Palabras que nos definen, palabras que olvidamos, palabras que desconocemos NUESTROS NOMBRES ORIGINARIOS María Esther Aguirre Lora[*] Son las palabras las que toman una actitud, no los PIERRE KLOSSOWSKI ![]() Este texto explora dos nombres que han marcado profundamente la cultura mexicana, el nombre original de Nueva España, como Nueva España del Mar Océano, y el nombre azteca, usado indistintamente para referirse a los habitantes del centro del país, aztecas y mexicas. En el primer caso, al omitir el complemento Mar Océano, dado por Cortés a la región, la cultura del mar, los imaginarios en torno a los navegantes del siglo XVI que, por diferentes propósitos, se atrevieron a cruzar el océano, permanecen invisibles; en el segundo caso, a los mexicas, grupo que se disgregó de los aztecas para fundar Tenochtitlan, se les ha seguido llamando aztecas equivocadamente, cuando en realidad se trata de un grupo que se separa de los aztecas huyendo de ellos. Estudios recientes en el campo de la historia, la antropología cultural y la arqueología tienden a revisar ambos conceptos en toda su densidad, reposicionando elementos centrales de la cultura mexicana.
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c Palabras que nos definen, palabras que olvidamos, palabras que desconocemos.
Nuestros nombres originarios Las palabras forman parte de nuestro patrimonio cultural, son fruto de la herencia generacional que constantemente se transmite y transforma, que nos involucra de lleno y nos proporciona herramientas para pensar, para sentir, para construir el mundo; aunque lo más probable es que no tengamos plena conciencia de su vigor, de su presencia en nuestras vidas, forman parte de nuestra memoria colectiva, expresión de la dialéctica del recuerdo y del olvido (Pérez y Gardey, 2008). Por otra parte, los diversos diccionarios, desde la propia complejidad que han planteado en el curso de la historia,[1] tratan de aprehenderlas en una definición susceptible de ser abordada desde distintos ángulos, pero su sentido profundo escapa a ello, enraizadas como están en nuestra inteligencia, en nuestras emociones, en las historias sedimentadas en el curso del tiempo: “El espacio de las palabras no se puede medir porque atesoran significados a menudo ocultos para el intelecto humano; sentidos que, sin embargo, quedan al alcance del conocimiento inconsciente” (Grijelmo, 2000, p. 12). Las palabras nos dicen mucho de nuestra historia, de los motivos por los que han ido cambiando a lo largo del tiempo hasta llegar cristalizadas al momento presente, desprovistas de sus significados y usos iniciales, de los imaginarios e historias que albergaron en las sociedades en que surgieron (Shipley, 1945), pero que, sin embargo, persisten en el inconsciente colectivo. Remontarnos, en la medida de lo posible, a sus orígenes nos permite saber más de nosotros mismos, de quiénes somos y cómo se han forjado las tramas culturales en las que estamos inmersos, de cómo hemos construido nuestra identidad cultural inscrita en la memoria colectiva (Halbwachs, 1950). Como nos dicen Marina y López: [El análisis del léxico] nos ilustra acerca de cómo construimos el Mundo de la vida. Nos muestra las preferencias, los intereses, las creencias, el sistema de normas, las costumbres de una sociedad. […] La historia del idioma presenta un aspecto muy similar al de las excavaciones arqueológicas que descubren huellas estratificadas de la vida humana, de sus anhelos y fracasos, como un fascinante hojaldre cosmogónico. Desde el fondo de los tiempos nos han llegado generosas herencias de antepasados desconocidos… (1999, p. 14). De ahí la importancia de conocerlas-reconocerlas abundando en lo que pudo ser su significado original, para penetrar en las distintas capas de sedimentación que se han conjugado en ellas, en su aparente pérdida de sentido acaecida en el curso del tiempo, en las sucesivas transformaciones de la sociedad. Se trata, dicho en breve, de desnaturalizar las palabras sin perder de vista el juego que se da entre el léxico que se usa y la experiencia de la que aquél surge. Pudiéramos decir que el historiador también ha de ser un tanto filólogo, en la medida en que, como dice Marcel Bataillon, “el buen filólogo no puede comprender lo que lee en los textos, formular correctamente las ideas que expresan, si no conoce el mundo de nociones y de ideas en que se mueve el autor” (Bataillon y O’Gorman, 1955, p. 31, citado en Díez-Canedo, 2016, p. 151). En ese sentido va la propuesta de este texto: adentrarnos en algunos nombres de los lugares de esta región mesoamericana, o topónimos, y en adjetivos referidos al lugar de origen, o gentilicios,[2] que han sido cruciales en la construcción de la cultura mexicana, en la identidad misma de los mexicanos. El nombrar no es inocente; el olvidar los motivos que subyacen en los nombres, tampoco… ¿Por qué hemos llamado azteca a la población que habitara el Valle de México? ¿Cómo es que la Nueva España se conoció con ese nombre? Para abundar en lo anterior, sigo dos textos particularmente sugerentes, uno de Miguel León-Portilla (2000, pp. 275-281) y otro de Aurora Díez-Canedo (2016, pp. 139-152), ambos publicados por el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.
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c Inmersa en la cultura del mar, la Nueva España
Portada de Segunda y tercera cartas de relación, de Hernán Habituados como estamos a que nuestra región, desde el temprano siglo XVI se conociera con el nombre de Nueva España, pocas veces nos detenemos a reflexionar por qué fue así. Es indudable que a Cortés y a otros que venían con él, las construcciones que percibían en este universo al que se enfrentaban por primera vez, dada la perfección de su trazo, la magnificencia de sus edificios, les recordaron los lugares más hermosos de España, esa España que en el siglo XVI aún estaba en proceso de unificación de sus distintas regiones. Esto es claro en las cartas de relación de Cortés, donde manifiesta que iban de sorpresa en sorpresa: la anchura y el trazo de las calzadas, los jardines, la variedad de productos de sus mercados, la vitalidad de sus habitantes. Córdoba, Sevilla, Salamanca, Granada, son constantes puntos de comparación. Al referirse a la ciudad de Mutezuma (sic), dice: “Tenía dentro de la ciudad sus casas de aposentamiento, tales y tan maravillosas que me parecería casi imposible poder decir la bondad y grandeza de ellas, y por tanto no me pondré en expresar cosa de ellas más de que en España no hay su semejable” (Cortés, [1520] 2002, p. 83). Por otro lado, el virreinato de la Nueva España, en su compleja organización territorial, que integraba reinos y capitanías generales,[3] coexistió con los reinos de Nueva Galicia (1530), con la Nueva Antequera, Nueva Vizcaya (1554), Nuevo León (1569), y México (1598). Con la expansión del imperio español, en el curso de los siglos XVI y XVII, el virreinato de la Nueva España, que se fue diferenciando de la región mesoamericana de la Nueva España como tal, no se limitó a la región mesoamericana que habitamos; abarcó un vasto territorio que incluía, además, diversas posesiones españolas del norte del continente hasta llegar a lo que actualmente es Canadá, América central y posesiones españolas de Asia y Oceanía, quedando bajo su jurisdicción, por ejemplo, lugares tan remotos como las Filipinas (Gerhard, 1986, pp. 10-17). Es indudable que a Cortés y a otros que venían con él, las Ahora bien, en sus inicios la región no se llamó Nueva España a secas, sino Nueva España del Mar Océano, que fue el nombre que propuso el propio Hernán Cortés al emperador Carlos V en su Segunda Carta de Relación (1520): …por lo que yo he visto y comprendido cerca de la similitud que toda esta tierra tiene a España, así en la fertilidad como en la grandeza y fríos que en ella hace, y en otras muchas cosas que la equiparan a ella, me pareció que el más conveniente nombre para esta dicha tierra era llamarse la Nueva España del Mar Océano; y así, en nombre de vuestra majestad se le puso aqueste nombre. Humildemente suplico a vuestra alteza lo tenga por bien y mande que se nombre así (2002, p. 120). La cita anterior visibiliza diversos sentidos que nos colocan en el centro de los imaginarios, de las aspiraciones, de las prácticas de la época que se diluyeron en el curso del tiempo: se trata de la cultura del mar integrada, por diversas vertientes, a la vida cotidiana. Es importante señalar que, en su tiempo, la iniciativa, debatida por diversos cronistas e historiadores, fue cayendo en el olvido, y serán dos estudiosos del siglo XIX, Lucas Alamán (1792-1853) y William Prescott (1796-1859), quienes recuperen este nombre, sensibles a los significados que se estaban perdiendo (Díez-Canedo, 2016). Cortés vivió inmerso en la cultura del mar; eran ambientes donde flotaban aventuras, experiencias, relatos que corrían-circulaban de boca en boca, donde cobraban fuerza aquellas imágenes tenebrosas que marcaban el límite con lo conocido. El Mar Océano representaba la oscuridad y las tinieblas, era el lugar por donde se ocultaba el sol, podía albergar toda suerte de seres peligrosos, y solamente aquellos hombres en verdad temerarios, por distintos motivos, se aventurarían a explorarlo. En el mundo de Cortés (1485-1547) se supo de los viajes de Cristóbal Colón (1451-1506) y aun del reconocimiento que los Reyes Católicos hicieron de sus hallazgos, en las Capitulaciones de Santa Fe (1492), nombrándolo almirante de la Mar Océana, a la manera de título nobiliario, que heredaría a sus sucesivos descendientes haciéndolos partícipes de la vida cortesana (Colón, 2000; Díaz-Trechuelo, 1992; Martínez, 1988), de ahí que el complemento que Cortés sugiriera para la Nueva España –del Mar Océano– fluiría de manera natural y obedecería a las discusiones, debates y comentarios que había escuchado en distintos ambientes. De hecho, cosmógrafos, cartógrafos, navegantes, exploradores, mercaderes, peregrinos y otros más se constituían en comunidades de saberes náuticos (Álvarez, 2016, p. 79). Cortés se nos presenta como uno de los prototipos de lo que se ha conocido como la era de los navegantes: aventurero, temerario, audaz, conocedor de las artes del navegar, en una mezcla curiosa de espíritu caballeresco, cuyo móvil eran las gestas gloriosas, y la búsqueda renacentista de fama y honor, al amparo de la condición providencial de la existencia, lo cual le permitiría ubicarse en las mejores piezas del tablero. Imbuido en los relatos medievales, conocedor de los mirabilia, que remitían a prodigios, a criaturas monstruosas, a lugares fantásticos (Fernández-Armesto, 2009, pp. 98 y ss.), a Hernán no le fue difícil imaginar que podría encontrar paraísos terrenales poblados de mujeres hermosas, y tesoros maravillosos entre los que se contaban las perlas, tan valoradas en ese tiempo. Se dice que la intención de los viajes de los siglos XV y XVI no era descubrir nuevas poblaciones, sino explorar rutas marítimas interoceánicas (Parry, 1989). Era la dimensión del océano, más que la más acotada y próxima de lo que pudieran representar los mares, de extensión menos espectacular, la que resultaba atractiva para echar a andar el conocimiento de la cosmografía, la experiencia y los conocimientos cartográficos ya acumulados desde la Antigüedad clásica hasta las aportaciones de los chinos escasamente difundidas en Occidente (Menzies, 2006). Para el siglo de Cortés ya se poseía un instrumental considerable, referido al arte de navegar. Los descubrimientos se centraban en las propias posibilidades que ofrecía el insondable Mar Océano, en este caso el Atlántico, para remontarlo en un acuciante Plus ultra. Aventurarse al océano implicaría para Cortés no sólo el conocimiento de todo lo que suponía poner en movimiento a un navío: poseer elementos de orientación náutica, de conocimiento cosmográfico, de práctica cartográfica e incluso de reparación y construcción de naves, sino también de la heterogénea población con la que habría de compartir la travesía, donde se podía integrar todo tipo de viajeros: desde los mercaderes y peregrinos hasta los prófugos de la justicia, los vagabundos y los polizontes. Grabado de 1882 con la flota de barcos del conquistador español Hernán Cortés que Resultaba también de vital importancia poder detectar a la gente en quien confiar, y además, controlar sus propios miedos y los de la tripulación, con todas las implicaciones de lo que representaba alejarse de la tierra firme, del mundo conocido, de los seres queridos: miedo a la lejanía, a la soledad, a los brotes de locura y violencia entre los viajeros, al hambre y a la sed, a la enfermedad, a la muerte, a los peligros propios del mar: tempestades y otras inclemencias del tiempo, la piratería, el naufragio (Moya, 2013). Todo esto formaba parte del universo que encerraba el Mar Océano y que resultaba tan oportuno añadir al nombre de la Nueva España, todo esto fue los que se diluyó y quedó olvidado por el camino. Poco podíamos sospechar de lo que encerraba ese apelativo e, incluso, su existencia.
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c ¿Somos aztecas o mexicas?
Si bien una constante, en diversas circunstancias, ha sido identificar nuestro antiguo pasado como azteca y nuestro nombre actual como mexicanos, en tiempos próximos el gentilicio azteca ha sido motivo de debates, y son varios los estudiosos que han optado por mexicas en vez de aztecas. ¿Por qué? Habría que remontarnos al temprano siglo XVI y aun antes. Los más antiguos códices y crónicas[4] dan cuenta de la existencia de un poderoso grupo que dominaba a otros grupos próximos a su territorio, exigiéndoles el pago de tributos y otro tipo de actividades a su servicio; se trata de los grupos originarios que vivían en Aztlán o Aztatlán, ‘lugar de las garzas’, supuestamente ubicado al noroeste del actual país. Este sitio también se relaciona con Chicomóztoc, ‘lugar de las siete cuevas o de los siete nichos’, asiento de los siete calpulli nahuatlacos,[5] cueva que tiene la carga simbólica en relación con el lugar en que se originaron los grupos, en un juego dual entre la matriz, como vida, y la cueva, vinculada con el inframundo, reino de la muerte (León-Portilla, 2000; Matos, 2006, pp. 21-25), aunque es importante señalar que se trata de un mito compartido por los pueblos mesoamericanos (véanse imágenes en la página siguiente).
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c De los habitantes de Aztlán o Aztatlán derivó el nombre genérico de ‘aztecas’
Las antiguas crónicas que recogen la voz de los ancianos (véase Crónica mexicáyotl) dicen que Huítzil, su sacerdote y protector, incitó a un grupo de ellos a liberarse de los aztecas y a peregrinar en búsqueda de su propio lugar, que habrían de reconocer a partir de la simbólica señal del águila devorando a una serpiente. El inicio de este largo viaje quedó registrado como el año 1 técpatl, que según nuestro calendario sería el 1064, fundación que lograría concretarse hasta 1325 (Matos, 2006, p. 51). De acuerdo con Bernardino de Sahagún y con el Códice Ramírez, entre otras fuentes, en algún momento de su largo viaje, su dios Huitzilopochtli, que se comunicaba con ellos a través de Mexi, un valiente guerrero que los guiaba, les dijo que en adelante ya no serían aztecas sino mexicas, y en la medida en que fundaron Tenochtitlan, serán tenochcas: “Ahora vosotros ya no os llamaréis aztecas, ahora ya sois mexicanos”. Entonces cuando tomaron el nombre de mexicanos, ahora se llaman mexicas, les embizmó las orejas,[6] y también allá les dio el arco, la flecha y la redecilla con las que lo que veían en alto lo flechaban muy bien los mexicanos (Alvarado, [1598] 1998, p. 22). Imágenes del códice Historia tolteca-chichimeca, de Juan de Tovar, Más adelante, cuando desapareció Huitzilopochtli, surgió otro caudillo, que es quien, finalmente, los conduciría al lago, de ahí tomarían el nombre de Tenochtitlan, para la ciudad que fundarían, y de tenochcas, para sus habitantes. Y si una de las imágenes que ha pesado sobre los calpulli, que emprenden una larga migración en búsqueda de la señal propicia para fundar su ciudad ha sido la de su condición de nómadas, con una cultura propia de pueblos cazadores y recolectores, de sobrevivencia, estudios recientes sobre el septentrión señalan que no fue así: el corredor tolteca-chichimeca que procedía de las tierras norte, abarcaba una vertiente de grupos nómadas, pero también integraba un grupo con importantes desarrollos en distintos campos, con un sector de constructores y artesanos muy hábiles. De hecho, los mexicas estaban emparentados con los antiguos toltecas y teotihuacanos, grupos sedentarios mesoamericanos, de modo que la grandeza de la construcción de su propia ciudad, Tenochtitlan, no surgió de la nada (Matos, 2006; Hers, 2002, p. 52). Los recientes estudios arqueológicos han desmontado lo que se conoce como “milagro mexica”, según el cual: “De repente, el mexica habría abandonado su modo de vida tradicional y estaría ansioso de civilizarse, de posesionarse de tierras ocupadas por sedentarios, de transformarse en agricultor, chinampero, constructor de pirámides, diques y acueductos, y fundador de un imperio tributario” (Hers, 1991, p. 2). Señalan estos estudios recientes sobre las culturas del septentrión mexicano que, posiblemente, el “milagro mexica” corresponde a las interpretaciones que surgieron a partir de una visión centralista de las culturas. En fin, el gentilicio mexicas se mantuvo a lo largo de tres siglos aproximadamente. Ya Cortés, en sus Cartas de relación (1520), se refiere a los pobladores de la Gran Tenochtitlan como mexicanos; e incluso importantes historiadores, como Alfredo Chavero, Manuel Orozco y Berra, y otros, continuaron refiriéndose a este grupo como mexicas o mexicanos, pero en el curso del XIX, en el uso cotidiano de los estudiosos, mexicas fue desplazado por aztecas. Baste citar al historiador William H. Prescott y al sabio naturalista Alexander von Humboldt, que contribuyeron a la generalización del uso de aztecas, basándose en su procedencia de la región de Aztlán (León Portilla, 2000, pp. 278-279), que en distintos lugares y circunstancias sigue vigente. En años relativamente recientes, los avances en el estudio de las antiguas culturas mesoamericanas han puesto de manifiesto la necesidad de restituir a los pobladores del Valle del Anáhuac sus nombres originarios, situación que resulta apremiante porque recupera importantes sentidos de nuestro pasado.♦
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c Referencias
AGUIRRE, María Esther (2020). 1421-1423. Correo del Maestro, 289, pp. 60-64. https://issuu.com/edilar/docs/cdm-289?fr=sYWU3NTM0NDk3NTM Ir al sitio ALVARADO, Hernando (1598/1998). Crónica mexicáyotl. Trad. del náhuatl de Adrián León. Instituto de Investigaciones Históricas - UNAM. ÁLVAREZ, Salvador (2016). Cortés, Tenochtitlan y la otra mar: geografías y cartografías de la Conquista. Historia y Grafía, 24(47), pp. 49-90. COLÓN, Hernando (2000). Vida del almirante don Cristóbal. Fondo de Cultura Económica. CORTÉS, Hernán (1520/2002). Segunda Carta - Relación de Hernán Cortés al Emperador Carlos V. Segura de la Frontera - 30 de octubre de 1520. Hernán Cortés, Cartas de relación, pp. 35-126. Editorial Porrúa. DÍAZ-TRECHUELO, Lourdes (1992). Cristóbal Colón, primer Almirante del Mar Océano. Ediciones Palabra. DÍEZ-CANEDO, Aurora (2016). El nombre de Nueva España y su apellido (Pesquisa historiográfica). Álvaro Matute y Evelia Trejo (coordinadores), De historiografía y otras pasiones. Homenaje a Rosa Canelo, pp. 139-152. Instituto de Investigaciones Históricas - UNAM. FERNÁNDEZ-ARMESTO, Felipe (2009). Amerigo. La vita avventurosa dell’uomo che ha dato il nome all’America. Bruno Mondadori. GERHARD, Peter (1986). Geografía histórica de la Nueva España, 1519-1821. Instituto de Investigaciones Históricas - UNAM. GRIJELMO, Alex (2000). La seducción de las palabras. Taurus. HALBWACHS, Maurice (1950). La mémoire collective. Presses Universitaires de France. Hers, Marie-Areti (1991). Chocomóztoc o el noroeste mesoamericano. Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, XVI (62), pp. 1-22. HERS, Marie-Areti (2002). Chicomóztoc. Un mito revisado. Arqueología Mexicana, 56, pp. 48-53. LEÓN-PORTILLA, Miguel (2000). Los aztecas. Disquisiciones sobre un gentilicio. Estudios de Cultura Náhuatl, 31, pp. 275-281. MARINA, José Antonio, y Marisa López (1999). Diccionario de los sentimientos. Anagrama. MARTÍNEZ, Olga (1988). El Almirante de la Mar Océana. Editorial Gente Nueva. MATOS, Eduardo (2006). Tenochtitlan. Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México. MENZIES, Gavin (2006). 1421. El año en que China descubrió el mundo. De Bolsillo, núm. 599. MOYA, Vera (2013). El miedo en el escenario del viaje Atlántico Ibérico, siglos XV-XVI. Cuadernos de Estudios Gallegos, 60 (126), pp. 225-253. PÉREZ, Julián, y Ana Gardey (2008). Definición de palabra. https://definicion.de/palabra/ Ir al sitio PARRY, John Horace (1989). El descubrimiento del mar. Conaculta, Grijalbo. SHIPLEY, Joseph T. (1945). Dictionary of Word Origins. Philosophical Library. Notas * Doctora en Pedagogía. Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, IISUE-UNAM.
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c Créditos fotográficos
- Imagen inicial: www.loc.gov - Foto 1: www.cervantesvirtual.com - Foto 2: Shutterstock - Foto 3: www.fundacionunam.org.mx - Foto 4: arnulfo.wordpress.com/tag/chichimeca - Foto 5: Dominio público en bar.wikipedia.org CORREO del MAESTRO • núm. 309 • Febrero 2022 |