La poesía es una señora
EMPASTADA EN VERDE

Etienne Fajardo [*]


Desde niño, la poesía me vuelve loco. El mundo fascinante de los sentidos que se mezclan y se interconectan para crear nuevos significados me parecía una suerte de magia, de arcano creador que contiene al mundo entero al tiempo que lo reinventa. Como profesor, en cambio, no puedo contar el número de veces en las que me he sentido completamente pequeño y frustrado ante la imposibilidad de transmitir a un grupo de jóvenes el placer de las caleidoscópicas palabras. Mis colegas tienen mucha más suerte que yo (suerte es el nombre que algunos dolidos damos al oficio) y logran, con más talento, enamorar a los chavales de otros misterios del universo. En contraste, mis alumnos no pueden ver la hora en que su profesor se calle y deje de intentar llenarles el coco con sinécdoques y onomatopeyas.
    ¿Qué estoy haciendo mal? ¿Qué estamos todos haciendo mal? ¿Es que acaso esa “arma cargada de futuro” nada tiene ya para las nuevas generaciones, hambrientas de inmediatez?


La poesía es una señora empastada en verde

Estoy cierto, por otro lado, de que estos mismos chicos acuden por gusto a abrevar de otras fuentes similares. Hallan, en otras muchas manifestaciones culturales, satisfactores que, si estuvieran presentados en verso y por escrito, les parecerían indigestos. Por ejemplo, les atrae el uso de la rima en el éxito musical del momento. Se admiran ante las metáforas que usa, frecuentemente, la publicidad. Disfrutan descifrar códigos secretos al estilo James Bond. Y son seducidos por las polisemias planteadas en algunas películas bien hechas.

No, estos muchachos no son alérgicos al pensamiento poético, pero yo he sido muy exitoso en alejarlos de la poesía per se. Tal vez, este infame logro no sea del todo atribuible a mí o a mis métodos. Probablemente me ayudó la enorme carga cultural empeñada en solemnizar a los poetas.


—¿Qué es la poesía? —les pregunto a los chicos cuando abordo el tema.


“Expresión”, “sentimientos”, “verso”, “ritmo y rima”. Nadie contesta nunca “un juego”. Y es posible que ahí esté la raíz de mi problema. En mi personal definición, poesía es un juego que consiste en romper las reglas del lenguaje para generar nuevos sentidos. Mis alumnos, sin embargo, están adiestrados en un canon opuesto. Sacaron de algún lado que los poemas sirven para las grandes hazañas, para los amores desmesurados, para las mentes superdotadas o para volcar sentimientos incontenibles.

Son excepcionales los muchachos que se autoperciben como dolorosos profesionales o como genios incomprendidos. Los hay, claro, pero son los menos. La mayoría quiere distinguirse del grupo mediante una cuidadosa estandarización. Ser el más normal de todos para ser, también, el más aceptado. Para ellos, la poesía representa una excentricidad de la que no es prudente darse el lujo.

En preescolar, la poesía aún no se llama poesía, pero el lenguaje es un territorio lúdico y lleno de posibilidades

Para los cachorros de cualquier especie, el juego es la forma en la que descubren el entorno y desarrollan las habilidades necesarias para su vida adulta. Cuando el educando es niño, aprende en la escuela rimas y canciones. Su sentido de lo poético se despierta y disfruta memorizar textos en que la palabra abre las puertas del sonido, del sentido y de la imaginación. En esa etapa, la poesía aún no se llama poesía, pero el lenguaje es un territorio lúdico y lleno de posibilidades. Al niño de preescolar y de los primeros años de primaria, esas aproximaciones, le encantan.

Hay, sin embargo, un momento de su desarrollo en el que sus profesores nos afanamos para que éste “valore la importancia” de Lope, de Quevedo y de Juana Inés de la Cruz. Tapizamos al poeta con fechas, estilos y escuelas, con rasgos estilísticos y con una cosa que, bien mirada es muy divertida, pero cuyo nombre irremediablemente recuerda al de una medicina: la retórica. La sola mención del vocablo produce bostezos. Retórica suena a política. Política, a mentira. Nada, en todo caso, que uno quiera aprender. Al encumbrar la poesía como la más sublime de las expresiones, la condenamos al polvo y al abandono. La subimos a ese altar al que sólo a pocos les gusta trepar, y luego decimos entre sollozos:


—Es que ahora ya nadie quiere leer poemas.


Mejor haríamos en desmenuzar el texto en partes pequeñas y digeribles para despojar a Góngora de esa cara de monografía y dar a los chicos el tiempo de manosear la frase:


…las horas, que limando están los días, los días, que royendo están los años.



Habría que dejarlos paladear el sabor de las aliteraciones, no como un ejercicio de identificación de recursos, sino como un juego puramente sensorial. Permitir que el sentido se revele por sí solo, y únicamente cuando el placer físico de las palabras en los labios ha agotado ya todas sus instancias. Podríamos darles oportunidad de poner música a los dos versos, de hacerlos porra, de convertirlos en un jingle comercial, de bailarlos… en fin, de hacer lo que cada uno de ellos requiera según su particular forma de aprendizaje, para que sea su cuerpo, y no su mente, la que encuentre el esquema de acentos.

Medidas drásticas con la métrica

Pasé muchos años tratando de hacer que mis pupilos aprendieran que un soneto tiene versos de once sílabas. Ellos, disciplinados, las contaban en sus cuadernos y adornaban cada línea con guirnaldas de ondas representantes de cada corte silábico. Luego contaban las curvitas. Luego sumaban una cuando terminaba en palabra aguda. Luego restaban una cuando terminaba en palabra esdrújula. Y así, seguramente, aprendieron a contar, pero el texto les daba igual. Una vez, les pedí que ellos escribieran un soneto, y ¡pobres! Se afanaban infructuosamente tratando de hacer caber sílabas en formatos, como quien resuelve sudokus.

Me pareció que eran imprácticos. Les expliqué que en lugar de fijarse obsesivamente en las sílabas, deberían hacerlo en los acentos. Me ignoraron; los acentos eran aún más difíciles de manejar. Y si todo ese sufrimiento se aplicaba a la primera línea, pensar en catorce era ya una quimera. De rimar, ni hablamos. Ahí aprendí a definir objetivos. ¿Para qué sirve que un chaval haga sonetos? Mi voz interna es implacable:


—Sirve para que disfrute la poesía.

—Entonces —dijo mi otra voz interna— no estás ni cerca de lograrlo.


En otra ocasión, dejé de lado la idea del producto “soneto”. Me concentré en el rítmico patrón de un verso heroico: Ta TAN ta ta ta TAN ta ta ta TAN ta, y sin decir: “Chicos, esto es un endecasílabo”, los dejé aplaudir, tararear, dibujar en el pizarrón o moverse a ritmo. Algunos, sin proponérselo, encontraron que, en el patrón, cabían frases que les eran familiares: “HaBLAndo de muJEres y traiCIOnes…” “El QUE con lobos ANda a aullar se enSEña”. Otros comenzaron a llenar el ritmo con palabras que les venían aleatoriamente a la mente. Incluso, había casos en los que el hilo tenía cierta lógica.

Ayudó también escribir en el pizarrón una serie de bloques léxicos con los que se puede iniciar un verso con tal estructura (los COches…, herMOSa…, ¿por QUÉ parece…? aLUMbra… etc…). Entre cantar, bailar y probar palabras en el relativo desorden del salón de clases, estaba cumpliendo, al menos en parte, mi meta: mis alumnos gozaban de jugar a la poesía. Al final de la sesión, los muchachos pueden componer, sin presión, al menos un par de versos. Enseñarles que lo que hicieron se llama endecasílabo heroico y que se puede usar para construir sonetos, ya es camino cuesta abajo.

En pareja, los alumnos pueden formar diálogos fantásticos, construyendo una frase uno primero y el otro después

Actividades similares pueden realizarse siguiendo diferentes patrones de interacción. En pares, los alumnos pueden formar diálogos fantásticos, construyendo una frase uno primero y el otro después. Podría hacerse en grupos, y mientras alguien reproduce la métrica con las palmas, los demás dicen frases conforme se les van ocurriendo. Si se cuenta con dispositivos electrónicos, es buena idea grabar los ejercicios para que los estudiantes tengan un registro de sus versos endecasílabos. Éstos servirán en etapas subsecuentes cuando el objetivo final sea, ahora sí, escribir un poema.

La máquina de hacer metáforas

No sólo de sonido vive el verso, también de sentido. Y ésa es, al menos para mí, la parte más emocionante de la poesía. No quiero ser, sin embargo, de esos profesores petulantes que esgrimen frente a los niños la verdad inobjetable de “El autor quiso decir…” o “El poema nos enseña…”, haciendo a los niños pensar: “¿Para qué tanto rollo si se podía decir en una frase?”.

Los recursos literarios no sirven para ocultar significados, más bien, para potenciarlos o para hacerlos estallar como fuegos artificiales. Explicar metáforas y símiles me pone en tal predicamento. Revisando a Lorca, digo:


—Los “delantalitos blancos” se refieren a la panza de los reptiles.

—¿Y cómo sabe? ¿Dónde dice? ¿Le preguntó usted al autor?


El sentido figurado es muy sencillo de explicar en la vida cotidiana. Un refrán tampoco causa tanta resistencia. Cuando vemos en la televisión una oficina representada como jungla, o la calle transformada en un videojuego en el que tres autos se desplazan en modo simple, el código cifrado no resulta un obstáculo para la comprensión de los diferentes significados. Pero, nuevamente, basta que digamos lenguaje poético para que una niebla oscura descienda sobre el aula.

Supongo que la palabra metáfora es muy grandota y muy intimidante. Pero combinar sentidos es una habilidad natural para los seres humanos. Los alumnos disfrutan de las analogías, la forma embrionaria de los tropos. ¿En qué se parece una cabeza a una cacerola? Hacer esta pregunta en el salón de clases sin duda llevará a muchas más participaciones que plantear:


—¿A qué se refiere el autor cuando dice “las fichas de tus dedos”?


Activar el pensamiento poético de los pupilos no es tan difícil. Por lo tanto, conviene empezar por ahí mucho antes de atacarlos con glosas y teorías. Además, fomentar la creatividad metafórica de un chico demuestra claramente la utilidad de la poesía en una sociedad pragmática y ayuda a eliminar el mito de que la literatura es una buena costumbre pero que no sirve en el mundo real. Enseñar poesía es enseñar posibilidades, y esa habilidad es la que lleva al ser humano a crear invenciones fantásticas y a resolver problemas imposibles.

Reparto entre el grupo tarjetas con sustantivos al azar: mayonesa, ventana, almohada, semáforo, ratón, kleenex, foco, iPhone, balón, tortuga… Los alumnos caminan por el salón y encuentran un compañero con el cual trabajar. Una vez en pares, comparan sus tarjetas. Cada pareja debe hacer una lista con la mayor cantidad de cosas en común entre los dos objetos descritos en su tarjeta. Es válido ser disparatado. Por ejemplo: La mayonesa y el ratón tienen en común que son blancos, que se pueden meter en los rincones, que son difíciles de asir, que el pelaje del ratón brilla como la mayonesa… En algunas ocasiones necesito ayudar a los alumnos a empezar.

En general, vivimos bajo la dictadura de los lugares comunes. Un niño podrá fácilmente comparar los ojos con las estrellas o la sonrisa con las perlas; está adiestrado por la cultura pop para ello. Sin embargo, nadie le ha dicho que también se vale describir al esquivo ratón del laboratorio como si fuera la resbaladiza mayonesa. Al darle una oportunidad de hacerlo, le abrimos una autopista hacia el pensamiento creativo y lo ayudamos a liberarse del deber ser.

Los chicos pueden, después, comparar sus listas. Comentamos juntos los resultados. ¿Por qué describir su celular como si fuera una ventana? ¿Qué dice de él? ¿Qué sentidos le aporta? ¿Qué significados nuevos hay? Ahora sí es pertinente preguntar, ya no qué significan los delantalitos blancos de los lagartos lorquianos, sino ¿por qué el poeta utiliza esa metáfora? ¿Qué gana?

Quizá la pregunta que deberíamos hacernos, cada vez que un poema aparece en el libro de texto es: ¿Y yo qué gano? ¿Para qué enseño poesía?

NOTAS

* Maestro en Literatura y Creación Literaria y coordinador de Cultura e Innovación en la Escuela Tomás Alva Edison.
Créditos fotográficos

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