Batallas históricas
OMDURMÁN: TRIUNFO DEL
NUEVO IMPERIALISMO

Andrés Ortiz Garay[*]



La campaña militar que culminó con la batalla de Omdurmán, en el Sudán africano, ha sido vista por algunos como una de las últimas cruzadas antes del advenimiento del siglo XX, ya que enfrentó a un ejército occidental que clamaba venganza por la muerte de un mártir cristiano contra las fuerzas de un profeta musulmán que reivindicaban la guerra santa contra el infiel. No obstante, detrás de esta apariencia, la lucha se desató por motivos más mundanos.



c Batallas históricas. Omdurmán: triunfo del nuevo imperialismo

Al acercarse el final del siglo XIX, el Imperio británico abarcaba una superficie de unos treinta y tres millones de kilómetros cuadrados, pero sus posesiones se hallaban dispersas por todos los continentes, lo cual hacía necesario el control férreo de las rutas que, por tierra o agua, posibilitaban la conexión entre las colonias y la metrópoli. Por eso, en 1875, el gobierno británico, encabezado por el primer ministro Benjamin Disraeli, se apresuró a comprar gran cantidad de acciones de la Compañía del Canal de Suez[1] que pertenecían al gobierno de Egipto, aprovechando la tremenda recesión económica que en ese entonces afectaba a aquel país.

Gracias a esa compra, los británicos aseguraron sus comunicaciones y el comercio con la India, la colonia más rica del imperio. Egipto, en donde se situaba el canal y que nominalmente era una provincia del Imperio otomano, se convirtió así en una zona de especial interés –económico y estratégico– para Gran Bretaña. En 1881, bajo el pretexto de proteger el canal de posibles daños causados por la sublevación popular contra el jedive (virrey del sultán otomano en Egipto), las tropas inglesas establecieron una ocupación militar en las principales ciudades de Egipto. Pero esta rebelión, rápidamente sofocada, fue el preludio de otra mucho más peligrosa y duradera que convulsionó no sólo a Egipto, sino a vastos territorios al sur de ese país, conocidos con el nombre genérico de “el Sudán”. Antes de entrar a los detalles de ese enfrentamiento, hagamos una breve revisión de los efectos del colonialismo europeo en África.

c Nuevo imperialismo europeo

Desde el siglo XVI, África había sido integrada a las redes de producción capitalista de Europa y América principalmente a través del tráfico de esclavos. Sin embargo, desde principios del XIX, la imposición del capitalismo industrial como modo de producción dominante en el mundo hizo que Gran Bretaña primero, y luego, poco a poco, otros países de Europa y América, se sumaran a la condenación del trabajo esclavo. No obstante que en muchas naciones la trata fue prohibida bastante antes que la propia esclavitud (por ejemplo, en Estados Unidos), y que a la formal abolición de ésta le sucedieron formas de explotación del trabajo que apenas en el nombre escondían su continuación, en África no dejó de tener repercusiones el proceso abolicionista (aunque en muchas partes del continente, la esclavitud y la trata continuaron existiendo durante la mayor parte del siglo XIX).

Así, es conveniente tener en cuenta que, aparte de las ganancias directas que aportó la trata de esclavos hacia el exterior del continente, casi en todas partes de África, el estímulo comercial de las producciones llamadas lícitas fue alcanzando mayor importancia económica gracias a la intensificación de los sistemas de esclavitud interna. Es decir que, tras la abolición de la esclavitud, las administraciones coloniales se vieron impelidas a imponer con mayor vigor métodos coercitivos para reclutar fuerza de trabajo que supuestamente era libre. Por eso, desde mediados del siglo XIX, se comenzaron a condensar los intereses comerciales de las potencias europeas para involucrarse en una franca expansión hacia el interior de África:

… hasta el último cuarto del siglo, cada vez que tuvo lugar la imposición de formas de colonialismo directo ello había constituido una excepción, no ciertamente la regla: no parecía que los gobiernos europeos poseyeran los recursos, ni la voluntad, ni mucho menos el consenso político suficientes para emprender y sostener empresas de conquista colonial. Por eso es que los intereses comerciales y estratégicos de las potencias europeas convivieron durante largo tiempo, en una variada gradación de relaciones de colaboración y conflicto, con la conservación del ejercicio del poder y de la autoridad por los soberanos, los jefes y los mercaderes africanos (Gentili, 2012: 62).

Entre 1820 y 1850, se duplicó el volumen de las transacciones comerciales entre los países europeos y el África negra, en las que Inglaterra tuvo el primer lugar, debido a su potencial industrial. En ese lapso, África aportó materias primas agrícolas a la industrialización europea al tiempo que se intensificaba la exportación de productos mineros (oro, especialmente en la bien llamada Costa de Oro, y cobre, en Zaire), así como de materias obtenidas por medio de la caza (marfil y pieles) y la recolección (goma arábiga, resinas, cera). Conforme transcurría el siglo, el algodón,[2] las oleaginosas, el aceite de palma y el cacahuate se convirtieron en cultivos comerciales de exportación. Era el comercio lícito que sustituía poco a poco al ilícito del tráfico de esclavos, pero tal sustitución no fue uniforme:

En el segundo cuarto del siglo, cuando en África occidental se afirmaba como prioritario el comercio lícito, en el Sudán oriental la devastación provocada por la conquista egipcia asumía proporciones dramáticas, a causa de las actividades de ejércitos y de comerciantes dedicados principalmente a la trata de esclavos. Otro tanto puede decirse de toda el África oriental, donde la trata de esclavos siguió siendo el principal recurso comercial hasta los años setenta del siglo (Gentili, 2012: 65).


A principios del último cuarto del siglo XIX, la tarea de los exploradores y misioneros europeos había rendido sus frutos, pues la mayor parte del interior del continente africano se había mapeado y descrito con algún grado de certidumbre, especialmente en torno a las vías de comunicación naturales que posibilitaba el flujo de los grandes ríos: Nilo, Níger, Congo, Zambeze.[3] Debido al renovado interés económico en la explotación de recursos naturales y agropecuarios, sumado al utilitarismo de acabar con el tráfico de esclavos, las principales potencias europeas se lanzaron ya sin tapujos a la ocupación y colonización del continente negro en el periodo conocido como “nuevo imperialismo” (1875-1914), cuando los territorios africanos se convertirían en colonias formales de esas potencias. En la llamada Conferencia de Berlín (entre noviembre de 1884 y febrero de 1885), se realizó el ajuste de zonas de influencia y de colonización correspondientes a cada Estado europeo,[4] así como el establecimiento de zonas de libre comercio (principalmente alrededor de los ríos Congo y Níger). Con este acto, al que obviamente no se convocó a ningún representante africano, se legalizó el despojó y la antinatural partición de África, cuyos pueblos tan sólo alcanzarían la independencia hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

Entre otras zonas africanas, Gran Bretaña estaba interesada en dominar la cuenca del Nilo (que abarcaba Egipto, Sudán y las regiones al sur de éste, situadas ya en el África central), pues, como hemos visto, con ello aseguraría su control sobre el canal de Suez y las tierras fértiles bañadas por el río que producían granos y algodón.

c El islam en África

El antiguo Bilad al-Sudan, ‘tierra de negros’, se extendía entre el desierto del Sahara y el cinturón selvático del África central. Estaba habitado por poblaciones de agricultores sedentarios y pastores nómadas, de orígenes étnicos y prácticas culturales sumamente diferenciadas. Víctima de frecuentes desequilibrios ecológicos (en especial de terribles y prolongadas sequías), era además la principal encrucijada de las rutas de comercio transahariano.

El islam se había difundido por el Sudán desde el siglo XVIII, aunque durante bastante tiempo fue la religión de minorías de comerciantes y traficantes que se apoyaban en las aristocracias locales para realizar sus transacciones con mayor ventaja. La vinculación de gran parte de esas jefaturas locales no islamizadas al tráfico de esclavos, que tenía por destino los puertos costeros del golfo de Guinea, provocó como respuesta el surgimiento y extensión de movimientos de purificación y renovación de la fe islámica mediante la yihad (guerra santa) que no necesariamente iban siempre armados con la espada, sino con la difusión del fervor religioso revolucionario transmitido por personajes carismáticos que apelaban por igual a las antiguas tradiciones locales y a las enseñanzas originales del Profeta.

Entre varias contradicciones (intereses encontrados de los sedentarios y los nómadas por el uso del suelo, disputas entre comerciantes y autoridades en cuanto a los tributos, etc.), una destacaba, ya que constituía una aberración contra la religión de Mahoma: poblaciones musulmanas eran reducidas a la esclavitud por los tratantes al servicio de los jefes locales.

Una primera yihad conducida por Uzmán dan Fodio, en el Sudán central, encontró el apoyo que necesitaba en los comerciantes de los principados hausa que no sólo buscaban crear un mejor islam, sino que estaban preocupados por obtener mayor seguridad en los mercados y las rutas de comercio. Si ya de por sí, la región contaba con una tradición en la yihad desde el movimiento almorávide del siglo XI, el proceso se intensificó con las prédicas de varias órdenes misionales islámicas, como la Qadiriya (siglos XV-XVIII), la Tiyaniya o la Sanusiya (siglo XIX), e incluso la Muridiya (con muchos adeptos bien entrado el siglo XX). Todas ellas eran de confesión sufí y dirigidas por importantes y admirados hombres de fe y sabiduría que eran miembros reconocidos de la sociedad de los ulemas (o doctores de la fe islámica).

El islam proporcionó el marco ideal y la ideología de movilización de los discípulos militantes (murid o talib), pero las razones históricas que hicieron posibles las yihad y ayudaron a que fueran victoriosas radicaban en el apoyo de las clases comerciantes musulmanas –importantes económica y socialmente porque desde hacía siglos eran las que dirigían el comercio trans-sahariano–, en la adhesión de masas de campesinos oprimidos por tributos cada vez más pesados y en fuga desde la trata de esclavos, en la alienación de poblaciones de criadores de ganado que eran afectados por la precariedad de sus derechos de pastoreo, sobre todo en periodos de sequía. Si los líderes de la yihad eran intelectuales y maestros con experiencia y conocimiento de los movimientos reformistas en curso en los principales países musulmanes, sus seguidores provenían de las más variadas etnias y los más dispares grupos sociales (Gentili, 2012: 103-104).

La bandera de la renovación religiosa produjo más agitaciones, como la de Seku Ahmadu en 1818 y la de Omar Tal contra los reinos mandingos y bambaras en 1852.[5] Éstas ya buscaban, además de la destrucción de los infieles, la reorganización de los musulmanes en entidades políticas mejor integradas y más grandes. El mito y los escritos de Omar Tal inspirarían las futuras luchas contra el poder colonial. La intrusión de franceses y británicos aceleró el decaimiento de los antiguos reinos de religión animista y entonces el arraigo del islam como religión de las masas empezó a convertirse en una fuerza de resistencia contra los extranjeros blancos (algunos historiadores han considerado que los movimientos islámicos yihadistas de ese tiempo se pueden entender como el principio de una conciencia nacional moderna en el África subsahariana).

c El expansionismo egipcio

En las primeras décadas del siglo XIX, el jedive de Egipto, Mohamed Alí,[6] tuvo que canalizar sus afanes expansionistas hacia la región sudanesa y las costas del mar Rojo, pues su soberano, el sultán otomano –en connivencia con las potencias europeas–, no le permitió extenderse sobre el Medio Oriente. Así, con la venia del sultán y el objetivo de legitimar su ejército y apoderarse de las riquezas del sur que se imaginaban fabulosas, Mohamed Alí se lanzó a la conquista de Nubia, Sennar, Darfur y Kordofán, donde se topó con la enconada resistencia de los pueblos autóctonos. Ya que era una necesidad de los egipcios contar con mano de obra para las pesadas tareas agrícolas en el valle inferior del Nilo, se activó el tráfico de esclavos con los prisioneros capturados en esas provincias sureñas. Los jedives que sucedieron a Alí pretendieron afianzar su dominio sobre toda la cuenca del Nilo y sobre la costa occidental del Mar Rojo, en esta última en abierto conflicto con el emperador de Etiopía.

Ismail Pashá, “el Magnífico”

En los años setenta del siglo XIX, el jedive Ismail Pashá, “el Magnífico”, nieto de Alí, contrató a personajes europeos para encargarles la pacificación de los territorios sudaneses. Primero, entre 1869 y 1873, empleó a Samuel Baker, un aventurero y cazador que había ganado fama con su exploración de la zona del lago Alberto como fuente del Nilo; prácticamente, Baker fue el orquestador de la conquista egipcia de la provincia llamada Equatoria. Después, entre 1874 y 1879, otro inglés, el coronel Charles George Gordon, apodado “el Chino” (porque había dirigido la penetración de los intereses británicos en China durante la Segunda Guerra del Opio), fue nombrado gobernador general del Sudán, cuando el jedive consideraba Bar el Gazal y el alto Nilo como sus provincias africanas, a pesar de que ambas regiones bullían con descontentos y rebeliones. Pero Gordon renunció a la caída del jedive Ismail.

Como también en Egipto se manifestaba gran descontento popular, el jedive sucesor, Tewfik Pasha, hijo de Ismail, accedió a integrar un gabinete con miembros del movimiento nacionalista, modernizador y anticorrupción que lideraba Arabi Bajá, quien fue nombrado ministro de guerra. Sin embargo, ante el auge del movimiento antieuropeo y proislámico, Tewfik se refugió en un barco inglés y en julio de 1882 una fuerza indobritánica desembarcó y ocupó Alejandría y El Cairo.

La intervención culminó en setiembre con la derrota de las fuerzas de Arabi Bajá, capturado y condenado a muerte, pena que le sería conmutada por el exilio vitalicio. Estas escaramuzas constituyeron para los ingleses el aviso de lo peligroso que podía ser para sus intereses en la región cualquier despertar islámico que pudiera servir de detonador del otorgamiento de amplio consenso popular… (Gentili, 2012: 121).

c La guerra del Mahdí

Cerca de Dongola, a orillas del Nilo, nació en 1844, Mohamed Ahmed ibn al Sayid Abdalá, quien para 1861 era un activo miembro de la confraternidad islámica conocida como Sammaniya. Durante los siguientes años, vivió una vida de anacoreta en la isla de Aba, en el Nilo Blanco, y entonces ganó una gran fama de hombre santo. Esto lo llevó a convertirse en líder de la Mahdiya, un movimiento de regeneración religiosa que sostenía que Mohamed Ahmed era la encarnación del esperado Mahdí (el “Guía”), una especie de mesías que había sido anunciado por las revelaciones de Mahoma. Gracias a las prédicas del Mohamed Ahmed, basadas en una combinación de las creencias chiíes y sufíes del islam, se aglutinó una organización semiestatal independiente que fue sumamente hostil a la injerencia de las potencias extranjeras en el África sudanesa y por eso entró pronto en conflicto con los intereses de los angloegipcios.

Mohamed Ahmed ibn al Sayid Abdalá

A las proclamas del ya reconocido como Mahdí, se unieron rápidamente todos los oprimidos, las poblaciones del norte que estaban sujetas a las exacciones de los egipcios, las tribus del este que habían sido duramente golpeadas por la trata de esclavos, y las cofradías musulmanas del oeste que veían en él una fuente de poder. Si bien en los primeros años, el movimiento mahdista sólo dominaba en el Kordofán, se amplió gradualmente al resto del Sudán a partir de 1881, uniendo a un gran número de tribus bajo una égida común; la historia occidental les impondría el nombre generalizador de derviches.[7]

Con el consentimiento de los británicos, el gobierno egipcio envió algunas expediciones militares para tratar de eliminar al Mahdí y acabar con su movimiento; sin embargo, todas fracasaron: sufrieron grandes bajas y la pérdida de armas y pertrechos que cayeron en manos enemigas (en la batalla El Obeid, de noviembre de 1883, los derviches se apoderaron de gran cantidad de rifles y algunos cañones). Además, esas derrotas significaron el aislamiento de las guarniciones egipcias en Sudán, en especial la de Jartum, la capital (situada en la confluencia del Nilo Blanco y el Nilo Azul), en donde había una importante tropa de unos siete mil soldados, encargados de defender las legaciones de varios países europeos y a una población de unos treinta mil habitantes, de los cuales, cerca de la mitad eran esclavos.

Las autoridades británicas se desentendieron de la situación que habían contribuido a crear y decidieron enviar de nuevo al coronel Gordon a Jartum para que organizara lo mejor que pudiera la evacuación de los europeos residentes y de las familias egipcio-sudanesas más involucradas con ellos. No obstante, una vez allí, Gordon optó por preparar la defensa de la ciudad, confiando en que su estancia inclinaría la balanza política inglesa a favor de una intervención más decidida en el Sudán.

Mientras tanto, las fuerzas mahdistas se incrementaron con la adhesión de las tribus ubicadas al norte de Jartum y así se cerró el cerco sobre la ciudad, cuyo sitio comenzó a mediados de marzo de 1884. Aunque las defensas de la ciudad eran fuertes, el Mahdí condujo a un ejército de unos cincuenta mil hombres que la asediaron durante 313 días; el 25 de enero de 1885, cuando el Nilo estaba en su nivel más bajo, se desató un último y furioso ataque mahdista que desbordó a los egipcios; Jartum cayó bajo un baño de sangre, y una de las víctimas fue el propio Gordon, que murió lanceado y fue luego decapitado.[8] Dos días después, demasiado tarde, se acercó hasta las afueras de la asolada localidad la vanguardia de una fuerza que finalmente la Corona británica se había decidido a enviar en socorro de los sitiados. Aunque ese auxilio resultó inútil y los angloegipcios optaron por replegarse a sus fronteras abandonando todo el Sudán al Mahdí,[9] contaban ya con un mártir cuyo recuerdo les ayudaría a reivindicar sus posteriores acciones.


Abdullah ibn Muhamad (ca. 1846-1899) ocupó el lugar de Mohamed Ahmed, el Mahdí, a la muerte de éste (ocurrida por causas naturales en 1885, unos meses después de la toma de Kartum) como líder del Estado mahdista. Siguiendo las enseñanzas de su antecesor, el califa Abdullah buscó expandir la fe de Alá por los confines del mundo y por ello luchó en todas direcciones para llevar a cabo dicha misión. O también podríamos pensar que, más bien, se enfrentó a los italianos y etíopes en el este de Sudán, en el sur a los franceses y en el norte a los egipcios y los casacas rojas británicos en defensa de su religión y su patria. Es interesante recordar la comparación hecha por Churchill entre los dos personajes:


Las fuerzas mahdistas se reúnen con el califa Abdullah antes de la batalla de Omdurmán

El Mahdí […] trajo el loco entusiasmo de la religión, el glamur de la vida sin mancha y la influencia de la superstición en el movimiento. Pero si él era el alma del entramado, Abdullah era su cerebro. Él era el hombre de mundo, el político práctico, el general (1902: 87).


El califa resistió al mando de sus tropas y su capital, Omdurmán, hasta que se vio obligado a escapar de allí tras perder la batalla. Luego de una implacable persecución que no le dio respiro, murió en combate contra los angloegipcios durante la acción llamada batalla de Umm Diwaykarat, el 24 de noviembre de 1899.




c La campaña 1896-1898

Una década después de la muerte de Gordon, el gobierno de Gran Bretaña se decidió a emprender una cruzada en el Sudán que supuestamente respondía –de manera bastante tardía– al clamor del público en Inglaterra por vengar la muerte del infortunado coronel y acabar de una vez por todas con la trata de esclavos. Sin embargo, una motivación más verdadera de la campaña residía en mostrar el poderío británico a los competidores europeos en la “rebatiña por África”, ya que los italianos (a pesar de una afrentosa derrota en la batalla de Adowa, en marzo de 1896, ante los etíopes) no cedían en su intento de conquistar Etiopía para establecer bases en el mar Rojo, mientras los franceses se acercaban peligrosamente al canal de Suez desde el Congo. Aprovechando una serie de factores tecnológicos que se habían puesto a punto (por ejemplo, uso profiláctico de la quinina para evitar el contagio de la malaria, mejoras en el armamento de fusilería y artillería, construcción de botes cañoneros, etc.) y avivando la disposición popular a la intervención armada, el gobierno conservador del primer ministro Robert Salisbury dio el visto bueno para la invasión del Sudán.

El ejército egipcio fue reorganizado por oficiales británicos y reforzado con el envío de regimientos metropolitanos. El mando supremo recayó en el general-mayor Horatio Herbert Kitchener, quien preparó meticulosamente la campaña y antes de avanzar hacia el sur en profundidad aseguró sus líneas de abastecimiento y ataque por medio de la construcción de líneas de ferrocarril y el alistamiento de una flotilla de botes cañoneros que le permitiría adueñarse de la gran vía de entrada hasta Omdurmán, la población que el califa Abdullah, sucesor del fallecido Mahdí, había elegido para que fuera su capital. Este lugar se hallaba a poca distancia de Jartum y, al igual que el antiguo centro colonial, se levantaba a la orilla del Nilo, sólo que del lado opuesto.[10] Por cierto, Winston Churchill, teniente del 21° Regimiento de Lanceros del ejército de Kitchener, señaló acertadamente la importancia del Nilo en la guerra que se desataba:

En el recuento de la Guerra del Río, el Nilo es naturalmente supremo. Es la gran melodía recurrente a través de toda la ópera. El general que dirige las operaciones militares, el estadista que debe decidir sobre graves políticas, y el lector deseoso de estudiar el curso y los resultados de ambas, deben pensar en el Nilo. Él es la vida de las tierras por las cuales fluye. Es la causa de la guerra; el medio por el cual luchamos; la finalidad que buscamos. La imaginación debe pintar el río en cada página de esta historia. Reluce entre las palmeras durante las acciones. Es la explicación de casi todo movimiento militar. En sus bancos los ejércitos acampan en la noche. Por atrás o por los flancos de su infranqueable corriente ofrecen o aceptan batalla en el día. En el amanecer, la mañana o el atardecer, largas líneas de camellos, caballos, mulas y ganado para la matanza se apresuran con ansiedad. Emires o derviches, oficiales o soldados, amigos o enemigos, todos por igual se arrodillan ante este dios del antiguo Egipto y sacan diariamente de él su vital agua en pellejos de cabra o cantimploras. Sin el río ninguno hubiera comenzado. Sin el río ninguno habría continuado. Sin él ninguno podría nunca retornar (1902: 3-4).

Fue nombrado sirdar (comandante en jefe) del ejército angloegipcio, en gran parte debido a su reputación como jefe sistemático en la organización de los ejércitos a su mando. No era muy querido por sus oficiales y mantenía una actitud distante con la tropa; pero era sumamente tenaz y aprovechó bien su entrenamiento como ingeniero en la campaña de Sudán. Si bien en ésta no demostró ser un líder carismático en el combate, sí fue un comandante inflexible que manejó la logística y la tecnología como los elementos centrales de su estrategia (inauguró así el estilo del generalato, que actuaría decisivamente en la Primera Guerra Mundial y del cual también sería parte).

En 1900-1902, Kitchener fue comandante del ejército británico que peleó en Sudáfrica en la Segunda Guerra Bóer. Esta campaña fue brutal y a Kitchener le corresponde el deshonor de haber sido el organizador del primer sistema de campos de concentración del siglo XX, en los que murieron cerca de veinte mil bóeres de todas las edades y de ambos sexos debido al hambre y los malos tratos. Asimismo, fue comandante militar de la India, se le nombró mariscal de campo (el grado más alto del ejército británico) y ocupó diversos cargos en la administración colonial británica.

Murió en junio de 1916, en plena guerra mundial, cuando el navío en el que viajaba a Rusia para efectuar una misión confidencial ante el zar (arreglos para organizar el envío de pertrechos ingleses al ejército ruso) chocó con una mina alemana y se hundió (también se ha dicho que ese hundimiento fue un atentado directamente dirigido a eliminarlo).




La campaña siguió su curso a lo largo del río y tuvo varios encuentros muy duros (Abu Hamed, Dongola, Atbara) en los que el ejército británico salió triunfante, pero la batalla decisiva se libraría a orillas del Nilo, en Omdurmán.


c La batalla

Al amanecer del 2 de septiembre de 1898, los enemigos se hallaban situados en un frente de ocho kilómetros que se extendía por llanuras y pequeñas colinas y estaba limitado por el Nilo en uno de sus flancos. El contingente angloegipcio de que disponía Kitchener constaba de unos veinticinco mil hombres, y tenía armas modernas con artillería, ametralladoras y la flotilla de diez cañoneras. El ejército del califa, aunque más numeroso, parecía una hueste de la época medioeval, pues en su mayoría, los cincuenta mil guerreros que lo componían iban armados con lanzas, espadas y escudos.

Dando cara al oeste y anclando su flanco en la protección del Nilo, la artillería comenzó la batalla disparando una enorme cantidad de obuses que provocó una gran cantidad de muertos y heridos en la primera oleada de derviches lanzados al ataque. Esta acción fue devastadora, pero el combate seguía en otra parte. El cuerpo de jinetes en camellos que ocupaban las colinas de Kerreri fueron desalojados por los mahdistas y estuvieron a punto de ser destrozados, pero se salvaron gracias a la intervención de las lanchas cañoneras.


Si bien Churchill no comandó la batalla de Omdurmán, lo incluyo aquí por la importancia de su obra sobre este evento. Era hijo de una familia aristocrática cuyo padre ocupó altos cargos políticos. El joven Winston se convirtió en subteniente de un regimiento de húsares y participó en campañas militares en Cuba, India, Sudán y Sudáfrica: “… no era un político que, de un modo u otro, se hubiera visto de repente en la necesidad de demostrar también su valía en la guerra, sino más bien un guerrero que había sabido comprender que, para conducir bien una guerra, también hacía falta cierta dosis de política” (Haffner, 2006: 34)

Segundo teniente Winston Churchill en 1895

Con 23 años y a pesar de las reticencias de Kitchener a que participara en la campaña a su mando, el subteniente Churchill fue uno de los soldados montados que cargaron contra los mahdistas; sobre su anterior experiencia en las maniobras de la caballería había escrito:

“Hay una magia muy especial en los centelleos y tintineos de un escuadrón de caballería al trote. Y el galope hace que esa atracción se convierta en placer. El inquieto relinchar de los caballos, el chirrido de los arreos, el asentir de los penachos, el murmullo de los cuerpos en movimiento, esa sensación de formar parte de un engranaje vivo…” (apud Haffner, 2006: 37).

De manera más sobresaliente, el joven Churchill hizo gala de su potencial literario al escribir artículos periodísticos de primera mano, ya que también actuaba como corresponsal de guerra. Precisamente como producto de esa labor en la campaña sudanesa, en 1899 publicó The River War, una descripción de la guerra que combinaba historia y autobiografía, análisis y testimonio presencial. Esta fórmula literaria la seguiría aplicando en sus obras sobre las dos guerras mundiales. En todo caso, sus primeros libros le permitieron ganar dinero y fama, pero, sobre todo, sus escritos fueron uno de los factores que le abrieron el camino de lo que sería, más que las armas o la literatura, su futura vocación: la política. Su progreso en esta actividad se apoyó en las otras dos, pues fue tras su aventura en la guerra anglo-bóer de 1899-1902 cuando consiguió su primera victoria en una elección para ser miembro del Parlamento. A partir de entonces, se convertiría en uno de los personajes más sobresalientes del siglo XX.

Primera edición
de la segunda
obra publicada
de Churchill:
The River War




Soldado del cuerpo de lanceros

En el ala derecha de los angloegipcios, un regimiento de lanceros montados –del que formaba parte Winston Churchill– se dirigió a trote hacia el suroeste con el objetivo de interceptar a los grupos de derviches que se retiraban hacia Omdurmán. Ese movimiento estuvo muy cerca de costarle la victoria a Kitchener, pues al paso de la caballería se encontraban muchos tiradores derviches que no habían sido detectados. Sin más remedio, el 21° Regimiento se lanzó a la carga, de la que se ha dicho erróneamente que fue la última carga clásica de caballería en la historia.[11] A pesar de la muerte de cinco oficiales, 66 lanceros y 119 caballos, la acción tuvo éxito, pues desorganizó a los tiradores derviches, que huyeron a la ciudad y dejaron atrás muchas bajas.[12]





Esperando el ataque, Omdurmán, Sudán, 1898


Coronel Hector MacDonald

Es indudable que Kitchener corrió con suerte en esta batalla, pues el último gran asalto derviche logró ser rechazado por la brigada egipcio-sudanesa al mando del teniente coronel Hector MacDonald, un oficial de baja extracción social que era muy hábil y decidido en el combate. La brillante defensa de la colina de Surgham realizada por MacDonald y su contingente indígena evitó que gran parte del ejército de Kitchener se viera envuelto en un combate cuerpo a cuerpo que posiblemente le habría causado mayores pérdidas de vidas y hasta la derrota. En todo caso, esta acción selló la suerte de la batalla; los derviches sobrevivientes se refugiaron en Omdurmán, donde el ejército angloegipcio entró a saco y realizó una carnicería que no respetó la diferencia entre combatientes y civiles. Al final del día, Kitchener había perdido cerca de quinientos efectivos, pero los mahdistas tuvieron más de once mil muertos e innumerables heridos.


Batalla de Omdurmán


En términos del armamento usado por uno y otro bando en Omdurmán, la diferencia entre ambos provocó que el periódico inglés Daily Mail dijera que, más que de una batalla, se había tratado de una ejecución. En efecto, la mayoría de los guerreros mahdistas iban armados con lanzas y espadas, y sus escudos de madera y metal no eran suficientemente fuertes para protegerlos de las balas. Sólo un porcentaje de ellos disponía de fusiles Remington y quizás unos dos mil Martini-Henry (descritos en el anterior artículo de esta serie sobre las guerras anglo-zulúes) y de viejas carabinas que se cargaban por la boca. Su artillería también era poca y para todas sus armas de fuego contaban con escasa munición.


Guerreros mahdistas


En cambio, los británicos, los egipcios y los sudaneses desafectos al mahdismo que integraban el ejército de Kitchener gozaban de una alta potencia de fuego otorgada por sus armas más modernas. Entre las armas personales destacaban: por un lado, el fusil Lee-Metford, el primero de repetición que usó el ejército británico (había sido introducido como arma reglamentaria de varios regimientos de élite en 1888), era de calibre 7.7 mm y capaz de disparar 20 rondas por minuto con gran precisión a distancias de entre 800 y 2000 yardas; este fusil disparaba balas llamadas dumdum que explosionaban con el primer impacto y causaban horribles heridas internas, razón por la que fue prohibido en la Convención de Ginebra de 1901. Por otro lado, también emplearon la pistola Mauser de calibre 7.63 y con cargador de 10 cartuchos.

No obstante, la mayor parte del fuego mortal que cayó sobre los derviches fue lanzado por varias baterías de cañones de diversos calibres y por las temibles ametralladoras Maxim, que, al contrario de las anteriores Gatling de manivela, eran ya totalmente automáticas. Con estas armas, el fuego lanzado desde tierra y desde las cañoneras que aparecieron en las aguas del Nilo destrozó a los inermes derviches que iban a pie o montados en caballos y camellos. Algo paradójico es que el uso de estas armas de fuego anunciaba ya en Omdurmán lo que sucedería 16 años después en los frentes de batalla europeos; es decir, la sangrienta inutilidad de las cargas frontales al descubierto, en las que la infantería lanzada contra trincheras enemigas dotadas de potente artillería y armas de tiro rápido no podía lograr gran cosa y terminaba literalmente hecha pedazos. La lección de Omdurmán no fue aprovechada por los británicos y sus aliados ni por sus enemigos, lo que redundaría en la espantosa muerte de cientos de miles de soldados en la Primera Guerra Mundial.




c Conclusión

La derrota del Estado mahdista no implicó una pacificación: el culto del Mahdí permaneció vivo y continuó siendo fuente continua de subversión contra el condominio, que en los hechos era un Estado colonial bajo supremacía británica. El control de las regiones meridionales siguió siendo precario, a causa de la inaccesibilidad del territorio: la zona de Bar el Jabal sólo fue abierta en 1904; la de Bar el Gazal apenas si pudo ser visitada regularmente después de concluida la primera guerra mundial, mediante la introducción de dragas mecánicas capaces de destruir la barrera vegetal, el sudd, que hacía imposible la navegación por el Nilo. Las regiones meridionales del Sudán, habitadas por poblaciones no árabes y no musulmanas, sufrieron una ocupación militar especialmente brutal, que vino a sumarse a las devastaciones de la época de la trata; así se profundizó la alienación que continúa siendo un dramático legado histórico, que hizo siempre imposible una integración real y duradera de las provincias meridionales del Estado sudanés (Gentili, 2012: 122).

El condominio al que se refiere esta autora fue un acuerdo, establecido entre los gobiernos del Reino Unido y Egipto, mediante el cual este último país y el Sudán quedaban bajo la tutela del primero; el territorio sudanés se convertiría prácticamente en una colonia británica que sólo alcanzaría su independencia a mediados del siglo XX (y que ha sufrido dos largas y cruentas guerras civiles desde entonces).

c Referencias

CHURCHILL, W. (1902). The River War. The Project Gutenberg eBook: <www.gutenberg.org/ebooks/4943>. Ir al sitio

GENTILI, A. M. (2012). El cazador y el león. Historia del África subsahariana. Buenos Aires: Clacso.

HAFFNER, S. (2006). Winston Churchill. Una biografía. Barcelona: Ediciones Destino.

NOTAS

* Antropólogo que ha laborado en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista y el Instituto Nacional de Ecología; actualmente trabaja con Acción Cultural Madre Tierra, A. C. Para Correo del Maestro escribió la serie El fluir de la historia.
  1. Como bien se sabe, el canal de Suez conectó el mar Mediterráneo con el mar Rojo, con lo que hizo innecesaria la circunnavegación de África para navegar de Europa a Oriente o viceversa. El canal se construyó entre 1859 y 1869. Se expidieron 400 000 acciones de la compañía constructora, de las cuales, cerca de la mitad pertenecían originalmente a inversionistas franceses. A pesar de su oposición inicial a la construcción del canal, con la compra impulsada por Disraeli, Gran Bretaña se convirtió en el mayor accionista de la empresa.
  2. Sobre todo, cuando este producto comenzó a escasear por la baja en la producción estadounidense causada por la guerra de Secesión y sus secuelas.
  3. Véase en los números 234 (noviembre de 2015) y 235 (diciembre de 2015) de Correo del Maestro, la serie “El fluir de la historia” sobre las exploraciones europeas de esas vías fluviales.
  4. A la Conferencia asistieron representantes de catorce Estados: Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, Francia, el Imperio alemán, Portugal, Italia, España y los Países Bajos (todos ellos con fuertes intereses en la colonización de una u otra parte de África); también asistieron el Imperio austrohúngaro, Dinamarca, Rusia, Suecia-Noruega y Estados Unidos, y participaron activamente delegaciones del Imperio otomano y Bélgica (esta última más bien representaba a la Asociación Internacional del Congo, presidida por el monarca belga, Leopoldo II, que era la cabeza de fuertes intereses privados).
  5. El imperio tukulor, liderado por Omar Tal entre 1852 y 1862, se extendió por el curso medio del río Níger, desde las selvas de Dinguiraye hasta Timbuctú en el sur del Sahara.
  6. Desde la conquista otomana de Egipto en el siglo XVI, se había nombrado a un wali (una especie de virrey) para gobernar la provincia; pero a partir de Mohamed Alí, se les llamó jedives y su puesto fue hereditario.
  7. El término derviche proviene de la palabra persa darvīsh, usada para referirse a un temperamento imperturbable o ascético, es decir, para una actitud esencialmente indiferente a los bienes materiales, pero su significado más habitual se amplió para denominar a los monjes mendicantes ascéticos y luego pasó a denominar, en su acepción inglesa, a los seguidores del Mahdí.
  8. Existe una superproducción cinematográfica inglesa que recrea esta historia: Kartum (1966), de Basil Dearden, con un elenco en el que destacan Charlton Heston (Gordon) y Laurence Olivier (el Mahdí); el filme es interesante, aunque inclinado a exaltar la figura de Gordon; por cierto, en la realidad el militar británico propuso como alternativa de arreglo entrevistarse con el profeta musulmán, pero tal encuentro no llegó a concretarse, pues Gordon no fue autorizado por sus superiores a realizarlo; la película, en cambio, dramatiza la reunión de los dos personajes.
  9. En realidad, hubo todavía algunos enfrentamientos durante 1885, sobre todo en la región costera correspondiente al Sudán, mas esto queda fuera del alcance de este artículo, lo mismo que la crucial lucha sostenida entre el Estado mahdista y el imperio de Etiopía y Abisinia, que terminó por desangrar a ambas potencias africanas independientes, con lo cual se favorecieron los intereses de los imperialismos británico e italiano.
  10. En la actualidad, ambas poblaciones constituyen un mismo conjunto citadino, capital de Sudán, que sólo está separado por el río. En mayo de 2008, un fuerte enfrentamiento entre fuerzas rebeldes y gubernamentales convulsionó durante tres días a Jartum-Omdurmán, en una guerra que dejó cerca de trescientos mil muertos y dos y medio millones de refugiados.
  11. Todavía hubo otras cargas después: una en la crisis de Chanak, cuando el 20° de húsares británico se lanzó contra la infantería turca en 1920; otra, de la Infantería montada australiana contra los turcos en Beersheba, Palestina, en octubre de 1917, durante la Primera Guerra Mundial; y otra más, quizás en realidad la última de este tipo, en Isbucensky, cerca del río Don, Rusia, el 24 de agosto de 1942, por un regimiento italiano de caballería de Saboya, que, por cierto, derrotó a sus oponentes soviéticos en esa acción de la Segunda Guerra Mundial.
  12. Se ha especulado que la carga pudo haber sido desastrosa –como la de la brigada ligera en Balaklava– si los derviches hubieran contado con ametralladoras y fusiles de tiro rápido; de haber sido así, la historia mundial habría tenido un gran giro, pues la carrera de Churchill hubiera terminado allí.
c Créditos fotográficos

- Imagen inicial: commons.wikimedia.org

- Foto 1: Correo del Maestro a partir de Daniel R. Headrick, Power over peoples : technology, environments, and Western imperialism, 1400 to the present

- Foto 2: loc.gov

- Foto 3: commons.wikimedia.org

- Foto 4: fineartamerica.com

- Foto 5: www.soldiersofthequeen.com

- Foto 6: Correo del Maestro a partir de Enciclopedia visual de las Grandes Batallas, vol. 3. Editorial Rombo

- Foto 7: commons.wikimedia.org

- Foto 8: www.churchillbookcollector.com

- Foto 9: www.britishbattles.com

- Foto 10: collection.nam.ac.uk

- Foto 11: commons.wikimedia.org

- Foto 12: Wellcome Collection (CC BY 4.0)

- Foto 13: images.fineartamerica.com

- Foto 14: Enciclopedia visual de las Grandes Batallas, vol. 3. Editorial Rombo