Mitzi V. Castañeda [**]
La educación patrimonial, como campo emergente y novedoso de la educación, apunta al desarrollo de una pedagogía, pedagogía del patrimonio cultural, definida en la Resolución 5 del Consejo Europeo [1] como una pedagogía activa, que promueve el uso de métodos de enseñanza participativos a través de los cuales se encuentren las múltiples disciplinas involucradas en el conocimiento, interpretación, conservación, preservación y difusión del patrimonio cultural. El patrimonio cultural es un pretexto educativo transdisciplinario que puede, además, ser una herramienta extraordinaria para desarrollar experiencias educativas transversales ricas y creativas. El texto que aquí se presenta responde a esa nueva pedagogía. Su autora, etnóloga, recurre a la creación literaria para desarrollar una vía de acercamiento a un momento histórico y un documento excepcional en los que se muestran la riqueza patrimonial del México tanto precolombino como colonial. Del cuento pueden derivarse distintas actividades de enseñanza aprendizaje tales como: la dramatización, la investigación de fuentes históricas, el periódico mural, la investigación científica, la excursión escolar para la recolección de especies, el coleccionismo y el debate histórico, entre otros. —Me vale, este trabajo es pan comido, me va a salir bien —dijo Javier con una actitud frívola mientras caminaban por el corredor largo y blanco del sótano del museo. —Te pasas de confianzudo, y eso que eres nuevo. ¿Traes rollos extra? —le dijo Paola mientras doblaban en una esquina. —Ajá. Es sencillo, he hecho fotografía mucho tiempo, lo único que cambia es que nunca lo había hecho aquí… Por cierto, ¿qué cosa vamos a fotografiar? No dio tiempo de más explicaciones, a unos pasos se encontraron con el resto del equipo frente a la bóveda: Gloria, la encargada de restauración; Mónica, la responsable del proyecto, y Carlos, el jefe del área de fotografía. Mónica entregó al guardia de seguridad un oficio en el que se especificaba que tenían autorización de ingresar para realizar tomas fotográficas y permanecer hasta las tres de la tarde. Eran las 10, así que había suficiente tiempo. El guardia abrió dos puertas que estaban bajo llave. El ambiente se sintió gélido, y la oscuridad daba una sensación de misterio. Mónica, que conocía el lugar perfectamente, se adentró en la penumbra y encendió las luces: —¿Puedes ver si está correcta la temperatura y la humedad? —le pidió a Gloria, quien se acercó a un aparato a la entrada y comenzó a examinarlo. El cuarto estaba lleno de estantes metálicos, de diferentes tamaños y formas, todos con chapa. Javier estaba sorprendido, pero no quería que se notara su ignorancia. —Uy… cuánta seguridad. ¿Qué guardan ahí? ¿El tesoro de Pakal? —le dijo Javier en secreto a Paola. —Shhhh —ella lo calló, no sin antes reírse en tono burlón. Tenía 18 años y estaba ahí haciendo su servicio social después de una carrera técnica de diseño gráfico que cursó como parte de su bachillerato. Mónica sacó de su bolsillo un manojo de llaves y buscó entre ellas la número 43. Se acercó a un estante pequeño como de treinta por treinta centímetros. —Vayan instalando el equipo fotográfico sobre la mesa del centro —dijo Carlos, a Javier y Paola. Mónica insertó la llave en la cerradura, la giró, pero algo parecía no funcionar. —Estoy segura que es la 43, pero no abre. Lo intentó varias veces. Probó la 34, tal vez se acordaba mal… —Gloria, no me traje la relación de las llaves, la dejé en mi escritorio. ¿Subes por ella? Yo estaba segura que era ésta, pero al parecer no. —Claro, regreso en un momento —dijo Gloria y volteó a ver al guardia para que le abriera. Minutos después regresó con la lista, mientras tanto ya todos habían probado la llave, como esperando que fuera cuestión de suerte y alguno pudiera abrir. Revisaron la relación y, efectivamente, a esa caja le correspondía la llave 43. Llevaban ya intentándolo más de una hora. El equipo fotográfico estaba instalado. —Tendré que consultarlo con Rosita, la restauradora veterana del museo, tiene aquí más tiempo que cualquiera de nosotros y debe saber si esta chapa falla, lo malo es que no vino. No podemos traer un cerrajero, sería un papeleo horrible. ¿Qué haremos don…? —le preguntó al guardia cuyo nombre no se sabía. —…Melitón, me llamo Melitón. Pues yo creo que inténtenlo otro día, si no abre es por algo… tal vez es porque dicen que aquí espantan. —Dejémoslo por ahora. Guarden todo, muchachos —dijo Carlos. Era un paraje árido… el cielo estaba despejado y se sentía aún el frío de la madrugada. Caminó por la vereda. Encontró lo que buscaba. Se detuvo. Cerró los ojos y pronunció en voz muy baja las mismas palabras, ubicado cada vez hacia uno de los cuatro rumbos del horizonte. Esto le hizo recordar cómo hacía tanto tiempo había hecho lo mismo, cuando tenía 20 años, pero iba en compañía de su abuelo, quien le enseñó a “pedir permiso”. Era justo el mismo paraje, pero eso fue antes de tanta muerte… tanta destrucción… el fin del mundo. —Papaloquihuil, antes no había tanta… —se dijo— no era malo cortarla, no lo perseguían a uno. Pero yo tengo permiso. El doctor Martín debía cortar un poco más de la que usaría para un remedio, y recolectar las semillas. Era de las pocas plantas que no tenía en el huerto del colegio en el que ejercía. —Prefiero venir solo… así puedo pedir permiso a los ancestros, aunque lo mejor es que me traiga a mis sobrinos, ya soy hombre viejo y debo seguir enseñando. Continuó recolectando plantas hasta antes de que el sol llegara a la cima del cielo, para no estropear ni su frescura, ni su poder curativo. —Ese joven, Javier, ¿por qué ya no vino? Ni avisó que no quería el trabajo —preguntó Carlos a Paola. —Pues no sé bien… al principio dejó de venir porque le dolía el estómago. Me dijo que se sentía lleno de la panza aunque no hubiera comido. No sé si diarrea o qué tendría. Estaban en la oficina de Carlos preparando el equipo, pues ese día tenían permiso otra vez de bajar a la bóveda. Ya habían perdido demasiado tiempo después del incidente de la chapa. —Eso es por lombrices y se quita masticando habas verdes, que no son las que ustedes conocen, sino unas que parecen más frijoles —intervino la señora de la limpieza, doña Herme, que tenía que vaciar el bote de basura y no pudo evitar escuchar la conversación. —Pásele, doña Herme, y, ¿ese es un remedio casero? —le preguntó Carlos. —Pues sí, pero el muchacho del retortijón ni está, ¿verdad? —No, ya no viene —aclaró Paola. Doña Herme salió del cubículo para seguir con su trabajo. —A mí se me hace que fue algo el día que no pudimos tomar las fotos —dijo Paola—. ¿No dijo don Melitón que el lugar estaba embrujado? Porque qué casualidad que al otro día a él le dolió el estómago, y a mí, la cabeza. O tal vez lo que está en esa caja que no se pudo abrir, está maldito. Carlos, incrédulo, preguntó: —¿A poco tú crees en esas cosas? Mejor apúrate, esas son fantasías. —…para falta de sueño, frotar en la frente tlazolpahtli, una hierba que crece junto a los hormigueros… —Espere, doctor Martín de la Cruz, más despacio, que la traducción lleva tiempo. Corría el año de 1552 y en el patio interior del Colegio franciscano De la Cruz en Tlatelolco, ya sólo quedaban el doctor De la Cruz, médico del colegio, oriundo del lugar, y el instructor de latín Juan Badiano, ambos indígenas. Badiano comentó: —Es ambicioso este encargo de don Antonio de Mendoza, mire que pedirnos un muestrario de plantas con recetas traducidas al latín y cada una con su ilustración en tan poco tiempo. —No, no es ambicioso, vamos a hacer apenas un librito, es sólo una probada de lo que tiene nuestra medicina. Ni se imaginan los alcances de la medicina de los indios, como ellos nos llaman, y ahora nos encargan un recetario elaborado a toda prisa… a ver si así nos dan reconocimiento y dejan de perseguir a todos los que saben. Nuestras recetas son buenas, han servido por muchos años, y mi intención es que se enseñen y se respeten, no es posible que vayan desapareciendo de la memoria como otras de nuestras costumbres. Por cierto, en la primera hoja del libro quiero que vaya una dedicatoria para don Antonio, en la que le pida apoyo para que los jóvenes indios que vienen al colegio tengan más oportunidades de aprender a curar con plantas, los frailes franciscanos no se opondrán. El doctor Martín de la Cruz estaba convencido de que con esta obra captaría el interés de personas con poder de decisión allá en España. Don Antonio la había encargado para mostrarla al príncipe Felipe, que llegaría a ser rey, y eso, en opinión del doctor De la Cruz, debería beneficiar a tantos hombres y mujeres que antaño ejercían el oficio de curar, antes de que los primeros españoles llegaran a desprestigiarlo todo. Con esta pequeña obra pretendía sentar los cimientos para que independientemente del futuro, la medicina española respetara a la mexica y fueran practicadas con la misma validez. —Pero prosigamos —continuó el médico De la Cruz—, para evitar la somnolencia es necesario inhalar e introducir en las orejas el humo que produce quemar los cabellos de la coronilla del paciente, después, tomar las cenizas de una liebre… Concluido el proceso para abrir la bóveda, Mónica toma la llave 43: —Por favor, llavecita, abre. Como si nunca hubiera habido problema, la llave abrió. Mónica se colocó unos guantes de látex, pidió a todos que se pusieran un tapabocas y sacó del interior de la caja un estuche de papel, del cual luego extrajo un pequeño libro con pasta de piel roja ya maltratada. El momento fue solemne. Carlos, Gloria, Mónica, Paola y don Meli estaban en silencio. Con un instrumento de madera plano del tamaño de un lápiz, Mónica abrió la portada y las primeras páginas pues no debía tocarlo. Letras negras, escritura a mano. —Aquí lo tienen: el Códice De la Cruz-Badiano —dijo Mónica—, yo ya lo había visto, pero no completo; tomarle fotos a cada página será interesante. Este ejemplar único se ha llamado códice, pero no es tan correcto porque fue elaborado después de la conquista. Los autores, Juan Badiano, un traductor de latín, y el médico Martín de la Cruz eran indígenas. Bueno, los dejo con él, a ver qué pueden avanzar. Nadie estornude, nadie lo toque, nadie tosa porque así como los documentos antiguos nos pueden contagiar con hongos extraños, nosotros les podemos contagiar un virus. Sólo Gloria puede pasar las páginas. Mónica y don Meli salieron de la bóveda. A falta de fotógrafo, Carlos haría las tomas, así que comenzó a instalar el equipo. Llamaba la atención el preciosismo de la caligrafía: —¿Y qué dice? —preguntó Paola al advertir que no estaba en español. Nunca había visto algo así en su corta vida. —dijo Gloria, mientras cambiaba las páginas al azar para mostrarle una del centro— hay dibujos de plantas, con las que curaban los prehispánicos, cada planta corresponde a una receta que está escrita abajo. Observa qué colores tan vivos, y qué bien representan cada parte de las plantas, es un estilo mayoritariamente indígena, pero se observan rasgos españoles también. —¡Ay, no! —dijo Paola—, ¿hierbas dibujadas?, ¿a mano?, ¿con recetas? Eso debe ser brujería, qué miedo. Mi abuela me dijo que nunca me acercara a cosas de hechizo porque era peligroso. —¡Uy! ¿Qué te puede hacer un libro? Ya no te sugestiones y vamos a trabajar —dijo Carlos, mientras miraba a Gloria en complicidad, como diciendo “qué miedosa”. Paola guardó silencio, pero maldijo en su interior el día en el que había llegado ahí, maldijo el manuscrito. Su abuela le había advertido que hay cosas que no son de Dios. El doctor De la Cruz dictaba pensando minuciosamente los procedimientos: —…para los animalejos que descienden al vientre del hombre, se cuece y se muele, ayocotli o también llamadas habas de la India, no tienen la habitual forma de las habas, sino más bien de los frijoles. —¿Son las lombrices que luego uno expulsa? —preguntó el traductor Juan Badiano. —Esas mismas. En esto, fueron interrumpidos por un joven, uno de los tlacuilos que coordinaba Badiano para realizar las ilustraciones de la obra. Cada planta debía ser representada fielmente, con la forma de las hojas, la textura del tallo, la apariencia de flores, frutos y raíces. —Perdón maestro, el tlayapalom que está sembrado en el jardín no tiene flores y no sabemos cómo pintárselas, aún son botones. —Son rojas, de cuatro pétalos, te voy a poner una muestra —explicó De la Cruz, que era quien conocía todas las plantas en cualquiera de las etapas de su ciclo. Pero hubo otra interrupción más, que no permitió continuar esa tarde. Entró uno de los frailes: —Señor De la Cruz, uno de los alumnos se siente muy mal, tiene que venir a verlo. El médico salió del salón en el acto. Atender a los alumnos debía seguir siendo su actividad principal. —¿Por qué el señor De la Cruz puede curar y otras personas que saben, no? —preguntó el tlacuilo a Badiano cuando se quedaron solos. —Curó una vez a don Antonio de Mendoza cuando era virrey, y hace un año don Luis de Velasco, el actual virrey, le firmó una autorización para ejercer medicina en cualquier lugar de la Nueva España. Ningún otro médico indígena tiene ese permiso. Mejor continúa, con tantas interrupciones no acabaremos en los dos meses que se nos solicita. Al día siguiente de las tomas fotográficas, Carlos descargó las imágenes en la computadora. Ahora, con la tecnología digital, era increíble lo que se podía hacer en la PC con los documentos antiguos. Paola llegó a la oficina y saludó: —Buenos días, perdón por llegar tarde —tenía los ojos muy rojos y se los tallaba. —No hay problema. ¿Qué te pasó en los ojos? —No lo sé, como una irritación, me empezó ayer por la tarde. —Parece como conjuntivitis, deberías ir a un doctor, yo creo que hoy te vas temprano. Vamos a ver las fotos de ayer —Carlos abrió uno de los archivos al azar. —¡No puede ser! ¡La imagen está borrosa! Abrió otro archivo, y otro, y otro. La mayoría de las fotos tenían algún error, o estaban borrosas o estaban descuadradas. Él mismo las había tomado, nunca le había sucedido algo así. —Qué extraño, mira, ahí viene Rosita, no hemos podido hablar con ella. ¡Señora Rosita! —le llamó Carlos desde su escritorio—. Nos está ocurriendo algo muy extraño. No podemos fotografiar un códice. La señora Rosita se acercó a la entrada del cubículo. —¿El De la Cruz-Badiano? —Sí. ¿Cómo sabe? Primero no abría la chapa de su caja fuerte, y ahora las fotos me salieron mal. Ya me parece mucha coincidencia. —No sé qué es —contestó Rosita—, pero una compañera mía, la señora Nati, murió un día después de restaurarlo, hace como 15 años. Doña Nati estaba a punto de jubilarse, ya era grande y padecía del corazón. Ese códice nos lo mandaron del Vaticano en el 91, había que darle una limpiada. Desde que lo vi, pensé que estaba muy bonito y que podría servir para rescatar la medicina tradicional. Pero Nati estaba muy de malas, decía que lo hiciera alguien más, total que lo limpió de mala gana. Tanto se quejaba de ese, su último trabajo, que no pude dejar de relacionarlo con su muerte. Fue un 22 de julio, lo recuerdo bien. Yo pienso que hay que tenerles mucho respeto a esos documentos, son de nuestros ancestros, que de por sí ya sufrieron demasiadas vejaciones en su tiempo, y ahora, hasta a su memoria. Paola, con los ojos llorosos y un tanto asustada, dijo: —¿Ves, Carlos?, yo tenía razón. Ese libro está maldito y ya me lanzó un conjuro, por eso me han de picar los ojos. —Yo sólo les digo que se cuiden… no puedo demostrar que hay relación, pero deben tener mucho respeto hacia ese texto, yo lo he sacado varias veces, sin ofenderlo y no me ha pasado nada. La señora Rosa se fue con un gesto de advertencia, como desaprobando la forma en que Paola se expresaba. Era la hora en la que hacían la limpieza, doña Herme estaba en el pasillo. —¡Niña!, ¿qué te pasó en los ojos? —entró preguntándole a Paola que se tallaba con ganas. —¡Ay, no sé! ¡Ya estoy cansada! —Calor de ojos. No te talles, ni comas nada de chile, ni te pongas al sol. —¿A poco sabe qué tengo? —Sí, mañana te traigo un buen remedio. —Hoy, 22 de julio de 1552, terminamos este Librito de las hierbas medicinales de los indios, que es un ejemplo de la sabiduría que hay en estas tierras. —Espera, hemos trabajado demasiado el día de hoy, necesito preparar más pintura para transcribir el final. A Juan Badiano le entusiasmaba la empresa, pero estaba exhausto. El doctor De la Cruz sabía que no les quedaba mucho tiempo. Aprovechando el receso, se puso de pie y, muy serio, dijo: —No quiero que tanto trabajo sea en vano, no sólo por nuestro esfuerzo, son los conocimientos de los abuelos, es la oportunidad de que las parteras vuelvan a tener credibilidad, que ningún indio sea condenado por utilizar y difundir sus conocimientos. Este libro debe ser usado para bien... maldigo a aquel que dude de su utilidad y espero que siempre sirva para reivindicar nuestra medicina. Juan Badiano continuó el discurso, inspirado por las palabras de su compañero: —Yo dedico esta obra al beneficio de todo nuestro pueblo, de nuestros descendientes. Quienes lo utilicen para mal o insulten la memoria de los ancestros, padecerán las consecuencias que Quetzalcoatl-Ehecatl disponga. De la Cruz cerró los ojos y recitó las mismas palabras que solía decir hacia los cuatro rumbos del mundo cada vez que cortaba una planta para curar. Selló así la intención de ambos y continuaron trabajando. —Te traje un poco de raíz de jaltomate y un morterito para molerla en el momento; si no, no sirve. Doña Herme estaba preocupada por Paola y le llevó el remedio prometido un día antes. —Ay, doña Herme, no se hubiera molestado. Herme utilizó la oficina de Carlos para aplicar la curación. Él estaba revisando las fotos estropeadas. Doña Herme molió un pedacito de raíz en un molcajete pequeño que escondía en su bata azul marino, del uniforme de intendencia. Le indicó a Paola que se recostara en el suelo y le untó la sustancia resultante en los párpados inferior y superior. Estaba en esto cuando le llamó la atención una de las fotos en la pantalla de Carlos, era una de las láminas del Códice De la Cruz-Badiano que mostraba una planta de flores muy azules. —¿Qué dibujo es ése? Son plantas… xaltomatl dice… así le decía mi tía abuela al jaltomate. Ella sí hablaba mexicano, yo nada más entiendo. Pero... la planta de la foto es bien parecida. Tuve que arriesgar un pedazo de mi mata para traerle la raíz a la muchachita. Claro que se parece a la raíz del dibujo, seguro es porque el jaltomate tiene una flor azul como el centro de una flama. Doña Herme siguió revisando la imagen, incrédula. —Y abajo dice calor, ha de ser un recetario porque eso es lo que cura el jaltomate, como el calor de ojos de la muchachita. Paola no podía abrir los ojos, pero se incorporó asombrada. El monólogo de doña Herme atrajo a Gloria y a doña Rosa. Todos se quedaron absortos ante sus deducciones. Paola rompió el silencio: —Por ver ese libro me pasó esto en los ojos. —¡Ay, mija!, ¿pero cómo crees, pues qué dijiste malo de él? —dijo doña Herme. —Pues eso, que estaba embrujado. —Ay, muchacha, pues no sabes en qué te metiste, esto no tiene nada que ver con la brujería, es medicina buena. Anda, puedes abrir los ojos pero no te quites el emplasto. Carlos miró a Gloria y a la señora Rosa. —Esto amerita que doña Herme conozca el original —dijo. Sin más preámbulo, se dirigieron hacia la bóveda del sótano. Después de explicarle a don Melitón toda la historia del malestar de Paola y el conocimiento de doña Herme, él no les pidió oficio para la entrada, les permitió el acceso. Gloria apresuró a sacar la llave 43, que abrió la caja enseguida. Extrajo de su estuche el códice y se lo mostraron a doña Herme. —¿Usted sabe de plantas, doña Herme? —le preguntó Gloria. —Pues sí, me enseñó mi tía paterna. En la colonia todavía hay quien me consulta, por el recuerdo y el respeto que le tenían a mi tía, que era muy buena curando. Doña Herme miró los dibujos, notó que no entendía lo que decían las letras, tomó el códice con ambas manos, cerró los ojos y pronunció unas palabras ininteligibles hacia cada uno de los puntos cardinales. Paola se talló los ojos, pero lo hizo para tratar de quitarse el ungüento, porque ya nada le molestaba. —Acabo de pedir perdón por ti, muchacha, ya te vas a sentir mejor. —Y seguramente Carlos podrá ya tomar sus fotos —apuntó la señora Rosa. —¿Qué quieren hacer con este libro? —preguntó doña Herme. —Pues lo vamos a fotografiar para hacer una publicación y así difundir la medicina indígena —aclaró Carlos. —Mmm, pues eso díganle al libro, y ténganle respeto, se ve muy antiguo y que tiene conocimientos buenos. Todos estaban de acuerdo. Después de las historias que lo rodeaban, lo mejor era considerarlo. —Oiga, doña Herme —preguntó Gloria—, y usted, ¿cómo se llama?, ¿vive por aquí cerca? —Hermelinda de la Cruz López, para servirles, y soy de Tlatelolco. Códice De la Cruz-BadianoEl Libellus de Medicinalibus Indorum Herbis −título que se traduce al español como Librito sobre las hierbas medicinales de los indios−, también llamado Códice De la Cruz-Badiano, Códice Badiano o Códice Barberini, es un tratado de medicina mexica en el que se presentan y describen las hierbas medicinales utilizadas por los médicos mexicas y sus propiedades terapéuticas. Su autor fue Martín de la Cruz, médico tlatelolca, quien formó parte del Colegio de la Santa Cruz y dictó en náhuatl (como en su momento hicieran otros sabios para la obra Historia general de las cosas de la Nueva España de Bernardino de Sahagún), todos sus remedios y saberes herbolarios. El texto fue traducido al latín por el indígena xochimilca Juan Badiano, también estudiante del Colegio de la Santa Cruz. La obra quedó terminada en 1552 y el virrey de Mendoza se la regaló a Felipe II, quien la mantuvo en la biblioteca del palacio El Escorial, en Madrid, España. Tiempo después, fue vendida a Diego de Cortavila, el boticario real, quien al parecer la entregó al cardenal Barberini (de ahí el nombre de Códice Barberini), cuya biblioteca pasó a formar parte de la Biblioteca del Vaticano, donde la obra fue descubierta por Charles Upson Clark en el año 1929. En México, en 1955, Francisco Guerra tradujo el texto al español; y en 1991, el Instituto Mexicano del Seguro Social y el Fondo de Cultura Económica publicaron una coedición en dos volúmenes: uno contenía la edición facsimilar del códice, y el otro, un estudio introductorio y los textos en latín y náhuatl. El manuscrito original no sería devuelto a México sino hasta el año 1990, bajo el papado de Juan Pablo II. Ahora permanece bajo la custodia del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y puede ser consultado en su versión digital, misma que fue presentada en 2009. La importancia de este códice es múltiple. Ofrece conocimientos precisos y amplios sobre la herbolaria mexicana y, con ello, apuntes acerca de la biodiversidad del país. Es un texto útil para médicos farmacéuticos, químicos, botánicos, historiadores, historiadores del arte, editores, geógrafos y lingüistas; y, por su riqueza y aparente sencillez y construcción colectiva (autores, traductores, paleógrafos y editores), puede ser un magnífico pretexto para la enseñanza del patrimonio cultural. La amplia bibliografía dedicada a estudiarlo y comentarlo así lo muestra. ▼ Fuentes
CRUZ, Martín de la, Libellus de Medicinalibus Indorum Herbis, traducido al latín por Juan Badiano y versión del latín al español de Ángel María Garibay, con estudios y comentarios de Alexandre Stols, Justino Fernández, Faustino Miranda y Javier Valdés, Rafael Martín del Campo, Manuel Maldonado-Koerdell, Germán Somolinos, Efren C. del Pozo y Samuel Fastlicht, (2 ts.), México, FCE / IMSS, 1996 (1964). DÍAZ, José Luis, “Plantas mágicas y sagradas en la medicina indígena en México. En: Alfredo López Austin y Carlos Viesca Treviño, (coords.) “México Antiguo”, t. I de la obra Historia general de la medicina en México, Fernando Martínez Cortés (coordinador general), UNAM/Academia Nacional de Medicina, México, 1984, pp. 231-249. PARRILLA Álvarez, Laura, Jardín Etnobotánico, Museo de Medicina Tradicional y Herbolaria, Cuernavaca, Morelos, Semblanza histórica, introducción al museo y catálogo de la colección del Jardín, México, INAH, 2003. NOTAS∗ 2º lugar en el género de cuento en el IV Certamen Literario Palabra en el Viento convocado por el Instituto Mexiquense de Cultura (2009).∗∗ Licenciada en Etnología por la ENAH. Miembro del Seminario de Educación Patrimonial de la Maestría en Pedagogía, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. ▼ Créditos fotográficos
Imágenes de: Martín de la Cruz, Libellus de Medicinalibus Indorum Herbis, México, FCE / IMSS, 1996 (1964), excepto la de las llaves (stock.xchng) y la de habas verdes (Shutterstock). |