Gabriel Orozco Y MI PRIMERA VEZ Fernanda Otero Ríos[*] A veces la mejor manera de empezar a hablar sobre un tema es la experiencia propia, pues no cabe duda que aquellas cosas que nos apasionan, perturban, interesan o nos gustan tienen su origen en alguna vivencia que, conectada de manera clara o no con nuestro gusto, nos va moldeando como individuos y nos permite definir tanto lo que somos como aquello a lo que aspiramos. Estas manifestaciones no siempre tienen un origen obvio, aunque en algunas otras el origen resulta claro y podemos hacer un rastreo introspectivo, casi psicológico, de nuestras motivaciones y los orígenes de uno u otro gusto. Gabriel Orozco y mi primera vez
Es un hecho que los gustos personales pueden dividirse en más de una categoría, pero me atreveré a dividirlos en dos grandes grupos. Primero está el de aquellas cosas que nos gustan sólo porque sí, que entran por alguno de nuestros sentidos y simplemente nos proporcionan un disfrute inmediato; son esas cosas que nos agradan, gustan, atraen o nos parecen maravillosas, aunque no podamos explicar con precisión por qué. Luego está el otro grupo, que es el relativo a un gusto adquirido, esto puede suceder por la repetición –como los hits de la radio que por tanto escucharlos acaban por parecernos aceptables, menos chocantes e incluso agradables–; por un cambio importante en nosotros mismos y en nuestra circunstancia, que modifica nuestra perspectiva del mundo y con ello nuestros gustos, lo cual hace que empecemos a apreciar lo que antes no nos parecía agradable; y, por último, pero no por ello menos importante, el gusto que proviene del conocimiento. Esta última fuente del gusto es, tal vez, la más relacionada con el arte contemporáneo, es el gusto que surge cuando averiguamos algo de la obra que evidencia al objeto más cotidiano e insignificante como el contenedor de conceptos profundos y reveladores que nos enfrentan con nuestra propia naturaleza, o que nos permiten conectarnos de formas maravillosas y complejas con un objeto que en otras circunstancias no hubiera significado nada. Esto es justamente lo que me sucedió con la obra de Gabriel Orozco, y para profundizar un poco más en el tema voy a contarles de mi primer encuentro con este prolífico y talentoso creador contemporáneo, originario de Xalapa, Veracruz. Corría el año 2000, y yo aún era una joven estudiante universitaria que, después de algunas dificultades, había encontrado una carrera y una universidad que me hacían inmensamente feliz y soñaba con comerme el mundo de un bocado. En ese entonces, bajo la tutela de la maestra Sandra Ontiveros, cursaba alguna de las materias de comunicación visual en la que hacían que se nos devanaran los sesos en búsqueda de la significación del arte y la imagen a partir de su polisemia y sus atributos tanto visuales como contextuales. En este ámbito, era muy común que tuviéramos que elaborar un número considerable de trabajos, no sólo sobre diversas lecturas de varios autores que conforman la casta de grandes pensadores del siglo XX, sino otros de carácter reflexivo sobre las exposiciones ofrecidas en los diversos espacios museísticos de la Ciudad de México, y en los que podíamos incluir nuestra opinión personal sobre aquello que habíamos visto. Cuando llegó el turno de acudir al Museo Tamayo, había una exposición de un tal Gabriel Orozco, del que en ese entonces jamás había escuchado nada en mi vida. Hoy recuerdo con claridad mi primer encuentro con la obra de Orozco, sobre todo viene a mi mente el inicio de mi recorrido: cuando entré al hermoso recinto que es el Museo Tamayo, mis ojos y mi ser entero se enfrentaron a una caja vacía de zapatos, carente de marca o de alguna seña particular que la diferenciara de cualquier otra; de hecho, la caja era aún más insignificante que una caja común y corriente, pues el exterior era completamente blanco y carecía de marcas, logotipos o colores que la hicieran visible. Al momento supe que eso que veía frente a mí era una obra de arte, pero la única razón por la que lo sabía era porque estaba dentro del museo y porque había una cédula con los datos de rigor, colocada en la pared más cercana, que rezaba: “Caja de zapatos vacía”. Gabriel Orozco, Caja de zapatos vacía, 1993 Simplemente no supe cómo reaccionar. De inmediato vino a mi mente Duchamp con su obra Fuente, pero aquel objeto poseía algo distinto y desconcertante, ni siquiera estaba colocado sobre una base que lo situara a una altura cómoda para la vista o en una posición determinada que le brindara la suficiente importancia; por el contrario, esta pieza me gritaba con todo su ser: “¡Esto no es arte!”, o más bien mi ser le gritaba con todas sus fuerzas a la pieza: “¡No eres arte!, ¿qué haces en un museo?”; me parecía una insignificante caja, simplemente arrojada sobre su tapa en el piso de la sala. Después del shock inicial, decidí ignorar mis sentimientos más profundos y continuar el recorrido de la exposición, en la que debo confesar que el desconcierto fue continuo. Encontré allí fotografías, a mi parecer sencillas, exhibidas como piezas por sí mismas, y la constante repetición de la forma circular en múltiples obras, desde boletos de avión con pequeñas intervenciones en tinta o lápiz creando circunferencias ya fueran completas o fragmentadas, hasta obras en gran formato con múltiples intervenciones circulares en diversos colores, o sólo con cortes que removían fragmentos del original, pero siempre en forma circular. Tampoco puedo mentir diciendo que la exposición me hizo salir corriendo del museo, pues, la verdad sea dicha, encontré más de una obra que cautivó todos mis sentidos y provocó “amor a primera vista”. En esas obras, mi mente descansó de la continua tensión en la que se encontraba por no entender prácticamente nada ni comprender por qué eso se consideraba arte. Gabriel Orozco, La DS, 1993 Entre los objetos que recuerdo de manera muy clara, está uno llamado La DS, un automóvil recortado por la mitad, al que se le había removido la parte central haciendo de él una forma completamente estilizada para transformar un auto de cinco plazas en algo futurista y hermoso, apto sólo para un intrépido pasajero y tal vez para un pequeño acompañante en el asiento trasero. Las formas del objeto cautivaron de inmediato mi atención; además, estaba acompañado de los múltiples dibujos y bocetos elaborados para recortar y reconstruir el auto, que hacían patente que aquel objeto era resultado de un proceso creativo y plástico no sólo minucioso, sino también laborioso y complejo. Otras dos obras que lograron atraparme sin remedio fueron Oval con péndulo y Mesa de ping-pong con estanque. Al igual que La DS, no sólo me parecieron técnicamente impecables y conceptualmente interesantes, pues podía conectarlas con varios textos que había leído sobre el juego, sino que además me encantó que fueran interactivas y se pudiera jugar con ellas. La primera de ellas consiste en una mesa ovalada de billar en la que una de las bolas blancas se sostiene de un hilo de nailon, por lo que al golpearla se obtiene un movimiento pendular; así, el objetivo original se hace imposible de alcanzar y surge un juego nuevo. Algo similar sucede con la Mesa de ping-pong con estanque, conformada por dos mesas de ping-pong colocadas en forma de cruz que tiene un estanque de agua en el centro, lleno de lirios, y en el que es muy difícil que no caiga la pelota. Recuerdo haber permanecido en esa sala más tiempo que en ninguna otra. Aproveché que el museo estaba casi vacío y pude jugar con ambas piezas, lo cual no sólo me resultó entretenido, sino que me pareció fascinante que la barrera de “no tocar” tan común en el arte pudiera romperse y que, al mismo tiempo, yo me volviera parte de la obra mientras jugaba, aún sin proponérmelo. Gabriel Orozco, Mesa de ping-pong con estanque, 1998 Sin embargo, para mí, en aquel momento, eso fue lo más relevante de la exposición, el resto era un conjunto de objetos que carecían de sentido, que estaban a medio camino entre el ready-made y el arte objeto sin lograr transmitir algo con la suficiente fuerza. No entendía su obsesión por la forma circular, o el uso de plastilina en muchas de las obras que se encontraban en una de las mesas del museo, donde se exhibían multiplicidad de objetos de esta índole, o el hecho de que hubiera objetos que sin modificación alguna estaban colocados en alguna forma caprichosa y por ello se les considerara arte. Sobra decir que el reporte entregado a mi entonces profesora consistió en una dura crítica sobre el trabajo del artista xalapeño, al que yo consideraba sobrevalorado y poco creativo; pero, como dije en un inicio, era joven e inexperta y me faltaba mucho por aprender. Mi profesora, después de revisar el ensayo, le puso una calificación favorable y aprobatoria, y puntualizó que, aunque el trabajo estaba bien elaborado, consideraba que mi crítica era corta de miras, pues yo había sido incapaz de ver más allá de la obviedad de la forma, y mi criterio carecía de la profundidad suficiente. Quedé estupefacta ante su comentario y me pregunté cómo alguien podía considerar grandioso a un artista como Gabriel Orozco. Decidí dejar pasar su opinión sin atormentarme por mi supuesta falta de profundidad crítica, pensando que, tal vez, mi profesora sólo se dejaba llevar por aquello que se supone que uno debe ver en la obra, en lugar de aquello que realmente es. Los años me mostrarían mi error. No está de más decir que ese episodio de mi vida pasó y quedó atrás en la memoria de mi etapa escolar, mientras que Gabriel Orozco no abandonaría mi vida así como así, y aquella profesora sería mi asesora de tesis y más adelante –para mi fortuna– mi amiga. Años después de este episodio, cuando ya me dedicaba a la docencia, recibí un regalo de mi ahora amiga y entonces profesora: ¡un libro sobre la obra de Gabriel Orozco![1] El regalo en ese momento se me antojo irónico, pero, viniendo de una persona inteligente y que admiraba, lo acepté con resignación. No está de más decir que tardé algún tiempo en decidirme a abrir el libro y posar mis ojos sobre sus páginas, y ¡qué bueno que lo hice! El libro abrió por completo mi perspectiva sobre la obra del artista. Muchas de las piezas que antes me habían parecido insignificantes tomaron un nuevo giro y se mostraron ante mí maravillosas y profundas. La caja de zapatos siguió siendo en parte un enigma por develar, pero dejó de ser sólo la simple y sin sentido caja de zapatos que había yo observado años atrás, y ahora era algo más. A partir de esta revelación, Gabriel Orozco se ha convertido en uno de mis artistas favoritos y disfruto inmensamente compartir mi experiencia, sobre todo cada vez que alguien se enfrenta al arte contemporáneo y siente el desconcierto que yo viví hace ya más de quince años. La experiencia no sólo me reveló el significado de la obra de Orozco en sí misma, también me permitió la comprensión absoluta de que el arte, sobre todo el arte actual, es un reto intelectual que hay que enfrentar con valor y audacia, y sin temor; por el contrario, hay que abrazarlo como un cómplice que permite desarrollar el pensamiento complejo, en el que no hay verdades absolutas sino nuevas preguntas que nos permiten crecer y desarrollarnos como seres humanos intelectuales y espirituales. Por ello, quiero compartir un poco sobre la vida del artista y una de sus obras que, en la actualidad, es de mis favoritas (en mi primer acercamiento pasó tan inadvertida que ni siquiera estoy segura de que haya formado parte de aquella exposición). Gabriel Orozco nació en Xalapa, Veracruz, en 1962. Creció en la Ciudad de México y estudió en la Escuela Nacional de Artes Plásticas. En 1986, realizó un viaje de estudios a Madrid, España, y a partir de 1990 abandonó la escultura tradicional para experimentar con distintos materiales, situaciones y contextos que encontraba en los espacios públicos en diferentes partes del mundo. Desde mediados de la década de 1990, es considerado uno de los artistas más significativos e indefinible renovador. Se trata de un artista que odia las etiquetas y que carece de un estudio para trabajar, pues su búsqueda radica en transformar cualquier situación en experiencia estética. Reconocido en el resto del mundo, pero desconocido en su tierra natal (al menos hasta hace quince años), Orozco escapa de la definición de “lo mexicano” y sigue escandalizando a la crítica, que siempre espera ansiosa su obra (“Gabriel Orozco”, s/f). Es verdad que, de alguna u otra manera, Orozco está obsesionado por la forma circular, por lo que no es de sorprender que la obra a la que haré referencia obedezca también a esta forma, me refiero a Piedra que cede, de 1992. Se trata de una bola de plastilina que tiene el mismo peso que el artista, y que éste se dedicó a rodar junto con él en su recorrido cotidiano por las calles y las aceras, lo cual ocasionaba que la suciedad y el polvo se adhirieran a la masa, y en ella se marcaran las imperfecciones o los objetos propios del recorrido, como las alcantarillas o la textura del pavimento. Para mí, esta obra es de gran significado simbólico y es la muestra clara del recorrido del artista por el tiempo y por el mundo, por lo que es fácil que cualquier espectador se identifique con ese objeto. Gabriel Orozco, Piedra que cede, 1992 Primero hagamos referencia a la forma circular. Los círculos que estructuran un gran número de esculturas, fotografías y dibujos de Orozco celebran nuestra existencia en un planeta redondo que gira sobre su eje y cumple su órbita en el sistema solar. Entretienen una idea del tiempo que alberga una promesa de renovación constante, a diferencia de aquella que postula un origen único y una sola conclusión posible (Temkin et al., 2005: 128). Así, en Piedra que cede, Orozco hace una metáfora artística de sí mismo. La plastilina es maleable y cambiante, como todos nosotros, y se ve afectada por todo aquello que se cruza en su camino, de la misma forma en que nosotros somos afectados de una manera u otra por cada experiencia y vivencia propia, sin importar cuán insignificantes o pequeñas parezcan. Nunca somos los mismos que ayer, cada instante que vivimos estamos en constante movimiento y cambio, igual que la piedra de Orozco. La magia de la obra radica, en mi opinión, en la capacidad de contener algo tan complejo y tan profundo en una pieza de sencilla ejecución y que a simple vista puede parecernos desprovista de gracia y hasta cierto punto insignificante y sin atractivo. Para mi fortuna, diez años después de su primera exposición en el Museo Tamayo, Orozco fue invitado a exponer de nueva cuenta en la Ciudad de México, ahora en el Palacio de Bellas Artes. Allí tuve la oportunidad de disfrutar otra vez de su obra, pero ahora con nuevos ojos, por lo que resultó una experiencia completamente diferente, como si la obra a la que me enfrentara fuera otra. No obstante, la obra era la misma, y quien había cambiado era yo. Por eso estoy segura de que la obra de arte siempre es distinta, no porque lo sea per se, sino porque, al igual que La piedra que cede, nosotros somos los que siempre estamos en constante cambio y constante movimiento; y es precisamente eso lo que hace que el arte pueda durar para siempre, porque siempre habrá nuevos ojos con los cuales verlo. ♦ ▼ Referencias
GABRIEL Orozco (s/f). En Biografías y Vidas [en línea]: <www.biografiasyvidas.com/biografia/o/orozco_gabriel.htm> [consultado: 27 de enero de 2016]. Ir al sitio TEMKIN, A., et al. (2005). Textos sobre la obra de Gabriel Orozco. México: Turner / Conaculta. MARTÍN, J. C. (2002). Gabriel Orozco [video, 80 min.]. México: Catatonia Films / Producciones X Marca. NOTAS* Licenciada en Comunicación Visual por la Universidad de la Comunicación y maestra en Arte: descodificación y análisis de la imagen visual por el Instituto Cultural Helénico. Posee experiencia docente de más de trece años en diversas instituciones privadas de educación superior, así como un año de experiencia en bachillerato del ITESM.
▼ Créditos fotográficos
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