Batallas históricas
LITTLE BIGHORN: EL PRECIO DE LA SOBERBIA

Andrés Ortiz Garay[*]



Sin duda, la batalla ocurrida en Little Bighorn es una de las más célebres de la historia. Sus pormenores han sido motivo de incesante polémica desde su tiempo hasta el nuestro. Numerosos estudios –unos serios y objetivos, otros banales o tendenciosos– se han ocupado de ella; en el cine, la televisión y la literatura, su desarrollo y personajes se han abordado una y otra vez. Lo que subyace en tal fascinación es, en esencia, la construcción de un mito.



c Batallas históricas. Little Bighorn: El precio de la soberbia

El 4 de junio de 1910, el presidente de los Estados Unidos William Taft –que orquestaría el golpe de estado contra Francisco Madero en México– y la viuda del general Custer develaron una estatua ecuestre que representaba a este personaje. La ceremonia, con una asistencia récord de 25 mil personas, se efectuó en Monroe, Michigan, terruño natal de la viuda y donde Custer había pasado su temprana juventud. Ese acto, celebrado 34 años después de la batalla de Little Bighorn, reafirmaba la calidad de Custer como héroe de la nación surgida tras la guerra de Secesión (1861-1865) y reivindicaba su actuación en las posteriores guerras contra los indios. Hoy, cerca de un siglo y medio después de la batalla, la visión imperante respecto a Custer y la batalla es diferente; pero, de todos modos, el tema ha constituido un imperecedero objeto de estudio que, al menos en la concepción estadounidense de la historia, quizá sólo encuentra parangón con lo elucubrado sobre el asesinato de John F. Kennedy.

Las hipótesis construidas para explicar el desenlace de la batalla abarcan una amplia gama de puntos de vista, concepciones ideológicas y métodos de estudio. Las propuestas van, por ejemplo, desde las afirmaciones sostenidas por Elizabeth (Libbie) Custer, la viuda del general, acerca de que su esposo había sido traicionado por sus subalternos (el mayor Marcus Reno y el capitán Frederick Benteen), hasta los sofisticados análisis arqueológicos que han buscado reconstruir lo sucedido mapeando las posiciones de tiro de los contrincantes al desenterrar casquillos de las balas disparadas en el campo de batalla. O también, por ejemplo, desde las aseveraciones de los superiores de Custer (generales William Sherman, Philip Sheridan y Ulysses Grant, este último, presidente de los Estados Unidos), hechas poco después de la batalla, en el sentido de que, al desobedecer órdenes, él se había buscado su destino, hasta reafirmaciones de su valía de jefe militar como la que avaló el presidente Taft al develar su estatua y que han sido repetidas hasta la saciedad no sólo por los políticos sino asimismo por los medios de comunicación.

Películas clásicas que conformaron la concepción cinematográfica clásica de Little Bighorn

Por eso, tal vez de manera más determinante que las posturas de la gente relacionada de una manera u otra con la batalla, o de quienes la han analizado basándose en una u otra posición ante la investigación histórica, debemos considerar el papel desempeñado por los medios de comunicación en la construcción del mito de Custer. Ninguna otra batalla en la que haya participado el ejército de los Estados Unidos ha sido abordada con la profusión de ésta. A las notas periodísticas aparecidas días después del encuentro –y que se prolongaron por mucho tiempo– siguió su reproducción en las publicaciones conocidas comúnmente como dime novels,[1] en las que la batalla no sólo fue retomada, sino reinventada, y sus actores principales –el general Custer, los jefes indios Caballo Loco y Toro Sentado, y demás– se convirtieron en los personajes centrales de otras tramas novelescas (pues infinidad de novelas también han retomado el tema). Luego fue el cinematógrafo. Numerosas cintas anteriores a los años cuarenta del siglo XX aludieron al tema, sobre todo en la época del cine mudo. Pero, como parte de los filmes que conformaron la concepción cinematográfica clásica de Little Bighorn, el que esto escribe destacaría: They died with their boots on (Raoul Walsh, 1941);[2] Fort Apache (John Ford, 1948);[3] Sitting Bull (Sidney Salkow, 1954); Custer of the West (Robert Siodmak, 1967); Little Big Man (Arthur Penn, 1970). Mención aparte, no sólo por provenir de Europa, sino además por su carácter crítico a través de la parodia, merece Touche pas à la femme blanche (Marco Ferreri, 1974). Por su parte, la televisión, además de multitud de referencias e imágenes, ha ofrecido dos productos destacables: una es la serie de 17 episodios que la cadena ABC transmitió en 1967, y que algo después apareció también en la TV mexicana, con el título de Legend of Custer (esta serie terminó por ser cancelada antes de su proyectado final debido a las protestas de las organizaciones indígenas estadounidenses); la otra, una miniserie de dos capítulos (1991) basada en Son of the Morning Star, el libro de Evan Connell que ha sido alabado como una obra bien documentada y mejor escrita.

En otras entregas de esta serie, mencioné la ausencia de testimonios por parte de alguno de los contrincantes, un problema muy común:

Sabemos tan poco de la experiencia turca en Lepanto como de los padecimientos de Abderramán en Poitiers o de los mexicas en Tenochtitlan. Lo que conocemos acerca de los no occidentales que intervinieron en la batalla es de segunda mano y, con frecuencia, los nombres de los soldados de Jerjes, Darío III, Aníbal, Abderramán, Moctezuma, Selim II y el rey zulú Cetshwayo se han perdido para el archivo de la historia, y los pocos que conocemos sobreviven en gran parte debido a los esfuerzos de Esquilo, Heródoto, Arriano, Plutarco, Polibio, Tito Livio, San Isidoro, Bernal Díaz… que formaban parte de una tradición intelectual y política ajena a los persas, africanos, aztecas, otomanos y zulúes (Hanson, 2006: 282).

Sin embargo, esto es diferente para la batalla de Little Bighorn, pues para este caso sí existen relatos de indios que participaron en ella: algunos, recolectados pocas semanas después de la lucha, y otros, obtenidos luego de bastantes años, en entrevistas con antiguos guerreros que sobrevivieron hasta los años cuarenta del siglo XX. Durante algún tiempo, esas narraciones fueron descartadas por los historiadores, ya que las consideraban demasiado erráticas, confusas y personales para encajar en las versiones occidentales del encuentro. No obstante, hoy se valoran de manera diferente, y varias compilaciones publicadas (una de ellas se cita en este artículo) permiten conocer detalles importantes de la batalla y nos brindan el punto de vista de los indios acerca de ella. Antes de revisar esos detalles, intentaré en lo que sigue una apretada síntesis de los sucesos históricos que condujeron a dos civilizaciones irreconciliables hasta el encuentro armado en 1876 y que marcaron la desaparición de la vida de los indios como cazadores nómadas del bisonte.

c La conquista de las llanuras

Durante el gobierno del quinto presidente de los Estados Unidos (1817-1825), James Monroe, empezó a definirse con fuerza una política con respecto a los indios: empujar a todas las tribus hacia los salvajes y desconocidos territorios situados al oeste de los que entonces conformaban la joven república. El séptimo presidente, general Andrew Jackson (1829-1837), aceleró este programa al desposeer de sus tierras a las tribus cheroqui, choctaw, chickasaw, creek y seminola (llamadas las “cinco tribus civilizadas”, debido a sus altos niveles de cultura y organización social) y enviarlas al oeste del río Mississippi, que entonces constituía la frontera occidental de los Estados Unidos.[4] Los miembros de estas tribus fueron deportados y, durante su marcha al exilio, conocido con el infame nombre de “camino de lágrimas”, muchos hombres, mujeres y niños murieron. Esta acción abrió posibilidades a la entrada de los colonizadores blancos que atravesaban las grandes llanuras centrales de Norteamérica con rumbo a las fértiles tierras de Oregon y California. Desde luego, la guerra contra México y el despojo territorial resultante fue otro factor que posibilitó a los Estados Unidos imponer su soberanía en el subcontinente.

Para 1848, California estaba en manos americanas, lo que suponía que las intermediarias grandes llanuras que dividían a los estados [de la Unión Americana] no podían seguir siendo ignoradas, y con la fiebre del oro de 1849 no sólo llegaron a ellas más caras pálidas de los que cualquier indio hubiera imaginado, sino también alcohol, armas de fuego, cólera, viruela, enfermedades venéreas y los despojos y destrozos característicos de las naciones industriales que resultaban imposibles de erradicar. Las tribus se pusieron cada vez más inquietas. Hasta las monstruosas manadas de bisontes trataban de evitar a la plaga blanca (Connell, 1984: 81).



A mediados del siglo XIX, las grandes llanuras de Norteamérica eran un vastísimo bioma que, libre aún de la intromisión de los efectos de la civilización occidental, se extendía desde el norte de México hasta el sur de Canadá y desde el meridiano 100° de longitud oeste hasta las montañas Rocallosas. El mar de pastizales que constituía su vegetación dominante daba sustento a una nutrida y vigorosa vida animal de la que, sin duda, la mayor presa de caza eran las increíblemente numerosas manadas de bisontes (según algunos cálculos, una sola de esas manadas, la del río Republican, en Kansas, constaba de 75 millones de cabezas). La abundancia de este animal atrajo desde tiempos inmemoriales a grupos humanos hacia las llanuras, que eran un gran coto de caza, aunque los indios preferían montar sus aldeas en la periferia de la región o en la vera de ríos y arroyos, donde había madera, el clima era más benigno gracias a que el arbolado y los montes cortaban el fuerte flujo del viento y donde además había suficiente provisión de venados, antílopes y otras variedades de presas de caza. Pero el bisonte era el proveedor principal y el centro de su cultura.

Aquí había carne suficiente, y no sólo carne, porque, cuando se utilizaba adecuadamente el búfalo, éste satisfacía casi todas las necesidades de la vida humana. El alojamiento y la vestimenta se podían lograr de la piel, mientras que las armas, los utensilios, los juguetes, y mucho más, se podían obtener a partir de los huesos. Si se añaden los vegetales y las frutas silvestres de las llanuras, unos pocos árboles para hacer los palos para las construcciones y los materiales para el arco y la flecha, puede afirmarse que los problemas básicos para la supervivencia humana se encontraban resueltos. El búfalo incluso proporcionaba el combustible para la pradera sin árboles: las bostas secas alimentaban los fuegos en los campamentos de aquellos que habitaban en las llanuras (Ambrose, 2004: 20).

A sus 25 años, obtuvo el grado temporal de mayor general durante la guerra de Secesión, pero en 1866, cuando se reorganizó el ejército tras esa contienda, sólo alcanzó el de teniente coronel. Sin embargo, de acuerdo con una costumbre generalizada en el ejército estadounidense de ese tiempo, era común que se siguiera llamándolo “general”.



Custer avanzó hasta la cumbre de su profesión sobre las espaldas de sus soldados caídos en combate. Como general, Custer tenía un instinto básico: atacar al enemigo dondequiera que se encontrara, sin importarle cuán sólida fuese su posición o cuántos eran. Durante su carrera militar, se dejó llevar por ese instinto cada vez que enfrentó una oposición. No era un pensador ni un organizador y siempre menospreció la maniobra, el reconocimiento y todas las otras sutilezas de la guerra […] Pero sus ataques, aunque no siempre fueron victoriosos, lo convirtieron en un favorito de la prensa nacional y en una de las superestrellas del momento (Ambrose, 2004: 209).


En realidad, el desprecio por las vidas de sus soldados, con tal de alcanzar los objetivos planteados (fueran éstos realmente importantes para alcanzar victorias ciertas o tan sólo imaginadas), no fue una característica exclusiva de Custer. Muchos comandantes, unionistas o confederados, enviaron a miles de soldados a una muerte inútil en las grandes batallas de la guerra de Secesión, pero Custer fue sin duda el que terminaría siendo más famoso. Al respecto, Ambrose comenta que: “Los sioux nunca hubieran seguido a ningún hombre que los condujera en batallas tan sangrientas e inútiles, pero los norteamericanos convertían a estos generales en héroes, y daba la impresión de que, mientras más bajas tuviera el general, más héroe era” (2004: 210).

Un dato curioso es que, en 1866, el gobierno de Benito Juárez en México ofreció a Custer pagarle un salario de 16 mil dólares en oro al año (una buena suma en ese tiempo) para que actuara como comandante de fuerzas de caballería mercenarias que combatirían contra el imperio de Maximiliano; pero el gobierno de Washington no se lo permitió y, en compensación, le dio el mando del Séptimo Regimiento.

Hoy existe una idea generalizada de que Custer ambicionaba ser designado como candidato presidencial en la convención del Partido Demócrata por celebrarse a principios de julio de 1876. Un triunfo sobre los indios le hubiera sido decisivo para obtener esa nominación, por eso Custer rechazó la ayuda que se le ofreció, apresuró sin miramientos la marcha de su tropa y atacó temerariamente el campamento sioux-cheyene. Aunque no era un estratega y prácticamente sólo sabía cargar contra el adversario, es difícil aceptar que hubiera cometido los errores que cometió si no hubieran estado de por medio la prisa y su interés en la presidencia de su país.

George Armstrong Custer, sentado con su esposa Elizabeth y su hermano, Thomas W. Custer

Elizabeth Duncan (1842-1933), conocida como Libbie, además de esposa del general Custer durante una docena de años, fue durante más tiempo creadora e impulsora de la leyenda de Custer. Determinada y manipuladora, se introdujo en las esferas de la alta sociedad estadounidense cumpliendo el doble papel de esposa fiel y de mujer seductora, algo que el propio Custer alentaba para obtener simpatías y alianzas que apoyaran su carrera. Ambos buscaban estar siempre en los eventos importantes de la clase política y en las páginas centrales de los periódicos. Para Libbie, el modo de sobresalir en la sociedad de los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XIX, imbuida de la ética victoriana, que relegaba a las mujeres a segundos planos, era actuar a la sombra de la fama de su marido. Así, su actuación pública –o el recuerdo que de ella queda– fue la de esposa ideal y luego viuda sublime. Este largo papel de viuda empeñada en salvaguardar el honor de su fallecido esposo ante las opiniones que lo señalaban como el culpable de la “masacre” en Little Bighorn (tendencia encabezada por el presidente Grant) fue lo que le confirió una especie de autoridad moral a su defensa de Custer. La publicación de tres libros, varios artículos y el epistolario con su esposo, amén de su prolífica actividad como conferencista (equivalente entonces a nuestros actuales documentales y programas de opinión en televisión) no sólo le redituaron buen dinero, además sentaron las bases sobre las que se edificó la leyenda de Custer.


Sin embargo, había un par de problemas que limitaban el internamiento de los indios en las grandes llanuras: el primero era que cazar bisontes a pie resultaba un asunto peligroso, pues fácilmente podían desatarse estampidas que arrasaban con los cazadores; segundo, quizá de mayor peso, consistía en que transportar hasta las aldeas los pesados restos de las presas cobradas era una tarea muy ardua.[5] Pero estas dificultades y los métodos de caza cambiaron con la adquisición del caballo por los indios, que a partir de entonces desarrollaron un nuevo tipo de cultura. El caballo fue traído a América por los españoles, y su introducción entre los indios del norte del continente fue relativamente rápida a partir del siglo XVIII, ya fuera con la captura de equinos salvajes que pronto proliferaron, a través de los intercambios comerciales entre las tribus o por el bastante extendido expediente del robo. Así, fuese cual fuese la manera de obtenerlos, los caballos pronto transformaron el mundo de los indios norteamericanos.


Indios cazando al bisonte de Karl Bodmer


Casi al mismo tiempo que los caballos, otra innovación cultural de origen foráneo se extendía también entre los indios de Norteamérica: las armas de fuego. Obtenidas por medio del intercambio por pieles (de bisonte sin duda, pero sobre todo de castor, nutria, visón, armiño, marta o zorro, que eran las más valoradas), esas armas produjeron un enorme impacto. Sus poseedores, que en primera instancia fueron las tribus del este más cercanas a las colonias inglesas y francesas, no sólo se volvieron más eficientes en la caza, sino que, además, y principalmente, pudieron llevar a cabo una guerra más exitosa y más mortífera contra las tribus enemigas.

El binomio caballo-arma de fuego causó una verdadera revolución cultural y política entre los indios. A partir del siglo XVIII, una especie de efecto dominó se desató; las tribus montadas y armadas con algunos rifles y carabinas empujaban más al oeste a otras que no los tenían, depredándolas y expulsándolas de los mejores cotos de caza. Un par de estas tribus, los cheyenes y los sioux, se convirtieron en temibles guerreros montados que terminaron por imponer su dominio en la parte noroccidental de las grandes llanuras (algo que similarmente hacían los comanches en la sección suroriental).

Los indios de las Llanuras tenían caballos y armas de fuego, el obstáculo más efectivo con el que se tropezaron los europeos en su intento por asentarse en el continente… durante dos siglos y medio resistieron con gran fortaleza a los invasores españoles, ingleses, franceses, mexicanos, tejanos y norteamericanos, enfrentándose a los misioneros, al whisky, a las enfermedades, a la pólvora y al plomo. Ninguna tribu luchó más encarnizadamente que los sioux, la única nación india que derrotara a los Estados Unidos en la guerra y que los forzara a firmar un tratado de paz favorable al hombre piel roja (Ambrose, 2004: 22).

A pesar de que esas dos tribus no estaban relacionadas lingüísticamente, sí tenían afinidades culturales. En especial, su mutua enemistad con crows, kiowas y comanches y su profunda animadversión por los pawnees (otras tribus de las Grandes Llanuras). Inicialmente, es decir, antes de la apertura de las rutas de caravanas que se dirigían hacia el oeste a Oregon y California (a mediados del siglo XIX), ambas tribus sostuvieron relaciones con los blancos que, por lo general, eran pacíficas y tolerantes. Nada gustaba más a esos indios que acercarse a los puestos de comercio o a las carretas de los blancos para obtener por intercambio de pieles y carne de bisonte, café y azúcar, y, si acaso se podía, whisky y armas de fuego. Pero esas relaciones cambiaron cuando, tras la guerra de Secesión, el goteo de colonizadores se convirtió en una inundación que amenazaba a los indios con despojarlos de tierras y recursos naturales –entre ellos el preciado bisonte.

Durante los años sesenta del siglo XIX, ocurrieron incontables peleas que crearon un ambiente de enemistad y desconfianza entre las tribus y los blancos. El derramamiento de sangre culminó en dos ataques de cuerpos militares estadounidenses contra las bandas de cheyenes y arapahos liderados por el jefe Olla Negra, uno en Sand Creek, Colorado, en noviembre de 1864, y otro a orillas del río Washita, en Oklahoma, en noviembre de 1868. Los blancos llamaron batallas a los dos ataques, pero en realidad se trató de dos masacres perpetradas contra aldeas que se mantenían en son de paz y en las que el mayor número de víctimas fueron mujeres y menores de edad. En Washita, Custer y su Séptimo Regimiento de Caballería fueron los que masacraron a los cheyenes; ni ellos ni sus amigos sioux olvidarían ese acto.

c La Gran Guerra Sioux

Su nombre en lengua sioux se pronuncia Tashúnka Witko, y podría traducirse literalmente como “Su-caballo-es-loco”.


A los periodistas les gustaba describirlo como totalmente impetuoso en el combate, pero un oglala que cabalgó junto a él decía que eso no era cierto, pues en los momentos críticos Caballo Loco solía desmontar antes de disparar: «Es el único indio que conozco que hacía esto frecuentemente. Él quería estar seguro de que cuando tiraba iba a dar en el blanco… No le gustaba empezar una batalla hasta que tenía todo planeado en su cabeza y sabía que iba a ganar.» Nunca presumía de lo que había hecho (Connell, 1984: 63).


Se distinguió como guerrero valiente desde la “guerra de Nube Roja” y luego se convirtió en líder de los indios militantes. Nunca se avino al trato con los blancos y no se dejaba fotografiar. En 1877, aceptó finalmente vivir en una reserva en Nebraska, pero muy pronto las intrigas políticas –supuestamente orquestadas por el general Crook, su adversario en la batalla del Rosebud, y por Nube Roja, su antiguo líder en la lucha de Fetterman– lo señalaron como un elemento peligroso que debía ser eliminado. El 6 de septiembre de ese año, un soldado le clavó la bayoneta por la espalda cuando se resistía a ser encarcelado en la prisión de Fort Robinson.


Representación de Caballo Loco en combate



Nube Roja jefe sioux oglala que dirigió exitosamente la guerra contra los Estados Unidos entre 1866 y 1868, conocida como la guerra de Nube Roja

En la historiografía estadounidense, se conoce como la Gran Guerra Sioux a una serie de 15 batallas y escaramuzas de diversa envergadura entre tropas del ejército de los Estados Unidos y miembros de las tribus teton (o sioux occidentales)[6] y sus aliados cheyenes[7] que ocurrieron entre marzo de 1876 y mayo de 1877; tales encuentros tuvieron lugar en zonas contiguas de los actuales estados de Montana, Wyoming, Nebraska y Dakota del Sur. Una década antes, entre 1866 y 1868, la alianza sioux-cheyene había obtenido un sonado triunfo. Mahpihua Lúta, el caudillo sioux-oglala, llamado Nube Roja por los blancos, dio una magistral conducción a la guerra de guerrillas, pues no sólo hizo intransitable la ruta Bozeman –un camino por el que los invasores blancos pretendían atravesar el territorio indio–, sino que puso sitio a los fuertes construidos por el ejército y, en una emboscada genialmente planificada, acabó con un contingente de cerca de cien soldados (la llamada “lucha de Fetterman”, por el nombre del capitán que estúpidamente condujo a su tropa a la trampa).[8] Esto hizo que el ejército se retirara, abandonando los fuertes –que fueron quemados por los indios– y que el gobierno estadounidense firmara un tratado con los sioux-cheyenes por medio del cual se reconocía su soberanía sobre el llamado territorio del río Powder, que incluía las montañas Bighorn, los valles de los ríos tributarios del Yellowstone y, en especial, las Colinas Negras (Black Hills o Paha Sapa en la lengua sioux), una comarca considerada sagrada por varias tribus. Según el Tratado de Laramie (1868), todas esas tierras se cerraban a la intrusión de los blancos, pues pertenecerían a los indios a perpetuidad.


Fotografía del general William T. Sherman y comisionados en el consejo con jefes indios en el Fuerte Laramie, Wyoming


Sin embargo, en 1873, los constructores del ferrocarril Northern-Pacific decidieron que el mejor trazo para sus vías era a través de las tierras aledañas al Yellowstone, y el ejército los apoyó enviando a Custer al mando de una gran expedición que penetró en las Colinas Negras sin el consentimiento de sus legítimos dueños. Para empeorar las cosas, Custer permitió que se propagaran rumores del hallazgo de oro en las colinas, con lo que se desató una invasión de mineros y comerciantes en el territorio indio.[9] Los sioux-cheyenes reaccionaron atacando los campos mineros y las aldeas de los indios partidarios de los blancos (crows y arikaras). El gobierno de los Estados Unidos propuso comprar las Colinas Negras a los indios, y ante la negativa de éstos a vender, ordenó que todos –hubieran o no firmado el Tratado de Laramie– se recluyeran en las reservaciones de Dakota y Nebraska para el 31 de enero de 1876, pues, de lo contario, serían considerados hostiles y se emplearía la fuerza armada para llevarlos presos.



Debido a la crudeza del invierno, esta orden no llegó a todas las bandas desperdigadas a lo largo de las fuentes del Yellowstone; además, muchas no estaban dispuestas a acatarla ni a trasladarse en el tiempo indicado. En cualquier caso, los indios no querían la guerra, pero tampoco la rehuirían si tenían que defenderse. Así, durante la primavera de aquel año, hubo algunas escaramuzas cuyo resultado fue más bien galvanizar la resistencia india. El clímax de la guerra llegaría en el verano, a la par de las grandes concentraciones acostumbradas por los sioux-cheyenes para la cacería del bisonte.


En español, el nombre de este líder sioux hunkpapa puede parecer un tanto absurdo; pero si se toma en cuenta la gran importancia cultural del bisonte (tatanka, en sioux) entre los indios de Norteamérica, el apelativo adquiere otra dimensión. Esos indios consideraban al animal, especialmente al bisonte-toro (los machos alfa) como seres muy sabios y poderosos. Además, en sioux la palabra yotanka implica no sólo la idea de estar en una posición de sedente, sino que su significado se amplía a lo que está situado, localizado, o es residente. Así, Tatanka Yotanka podría traducirse mejor como “Bisonte-toro entronizado”, simbolizando un ser sabio y poderoso que ha tomado residencia entre los suyos. Porque en la época de la batalla, él, más que un guerrero, era un “hombre sagrado”, o chamán, cuyos poderes de clarividencia eran muy respetados. Su visión de muchos soldados cayendo del cielo sobre el campamento indio fue muy alentadora para que los sioux-cheyenes decidieran resistir el embate de Custer.

Tras la persecución posterior a la batalla, él y sus seguidores hunkpapas se refugiaron en Canadá, donde pasaron algunos años de penuria. De regreso a los Estados Unidos fue contratado por William Cody, el famoso Buffalo Bill, para su espectáculo sobre la conquista del oeste, presentado en las principales ciudades del país; allí el jefe indio actuó representándose a sí mismo. Volvió luego a la reservación sioux de Standing Rock, donde el agente blanco lo consideraba perjudicial al orden; adherido al movimiento de la Danza de los Espíritus, el ejército ordenó su arresto y mandó a la policía india a hacer el trabajo sucio. Al resistirse, lo mataron disparándole por la espalda el 15 de diciembre de 1890.


c La batalla

La estrategia del ejército fue acorralar a los militantes[10] enviando contra ellos tres contingentes que buscaban confluir en la región entre los ríos Bighorn y Powder (verano 1876), donde seguramente estarían los campamentos de los principales jefes y guerreros considerados recalcitrantes: Toro Sentado, Caballo Loco, Gall (Hiel) y Hump (Joroba), de los sioux; así como Dos Lunas, Halcón Pequeño, Oso de Hielo y Pierna de Madera, de los cheyenes del norte, entre otros. Desde el sur, la columna de 800 soldados encabezada por el general George Crook ascendió cruzando la ruta de Bozeman; desde el fuerte Ellis, en Montana, el general John Gibbon se desplazó hacia el este siguiendo el Yellowstone corriente abajo con 450 efectivos. Y la fuerza principal, unos dos mil hombres al mando del general Alfred Terry, partió del fuerte Lincoln hacia el oeste, también a la vera de ese río, pero en sentido inverso. Como subcomandante, Terry llevaba a Custer al frente de 12 pelotones del Séptimo de Caballería.[11]

La verdad era que cada oficial superior en las tres expediciones –Gibbon, Terry y Custer– quería atacar, él mismo, a los hostiles. Cada uno estaba convencido de que ninguna fuerza de indios, no importaba cuán grande fuera, resistiría su poder de fuego. Todos sabían que sería la última gran batalla de los indios en las llanuras y que el vencedor se convertiría en uno de los Grandes Capitanes: sus tácticas se estudiarían en las aulas de West Point y la nación le daría la recompensa que pidiera… la situación estaba bien clara: cada general actuaba por sí mismo y para el vencedor sería el botín (Ambrose, 2004: 443).


George Crook

John Gibbon

Alfred Terry


A mediados de junio, las columnas de Terry y Gibbon se encontraron en la confluencia de los ríos Rosebud y Yellowstone, donde se estableció un campamento central en el que Terry –el general de más alta graduación– llamó a un consejo en su puesto de mando en el vapor fluvial Far West. Se decidió que Custer partiera a la vanguardia con su regimiento de caballería para presionar a los indios y empujarlos hacia la columna de Crook, que avanzaba desde el sur; la infantería de Terry y Gibbon le seguiría para completar el cerco. Terry ofreció el refuerzo de un par de ametralladoras Gatling y cuatro pelotones más del Segundo de Caballería, pero Custer lo rechazó argumentando que las Gatling alentarían su avance y que los soldados suplementarios no eran necesarios.

La negativa de Custer a aceptar la caballería extra […] fue un error serio. No hubieran hecho más lento el avance y podrían haber aumentado la fuerza de cualquier ataque que Custer hiciera. Su decisión de marchar sólo con el Séptimo de Caballería tiene que atribuirse a su ambición: deseaba la victoria para él y para su amado regimiento, no quería compartir la gloria con nadie […] (Ambrose, 2004: 444).

Ninguno de los jefes del ejército sabía entonces que la columna de Crook había trabado batalla con los guerreros conducidos por Caballo Loco en el valle del Rosebud, el 17 de junio, y que tras varias horas de lucha había gastado la mayor parte de su parque, lo cual lo obligó a replegarse.[12] Así que Custer no contaría con su apoyo. Tampoco, ninguno de ellos quiso reconocer lo que sus aliados crows y arikaras les advirtieron: que se iban a encontrar con una cantidad de enemigos que no podrían vencer, porque los indios militantes habían recibido refuerzos de los de las agencias, estaban muy motivados y tenían buen armamento.

Cuánto creció el campamento [de los indios en Little Bighorn[13]], que era grande, entra en el campo de la especulación y nunca se podrá saber […] no podía haber menos de 2 mil guerreros o más de 4 mil.[14] Cualquiera que haya sido su número, eran suficientes para arrebatar los corazones de los valientes y hacerles sentir, a ellos y a sus líderes, que eran invencibles. Estaban mejor armados que nunca. Los indios de las agencias, al vivir junto a los blancos, se las habían arreglado para, de una forma o de otra, adquirir sus armas. El mejor estimado es que casi la mitad de los guerreros tenía armas de fuego. Pero la afirmación del ejército, después del hecho, de que los indios hostiles tuvieran armas superiores a las de los soldados era ridícula. La mayoría del armamento indio eran viejos fusiles de chispa, mosquetes inservibles, fusiles que se cargaban por la boca del cañón y escopetas sin estrías. El arma de Toro Sentado era un rifle Hawken que tenía 40 años. Sin embargo, no importaba cuán deficiente era el armamento, poseer un arma de fuego le daba confianza a cada guerrero (Ambrose, 2004: 432).

Marcus Reno

Fredrick Benteen

Así pues, Custer avanzó rápidamente, sin buscar a Crook ni esperar a Terry, pero, sobre todo, sin otorgar el debido descanso a sus tropas y monturas. El domingo 25 de junio de 1876, tras localizar el campamento indio, y sin antes hacer un adecuado reconocimiento del terreno circundante, Custer dispuso el ataque. Precipitarse así fue su segundo error, pero todavía cometería un tercero, al dividir sus tropas. Puso tres pelotones al mando del mayor Marcus Reno para iniciar la ofensiva por el lado sur de la gran aldea, envió otros tres con el capitán Frederick Benteen para buscar enemigos en las lomas cercanas, dejó al capitán Thomas McDougall a cargo del convoy de pertrechos con un pelotón, y él, conduciendo cinco, se lanzó en busca de un camino que le permitiera rodear el campamento indio y vadear el río para atacarlo por el otro extremo.



Las armas de los soldados del Séptimo Regimiento de Caballería en esta batalla fueron la carabina Springfield, modelo de 1873, con 100 balas por soldado (ésta era un arma de retrocarga que se alimentaba cartucho a cartucho por la culata) y el revólver Colt 44, modelo 1872 de cañón largo, con cilindro para 6 cartuchos.


Auténticas armas de la caballería de los E.U. a finales de 1800 durante las guerras indias


Tomahawk

Las armas indias tradicionales eran: tomahawk (hacha de guerra), cuchillos, lanzas, mazas con cabezas de piedra y asideros de cuero, más unos garrotes con afiladas hojas de metal de sorprendente parecido con el macuahuitl con filo de obsidiana de los aztecas. Gracias a estas armas, los guerreros indios estaban mejor preparados que los soldados de caballería para la lucha cuerpo a cuerpo, en especial porque éstos no llevaban sus sables, que Custer había ordenado dejar en el cuartel del Yellowstone para que no delataran con su ruido la posición de sus hombres (cuestión irrelevante, pues los exploradores enemigos los tenían ubicados).

Quizás algunos guerreros indios disponían de rifles superiores a las carabinas Springfield, los Winchester calibre 44, modelo 1866 (un fusil de repetición con mecanismo de carga de palanca que, cargado con trece cartuchos, podía disparar un tiro cada dos segundos), pero es una falacia que éstos hubieran sido numerosos.

En todo caso, muchos guerreros y soldados portaban sendos cuchillos para realizar el scalping o corte del cuero cabelludo, muestra de triunfo sobre el adversario caído que ambas partes practicaban por igual.



Lo que siguió fue un desastre total. La carga de Reno fue frenada por los indios; su retirada se convirtió en desbandada al cruzar de vuelta el río y, tras perder bastantes hombres, a duras penas su comando logró alcanzar una loma elevada donde se parapetó para resistir el sitio impuesto por los indios. Los pelotones de Benteen y McDougall vagaron durante unas horas sin encontrar enemigos hasta que se unieron a la gente de Reno, quedando también rodeados. Custer, por su lado, condujo a sus hombres al norte de las colinas situadas detrás del cauce del Little Bighorn; en un punto llamado Medicine Trail Coulee descendió con la intención de vadear el río, pero allí se dio cuenta de que apenas estaba a la mitad del enorme campamento indio y que desde éste muchos guerreros se desprendían para impedirle el paso. Así que reculó intentando ganar las alturas que prometían mayor protección. Perseguidos por los guerreros de Gall que subían desde el campamento, los soldados estuvieron a punto de lograr su intento, pero entonces, en la cresta más elevada apareció una multitud de indios encabezados por Caballo Loco.


Retrato de Gall / Hunkpapa Lakota (ca.1840-1894)


El arapaho Hombre de Agua dijo que los indios “habían subido la colina y cercado a los soldados. Había mucho ruido y confusión. El aire estaba lleno con humo de pólvora y todos los indios gritaban.” Sobresaliendo de este caos, dijo Pluma Roja, Caballo Loco “llegó montado en su caballo”, soplando su silbato de hueso de águila y cabalgando a lo largo de dos líneas de soldados. Caballo Loco, dijo Hombre de Agua, “era el hombre más valiente que alguna vez vi. Pasó muy cerca de los soldados, animando a sus guerreros. Todos los soldados le disparaban, pero nunca ninguno le dio”. Este osado galope de Caballo Loco, pensaba Pluma Roja, fue lo que impulsó la primera de las dos grandes cargas de los indios sobre los soldados (Powers, 2010: 320).

Al momento de la pausa, mientras los soldados recargaban sus carabinas, los indios se lanzaron al ataque, colina arriba los acaudillados por Gall y Rey Cuervo, colina abajo los de Caballo Loco y Pluma Roja. La línea de defensa de Custer colapsó y los últimos grupos de resistencia fueron apaleados y acuchillados a muerte tras una segunda carga, algunos de ellos durante un afrentoso intento de escapar. Así, cerca de dos horas después de que el mayor Reno había iniciado su ataque al filo de las tres de la tarde, Custer y gran parte del Séptimo de Caballería dejaron de cabalgar por las llanuras para iniciar su travesía por los intrincados senderos de la leyenda.[15]


General George Armstrong Custer en la batalla de Little Bighorn, litografía publicada en 1899

c Conclusión

Para los sioux-cheyenes de las grandes llanuras, la victoria en Little Bighorn conllevó el fin de su modo de vida independiente; a la ya por entonces gran merma del bisonte –su principal recurso económico– causada por la multitud de cazadores blancos que llegaban por ferrocarril, se aunó la firme decisión del ejército de acabar con los indios militantes, apoyada en un clamor que se extendió por toda la nación estadounidense tras la batalla. Al año siguiente de ésta, Caballo Loco fue asesinado arteramente y Toro Sentado tuvo que buscar refugio en Canadá. En diciembre de 1890, luego de los disturbios causados por el movimiento revivalista de la Danza de los Espíritus, un destacamento del recompuesto Séptimo Regimiento de Caballería –esta vez sí armado con ametralladoras– masacró a unos trescientos sioux de todas las edades y sexos en Wounded Knee, con lo que puso fin a las guerras indias de una forma típica: violencia desmedida e indiscriminada sobre la disidencia indígena.

Para el ejército y la sociedad estadounidenses, la derrota en Little Bighorn no sólo posibilitó el clima político favorable para destinar más recursos a las acciones militares contra los indios, sino además los conmovió de tal manera que, para explicarla, en el siguiente siglo se elaboró –con el concurso de diversos agentes y medios– una imagen mítica de Custer como un esforzado luchador del progreso y la civilización contra el salvajismo y el atraso de los indios. Afortunadamente, hoy esa imagen ha sido desbancada –aunque no en su totalidad– por estudios serios que han demostrado que, más bien, los indios tan sólo respondieron al despojo y la agresión de que eran objeto. O como aseveró Van Deloria, un académico y activista social de ascendencia sioux: “Custer murió por los pecados de los blancos”, uno de los cuales se hallaba perfectamente representado por él mismo: la soberbia.

c Referencias

AMBROSE, S. E. (2004). Caballo Loco y Custer. Vidas paralelas de dos guerreros americanos. México: Océano.

CONNELL, E. S. (1984). Son of the Morning Star. Nueva York: Harper & Row.

GREENE, J. A. (compilación, edición y notas) (1994). Lakota and Cheyenne. Indian Views of the Great Sioux War, 1876-1877. Norman [EE. UU.] y Londres: University of Oklahoma Press.

POWERS, T. (2010). The Killing of Crazy Horse. Nueva York: Alfred A. Knopf.

NOTAS

* Antropólogo que ha laborado en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista y el Instituto Nacional de Ecología; actualmente trabaja con Acción Cultural Madre Tierra, A. C. Para Correo del Maestro escribió la serie El fluir de la historia.
  1. Eran publicaciones baratas (su nombre deriva de que costaban un dime, o sea, 10 centavos de dólar), con grandes tirajes y muy populares entre 1860 y 1930; se les considera antecedente de los cómics.
  2. Aunque sólo consigno el nombre del director y el año de estreno de cada película, mencionaré que, en esta primera de la lista, Errol Flynn fue el actor que encarnó al Custer heroico, y que en la francesa Marcello Mastroianni lo interpretó como antihéroe.
  3. Aunque la trama de Fort Apache utiliza otro teatro de guerra contra los indios y transforma a los personajes en nombre y circunstancia, es claro que Ford se basa en Custer para el personaje del coronel Thursday.
  4. El caso de los seminolas fue un poco diferente. Aunque bastantes de ellos fueron deportados hacia el oeste, gran parte de la tribu escapó a las zonas pantanosas de Florida y allí llevó a cabo una resistencia armada durante seis años que costó la vida de 1500 soldados y de muchos más indios. Finalmente, el ejército cedió y les permitió permanecer en esa inhóspita región.
  5. Los indios de las llanuras idearon una técnica muy ingeniosa para el transporte: los travois, que eran palos y cueros que, amarrados a un perro –el único animal domesticado por estos grupos indios–, formaban una sencilla estructura sobre la que se cargaban carne, pieles y otros objetos. Sin embargo, y a pesar de su extendido uso, los travois tenían una capacidad de carga bastante limitada.
  6. Las lenguas de la familia siouana se han hablado en una gran porción de Norteamérica, sobre todo entre los Grandes Lagos y las montañas Rocallosas. El grupo más occidental de la rama sioux, los teton, incluía, en nuestros tiempos de referencia, siete divisiones tribales: oglala (“los que esparcen su propio grano”, quizás en referencia a un tiempo “pre-ecuestre”, en que eran más cultivadores que cazadores), hunkpapa (“los que acampan a la entrada del Gran Círculo”), brulé o sichangu (“los de muslos quemados”), miniconjou (“los que plantan a la orilla del agua”), sihasapa (“pies negros” o “los que usan mocasines negros”), oohenunpa (“dos ollas”) e itazipcho o sans arcs (“los que no tienen arcos”). El gentilicio genérico que usaban los sioux para referirse a ellos mismos era lakota o dakota (“amigo”, “aliado”), según el dialecto que hablaran.
  7. Los cheyenes hablaban una lengua de la familia algonquina (igual que los arapahos) y vivían originalmente al oeste de los Grandes Lagos, desde donde se desplazaron a las regiones de los ríos Yellowstone y Platte. El origen de su apelativo no es claro; se pensaba que derivaba del francés chien (perro), y más específicamente del femenino chienne, porque los primeros comerciantes franceses que conocieron a esta tribu vieron que comían ese animal; otros sostenían que se llamaba “soldados perros” a los guerreros que formaban una especie de policía tribal que supervisaba el orden en la aldea de modo similar al de los perros que la vigilaban. En todo caso, la referencia a los “soldados-perros” despertó la fantasía de varios escritores que resaltaban la ferocidad de esos guerreros al compararla con la de un perro vigilante. En la actualidad, los filólogos piensan que el gentilicio deriva de Shi-hi-ye-na (literalmente “hablantes rojos”) que designaría a aquellos que hablan una lengua extraña, porque así les decían los sioux. En cambio, los cheyenes se llamaban a sí mismos tsistsistas, que significaría “el pueblo”, “la gente que es como nosotros”.
  8. Otro precio de la soberbia, pues, neciamente, Fetterman afirmaba que con 80 hombres podía arrasar a todo el pueblo sioux.
  9. Custer rindió un informe de la expedición y además lo entregó a periódicos que lo publicaron inmediatamente. En el documento, el general exageraba las cantidades de oro halladas y argumentaba que la ocupación de las Colinas Negras por los blancos impondría una barrera infranqueable entre los campamentos hostiles y los indios de las reservaciones, de manera que no pudieran apoyarse mutuamente. También le contó a su esposa en una carta que ahora los indios le daban un nuevo nombre: “Ladrón”.
  10. A partir del inglés del siglo XIX, el término más común para referirse a los indios que no aceptaban plegarse al sistema de las reservaciones y continuaban viviendo bajo sus propias normas culturales es “hostiles” (usado en la bibliografía consultada); sin embargo, yo he preferido llamarles aquí indios militantes (excepto en el caso de citas), pues se ajusta más a la idea de grupos que querían mantener su independencia.
  11. Cada pelotón (también llamado compañía en algunas fuentes) estaba compuesto por una cincuentena de soldados.
  12. Al no estar preocupados por la suerte de sus mujeres e hijos, que habían acampado y estaban debidamente protegidos a muchos kilómetros del Rosebud, los guerreros de Caballo Loco aplicaron tácticas ofensivas poco comunes. Ambrose dice que las bajas indias fueron de 36 muertos y 63 heridos a costa de unas 25 mil rondas de munición disparadas por los soldados de Crook y comenta que, contando todos los costos de la campaña, el gobierno estadounidense estaba pagando cerca de un millón de dólares por cada indio muerto
  13. El nombre lakota para este río es Peji Sla Wakpa, que significa “río del pasto grasoso”.
  14. Según el autor que se consulte, las estimaciones de los combatientes indios varían entre mil y cuatro mil o más; los cálculos más confiables hablan de unos dos mil. Como contraparte, Custer conducía 611 soldados, un puñado de civiles (entre ellos un periodista, a pesar de que sus superiores en Washington habían prohibido expresamente que lo acompañara alguno) y unos cuarenta exploradores indios.
  15. Aunque tampoco hay total acuerdo al respecto, se calcula que la batalla arrojó 268 soldados muertos, entre ellos 16 oficiales, más 242 suboficiales y tropa, así como 10 civiles y exploradores, además de al menos cincuenta heridos graves del comando de Reno. Los indios tuvieron entre cuarenta y cien muertos, más un número no conocido de heridos. Junto a Custer cayeron sus hermanos Thomas y Boston, un sobrino y un cuñado, quienes, junto con otros oficiales del Séptimo Regimiento, eran conocidos como “la pandilla de Custer”.
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- Foto 9: Correo del Maestro a partir de Ambrose, 2004

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