Destrenzar los claroscuros:
JUAN RULFO, APENAS CIEN AÑOS


Gerardo de la Cruz[*]

“La vida no es muy seria en sus cosas” fue lo primero que publicó, una exploración de la angustia por la muerte, un relato “del tipo naturalmente que el escritor suele querer olvidar, ‘lleno de crepúsculos de fuego y cosas por el estilo’”, se dijo. Por esas fechas, en los tiempos muertos de la burocracia, intentó escribir una novela sobre la soledad en la ciudad, pero la desechó porque le resultaba “muy retórica, con muchas divagaciones”, declaró a Jorge Ruffinelli (2010: 334). Luego Efrén Hernández, compañero de letras y escritorio burocrático, le sonsacó un fragmento que se publicaría, tiempo después, en 1959: “Un pedazo de noche”, más otros tantos cuentos. Contra el propio parecer del autor y de la crítica –porque ésta sí es muy seria en sus juicios–, se trata de dos joyitas en bruto que, es cierto, no daban para vislumbrar la revolución literaria que suscitarían El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo.



I. Me acuerdo, Juan[1]


¿No se esfuman todos los encantos
al simple contacto de la gélida filosofía?


JOHN KEATS



Acuérdate, fue a finales de 1985. El fantasma del terremoto de septiembre dominaba la Ciudad de México, con todos sus muertos a cuestas y una sensación de desgracia que se prolongaba a la vista por las calles de la ciudad desvanecida. Los domingos, cuando regresabas de casa de la abuela veías desde el auto, como en una película, esa ráfaga de cascajo de lo que alguna vez fue el multifamiliar Juárez; el hospital del Centro Médico Nacional, con tanto niño sepultado en sus cunitas, con tan poquitos renacidos de entre los escombros. O la vieja casona de alguien que lo habría perdido todo antes de entonces; viviendas, comercios, edificios de a montones heridos por la sacudida en puertas y paredes, ventanas marcadas por las cicatrices del temblor. Pero no, no fue en el 85, acuérdate, sino unos meses después de aquel septiembre funesto para México que se nos murió Rulfo. Lo que son las cosas. Él, que lo presagió en “El día del derrumbe” —¿no fue el veintiuno de septiembre el mero día del temblor?—, vino a empezar a morirse en serio, a desmoronarse junto con esta ciudad de México que tanto lo agobió.



Y dice Arturo Azuela, que tanta querencia te había, Juan:

—“Muchas tardes camina por la avenida Insurgentes, a unas cuantas cuadras de su casa en el sur de la ciudad de México. Camina con despreocupación y habla muy bajo, como la gente de su pueblo de Jalisco. Visita con frecuencia las librerías de su colonia y compra discos o casetes. Además de la fotografía —Juan Rulfo es un artista de la cámara—, se puede decir que en los últimos años su última gran afición, la música clásica, lo ha transformado en un musicólogo. Con sencillez, sin pretensiones de ninguna especie, habla de tal partitura de Bach, de tal concierto de Mozart o de los extraordinarios aportes de Gustav Mahler” (1991: 71).



Pero cómo te vas acordar de aquel 7 de enero de 1986 si apenas eras un niño y estabas en todo y en nada cuando los diarios anunciaron la muerte del laureado Premio Nacional de Literatura 1970 y Príncipe de Asturias de España 1983, Juan Rulfo, en primera plana. Ese mero, el que escribió la novela de la película viejita donde salía el señor que le gustaba a tu hermana y que también se llamaba Juan, pero en inglés: John; no Rulfo: Gavin.



Es que este Juan ni era Juan ni era Rulfo así, a secas. A decir suyo, por nombre completo le habían impuesto el de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno:

“Me apilaron todos los nombres de mis antepasados paternos y maternos, como si fuera el vástago de un racimo de plátanos, y aunque siento preferencia por el verbo arracimar, me hubiera gustado un nombre más sencillo” (Soler, 1977).

Eso decía, sería cierto.



“Un nombre más sencillo” —como Juan, a secas—, para terminar llenándose de Juanes en su vida, que al cabo todos tus hijos (Francisco, Pablo, Carlos, excepto Claudia) y algunos amigos se llamaron, siguen llamándose Juan. Otro Juan (Carlos) recuerda a Juan:

—“Yo quiero mucho a Juan Rulfo. Nos apreciamos mucho mutuamente —decía Onetti por entonces—. Pues, cuando me encuentro con él, que suele ser en congresos, nos decimos: ‘¿Qué tal estás Juan?’, y él me dice, ‘¿Qué tal estás tú, Juan?’, y él se sienta con su Coca-Cola, y yo con mi whisky, y nos pasamos horas sin decirnos nada” (Domínguez y Gilio, 1993: 160).



Te digo que sí, ya sabías quién era esa almavieja porque a tu hermano le habían dejado el “se-van-a-leer-Pedro Páramo” en la escuela el año pasado, aquel del temblor, y porque le dedicaron, otra vez, algunas páginas en el Excélsior, que se leía en casa de tu abuela, todo por el treinta aniversario de la citada novelita. Pero no sólo lo conocías por las portadas de sus libros, tenías idea de haberlo visto en televisión, con ese gesto de úlcera incurable. Quizá lo vimos en televisión. O no, y esto que cuento es una falsa memoria de mí hablando de ti, Juan, como si fuera yo. Qué importa, lo que recuerdo es que me entró mucho sentimiento porque te había visto y me parecía una consecuencia lógica que a ese señor famoso y sombrío que tanto invocó a la muerte, la Muerte se lo llevara después del derrumbe para sumarlo al ejército de ánimas descastadas que recorrían la ciudad sin sosiego, llena aún de luces navideñas, sin saber a ciencia cierta qué les había ocurrido.

El Llano en llamas, compuesto de diecisiete relatos y publicado en 1953, y la novela Pedro Páramo, publicada en 1955, son los dos grandes trabajos de Rulfo como escritor


Sentí tristeza también porque no sabía, como lo sabemos ahora y lo padece cada uno de los personajes tuyos, Juan, que la vida es una cadena de tragedias. Que hubiera muerto Rulfo no significaba nada, ni para mí ni para nadie. Que hubieras muerto después del derrumbe era una circunstancia tan natural como que ahora, al recordarte en este aniversario de nacimiento, antes que tu vida, me venga a la cabeza tu muerte y la de tus mayores. Porque Juan, siendo sinceros, desde que apareció El Llano en llamas no estás difunto, lo sabes y lo confirmaste cuando te apersonaste con tus historias de ánimas aferradas a la memoria, a lo que ya no es pero sigue siendo, en esos lares que sube y baja según se va o se viene. Por eso también resulta lógico que te adentres en estas páginas a la manera de Juan Preciado cuando fue a Comala en busca de su padre, un tal Pedro Páramo, vivo y muerto al mismo tiempo.



Tal vez ocurra como dices que les pasa a los escritores con su obra, Juan:

“Conforme se publica un cuento o un libro, ese libro está muerto; el autor no vuelve a pensar en él. Antes, en cambio, si no está completamente terminado, aquello le da vueltas en la cabeza constantemente: el tema sigue rondando hasta que uno se da cuenta, por experiencia propia, de que no está concluido, de que hay algo que se ha quedado dentro; entonces hay que volver a iniciar la historia…” (1980: 2).

Siendo que no eres cosa terminada sino obra en construcción, a uno le anda dando vueltas la cabeza sin saber, precisamente, hacia dónde quiere llegar.



Luego seguimos con nuestras cosas de niño que se resiste a dejar la infancia y poco después, años, trompiqué contigo como caballo ciego, pero esta vez no fue por casualidad sino porque la maestra de Literatura usaba de guía a Seymour Menton y El cuento hispanoamericano, y así nos endilgó un chorro de cuentos hasta que llegamos a “¡Diles que no me maten!”. Esto tenía la escuela, esa gran bondad de acercarte lecturas y autores que, a la buena o a la mala, podían modificarte la percepción del mundo, enriquecerla, ampliarla. Lástima que a ti, Juan, no te tocara alguien como Martita, porque a mí eso mero me pasó con el libro de Menton que ella nos dosificó a lo largo del año escolar, fue el vehículo para llegar a ti como se llega a un punto muy esperado y luego no sabes qué hacer. Así fue el encuentro formal con tu obra tras la lectura obligada; aunque también lectura obligada fue Pedro Páramo, allí intervino mi hermano y su mala cabeza: “¿Para qué lo lees? Mira, aquí este señor lo explica todo”… Y ahí me tienes leyendo al señor ése como si fuera la Biblia para evitarme los predicamentos de Juan Preciado, sin habernos siquiera presentado.



Reviso El cuento… y el remate del comentario a “¡Diles que no me maten!”, que hoy resulta algo hueco, ininteligible, incluso trivial en cuanto a lo que dice de ti, Juan, quesque eres “uno de varios autores transicionales (hacia un neorrealismo) en cuyas obras se reconcilian los temas nacionales y la técnica experimental” (Menton, 1986: 408). Qué bien que se pongan las letras de Rulfo en el marco de la historia literaria del siglo XX, pero seamos honestos: hablamos de una obra que ha cruzado las fronteras de la geografía, del tiempo, que lo mismo inquieta en China que en Turquía. Un clásico contemporáneo, pues. ¿De qué sirve hablar ahora del criollismo, del realismo, del cosmopolitismo, si no puedes explicar la ojeriza que un señor le tiene a otro que ni siquiera conoce, nomás porque mató al padre que no conoció? “Por caridad”, ruega a su hijo el anciano Juvencio antes de que lo afusilen. “Voy, pues”, dice desganado Justino –y la respuesta llega de golpe cuando mis ojos se cuelgan de uno de los muchos subrayados al cuento–: “Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó” (1999: 170).



Cómo, cuánto sigue asombrando la sencillez con la cual concluye esa venganza el hijo de don Guadalupe Terreros. La tragedia de un hijo que debiera significar la tragedia de otro hijo. Pero no, para Justino el viejo Juvencio no es más que una carga. Mira si no: “Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía”, cuentas. Luego Justino echa sobre un burro al fardo en que se ha convertido su padre y echa a andar, le dice que su nuera y sus nietos “creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote, cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron” (1999: 171).

La venganza, justificada o no, es un acto de justicia, legítimo o no. Quizá la muerte de tu padre no tuvo ni justicia ni venganza, pero tú, Juan Rulfo, te procuraste ambas cosas a tu modo.



“¡Diles que no me maten!” llegó a mis manos otra vez, con los otros dieciséis cuentos hipnóticos de El Llano en llamas, encadenado a Pedro Páramo y varios textos más: “Un pedazo de noche”, que siempre miran de ladito por ser la novela que no fue, y “La vida no es muy seria en sus cosas”. Me dio ternura y miedo al mismo tiempo, Juan, e iba del asombro a la conmoción, ese estado de epifanía que el Gabo experimentó cuando te leyó por vez primera. Y yo siento como él.

—“He querido decir todo esto para terminar diciendo que el escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros—reconoció García Márquez (2010: 452)—, y que por eso me era imposible escribir sobre él, sin que todo esto pareciera sobre mí mismo. Ahora quiero decir también que he vuelto a releerlo completo para escribir estas breves nostalgias, y que he vuelto a ser la víctima inocente del mismo asombro de la primera vez. No son más de 300 páginas, pero son casi tantas, y creo que tan perdurables, como las que conocemos de Sófocles”.

Por algo eres un escritor imposible. ¿Cómo un hombre había logrado hacer lo que hizo Rulfo en una novelita de 120 páginas, con tamaña letrota, en un libro tan delgadito? Encontró su camino, declaró; te leyó y salió del atolladero. Tuvo suerte de encontrarte y la inteligencia de seguirte. Y cuando lo cuenta García Márquez me recuerdo, Juan, examinando ese volumen de Obras del Fondo de Cultura Económica incrédulo, buscándole más cuentos, más páginas, señas de La cordillera inacabada, de los Días sin floresta, esas páginas tuyas imperfectas y malogradas, según tú, porque nos parecía que en cada línea había mucho de magia y cosa imposible. La idéntica e imposible magia que su autor despertaba.



Que Rulfo es un escritor imposible, o mejor dicho, impensable. Impensable que un autor elabore en dos libros, que en conjunto arañan las trescientas páginas, una obra tan íntima y vital, tan mexicana, tan universal al mismo tiempo, y quizá sea tiempo de leerlo sin pretender explicar la realidad mexicana, al margen de la biografía del autor, porque eso pretendías en tus textos, marginarte, y todo lo demás sólo existe como referente de tu geografía fantástica, tu imagen de la condición humana, por más violenta que sea, por más cruel que se le presente.

Es impensable que un autor de tu talento, Juan, que de verdad rebulló las entrañas de la muerte y le sacó vida para rato, optara por la perfecta vocación del silencio. ¿Cuánta vanidad, cuánta humildad hay en ello? Cuántas páginas ociosas, incluidas las mías, se han escrito en torno a Rulfo, en homenaje y explicación de uno mismo. Cuántos pertenecemos a esa especie que no concibe a un autor como tú, Juan, a un José Gorostiza, a un Julio Torri. “Emily Dickinson creía que publicar no es parte esencial del destino de un escritor –señaló Jorge Luis Borges (2010: 454)–. Juan Rulfo parece compartir ese parecer”… Y ya ves, incluso Borges recoge este reproche universal que te perseguirá hasta los infiernos de la Media Luna.



Nunca un escritor fue tan asediado en espera de su próxima novela: La cordillera, que ahora dicen que dicen que sí llegó, pero no estaba a la altura y te la llevaste antes de que pudieran siquiera revisarla, “porque hay en la novela demasiada sangre”. Asedio en espera de Días sin floresta tu próximo volumen de cuentos, en pausada corrección, que también se dice que hiciste, pero nunca terminaste de corregir, o tal vez sean “La herencia de Matilde Arcángel” y “El día del derrumbe”, que incorporaste en posteriores ediciones a El Llano en llamas. Tampoco nunca un autor fue tan cuestionado sobre la paternidad de su propia obra, porque pariste en solitario, solo, esa compleja originalidad que descansa en la irrefutable poesía de tu estilo…

“Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón” (1999: 174).

… porque resulta impensable que él solito, sin ayuda, solo en solitario, hubiera creado el universo de Luvina, de Comala, con tal concisión anecdótica, con semejante seguridad en el dominio del habla del pueblo y las formas literarias; con personajes tan irreales y verosímiles a un tiempo.



Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno


Y dicen, no uno sino varios, que el mejor personaje de Juan Rulfo es Juan Rulfo, tu imagen pública sumada a tu silencio, como un Frankenstein de ti mismo. Quién sabe. La verdad es que Pedro Páramo sigue ahí, desmoronándose como un montón de letras, y tú ya no estás y sí estás, porque no se cansa uno de indagar en torno a tu persona, de cuestionar incluso a las paredes, porque en la Casa de la Cultura Juan Rulfo de Sayula las paredes hablan, sábete que allá “a las 11:30 horas del 24 de mayo de 1917 –dicen desde tu acta de nacimiento–, ante mí, teniente coronel Francisco Valdéz, presidente municipal y encargado del Registro Civil, compareció el ciudadano J. Nepomuceno Pérez Rulfo, casado, agricultor de 28 años de edad, originario y vecino de esta ciudad y expuso que en la casa número 32 de la calle Francisco I. Madero nació en tercer lugar, a las 5 de la mañana del día 16 del actual, el niño que presenta vivo, a quien puso por nombre Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno. Hijo legítimo del exponente y de su esposa María Vizcaíno Arias, de 20 años de edad. Sus abuelos paternos Severiano Pérez Jiménez y María Rulfo y maternos Carlos Vizcaíno y Tiburcia Arias” (Munguía, 2010: 470).



No dejaron de machacarte, Juan Rulfo, por ese carácter reservado y renuente a los reflectores, tan tirado de plano a la tristeza. Yo creo que sí, que eras tan sombrío porque quizá naciste “a medianoche, en un barco que iba de San Gabriel a Sayula, pasando por Apulco, Jalisco, en plena travesía” (apud García Bonilla, 2013: 58).



Así reza el acta. Que habías nacido en el pueblo grande, y no en el chiquito que ni en los mapas figura, “Apulco, allá en Jalisco, el 16 de mayo de 1918; pero enseguida nos fuimos a San Gabriel” –aunque ya dijo el acta de nacimiento que fue en el 17, allá en Sayula–. Acuérdate, Juan, fue en el 18 que te bautizaron, quizá de ahí la confusión. ¿Y qué clase de pueblo es ése llamado Apulco?

“Un pueblo aislado y por eso lo saquearon y quemaron varias veces las bandas alzadas. Era peligroso vivir allí y fue por eso que mis padres decidieron ir a San Gabriel. San Gabriel, donde pasé toda mi infancia, era un pueblo grande —de unos siete mil habitantes— y allí estaba la escolta militar” (apud Ruffinelli, 2010: 332-333).

Y tus verdades a medias frente a tanto lío geográfico:

“Lo que pasa es que es un pueblo perteneciente a San Gabriel, a su vez es del distrito de Sayula, y como es un pueblo que no aparece en los mapas, no figura en los mapas, siempre se da como origen la población más grande… Era un pueblo en una barranca, con calles torcidas todas, empinadas. Mi abuelo construyó en realidad casi todo el pueblo, el puente sobre un río, la iglesia también. Él fue el autor de la construcción de esa iglesia y, la realidad, mi abuelo creó el pueblo” (apud Soler, 1977).

Como creaste Comala y Luvina sobre los vestigios de Tuxcacuesco, donde bien sabes que está Apulco. Total, si la cosa no es como aparenta, sino como yo lo siento…



Fueron tiempos difíciles, Juan. Tu abuelo Carlos Vizcaíno murió cuando tenías cuatro años, y tenías seis cuando asesinaron a don Cheno, tu padre.

“Tú sabes, después de la revolución quedaron muchas gavillas. Mi padre tenía autorización para confirmar del obispo de Papantla, pues en tierras agitadas podían delegar ese sacramento en los seglares. Recaudaba el dinero de las confirmaciones y lo daba a los curas. Regresaba de una gira cuando fue asaltado y muerto por los gavilleros. Tenía treinta y tres años” (apud Benítez, 2010: 547-548).

No, a tu padre le tendieron una celada. Por dos pesos. Un tal Guadalupe Palacios Nava lo acribilló, según los periódicos de la época. Y mira qué curioso, por razones similares Guadalupe Terreros perdió la vida y Juvencio se vio a salto de mata hasta que le diste muerte y el derecho de que lo velaran, Juan, tú que jurabas que no había una sola página autobiográfica en lo tuyo.

“Nunca cuento un cuento en que haya experiencias personales o que haya algo autobiográfico o que yo haya visto u oído, siempre tengo que imaginarlo o recrearlo, si acaso hay un punto de apoyo. Ese es el misterio, la creación literaria es misteriosa, pero el misterio lo da la intuición; la intuición misma es misteriosa, y uno llega a la conclusión de que si el personaje no funciona, y el autor tiene que ayudarle a sobrevivir, entonces falla inmediatamente” (1980: 16).



Eran más o menos los años de la rebelión cristera en México, la Cristiada que la llaman, de cuando los presidentes no toleraban a la Iglesia, tercos con cerrar los templos y perseguir a los que oficiaban y asistían a misa. Hasta que unos y otros se cansaron y se hicieron de armas para combatir las afrentas que se hacían. Y el gobierno terco con la Iglesia, dizque por mandato de la Constitución. No se dejaron ni los curas ni los fieles, cómo habrían de hacerlo, y más allá en Jalisco que son muy bragados. La cosa se puso violenta, fea como quien dice, y aunque los Rulfo se dieron maña para escapar de la Cristiada, no pudieron escapar del estado de violencia.

“Casi se puede decir que los primeros años en que vino la rebelión y todas esas cosas yo salí de ahí, entonces siempre de alguna manera hubo apaciguamiento ahí, eran lugares tranquilos. Pero el hombre no lo era. El hombre traía ya una violencia retardada, como dijéramos. Era de chispa retardada. Era un hombre al que podía surgirle la violencia a cualquier instante y es que traían todavía los resabios de la revolución, venían con ese impulso que les había dejado la revolución y aún querían ellos seguir. Les había gustado, pues. Les había gustado el asalto, les había gustado el allanamiento, la violación, la violencia. Y traían el impulso. Entonces se encontraba uno con hombres aparentemente pacíficos, con personas que no aparentaban ninguna maldad, pero por dentro eran asesinos. Era gente que había vivido… pues muchas vidas, con una larga trayectoria de crímenes detrás de ellos” (apud Soler, 1977).



Tú no traías crímenes, pero cuántas muertes de esa violencia que venía de atrás; tu padre, tus tíos, y antes a tu abuelo por vía materna, don Carlos, que a decir tuyo Pedro Zamora desgració cuando lo colgó de los pulgares. No murió, pero perdió los dedos. Sería por ahí de 1915 y hablábamos del 23, cuando ajusticiaron a tu padre y la tristeza terminó llevándose a don Severiano Pérez, el padre de tu padre, y de refilón a María Vizcaíno, tu madre, en 1927.

“Mi madre murió cuatro años después. Entretanto mataron a dos hermanos de mi padre. Luego, casi enseguida, murió mi abuelo paterno. Murió de tristeza porque al que más quería era a mi padre, su hijo mayor. Otro tío mío murió ahogado en un naufragio, y así, de 1922 a 1930 sólo conocí la muerte” (apud Benítez, 2010: 548).



La rebelión cristera tuvo un golpe de luz en tu vida cuando Ireneo Monroy, el cura de San Gabriel, se fue de alzado. La parroquia se convirtió en cuartel y su biblioteca vedada terminó en casa de tu abuela, tan devota.

“Para él [el cura de San Gabriel] todos los libros estaban prohibidos… Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Sitting Bull, todas las historias de Buffalo Bill y Dick Turpin… Emilio Salgari y todo eso” (Fuentes, 1983).

Antes de entrar de interno al Instituto Luis Silva de Guadalajara, que mudó de escuela a orfanato. Eso fue en tu plena infancia, cuando tu madre aún vivía y luego ya no. Cuando quedaste huérfano y te quedaste solo con tus hermanos, que al final te abandonaron allá, Juan, en esa especie de correccional donde lo único que aprendiste fue a deprimirte, lo cual es cierto y no, porque ya habías encontrado refugio en la lectura, en escritores como Knut Hamsun.

“Tenía unos catorce o quince años cuando descubrí este autor, quien me impresionó mucho, llevándome a planos antes desconocidos. A un mundo brumoso, como es el mundo nórdico, ¿no? Pero que al mismo tiempo me sustrajo de esta situación tan luminosa donde vivimos nosotros –este país tan brillante, con esa luz tan intensa. Quizá por cierta tendencia a buscar precisamente algo nublado, algo matizado, no tan duro y tan cortante como era el ambiente en que uno vivía” (apud Sommers, 2010: 517).



Eso del refugio nunca lo dijiste tú, quizá porque fueron “años de aprendizaje”, diría José Luis Martínez; porque la lectura se convirtió en forma de vida, antes que la escritura. Todos dicen eso, que Rulfo leía cantidad, cosa de no creer. Rinde a tal efecto testimonio Fernando del Paso (2015).

—“Quien nos hubiera visto, a veces tan serios, habría pensado que nomás hablábamos de literatura. Y sí, claro, platicábamos de Knut Hamsun y de Faulkner y de Camus y de Melville, todo revuelto. De Conrad, de Thomas Wolfe, de André Gide. Nunca conocí a nadie que hubiera leído tantas novelas. ¿A qué horas las leías, Juan? Se me hace que a veces hacías trampa. Pero también —te decía— ¿te acuerdas? Nos dedicábamos al chisme como dos comadres, ni más ni menos. Y a veces, de pronto, tú te ponías a hacer literatura sin darte cuenta. Te ponías a contarme historias que yo no sabía si eran ciertas, o si eran puras invenciones. O si se iban volviendo ciertas cuando las estabas inventando. Me acuerdo muy bien, Juan, muy bien, como si te estuviera oyendo”.

Muy en el fondo o muy en la superficie, cuando hablamos de los otros hablamos de nosotros mismos, quién sabe desde lo alto de qué piedra. Aunque yo traiga a cuento a Del Paso, y Fernando hable de ti, y tú con él hablaras de Knut Hamsun, al final se trata de lo mismo, de nosotros, porque esas lecturas, esos escritores cogieron un puñado de tierra húmeda y moldearon el barro. Claro, contigo no escatimaron.



Que Knut Hamsun, que William Faulkner, que María Luisa Bombal, que Mariano Azuela, que los cronistas… Todos dejaron un tanto en ti, pero una cosa es tu obra y otra bien distinta tus lecturas, quede claro que tu obra es tuya. Y justo Reyes (1989: 448-449) lo vio con claridad.

—“Todos, por suerte, tienen ya noticia de los dos más nuevos valores con que cuenta nuestra novelística; Juan José Arreola y Juan Rulfo –señaló de manera casi telegráfica–. En la fantasía de aquél hay mucho sentido mexicano; en el realismo mexicano de éste, hay mucha fantasía. Sus obras: Arreola: Varia invención, 1951; Confabulario, 1953; La fiesta, novela en preparación. Rulfo: “Talpa”, contratada para el cine por “el Indio” Emilio Fernández; El Llano en llamas, 1953; Los murmullos, en preparación, título provisional. Influencias (conscientes o inconscientes): veinte y tantos siglos de literatura”.

Corrijo la nota, el proyecto de “Talpa” se hizo, pero con Alfredo B. Crevenna; con El Indio iba a cuajar Paloma herida, que se filmó en 1962, una afrenta de sangre que termina en venganza, ¿raro? En lo demás no erró don Alfonso al leer las tentativas de tu novela, Juan. Apenas habías publicado unos fragmentos, y ya semblanteaba bien que nuestra narrativa tomaría otro rumbo. Le quedó corto el pronóstico.


II. Un pasmoso haz de luz


Había en el cielo una vez un arco iris
estremecedor; hoy conocemos su urdimbre,
su textura; forma parte del aburrido
catálogo de las cosas vulgares
.

JOHN KEATS



Un día la crítica encontró un haz de luz pasmoso, lleno de claroscuros trenzados como los hilos de un sarape. Se llamaba Pedro Páramo, o Juan Preciado, o Lucas Lucatero, o Damiana Cisneros (“¡…ana… neros…! ¡…ana… neros…!”), o Juan Rulfo …ulfo… Traía una cauda de historias que venían ¿de dónde? Y viendo que esto era tan imposible como impensable, la crítica se propuso destrenzar sus hilos…



Quita esa cara de limón agrio, Juan Rulfo, quítala. Es culpa de ese numen que al hablar de ti, termina presentándose siempre el fantasma de Arreola (“¡existes, cabrón diablo!”). Cosa del destino que su historia y la tuya se fundieran como una moneda. Es lo que es y ambos venían juntos, uno como colgado del brazo del otro, o al menos eso se creía:

—“Tanto Arreola como Rulfo, paralelas que en momentos llegan a tocarse, señalarán –y el futuro empieza a hacerse presente– las más viables direcciones que entre nosotros puede seguir el cuento: la fantástica y la real” —fue Emmanuel Carballo (1954:32), su paisano, el primero en evidenciarlo.

Diez años después, la apreciación de Carballo se confirmaba:

—“Hasta hace muy poco tiempo” —juzgó Rosario Castellanos (1966: 68)— “no era posible leer una página de prosa narrativa sin preguntarse inmediatamente quién de los dos antagonistas era el modelo del autor: Juan Rulfo o Juan José Arreola. Si sus personajes deliraban de hambre y de sufrimiento o si se entregaban al libre juego de la imaginación. Si nos ponía enfrente una pétrea esfinge campesina o nos dibujaba en el aire una figura ligera e inaprehensible. Si nos entregaba una víscera sangrante o una piedra cuidadosamente pulida. Si se afiliaba, en fin, al realismo mágico o a la fantasía pura”.



Juan José Arreola y Juan Rulfo



La comparación iba acompañada del diagnóstico:

—“A Rulfo lo estimula preferentemente la vista. La naturaleza y sus ocupantes, estáticos o dinámicos, ejercen sobre él hechizo benéfico. Paul Morand definía el tipo visual, su tipo, diciendo: ‘me cuesta menos trabajo ver que pensar’. Si a este estímulo añadimos el emotivo, formamos el cuadro de incitaciones que sirve de inicio a los cuentos de Rulfo” —Carballo (1954: 28-29), el más entusiasta destrenzador de entonces, dictaminaba.



“Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo” (1999: 142).



—“Rulfo es un cuentista monocorde y espontáneo que al actuar sobre un mundo angosto e idéntico en todas sus partes forzosamente tiene que repetirse, supliendo la prisión a la que lo reduce el espacio con una profundidad sin barreras” —repite Emmanuel Carballo (1954: 29) en cada ensayo sobre Juan.

Y Rulfo condesciende unas palabras:

“Para mí el cuento es un género realmente más importante que la novela, más difícil que la novela, porque hay que concentrarse en unas cuantas páginas para decir muchas cosas, hay que sintetizar, hay que frenarse; en eso el cuentista se parece un poco al poeta, al buen poeta” (1980: 17).



Los destrenzadores no descansan, lo ven todo y no ven nada.

—“Rulfo adivina el alcance de las palabras en boca del campesino y, además de explotar en su provecho la tradicional riqueza del habla circunscrita a labios torpes aunque no carentes de malicia, sabe adaptar a su régimen expresivo los giros y las significaciones de tales fórmulas maduradas por el tiempo y atávicamente vivas en el trato diario de la gente”.

¿Eres tú otra vez, Emmanuel, el que no deja de hablar? No, es la recia voz de Alí Chumacero (1955: 25), que destrenza el horizonte y no se apaga:

—“El buen uso, cuando no el abuso, de esas frases lo lleva a elevar a dignidad artística lo corriente, aquello que en el recodo de un camino se deja oír sin más propósitos que señalar una cosa por su nombre o recordar un hecho pasajero. Como muy pocos de los escritores que han desmedido su entusiasmo por redimir el habla popular, Juan Rulfo capta con probidad e inteligencia los matices favorables a la creación de su obra”.

Pero la novela, “la novela es otra cosa –dijo Chumacero ahí mismo–. En ella no valen idénticas armas”. Fue de los primeros en destrenzar con tijeras el haz de luz pasmoso, señalando la falta de estructura en tu novela. El problema que habría significado para él editarla, siendo tu editor en el Fondo de Cultura Económica.

“La práctica del cuento me disciplinó, me hizo ver la necesidad de que el autor desapareciera y dejara a sus personajes hablar libremente, lo que provocó, en apariencia, una falta de estructura. Sí, hay en Pedro Páramo una estructura, pero es una estructura construida de silencios, de hilos colgantes, de escenas cortadas, donde todo ocurre en un tiempo simultáneo que es un no tiempo. También perseguía el fin de dejarle al lector la oportunidad de colaborar con el autor y que llenara él mismo esos vacíos. En el mundo de los muertos el autor no podía intervenir” (apud Benítez, 2010: 546).

—No te preocupes, hombre —dicen que te dijo Alí—, al fin que nadie nos va a leer.



Visto a la distancia, en cierto modo Chumacero tenía razón, porque hiciste valer en tu Pedro Páramo armas que produjeron colores desconocidos en el mundo de los vivos que es el de los muertos en pena. De tanta libertad que diste a tus personajes, la novela acusaba, “en apariencia, una falta de estructura”. Por andar escribiendo tus fantasmagorías de golpe en cuatro meses. Estuvieron rudos los catorrazos cuando su apersonó tu Pedro Páramo con tal desmorecimiento ante el gran público, con su cara de acontecer inexplicable después de haber cargado Comala con la estirpe de Pedro Páramo, y a Susana San Juan, y al padre Rentería desde 1939, según dijiste a Fernando Benítez, que disfrutaba admirando el haz de luz con sus claroscuros.

“Era difícil aceptar una novela que se presentaba con apariencia realista, como la historia de un cacique, y en verdad es el relato de un pueblo: una aldea muerta en donde todos están muertos. Incluso el narrador, y sus calles y campos son recorridos únicamente por las ánimas y los ecos capaces de fluir sin límites en el tiempo y en el espacio” (1986).



Y aquí viene la vocecita de mi hermano con el gesto propio de quien hace trampa y lo sabe y causa orgullo: “Mira, aquí este señor te lo explica todo…”. Ahí andaba con sus malas ideas y Enrique Anderson Imbert bajo el brazo. “Parece que te lo cuenta…”.

Tu hermano y sus ideas: Anderson Imbert no sólo destrenzaba los hilos del haz de luz, sino que iluminaba los claroscuros antes siquiera de que los pudiera ver. Un largo párrafo le había bastado para explicar que amoldaste “la vida regional –con sus paisajes, sus hombres, sus palabras y sus situaciones de inocencia, crimen, adulterio y muerte– en los cuentos de El Llano en llamas (1953), notables porque aun la descripción de la realidad exterior está estremecida por la vida interior de los hombres de campo. Esta manera de interiorizar la realidad –hombres plegados a sus circunstancias, circunstancias replegadas en sus hombres, en figuras de pesadilla, como en ‘Luvina’– se intensificó en Pedro Páramo (1955), donde trabajó en el tema campesino con una complicada técnica de novela que debe algo a William Faulkner. La complicación se debe a que se cuenta a saltos, hacia adelante, hacia atrás, hacia los costados y desde varios puntos de vista” (1985: 333).

—… “sin límites en el tiempo y en el espacio”

Y el ojo de Rulfo sigue a Enrique, ese “ojo que todo lo sabe y lo ve es el del autor; pero ese ojo entra en la novela siguiendo a Juan Preciado, que cuenta en primera persona cómo, por encargo de su madre moribunda, fue a un lugar llamado Comala para ajustar cuentas con su padre, Pedro Páramo” (1985: 333).



Y Anderson Imbert decía más: al ojo de Enrique, que puede desenmarañarlo todo, tampoco escapó Comala, la piedra angular del universo rulfiano: “Es un pueblo muerto, vacío –con esa novedad se topa Juan Preciado a su llegada–: en el aire enrarecido sólo se oyen voces, ecos y murmullos de fantasmas. El mismo Juan Preciado muere y su sombra sigue dialogando con otras almas en pena. El autor, que ha bajado a Comala como quien baja al Hades, va completando, en tercera persona, el relato de Juan Preciado. O sea, que gracias a las escenas conjuradas por el autor, se explican las voces, ecos y murmullos que oye Juan Preciado. La atmósfera es sobrenatural pero no subjetiva. El tiempo no fluye: está eternizado. Por los agujeros abiertos en esa eternidad vemos y oímos a los muertos, sorprendidos en instantes que no se suceden como los puntos de una línea sino que están diseminados desordenadamente: sólo el lector va dándoles sentido” (1985: 333-334).



“Que sí, que este señor te lo explica todo aquí”, insistió mi hermano. Pero de a luego le puso reparos, que no vas a entenderle nada, que parece que te lo cuenta y la verdad es que no. “Mejor lee el libro”, sentenció, y yo seguía dándole la vuelta desconfiado, Juan, acogido a la síntesis de Anderson Imbert y su Historia de la literatura hispanoamericana: “El núcleo narrativo es la vida de Pedro Páramo desde su infancia hasta su muerte, en la vejez, en los años que van de Porfirio Díaz a Obregón. Es una vida violenta, despótica, brutal, codiciosa, vengativa, traicionera, sensual pero dignificada por un gran amor a Susana, su amiga de infancia, ya medio loca cuando se la lleva consigo. El lector siente escalofríos, como si estuviera soñando una pesadilla; las imágenes, a veces de gran fuerza poética, evocan tristemente el anonadamiento de todo un pueblo mexicano” (1985: 333).

(¿A qué pueblo mexicano se refiere, Juan, al tuyo, al mío, al que imagina? Como dices tú al hablar de la ciudad, “además ¿qué ciudad?, ¿qué clase de ciudad?, ¿cuál de todas las ciudades de la ciudad de México de todos los Méxicos que hay?” (apud González Bermejo, 1979: 8)). Pero cómo no sentir escalofrío, si pareciera esta nuestra realidad.

“Ésa es la realidad, sin tapujos ni metáforas ni nada de sueños. Pedro Páramo es un cacique de los que abundan todavía en nuestros países: hombres que adquieren poder mediante la acumulación de bienes y éstos, a su vez, les otorgan un grado muy alto de impunidad para someter al prójimo e imponer sus propias leyes. No hay en ello, pues, ninguna metáfora, si acaso cierta metamorfosis que los convierte, por asociación, en consorcios o en sociedades anónimas al servicio de determinados intereses” (2000: 68).



Tenía razón mi hermano, cuando terminé de leer al sintético Enrique, encontré que a los dos les asistía la razón: había que leerte, Juan Rulfo. No para enhebrar los secretos de tus llanos ni para deshilvanarlos, como Enrique y otros tantos, sino para trenzarse uno mismo en ese haz de luz impensable que hiciste plenamente posible.



Y el otro día vi a otro que te conoció, Juan. También jalaba el haz de luz con voz suave, monocorde:

—“Leer con cuidado Pedro Páramo es entender lo que tanto trabajo nos cuesta entender: ¿por qué los sistemas postrevolucionarios, tan ostensiblemente autoritarios, tan ostensiblemente tramposos, tan ostensiblemente abusivos, tan evidentemente rapaces, sobrevivieron, y de muchas maneras siguen sobreviviendo. En algún momento, Rulfo, por boca de alguno de los personajes, define a Pedro Páramo: Pedro Páramo es “un rencor vivo”, pero de ese rencor nos nutrimos todos” —dijo Germán Dehesa (1997), y el que suscribe estas líneas recordó ese pasaje:

“—Hace calor aquí —dije.

“—Sí, y esto no es nada —me contestó el otro—. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.

“—¿Conoce usted a Pedro Páramo? —le pregunté. ”Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.

“—¿Quién es? —volví a preguntar.

“—Un rencor vivo —me contestó él” (1999: 9).

Y agregó el destrenzador monocorde desde su monólogo perpetuado en YouTube:

—“Lo ideal en la vida es vivir para amar a alguien; pero cuando eso se corrompe o se vuelve imposible, entonces uno vive para odiar a alguien: eso pasa con Pedro Páramo, y eso pasa en la relación del mexicano con sus representantes políticos, les son de enorme utilidad, tienen siempre a mano a quién mentarle la madre, a quién echarle la culpa, a quién cargarle el muertito, a quién atribuirle los fracasos, las derrotas, lo que no se cumplió, lo que no se hizo, lo que se robó, lo que desapareció. Todo lo que ocurrió finalmente no es culpa nuestra, es culpa de aquel rencor vivo” (Dehesa, 1997).



Pues sí, Juan, terminé al cobijo de esa luz cegadora. Ni Martita, ni Menton, ni Anderson Imbert ni nadie pudieron desviar mi camino de Pedro Páramo. Y no, no era El Llano en llamas sino otra cosa, ahora sucedía que ni mi hermano ni Enrique tenían razón: resultaba como si no hubiera entendido nada, pero habiéndolo entendido todo. Supongo que despertaba a algo que todavía no puedo definir. Supongo que hablo de la poesía, de una belleza en la lógica de tu lenguaje.



“Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos” —se oye el eco de “Luvina” (1999: 178) y una voz que de inmediato explica:

—“De pronto en una frase se concreta una tonelada de sentimientos o de experiencias… Y a propósito aquí se habló de ese lenguaje, ¿qué de veras las gentes hablan así? El misterio y el milagro de Juan Rulfo está en eso” —resuella Juan José Arreola (1993), memorioso y apremiante—. “A ver, Carlos Fuentes, tú que me ayudaste a empezar, ayúdame a terminar…”

Como si en verdad requiriese ayuda, Fuentes (1990: 173) responde al llamado:

—“Juan Rulfo es un novelista final no sólo en el sentido de que, en Pedro Páramo, concluye, consagrándolos y asimilándolos, varios géneros tradicionales de la literatura mexicana: la novela del campo, la novela de la revolución, abriendo en vez una modernidad narrativa de la cual Rulfo es, a la vez, agonista y protagonista.”

El haz de luz escucha y tuerce la boca como si no comprendiera lo que andan diciendo, y acota, con ese tono tristón que no hay manera de quitarle:

“Cuando escribí Pedro Páramo sólo pensé en salir de una gran ansiedad. Porque para escribir se sufre en serio. En lo más íntimo, Pedro Páramo nació de una imagen y fue la búsqueda de un ideal que llamé Susana San Juan. Susana San Juan no existió nunca: fue pensada a partir de una muchachita a la que conocí brevemente cuando yo tenía trece años. Ella nunca lo supo y no hemos vuelto a encontrarnos en lo que llevo de vida” (1986).

III. Cuar, cuar, cuar


La filosofía recorta las alas del ángel,
conquista los misterios con reglas y líneas,
despoja de embrujo el aire, de gnomos las minas;
desteje el arco iris…


JOHN KEATS



Hay algo de Comala en ti, Juan Rulfo, mejor dicho, de Páramo. Cuánta rémora vive a expensas de tus hilos, a la zaga de un texto que rompa esa barrera honda, de treinta años de supuesto silencio, que ya se convirtieron en sesenta y sigue creciendo para quien no sabe escuchar el silencio.

Dijiste que no, que La cordillera no. Había mucha sangre en esa novela que era y no era tu próximo libro, reveló uno que había confesado otro que le dijiste, y le retiraste el manuscrito tal como se lo diste al editor Arnaldo Orfila Reynal (Álvarez, 2006: 23). Ojalá que nunca lo encuentren los cuervos. Que no encuentren más textos tuyos ni siquiera escritos en servilletas para evitarnos corajes y que se publiquen en tu nombre. Tú, que fuiste tan riguroso en la excelencia del silencio, tan minucioso de la página perfecta. Que veas cómo se desmoronan los oportunistas como un montón de piedras, sin importarte si muere de hambre tanta rapiña en torno tuyo, cuar cuar cuar, que nos da gato por liebre, diciendo que esto era justo lo que Juan Rulfo quería. Por caridad, maten al tío Celerino.



“Yo tenía un tío que se llamaba Celerino, un borracho; y siempre que íbamos del pueblo a su casa, o de su casa al rancho que tenía él, me iba platicando historias. Yo no sólo iba a titular los cuentos de El Llano en llamas como los Cuentos del tío Celerino, sino que dejé de escribir el día que se murió. Por eso me preguntan mucho por qué dejé de escribir, pues porque se me murió el tío Celerino. Pero era muy mentiroso, todo lo que me dijo eran puras mentiras y entonces, naturalmente todo lo que escribí eran puras mentiras” (apud Güemes, 2003).



No puras mentiras, también les hizo recordar que el mundo está a ras de tierra.

—“Cuando todos estábamos efectivamente a punto de olvidar que la literatura no se hace con asfalto o con terrones, sino con seres humanos, Rulfo resistió la tentación del rascacielo y se puso tercamente (tercamente es la palabra, me consta) a escribir sobre fantasmas del campo; pero tan bien, con tanta verdad literaria que puede decirse que eran los hombres del campo los que escribían a Rulfo” —Augusto Monterroso (s.f.) cierra su diario.



“El hecho es que sí hay una consecuencia lógica en todo esto, irracional, si se quiere, aunque sea una contradicción. Porque los personajes son irracionales, actúan en forma irracional, sin razón ninguna, y se les quiere dar… se les quiere caracterizar bajo el punto de vista de la lógica, ¿no? Y estudiando lógicamente a la gente, se encuentra con que hay contradicciones constantes. Entonces para mí el ideal no es reflejar la realidad tal como es, porque tal como es, sobre todo la realidad actual, la estamos viviendo, la estamos leyendo en la prensa, la estamos viendo por la televisión, lo estamos viviendo todo nuestro mundo actualmente día a día. Entonces no podemos, al menos, repetir lo que está diciéndose. Creo en eso… esa idea que tenía Arguedas precisamente, de que al escritor quizá hay que dejarle el mundo de los sueños, ya que no puede tomar el mundo de la realidad” (apud Soler, 1977).



Desmenuzando las alas del ángel con precisión quirúrgica, replica Octavio Paz (1967: 17-18):

—“Si el tema de Malcolm Lowry es el de la expulsión del paraíso, el de la novela de Juan Rulfo (Pedro Páramo) es el del regreso. Por eso el héroe es un muerto: sólo después de morir podemos volver al edén nativo. Pero el personaje de Rulfo regresa a un jardín calcinado, a un paisaje lunar, al verdadero infierno. El tema del regreso se convierte en el de la condenación; el viaje a la casa patriarcal de Pedro Páramo es una nueva versión de la peregrinación del alma en pena. Simbolismo –¿inconsciente?– del título: Pedro, el fundador, la piedra de origen, el padre, el guardián y señor del paraíso, ha muerto; Páramo es su antiguo jardín, hoy llano seco, sed y sequía, cuchicheo de sombras y eterna incomunicación. El Jardín del Señor: el Páramo de Pedro. Juan Rulfo es el único novelista mexicano que nos ha dado una imagen –no una descripción– de nuestro paisaje. Como en el caso de Lowry, no nos ha entregado un documento fotográfico o una pintura impresionista sino que sus intuiciones y obsesiones personales han encarnado en la piedra, el polvo, el pirú. Su visión de este mundo es, en realidad, visión de otro mundo”.

Pero esto que dice Octavio a Juan le pasa de largo. Sus yermos páramos son de miseria.

“Hay ocasiones en que uno desearía saber dónde se oculta aquello que causa a veces tanto daño. Por ejemplo, ignoramos cómo se produce y cunde la pobreza; quién o qué la causa y por qué. Yo no me preguntaría por qué morimos, pongamos por caso; pero sí quisiera saber qué es lo que hace tan miserable nuestra vida. Usted dirá que ese planteamiento no aparece nunca en Pedro Páramo; pero yo le digo que sí, que allí está desde el principio y que toda la novela se reduce a esa sola y única pregunta: ¿dónde está la fuerza que causa nuestra miseria? Y hablo de miseria con todas sus implicaciones” (2000).

Y el triste tono de tu declaración lo rompe, siempre oportuna, Elena Poniatowska (2010: 522-523):

—“Rulfo no crece hacia arriba, sino hacia adentro. Más que hablar, rumia su incesante monólogo en voz baja, masticando bien las palabras para impedir que salgan. Sin embargo, a veces salen (con amigos que comprenden su plenitud hermética). Y entonces, Rulfo revive entre nosotros el procedimiento de ponerse a decir ingenuamente atrocidades, como un niño que repitiera las historias de una nodriza malvada… Por algo Pedro Páramo se llamaba primero Los murmullos, porque eso es lo que se oye en toda la novela, un rumor de ánimas en pena que vagan por las calles del pueblo abandonado”.

¿Qué le fascina más, tu obra o tu persona?, porque mucho se encarga de divulgar y hacer crecer para fuera la leyenda del Rulfo-taciturno.



—… —(intercalo un silencio rulfiano, con matices rulfianos, del tipo rulfiano. Esos adjetivos que a partir de tu obra lo describen todo, como les sucede a Kafka y a Borges—, que ni tan silencioso porque de vez en cuando asomabas la cabeza a riesgo de que te dieran un garrotazo, con un cuentito por aquí, una conferencia transcrita por allá, entrevistas que son oro molido por lo contradictorias que pueden resultar al contrastarlas. Sería según el humor rulfiano, que a veces rayaba en lo rulfesco)—…



¿Y a poco Rulfo sí te explica, mexicano? ¿A poco alguna de sus historias te es cercana? Sepa el diablo de vigencias, pues aunque se arrancie, la poesía no tiene caducidad cuando hay poesía. Yo mejor hago a un lado la historia literaria por ahora, la dejo allí aparte y me pregunto qué clase de respuestas ofreces, Juan, que lo mismo puede sentir fascinación por tus letras traducidas un turco que un coreano. Ahora que se cumplen cien años de tu nacimiento, habría que leerte así, Juan Rulfo, sin esperar que nos expliques nada, como quien dice por el mero gusto, al desnudo, viendo a ver cómo nos encontramos por tus páginas, cómo nos sienta la tristeza y la ternura que fluye entre líneas, sin pretender destejer el arco iris.



“Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad: recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación” (1980: 15).



El gallo de oro es la segunda novela de Juan Rulfo. La escribió entre 1956 y 1958 pero fue publicada hasta 1980



Ya lo decías, que los escritores son mentirosos, porque el silencio rulfiano se rompió con El gallo de oro y otros textos para cine en 1980 –aunque los destrenzadores no lo consideren así–, con el relato que da título al libro y esas líneas de “La fórmula secreta” (apud López, 1965) que sólo tú habrías escrito:

Ustedes dirán que es pura necedad la mía, que es un desatino lamentarse de la suerte, y cuantimás de esta tierra pasmada donde nos olvidó el destino. La verdad es que cuesta aclimatarse al hambre…



Y ya, con eso. No más, aunque después de muerto cómo resistir la tentación de una obra póstuma: aquella de la que no dejaste sino borrones. ¿Te acuerdas, Juan? Hubiera sido tan regocijante, tan re-suscitante –la ocurrencia es de Arreola– un trabajo que supiera extraer la ganga de la mena, sacarle jugo al tesoro, pero es que es eso, que queremos descubrir la fórmula secreta de tus libros y yo digo que la fórmula eres tú todito y ya regresaste al edén nativo, a tu verdadero oficio.

“Para mí el único oficio es el de vivir. La literatura es un pasatiempo que comparto con mi otra gran afición, la fotografía. A veces siento ganas de salir al campo con mi cámara; otras, de quedarme en casa leyendo. Algunas noches, muy pocas, me encierro a escribir, siempre a mano.

“El escritor no debe desvelarse por tener un oficio. El oficio es para los carpinteros. Si el escritor lo adquiere ganará en artesanía lo que pierda en autenticidad. No se puede escribir una novela cada tres meses, a riesgo de publicar muchos bodrios. Pero si la obra es buena, cada quien puede escribir como quiera y cuanto quiera” (apud Pacheco, 2010: 446-447).



Y porque sabes que tu obra es buena, Juan, escribiste como quisiste y cuanto quisiste. Pasatiempo o no, como afición o como sea, incluso la fotográfica. Cada imagen es una historia no contada, pero que está ahí. Tiene razón Christopher Domínguez Michael (2004: 81):

—“Es imposible no mirar la obra fotográfica de Rulfo como una manera suprema y metafísica de responder al apremio del siglo con una dosis aún mayor de silencio. Esas fotos no describen ni ilustran su obra: nos permiten escuchar el silencio rulfiano. Rulfo, según el testimonio de uno de sus hijos, vivió atemorizado por el daño que sus propias palabras, dichas o escritas, pudieran ocasionarle. Fue en la geografía, en las iglesias desperdigadas por el llano o autorretratándose en la alta montaña, donde Rulfo se reconcilió con las vivencias de la guerra de religión, del génesis y del apocalipsis. Al dejar miles de negativos, ese hombre casi secreto abrió su mundo interior, permitiéndonos el raro privilegio de observar los paisajes del alma de un vidente”.

Yo digo: prefiero el silencio tuyo que tantas páginas honrosas ha destilado.

¡Cuántos esperpentos no se han publicado ya en tu nombre! Acuérdate, Juan, de cuando en 1982 te peleaste con Grijalbo porque en una antología crítica (la tétrica Para cuando yo me ausente) te endilgaron el crédito de “compilador”, y arremetiste furioso contra ese engaño comercial: qué dirías de Aires de la colina, de tus Cuadernos, de esa cosa llamada Retales –libros innecesarios en tu bibliografía perfecta–, de El gallo de oro convertido en novela… Qué bueno, Juan, que estás muerto para no ver el destrenzadero.

“La muerte es inalterable en el espacio y en el tiempo. Es sólo la muerte, sin contradicción ninguna, sin contraposición con la nada ni con algo. Es un lugar donde no existe la vida ni la nada. Todo lo que nace de mí, es la transformación de mí mismo. Los gusanos que han roído mi carne, que han taladrado mis huesos, que caminan por los huecos de mis ojos y las oquedades de mi boca y mastican los filos de mis dientes, se han muerto y han creado otros gusanos dentro de su cuerpo, han comido mi carne convertida en hediondez y la hediondez se ha transformado hasta la eternidad en pirruñas de vida, en el desmorecimiento de la vida…”. (1994).



IV. Bandazo y esperanza

Qué pronto llegan las noches.

¿Oyes ladrar los perros, Juan Rulfo? Ladran para ti, por necios, por necesidad. Esos perros hambreados de ti saben qué pensabas, y qué querías decir en realidad, lo que realmente querías hacer y decir.

“—Es hora de dormir” —dice Fernando.

“—Es hora de tratar de dormir” —prudente, Juanito responde—. “¿Sabes? A veces amanezco queriendo no despertar” (Benítez, 2010: 550).

¿Es que no oyes ladrar los perros? Anda, dame siquiera esa esperanza.

“Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul y detrás de él tal vez haya canciones; tal vez mejores voces… Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar” (1999: 24).



Ahora es tarde para no despertar una opinión sobre ti y sobre tu obra. Ya nos han dicho qué quisiste decir y qué no, y cómo. Mas cuando parece que ya se ha dicho todo nos salen con que no, con que esta comita realmente no la quisiste poner allí sino aquí, y va para atrás esa comita que algún corrector entusiasta –quizá tú– colocó. Pretenciosos. Pienso yo que tú pusiste un punto final a tu obra, así lo hiciste o lo diste a entender, y con lo que hay sobra para emocionarse como ánima salida del Purgatorio.

Todo lo que se dice de tu obra, Juan, es verdad y es mentira. Lo han dicho, te digo, y todavía no han dicho nada realmente. Han desmenuzado: el amor, la vida y la muerte hasta la saciedad entre homenaje y homenaje, dijo Onetti, a punto de aborrecer al homenajeado (Proceso, 1988: 224). Estás, como decías, Juan, sitiado, “sitiado por la tierra, en el mismo lugar donde me enterraron para siempre. No tengo sentimientos. Sólo recuerdos” (1994: 30).



Sin aspavientos, con una especie de resignación juzgona, con esa naturalidad de los tejedores de sueños, Borges habló de tu Pedro Páramo, ignoro si te enteraste, pero dijo que “muy diversos son los análisis que ha ensayado la crítica […] La historia, la geografía, la política, la técnica de Faulkner y de ciertos escritores rusos y escandinavos, la sociología y el simbolismo, han sido interrogados con afán, pero nadie ha logrado, hasta ahora, destejer el arco iris, para usar la extraña metáfora de John Keats” (2010).

Yo cambio de bando; me uno a los resignados, a quienes asumen que no hay manera de deshilvanar la trenza de tu sarape, ese atado de párrafos de claroscuros generosos que compone tu obra. Me quedo con eso que te echa andar y te conmueve sin saber por qué. Me basta y sobra con compartir este personalísimo diálogo contigo, Juan, y dejar que cada quien contemple el atado que ilumina esta estancia desde tus páginas, radiantes, como le venga en gana.

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NOTAS

* Escritor. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM.
  1. En los siguientes fragmentos entrelazo mi aproximación personal a la obra de Juan Rulfo con diversas apreciaciones críticas y testimoniales sobre el autor y su legado, esencialmente en letra de sus contemporáneos, alternándolas con declaraciones dichas y escritas por el propio Rulfo –resaltadas en cursivas– sobre sí mismo, sus libros, la literatura, el proceso creativo, etcétera.
Créditos fotográficos

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- Foto 3: Daisy Ascher

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