El estudio de textos
pedagógicos clásicos mexicanos
y latinoamericanos:

UNA INTRODUCCIÓN

Pólux Alfredo García Cerda[*]



En este escrito compartimos una forma de iniciarse en el análisis y crítica de las ideas que aportan solidez teórica y compromiso ético-político a la formación pedagógica. El punto de partida para atender la crisis disciplinar son las ideas. El campo de problematización es el texto entendido como espacio de disputa epistémica para pensar históricamente los problemas de nuestro tiempo. Atendiendo la necesidad de formar profesionales de la educación reconectados con la comunidad pedagógica latinoamericana, problematizaremos un esquema histórico de interpretación de ideas (García Cerda, 2019) basado en las nociones de tradición, clásico y texto recuperadas conceptual y metodológicamente desde la historia de la pedagogía, la hermenéutica analógica y la filosofía latinoamericana.




c El estudio de textos pedagógicos clásicos mexicanos y latinoamericanos: una introducción

La formación pedagógica, sus saberes y su campo profesional son presa de una crisis originada por la deshistorización de discursos academicistamente canonizados. Estudiantes, docentes e investigadores no pueden pensar críticamente los problemas actuales mientras nuestro campo siga siendo invadido por seudopedagogos: seres sin ethos (o identidad profesional) que se hacen pasar por pedagogos, imponen el pensamiento neoliberal, presumen saberes que no conocen y reducen toda idea educativa o pedagógica al poder masculino (Moreno, 1996; Torres y Vargas, 2010; Ramos, 1990; Hierro, 2010). Siendo el menosprecio de lo propio su modus operandi, sus discursos emergen de la preterición histórica, creyendo “al modo de Tlacaélel, que la historia se escribe no sólo ad libitum, sino a partir de hoy” (Moreno, 2002: 4). Asumiendo el poder del mítico mexica que borró la historia que no le convenía e impuso la que sí, los charlatanes, dogmáticos, pedantes y domesticadores repelen toda amenaza a su hegemonía. En nuestro campo impera la dependencia cultural a la tradición signada por el símbolo del robinsón (Moreno, 1986: 89).

Una forma de resistirse al embriagante modus operandi del robinsonismo seudopedagógico es probar el buen vino de nuestra tradición clásica (Vasconcelos, 2009: 8). A continuación, presentaremos una forma de que nuestro paladar pedagógico se habitúe a degustar letras que estimulen el estudio del presente. Esta vía responderá a tres preguntas:

  1. ¿Qué círculo de ideas promueven una formación pedagógica situada?

  2. ¿Qué tipo de símbolos integrantes de dicho círculo nos habilitan para retraer la crisis de nuestra disciplina?

  3. ¿Qué tipo de canon podría ayudarnos a interpretarnos mejor como comunidad pedagógica ante los problemas de nuestro tiempo?

Por la naturaleza de tales cuestionamientos emplearemos tres nociones (tradición, clásico y texto) planteadas desde la fusión de tres horizontes: la historia de la pedagogía, la filosofía latinoamericana y la hermenéutica analógica. El análisis y la crítica son operaciones del pensamiento que proceden de la deliberación, y ésta es imposible si virtudes como la prudencia y la justicia no se ejercitan en nuestra formación pedagógica.

c Las ideas como uvas de nuestro pensamiento latinoamericano

Las ideas son el contenido cardinal de la historia de la pedagogía. Ellas son acciones pensadas, con una intencionalidad que sobrevive a los vaivenes del tiempo, que ayudan a resolver problemas recientes (Luzuriaga, 1980: 9). Como materia prima de toda resistencia cultural, responden a necesidades de su época y, puesto que éstas cambian, toda recepción de ideas es susceptible de interpretarse: una idea, como la creación de un sistema educativo nacional, puede ser usada para imponer la ignorancia en una cultura, o bien, para construir alternativas virtuosas en términos comunitarios. En ese sentido, toda idea tiene historicidad y comprenderla nos habilita para leer mejor las letras que integran el vino de nuestra rica y heterogénea tradición.

Todo seudopedagogo desprecia el pensamiento propio porque cae en dos errores: creer que lo único válido es lo utilitarista, lo simplista, lo europeo y lo colonizador, y creer que los libros de un canon deben leerse como obras excelsas, escritas por egregios autores, examinadas por soberbios estudiosos. En el campo pedagógico es común la preferencia al reduccionismo y el purismo, suponiendo que toda interpretación mexicana o latinoamericana es, por principio, tropicalmente exuberante o ridícula. “El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!” (Martí, 2005: 42) y lo mismo aplica para los que prefieren la vid europea por encima de la americana sólo porque presumen cierto sabor original. Quienes se forman en un complejo de inferioridad olvidan que son tan nuestros los sofistas y Pestalozzi, como los amautas y Mistral, o bien, son tan auténticas nuestras lecturas platónicas, agustinianas, comenianas o diltheyanas, como nuestras lecturas de los huehuetlatolli, de la Ilustración, el krausismo o el positivismo latinoamericanos.

El nacimiento de la Doctrina Monroe, obra de Clyde DeLand (1912)

Pero el vocablo distintivo de nuestra vid no deviene única y arbitrariamente de una razón geográfica o lingüística (Ardao, 1993: 15 y ss.). En nombre de Latinoamérica se quiso imponer el imperialismo panlatinista, so pretexto de la estratégica unión de países cuyo idioma deviene de una lengua romance, o la religión católica. Algo similar ha pasado con el panamericanismo, promocionado por un imperialista Estados Unidos que pretendió unir América del Norte, del Centro y del Sur en un solo proyecto económico, político y cultural traducido de la Doctrina Monroe, el Destino Manifiesto y el New Deal. Como una histórica reacción al hispanoamericanismo, se pretendió lograr la unidad cultural a partir de la castellanización unívoca, regularmente afín al catolicismo y promocionada por gobiernos liberales de los siglos XIX y XX. En paralelo, surgió en tales siglos la denominación Indoamérica, con las civilizaciones originarias (históricamente colonizadas y descubiertas para el capitalismo europeo) como fundamento de identidad continental. Martí, en su icónico ensayo Nuestra América, propuso distinguir a ésta de la América que no pertenece al proyecto que uniría a las repúblicas americanas, y de acuerdo con ello se propuso Abya Yala, que en lengua guna significa “tierra en madurez”. Cada vocablo aludido pertenece a nuestra rica y plural tradición pedagógica y todos conllevan su concepción de mundo y vida distintiva, su proyecto ético-político y sus oposiciones complejas. En este escrito hemos optado por una historia de las ideas pedagógicas replanteándonos dos preguntas:

¿Qué es Latinoamérica? ¿Quiénes somos los que en ella vivimos? Es la lucha, la contienda entre dependencia y liberación. Es la unidad de expresiones encontradas: libertad de unos o libertad de todos; igualdad para unos o igualdad para todos; los derechos de unos o los derechos de todos; liberación o colonialismo. Podríamos prolongar las series, bástenos éstas como muestras. Latinoamérica es el conjunto de pueblos marginales, instrumentos de progreso y desarrollo que no es el propio (Magallón, 1991: 194).

José Martí, obra de Jorge Arche (1943)

Cambiante entre contradicciones y paradojas, el nombre de América Latina no es el más abarcador “porque deja de lado otras formas de pensamiento que no son de origen latino, como son la náhuatl, maya, quechua, etcétera; del mismo modo, no incluye expresiones en lengua inglesa, francesa y holandesa de gran predominancia en la zona del Caribe” (Magallón, 2015: 237). Sin embargo, la mirada aquí propuesta se puede asumir como latinoamericana, abierta al diálogo con tradiciones que, tarde o temprano, podrían solicitar compartir ideas afines a nuestra lucha contra el imperialismo de la charlatanería, el dogmatismo, el pedantismo y la domesticación. En términos metodológicos, nuestra historia de las ideas se proyecta así:

…[como un] intento por mostrar el nacimiento y desarrollo de algunos de los conceptos dominantes de una organización social y cultural a través de largos periodos de cambio mental y aspira a brindar la reconstrucción de la imagen que los seres humanos se han forjado de sí mismos y de sus actividades en una época y cultura dadas. […] [Lo anterior demanda] penetrantes habilidades lógicas para el análisis conceptual, ricos almacenes de sabiduría asimilada, amplias capacidades de imaginación comprensiva y reconstructiva, capacidad para […] comprender desde allí formas de vida diferentes de las propias (Cerutti y Magallón, 2003: 17).

Aceptando un eclecticismo crítico, una intuición plural y una razón reflexiva, la historia de las ideas pedagógicas pretende mediar entre el univocismo pedagógico neoliberal y el equivocismo pedagógico posmoderno, poscolonial o decolonial, recuperando el pensamiento de los pueblos originarios, a la par del colonial o barroco y el moderno alternativo radical (Beuchot, 2012a: 167; Magallón, 1991: 17-40; Rojo, 2011: 11). Para comprender la función de la pedagogía como forma de pensar afín o contraria al moderno estado-nación, desde nuestro país, interesa repensar las ideas pedagógicas de Gabino Barreda, Carlos Carrillo, Manuel Flores, Luis Ruiz, Laureana Wright, Laura Méndez de Cuenca, Ezequiel Chávez, Estefanía Castañeda, José Vasconcelos y Francisco Larroyo; asimismo, se deben recuperar las ideas de Simón Rodríguez, Flora Tristán, Domingo Sarmiento, Juana Manso, José Martí, Eugenio Hostos, Gabriela Mistral, José Carlos Mariátegui, Aníbal Ponce, Clotilde Guillén, Carlos Vaz Ferreira, Jesualdo Sosa, Saúl Taborda, Olga Cossetini, Juan José Arévalo, Juan Mantovani, Ricardo Nassif, Julio Barcos, Arturo Andrés Roig, y muchos, muchos más que nos faltan.

c Tres razones para configurar el buen gusto

En primer lugar, las uvas que podemos usar para fermentar un pensamiento pedagógico prudencial (García Cerda, 2020) deben ser estudiadas en un análisis y crítica de las contradicciones en las que han incurrido autores y receptores de ideas: no olvidemos que la dependencia cultural se problematiza desde testimonios vivos del academicismo, la colonización, el trasplante y la yuxtaposición de concepciones de mundo y vida. En segundo lugar, toda idea tiene un sentido y responde a una referencia (Beuchot, 2008: 45), tal que su comprensión puede suceder mientras ellas se sitúen según su contexto o circunstancias educativas (intensamente producidas por las circunstancias políticas, económicas, sociales y culturales). En tercer lugar, las ideas se piensan desde su doble autenticidad (Ramos, 1990: 171), sea porque pedagogos latinoamericanos las asimilaron desde otros horizontes (usualmente, europeos), o bien, porque su pensamiento produce acciones nunca antes vistas en la historia general de la pedagogía.

Las tres razones evocan tres nociones básicas que una historia de las ideas pedagógicas debe problematizar: tradición, texto y clásico. La primera consiste en un marco cultural de interpretación que habilita la producción, recepción y transmisión de ideas producidas por preguntas, códigos disciplinares y formas de concebir el mundo. En este caso, la tradición mexicana y latinoamericana que aludimos responde a una multivocidad o conjunto de voces cuyas circunstancias son pedagógicamente distintas. Stricto sensu, hablar de tradición equivale a hablar de tradiciones que aportan valiosas herramientas conceptuales y posturas ontológicas que ofrecen un sentido de pertenencia plural a una comunidad disciplinar. Debido a que nacen en el seno de los campos disciplinares, las tradiciones que estudian profesionalmente la educación no están exentas de luchas de poder: entre el libre mercado y el posdeber, entre el autoritarismo y el radicalismo exacerbado, entre la presencia moralizante del empresario y la del influencer, entre los caducos nacionalismos y los insensatos consumismos, etcétera.

Un ejemplo de esta compleja situación es la polémica por el estatuto epistemológico que en México marcó el rumbo de los estudios pedagógicos recientes, porque representantes de las ciencias de la educación cuestionaron (y hasta negaron) el estatuto disciplinar y sentido de la Pedagogía. En la segunda mitad del siglo XX, el Estado mexicano halló en la tradición anglosajona (ciencias de la educación) y su paradigma dominante (tecnología educativa) los medios para imponer un modelo educativo neoliberal, basado en el libre mercado, la inversión privada y el empresario como derrotero moral. Debido a que la Pedagogía, en tanto tradición clásica, se oponía a esta expresión del pensamiento único, el Estado promovió su desaparición como espacio de formación crítica de especialistas de la educación.

Ahora bien, ¿esta polémica estuvo presente en América Latina igual que en México? Más allá de contados testimonios (Puiggrós y Marengo, 2013: 16 y ss.), lo que se ha llamado ciencias de la educación se ha parecido o distanciado de la Pedagogía cultivada en la UNAM, la cual desciende de la distinción del ámbito universitario y normalista (Larroyo, 1958: 98). Un ejemplo de lo anterior son los estudios pedagógicos de universidades como la Universidad de Buenos Aires (UBA) o la Universidad Pedagógica (Unipe), que ofrecen estudios de ciencias de la educación pero con una visión latinoamericana abierta a la recuperación de las ideas pedagógicas argentinas (Arata y Southwell, 2015). Otro ejemplo proviene de la Universidad de Antioquia, donde la Pedagogía se suele entender como la ciencia propia de los docentes y pertenece a las ciencias de la educación en tanto área del conocimiento (Bedoya, 2005). Situación análoga sucede en autores chilenos (Nervi y Nervi, 2015) o venezolanos (Ugas, 2005). Como en todo diálogo, se debe reconocer la diversidad de voces, aunque también es preciso evitar la imposición, destrucción o negación de legitimidad de las mismas.

Una historia de nuestras ideas exige respeto a las distintas universidades formadoras en cada país, porque el ensimismamiento imposibilita la comprensión. Concebida la tradición como armonía entre la unidad disciplinar y el pluralismo cultural, la formación pedagógica debe priorizar la mediación entre el desarrollo de una conciencia de identidad profesional que enriquece discursos y sustenta prácticas (García Casanova, 2011: 41) y la transgresión de la circularidad de discursos y prácticas hegemónicos, si quiere acceder a otras formas de teorización (Aguirre, 1993: 27). Ni un canon único ni uno totalmente relativista, el gusto que lo guíe debe ser prudencial, proporcionado, deliberativo (Beuchot, 2012b: 17).

Hemos usado los términos tradición y clásica como si desde tiempos ancestrales hubieran estado unidos. García Jurado (2016) ha mostrado que esto no es así, y la juntura de ambas responde a un proceso histórico susceptible de identificarse en cinco momentos: en el siglo II, cuando se definieron como clásicos a los autores solventes, es decir, destacados por escribir correctamente y ser modelos para artes como la oratoria; en el siglo XVI, cuando se definieron como clásicas las obras (oratorias, poéticas, históricas, filosóficas, teológicas, etc.) dignas de estudiarse en la escuela; en el siglo XVIII, cuando los clásicos se idealizaron como modelos de perfección en contraposición con los autores románticos; a principios del siglo XX, cuando los clásicos equivalieron a autores burgueses, selectivos y elitistas; y a mediados del siglo XX, cuando los clásicos nacieron de relecturas que distintas generaciones han tenido sobre autores u obras que les atrajeron intensamente. Por consiguiente, la segunda noción (los clásicos) remitiría a autores (Platón, Kant, Larroyo, etc.) y obras (La República, Sobre pedagogía, Historia general de la pedagogía, etc.) que facultan para la comprensión de la comunidad pedagógica en el tiempo y de la función del pedagogo como agente de transformación social: los clásicos nos permiten identificarnos simbólicamente con una tradición. Más allá de concebir los clásicos simplemente como “autores que por su mérito relevante se toman como fuentes principales de una disciplina o arte” (Larroyo, 1982: 192), es preciso extender nuestra noción y actualizar su lectura para pensarnos en relación con nuestra comunidad disciplinar y pensar la educación, la formación y la cultura:

Argumentar que un texto es clásico, es lo mismo […] que argumentar que es un texto que no se resigna a los estropicios del tiempo, pero también que ése, su no resignarse, se debe a un potencial sémico que se encuentra incorporado en él aun desde antes de ser leído, aunque sea activable de maneras distintas en épocas distintas. Por cierto, esta posición que yo acabo de enunciar discrepa tanto de la fe esencialista de Calvino, para quien clásica es una obra tan llena de significado que “nunca termina de decir lo que tiene que decir”, como del escepticismo irónico y meramente atributivo de Borges, según el cual “clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término” (Rojo, 2011: 7).

Academia de Platón, mosaico de Pompeya (110-80 a. C.)

En efecto, la lectura de clásicos enfrenta dos peligros: esencializar un canon, so pretexto de tener enunciados eternos de autores centrales, e ironizar y dejar abierta la posibilidad de que cualquier autor u obra alcance gratuitamente el estatuto de clásico. Para resolver ambos peligros recurrimos a los propios interpelados. Ciertamente toda selección de obras y autores está supeditada a cánones relativos que están a expensas de generaciones que deciden editarlos según sus intereses personales, como si fueran actos de fe. Todo clásico encierra una promesa de inmortalidad (Borges, 1974: 772), la cual, aunque depende de la excitación o apatía de generaciones de lectores anónimos, encuentra en las soledades de las bibliotecas su hábitat predilecto y su refugio para los tiempos procelosos (aquellos donde se censura y persigue a quienes los editan, publican, difunden y comentan). Necesariamente, toda lectura de clásicos media, de manera metafórica, entre la eternidad de una emoción y la variabilidad de las palabras cuyos significados originales se van gastando en significaciones póstumas. Pero, debemos ser conscientes de que toda decisión conlleva una intención política, sea para democratizar el acceso o para denegarlo (Rojo, 2011: 12).

Retomando la intuición borgiana de que un clásico era un libro que “generaciones de hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad” (Borges, 1974: 774), Calvino justificó la necesidad de leer clásicos contemporáneamente. Ello exigía distinguir su dominio, por lo que ofreció catorce razones: los clásicos se leen reiteradamente; se les ama por su riqueza para deleitarse tanto en la juventud como en la vejez; son inolvidables y se afianzan en la memoria colectiva; alientan lecturas de descubrimiento, y su reiterabilidad reflexiva vuelve toda lectura una relectura; su significatividad es infinita; presentan huellas de ancestrales lectores; atraen discursos críticos que jamás sustituyen la obra original; se caracterizan por su radical novedad, por lo que son inesperados e inéditos; su complejo valor los torna talismanes, pues son objetos con los que el lector se puede definir a sí mismo o contra sí; pertenecen a un orden genealógico (un canon) y exigen clarificar el punto donde se les está leyendo; constituyen auténticos espejos de reflexión en el presente; su vigencia distingue constitutivamente su tiempo y lo contemporáneo. Al final, Calvino (1992: 7-13) concluye que los clásicos son aquellos objetos literarios, selectamente organizados en una biblioteca personal, que es mejor leerlos a no leerlos, hacerlos metonímicamente parte de nuestra personalidad a dejarlos ir. Una sensata subversión al canon, lejos de las furibundas ofensivas, planteando la reivindicación sutil desde una pluma que no se autoexcluya ni se sitúe en la tibieza de la excepcionalidad ni en la comodidad del estatus dominante (Rojo, 2011: 13).

Habiendo rodeado las nociones de tradición y clásicos, completamos la triada con la noción de texto, que suele ser aludida pero poco problematizada. Desde la Hermenéutica, como disciplina de interpretación de textos, éstos son discursos fijados por la escritura y pueden ser de tres tipos: escritos, orales y acciones significativas (Beuchot, 2008: 33). Los textos se distinguen de las obras porque éstas se localizan físicamente en el inventario de una biblioteca, en tanto que aquéllos movilizan eventos de habla, es decir, lecturas: la obra “es la cola imaginaria del Texto. […] el Texto no se experimenta más que en un trabajo, en una producción” (Barthes, 1994: 75). Categóricamente, la obra tiene un sentido fijo, único y cerrado, contrario al texto, que es variable, plural y abierto. En ese sentido, es importante leer textos clásicos porque la integración estética de ciertos materiales a un canon analógico (limítrofe pero plural) los convierte en símbolos, es decir, signos que albergan multiplicidad de significados:

Los pueblos que no supieron guardar su memoria, desaparecieron. Sobre todo los que ni supieron guardar sus símbolos. Porque su memoria se expresaba en mitos. Se perdió y se perdieron ellos. Ahora guardamos la historia, pero ella está llena de mitos y símbolos. Por eso es necesario usar la hermenéutica para interpretarla (Beuchot, 2011b: 47).

Entre su referencia (literalidad) y su sentido (alegoricidad), y con la mira puesta en la captación proporcional de las intencionalidades del autor, del lector y de la obra, una interpretación analógica permite guardar distintas voces en la memoria de cada comunidad pedagógica. Desde una mirada situada, la pluralidad de significados debe dar paso también al reconocimiento de las distintas formas de nombrar un texto clásico, incluyendo ideas (educación para la libertad, la alfabetización, el autodidactismo, etc.) y hasta vocablos (pedagogía, didáctica, plan de estudios, etc.) (Moreno, 1990), pues ambos contribuyen a la formación pedagógica en las múltiples aristas mencionadas de la tradición clásica y del texto clásico.

c Palabras finales

Un texto clásico es un campo metodológico donde se interpretan, plural y abiertamente, ideas, autores, obras y vocablos que integran un canon (el cual funge, metafórica y metonímicamente, como la medida de una profesión). Los textos clásicos se materializan como tales en libros que se pueden preservar idóneamente en bibliotecas. Toda selección de textos clásicos exige buen gusto personal, compartido con una comunidad, en el que converjan dos tipos de juicios, uno intuitivo (o místico, parecido al de Borges) y otro erudito (o crítico, parecido al de Calvino), pero ambos responsables de la elección razonablemente política y de evitar la autodenigración.

Debido a la naturaleza de su intencionalidad, todo texto clásico se debe interpretar deliberadamente como un objeto microcósmico, misterioso e infinito. En ese sentido, su inclusión crítico-intuitiva en un canon pedagógico depende culturalmente de generaciones de relectores fervorosos y leales, los cuales optan razonadamente por materiales formativos valiosos, al mismo tiempo que se les concibe como detonantes reflexivos del presente. Cualquier miembro de la comunidad pedagógica tiene el derecho y el deber de democratizar el acceso a su lectura, porque los textos clásicos son objetos susceptibles de socializarse a cualquier campo disciplinar, estatus académico o sector social.

El lugar de nuestros textos clásicos es la memoria de nuestra profesión, de nuestra disciplina, de nuestra conciencia histórica. Por ello, ontológica y epistemológicamente, pertenecen a las distintas tradiciones mexicanas y latinoamericanas. Pero su adecuada interpretación sigue el patrón de la proporción, entre la intuición y la razón. Aquellos que conciben a los clásicos como objetos anticuados ignoran su potencial para reorientar la formación pedagógica de nuestro tiempo. Dicho potencial permite resistirse a los enfoques imperantes en el estudio de la educación y la pedagogía, aunque las generaciones de pedagogos relectores ven imposibilitada esta labor si escasean las fuentes o si el Estado oculta el acceso a éstas.

Contra los partidarios de la preterición histórica, afirmamos que los textos clásicos nunca nacen por generación espontánea ni se suscriben ex nihilo a un canon pedagógico. Debido a su naturaleza movible, variable y susceptible de sedimentarse, la comunidad pedagógica debe priorizar una labor organizada de investigación, comentario y difusión de textos clásicos, con base en criterios variables pero unidos a una noción flexible y a la vez rigurosa, de buen gusto, para elegirlos. Cada autor clásico respondió a la crisis de su tiempo, siendo éste uno de los motivos más poderosos para releerlos como pensamientos en transición e impredeciblemente movibles.

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Notas

* Doctor en Pedagogía (FFyL-UNAM). Profesor de la UNAM en las asignaturas de Historia de la educación y de la pedagogía en México, y Seminario de textos clásicos de México y Latinoamérica. Áreas de estudio: Historia de la pedagogía y Filosofía de la educación en México y Latinoamérica.

c Créditos fotográficos

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CORREO del MAESTRO • núm. 297 • Febrero 2021