado que difícilmente existían. La parafernalia del ejército trigarante, la inversión en símbolos del primer imperio, la rápida invención de héroes, todo simuló una paz aún inalcanzable (Tenorio, 2016: 1475).


Abrazo de Acatempan, obra de Román Sagredo (1870)

c El Plan de Iguala y sus consecuencias

Plan de Iguala, proclamado el 24 de febrero de 1821 por el general
Agustín de Iturbide

El Plan de Iguala fue proclamado por Iturbide hace 200 años, el 24 de febrero de 1821, en la ciudad homónima que ahora ubicamos en el actual estado de Guerrero. Básicamente, sus postulados se pueden resumir en tres principios esenciales: 1) conservación de la religión católica sin tolerancia para ninguna otra en todo el territorio de la nación que surgiría; 2) independencia de la Corona española en una nueva entidad que se instauraría bajo la forma de un gobierno monárquico moderado por la reglamentación constitucional que sería el fruto de la labor de un congreso constituyente por celebrarse en un futuro próximo; 3) unión de todos los habitantes, que Iturbide llama americanos (“… bajo cuyo nombre comprendo no sólo a los nacidos en América, sino a los europeos, africanos y asiáticos que en ella residen”) (Iturbide, 2017). Estas eran pues las “tres garantías” que daban nombre al nuevo movimiento independentista y que se esperaba convertir en los pilares de la formación de una nueva patria. Según la versión que se consulte, el Plan contenía 23 o 24 artículos en los que se ampliaban de alguna forma estos principios o en los que se hacían algunas prevenciones –más bien vagas o no bien determinadas– para su implementación.

Así como hay diferentes versiones del texto del plan y su denominación varía entre “Plan de Iguala” y “Plan de Independencia de la América Septentrional”, también existen distintas hipótesis sobre su origen. Hay quienes proponen que fue obra casi íntegramente concebida por los conspiradores de la Profesa; otros conceden que si bien en esa conjura se plantearon las ideas que le dieron sustancia, fueron otros personajes más cercanos a Iturbide quienes le dieron su forma definitiva (entre otros, Manuel Bermúdez Zozaya; Antonio Joaquín Pérez Martínez, obispo de Puebla; y hasta se menciona la participación en esto de María Ignacia, “la Güera”, Rodríguez). De manera poco creíble, no ha faltado quien sostenga que fue obra de Vicente Guerrero, que debido a su magnanimidad renunció a ser reconocido como autor y dejó en manos de Iturbide todo lo relacionado con su ejecución. Otros se lo atribuyen al virrey Apodaca y sus consejeros. Sin embargo, la firma estampada en el documento original es la de Iturbide, y él mismo, una vez depuesto y exiliado, escribió en su Manifiesto al mundo (un documento autojustificativo, dado a conocer después de su muerte) que si bien lo consultó con los “individuos más reputados de diversos partidos”, el Plan fue obra estrictamente suya: “mío porque solo yo lo concebí, lo extendí, lo publiqué y lo ejecuté”.

En este punto quiero llamar la atención sobre otra cuestión que también aborda el Plan de Iguala, aunque lo hace más como justificación de su lanzamiento que como principio por seguir tras su proclama; me refiero al cansancio y horror que la cruenta, larga y materialmente costosa guerra había provocado en la mayoría de los habitantes de lo que iba a ser México. No en balde el tercer párrafo de su relativamente breve texto dice:

Esta misma voz que resonó en el pueblo de los Dolores el año de 1810, y que tantas desgracias originó al bello país de las delicias por el desorden, el abandono y otra multitud de vicios, fijó también la opinión pública de que la unión general entre europeos y americanos, indios e indígenas es la única base sólida en que pueda descansar nuestra común felicidad. ¿Y quién pondrá duda en que después de la experiencia horrorosa de tantos desastres no haya siquiera quien deje de prestarse a la unión para conseguir tanto bien? (Iturbide, 2017).

Y en el párrafo final agrega:

Americanos: he aquí el establecimiento y la creación de un nuevo imperio. He aquí lo que ha jurado el ejército de las Tres Garantías, cuya voz lleva el que tiene el honor de dirigírosla. He aquí el objeto para cuya cooperación os invita. No os pide otra cosa que lo que vosotros mismos debéis pedir y apetecer: unión, fraternidad, orden, quietud interior, vigilancia y horror a cualquier movimiento turbulento (Iturbide, 2017).

Además de propuesta para poner fin a la guerra, el proyecto de Iturbide reflejado en el Plan de Iguala se puede entender como intento de restauración de un poder central fuerte en la sumamente dividida Nueva España, pero en el que ese poder prescindiría del todo del obsoleto aparato virreinal. Tal proyecto también pretendía imponer algunas limitaciones a las libertades alcanzadas por las provincias al amparo de la Constitución de Cádiz, ya que Iturbide y los poderes fácticos que lo impulsaban proponían que este instrumento legal se mantendría vigente tan sólo mientras se creaba una constitución propia que regiría en la nueva nación.

Como ahora sabemos, ese intento de centralización del poder político se concretaría primero en la creación de la Suprema Junta Gubernativa que funcionó unos meses como órgano ejecutivo mientras se esperaba la respuesta de Fernando VII o de alguno de los otros príncipes borbones que se proponían para ocupar el trono de la América Septentrional; luego, tras la negativa de éstos, fue su propia ocupación de la corona del Imperio mexicano la que buscó realizar esa restauración.

No es de dudar que Iturbide confiara en que las autoridades virreinales, empezando por Apodaca, apoyarían el Plan, pero esto no fue así, y él y sus seguidores fueron declarados fuera de la ley. Se temió entonces que estallara otra vez una enconada guerra; sin embargo, el rechazo a prolongar el enfrentamiento que ya llevaba diez años ensangrentando al país provocó, entre otros factores, que muchos comandantes militares se adhirieran prontamente al Plan. Su aceptación por parte de Anastasio Bustamante, Antonio López de Santa Anna, José Joaquín Herrera, Gabriel Armijo (criollos), Vicente Filisola, Pedro Celestino Negrete (peninsulares) y otros jefes con mando de importantes contingentes de tropas realistas milicianas fue determinante para el triunfo del movimiento independentista.[12]

Así, durante el verano de 1821, el Plan de Iguala fue sucesivamente proclamado a lo largo de la Nueva España, la Nueva Galicia, las Comandancias de las Provincias Internas de Oriente y de Occidente y la Capitanía General de Yucatán. Mientras tanto, en julio se dio un golpe de estado que depuso al virrey Apodaca; era un último estertor de la dominación colonial orquestado por las tropas expedicionarias que comandaba Francisco Novella en la Ciudad de México. Pero ya no había mucho caso, pues para principios de agosto Veracruz, Acapulco, Puebla y Durango eran las únicas ciudades de importancia, además de la capital, que permanecían en manos de los realistas más tercos. El día 24 de ese mismo mes, el militar español Juan de O’Donojú, que ostentando el título de capitán general y jefe superior político de la Nueva España, había desembarcado apenas unas semanas antes en Veracruz con la misión de relevar al virrey Apodaca y controlar la nueva insurrección, firmó con Iturbide los Tratados de Córdoba, otro pacto mediante el cual este enviado de la Corona para sofocar la rebelión, terminó por aceptar la independencia de la Nueva España, abogar para su reconocimiento por parte de Fernando VII, negociar la salida de las tropas de Novella de la Ciudad de México, formar parte de la Junta Provisional Gubernativa y –algo sumamente importante– apoyar a Iturbide para encontrar un sustituto idóneo a la corona del Imperio mexicano en caso de que Fernando VII o cualquier otro de los borbones designados no se apersonaran en México para aceptarla. Quedó así abierta la posibilidad de que se designara como emperador a otro candidato que no formara parte de la realeza española.

El 27 de septiembre de 1821, el mismo día en que cumplía 38 años de edad, Agustín de Iturbide entró en la Ciudad de México a la cabeza de más de diez mil hombres del Ejército Trigarante que desfilaron por la capital (nunca se había visto allí un contingente tan numeroso y de tal naturaleza). Al día siguiente, él mismo en calidad de presidente de la regencia, Matías Monteagudo (el dirigente de los conjurados de la Profesa), Bustamante, O’Donojú[13] y unos treinta individuos más firmaron el Acta de la Independencia del Imperio Mexicano. Ninguno de los antiguos insurgentes estampó su firma en el documento. La Corona española y su soberano desconocieron el Tratado de Córdoba y ningún príncipe borbón aceptó la corona del Imperio mexicano.

El congreso legislativo reunido en la Ciudad de México no adelantó ninguna propuesta constitucional y se sucedieron algunos cambios en la composición de los miembros de la Suprema Junta Gubernativa, la cual adoptó el papel de regencia en tanto se tomaba una decisión. Finalmente, fueron miembros del ejército que había jurado defender el Plan de Iguala, junto con parte del populacho de la Ciudad de México, quienes en mayo de 1822 lanzaron el ultimátum que entronizaría a Iturbide como gobernante de un imperio que, por lo menos en el mapa, abarcaba casi cinco millones de kilómetros cuadrados. Pero en la realidad era un imperio pobre en recursos pecuniarios, dividido entre súbditos que agradecían codiciosamente ese régimen, republicanos que lo detestaban y una gran mayoría de habitantes que más bien ignoraban mucho de lo referente a sus alcances políticos. Además, el territorio imperial estaba en la mira ambiciosa de las potencias europeas que volvían al absolutismo al amparo de la Santa Alianza (especialmente de una España deseosa de la reconquista) y de la predadora vecina república del norte. Por si esto fuera poco, Iturbide había sido genial como caudillo y hombre de acción, pero en el papel del emperador Agustín I, se mostró como un dirigente vacuo y poco avezado en el arte de la política de altos vuelos. Menos de un año después de la ceremonia en la que se le coronó, fue obligado a abdicar y partir al exilio luego del pronunciamiento a favor del sistema republicano encabezado por Santa Anna que terminó siendo reforzado por el lanzamiento del Plan de Casa Mata. En cierta forma, esto repitió la historia del propio Iturbide, cuando el general Echávarri –su compadre– fue enviado a combatir la insurrección, pero más bien pactó con los enemigos del emperador.

La soberbia o la ingenuidad de Iturbide alcanzó su límite final cuando volvió a México a pesar de que existía un decreto del Congreso que lo había declarado traidor a la Patria. Nada más desembarcado en Tamaulipas, fue aprendido y fusilado en julio de 1824.


Representación de la entrada triunfal del Ejército Trigarante a la Ciudad de México (obra de autor anónimo)

c ¿Una independencia o varias?

Doscientos años de una rica pero al mismo tiempo abigarrada labor historiográfica e historiadora no han logrado despejar del todo las confusiones y ambivalencias en el conocimiento acerca del proceso de la independencia en nuestro país. Aunque cada vez son más pormenorizados los métodos de investigación y la hermenéutica para analizar la documentación existente o la que se va continuamente descubriendo, las posiciones ideológico-políticas de los historiadores y sus propias pasiones no dejan de influir de manera determinante en los resultados de sus trabajos. Y además, hay que ser conscientes de que en una medida demasiado grande y decisiva, la historia nacional no se conoce tanto por el trabajo de investigación del historiador sino por la difusión de la historia muchas veces originada en posiciones que responden a intereses más bien políticos que científicos. Este es el caso en el culto a los héroes y en la ceremoniosa celebración de efemérides.

En cuanto al tema que aquí se ha abordado, podemos remontar a los días de la Junta de Zitácuaro el culto cívico septembrino, ya que desde 1812, los dirigentes de ese primer intento de organización gubernamental de la insurgencia instruyeron que se celebrara el 16 de septiembre en recuerdo a los primeros mártires del panteón independentista; por eso en Huichapan, donde entonces se encontraban López Rayón y otros dirigentes de la Junta, se mandó decir misa, se pronunciaron discursos alusivos y se festejó con fuegos pirotécnicos y jolgorio; además, se oficializó la conmemoración de los santorales de Miguel Hidalgo e Ignacio Allende. Esta ya vieja costumbre ha sido seguida por los gobiernos en turno desde aquellos días. Pero hasta donde sé, la mayoría ha excluido a uno de los consumadores de la independencia como personaje que deba conmemorarse (nunca he oído, en los muchos “gritos” que me ha tocado escuchar, ¡Viva Iturbide!). Tampoco sé de la existencia de estatuas o bustos dedicados a Iturbide. Y al decir esto, no pretendo realizar un juicio de valor sobre su actuación, sino simplemente poner de relieve que su exclusión del panteón dedicado a los “héroes que nos dieron patria” no nos ayuda en nada a obtener una comprensión más decantada de cómo y por qué México obtuvo su independencia y se fue convirtiendo en la nación que hoy es. Lo mismo sucede con las fechas conmemorativas, ya que en el imaginario popular, el Grito de Dolores y la entrada del Ejército Trigarante a México se ven como los momentos estelares que demarcan el intrincado camino seguido por el movimiento independentista, mientras que la celebración de asuntos fundamentales como la promulgación del Plan de Iguala es relegada, aun ante otros de menor significación.

c Referencias

BUSTAMANTE, C. M. de (1985). Cuadro histórico de la revolución mexicana de 1810. México: Instituto Cultural Helénico / Fondo de Cultura Económica.

ITURBIDE, A. (2017). Plan de Iguala. Versión publicada por el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México [en línea]: <constitucion1917.gob.mx/work/models/Constitucion1917/Resource/263/1/images/Independencia18.pdf>. Ir al sitio

MORENO, R. (2010). Movimiento Trigarante. En: Diccionario de la Independencia de México. México: Universidad Nacional Autónoma de México - Comisión Universitaria para los Festejos del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución Mexicana [en línea]: <rodrigomorenog.files.wordpress.com/2016/03/diccionario_de_la_independencia.pdf>. Ir al sitio

ORTIZ, J. (1997). Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México, 1808-1825. Sevilla: El Colegio de México / Instituto Mora / Universidad Internacional de Andalucía / Universidad de Sevilla.

TENORIO, M. (2016). Juan Ortiz Escamilla, Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México, 1808-1825, México, El Colegio de México, Segunda edición, 2014 [reseña]. En: Historia Mexicana, vol. 65, núm. 3, pp. 1465-1476 [en línea] <historiamexicana.colmex.mx/index.php/RHM/article/view/3187/2592>. Ir al sitio

VILLORO, L. (2000). La revolución de independencia. En: Historia general de México, pp. 489-523. México: Centro de Estudios Históricos - El Colegio de México.

ZAVALA, L. de (1985). Ensayo histórico de las Revoluciones de México desde 1808 hasta 1830. México: Instituto Cultural Helénico / Fondo de Cultura Económica.

Notas

* Antropólogo. Ha laborado en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista y el Instituto Nacional de Ecología. Para Correo del Maestro escribió las series “El fluir de la historia”, “Batallas históricas”, “Palabras, libros, historias” y “Áreas naturales protegidas de México”.

  1. Dos datos, que además de curiosos se antojan paradójicos: 1) durante el desempeño de Riaño como intendente de Guanajuato se había erigido entre 1798 y 1809 ese edificio en el que él murió; 2) como militar que era, Riaño había participado en las exitosas campañas comandadas por Bernardo de Gálvez (gobernador de Luisiana y luego virrey de Nueva España) que arrebataron a los ingleses el control del bajo Misisipi y parte de la Florida (1781), en el contexto de la guerra de independencia de los Estados Unidos, en la que la Corona española había apoyado la rebelión de los independentistas norteamericanos.
  2. Aunque esto es decir lo menos (ya que también los ámbitos de producción e intercambio económicos, de categorización social, de identidad étnico-nacional, de supremacía de ciertas concepciones religiosas, etc., sufrieron transformaciones trascendentales), mi propuesta de análisis se enmarca precisamente en estas dos esferas del acontecer social.
  3. El sistema de intendencias se había creado en 1786 como parte de las reformas borbónicas que buscaban afirmar el control de la Corona sometiendo a su jurisdicción a alcaldías, corregimientos y pueblos. Con ese sistema se trataba de afinar, entre otras cosas, la exacción de impuestos y el sometimiento político de las colonias a los dictados del poder metropolitano.
  4. Incluyendo tanto los de la propia España peninsular como los de sus colonias en América, pues éstas enviaron diputados a la asamblea constituyente efectuada en Cádiz desde 1810.
  5. Dice Luis Villoro, uno de los estudiosos más influyentes del periodo independentista: “A principios del siglo XIX, la Nueva España suministraba a la metrópoli las tres cuartas partes del total de sus ingresos de las colonias. La explotación colonial había llegado a su punto máximo” (2002: 494).
  6. No puedo dejar aquí de hacer una pregunta irreverente: ¿A quién se le habrá ocurrido que Hidalgo tañó las campanas de su iglesia –o una única como se implica ahora– cerca de la medianoche, cuando la gente dormía? De haber sido así, seguro las habrían oído los que vivían en el pueblo y sus inmediatas cercanías, pero los muchos más que abarcaba la superficie del curato no. Quizá sea ilustrativo que el 16 de septiembre de 1810 era domingo, día en que las campanas de las iglesias sonaban desde temprano para llamar a los fieles a misa.
  7. Posteriormente Bustamante ocupó dos veces la Presidencia de la República mexicana.
  8. Además de quienes ya mencioné arriba, otros jefes importantes de la primera insurgencia también cayeron: por ejemplo, José Antonio “El amo” Torres fue ahorcado públicamente en la plaza de Guadalajara en mayo de 1812; y el mariscal Manuel de Santamaría fue fusilado junto con Allende en Chihuahua.
  9. Comúnmente conocida como Junta de Zitácuaro, que funcionó como órgano directivo de la revolución en el periodo transcurrido entre la captura de Hidalgo y la instauración del Congreso de Anáhuac (o Congreso de Chilpancingo, como también se le conoce). Sus líderes principales fueron Ignacio López Rayón, José María Liceaga, el cura José María Sixto Verduzco, José María Cos y el propio Morelos, entre otros más.
  10. Una especie de complot, contubernio, confabulación y/o intriga que, al decir de varios historiadores, no es un hecho probado, pero que otros no dudan en dar por cierta. La ausencia de documentación que alegan los primeros no es, dado su carácter clandestino y conspirativo, realmente una prueba de su inexistencia, pero sí abre una serie de dudas en cuanto a los verdaderos objetivos de las reuniones que desde los últimos meses de 1820 se efectuaban en los claustros del Oratorio de San Felipe de la Ciudad de México –la antigua Casa Profesa de los jesuitas, nombre del que proviene la denominación histórica de esa supuesta o verdadera conjura–. Allí asistían, entre otros personajes de la oligarquía, Miguel Bataller, a la sazón oidor de la Real Audiencia, el licenciado Juan José Espinosa de los Monteros y el canónigo de la Catedral de México Matías Monteagudo –quizás el principal dirigente–, que también había fungido como rector de la Universidad.
  11. Esto lo menciono porque a través de su suegro, Iturbide debió tener puertas abiertas con los sectores más pudientes de la colonia.
  12. La mayoría de los historiadores que han abordado el tema coinciden en que previamente a la promulgación del Plan en Iguala, Iturbide había sostenido una profusa comunicación epistolar con muchos de sus compañeros de armas para enterarlos de sus intenciones y ganar su adhesión al Plan o por lo menos asegurar su neutralidad en tanto las circunstancias e imprevistos se aclaraban.
  13. La firma del capitán general se agregó posteriormente, pues O’Donojú no asistió a la ceremonia por encontrarse enfermo. Moriría muy poco después (se dice que a causa de disentería).
c Créditos fotográficos

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- Foto 4: guerrero.gob.mx

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- Foto 6 a 7: Dominio público, commons.wikimedia.org

- Foto 8: Jaontiveros en es.wikipedia.org (CC BY-SA 4.0)

- Foto 9: bdmx.mx/documento/galeria/plan-independencia-plan-iguala/co_0006_flat/fo_Iguala

- Foto 10: mexicana.cultura.gob.mx

CORREO del MAESTRO • núm. 297 • Febrero 2021