José Emilio Pacheco:
ESTAMPA, ACECHO Y MENSAJE

Gerardo de la Cruz[*]

José Emilio Pacheco fue un narrador, poeta y ensayista de nuestro país, de enorme sensibilidad poética y un purista de la lengua. Fue uno de los miembros más destacados de la llamada Generación de Medio Siglo. En este artículo se cuenta quizá lo que podría ser una sencilla anécdota, pero es mucho más, pues describe la entrañable relación entre un escritor y el lector, y cómo la huella escrita trasciende al cuerpo físico de quien la plasmó, y se proyecta hacia el futuro.

1. Estampa: La coma inconcebible

En 2009, el mismo año en que recibiera los premios Reina Sofía y Cervantes de Literatura, cuando José Emilio Pacheco cumplió 70 años, diversas instituciones prepararon numerosas actividades para celebrar su aniversario: maratones de lectura de su obra, programas especiales, mesas redondas, etcétera. El Fondo de Cultura Económica, casa editorial que publicó Tarde o temprano, la primera versión de sus poemas reunidos, preparó una exposición biográfica literaria. Entre fotografías, libros y fragmentos de su obra pegados a los muros del Centro Cultural Bella Época de la Ciudad de México, se podía ver y leer su vida. Allí, en imágenes, se había convocado a todos sus amigos, vivos y muertos. “Uno no sabe qué hacer con tantos recuerdos”, dijo cuando inició el recorrido lenta, atropelladamente, colgado del brazo de ¿Cristina, su hija Laura Emilia?, apoyado en el bastón del cual desde hacía varios años no se separaba. Era difícil seguirlo entre tantos de sus muchos lectores que se habían dado cita en el lugar con la esperanza de acercarse a él e intercambiar algunas palabras, pedirle que les firmase uno de sus libros o simplemente felicitarlo o darle las gracias.

José Emilio se desplazaba en el recinto tan rápido cuanto le era posible para ver la muestra, y su voz resonaba en los altavoces, imponiéndose sobre el barullo de los asistentes cuando comentaba, de manera breve y apresurada, alguna de las fotografías: “Ésta es de Héctor García, famosísima, cuando comenzamos La Cultura en México; fue extraordinario, lo dejamos todo para seguir al loco de Fernando [Benítez] en su aventura”, o “Qué barbaridad, ¿de verdad soy yo en Chapultepec? Pensé que la habían destruido con los álbumes de mamá”.

De súbito, el tono memorioso, complacido, cambió abruptamente cuando leyó uno de los textos a muro: “Esto no lo pude haber escrito yo”, dijo algo molesto, y repitió consternado: “¿Esto lo escribí yo? ¡No puede ser, esto no pude haberlo escrito yo!”. Se refería a uno de los versos escogidos para ilustrar su obra –que evitaré citar para no reproducir el posible error–, allá en lo alto, enorme, lejos de toda posibilidad de enmienda. Hubo un momento de tensión y desconcierto. De inmediato le acercaron la última edición de su obra poética reunida para que cotejara y confirmara que en efecto era de su autoría, que lo habían capturado tal cual aparecía en el libro; José Emilio ni se tomó la molestia de mirar. “Claro que ese poema es mío –replicó algo exaltado– pero esa coma no debe estar allí, es inconcebible, la puntuación cambia todo el sentido del verso, es inconcebible e imperdonable, ¡por favor, hay que corregirla en la próxima edición!”. Entonces procedió a dar una explicación, un tanto alejado del micrófono, del porqué esa coma, situada inopinadamente donde estaba situada, alteraba a juicio suyo todo el sentido del poema.

Más adelante, con el mismo sentido de responsabilidad frente a la palabra escrita, corrigió con un plumón azul y sin el menor asomo de pudor algunas imprecisiones en el texto introductorio de la exposición. Lo que siguió fue sentarse ante una mesa que habían dispuesto para firmas y autografiar la más reciente edición de Tarde o temprano (Poemas 1958-2009). Durante cerca de una hora, poco más o menos, se entregó a la generosa tarea de dedicar algunos ejemplares de sus obras y, a las vez que intercambiaba algunas palabras con sus admiradores, en ocasiones abría el libro en la página del poema con la coma inconcebible y enmendaba el error. Pero eso fue sólo un momento, porque después tal vez se retractó o se cansó y dejó de imponer la corrección.

La despedida fue larga y difícil, no podía dar un paso sin que trataran de atajarle el camino para expresarle lo mucho que representaba en sus vidas, en esa urgencia egoísta que nos orilla a aprovechar el momento porque puede ser la única oportunidad que se nos presente, o peor, la última. Una vez que se retiró José Emilio, el Centro Cultural Bella Época se vació con relativa rapidez y entonces me fue posible recorrer la exposición con atención. La vida de José Emilio Pacheco era, en efecto, una vida hecha entre libros, de entrega plena a la literatura, al conocimiento, al arte.

Me detuve un rato frente al verso de marras y lo leí una y otra vez. ¿Dónde estaba la “coma inconcebible”? Por más que buscaba, como en un tablero de ajedrez, las posibles combinaciones sintácticas que alterasen el sentido del poema por la colocación de una coma en un lugar u otro, o su omisión, no pude descifrar en dónde estribaba esta sutil diferencia que, a decir del autor, daba al traste con la obra. Tal vez me equivoqué de verso, pensé, y examiné cada uno de los fragmentos escogidos para la exposición. Me rendí. Todo estaba asombrosamente en su sitio, inalterable y transparente, como un diamante pulido hasta la perfección. Y toda la situación me pareció, en ese momento, ridícula y decepcionante. Por un momento pensé que Pacheco, a estas alturas de la vida, había sucumbido finalmente a ese vedetismo de los escritores que alcanzan la fama allende las fronteras del tiempo.

Camino a casa me sobrepuse a esta impresión y abrí mi viejo ejemplar de Tarde o temprano –segunda edición, 1986–, que ingenuamente llevé con la intención de que me lo dedicara. Comencé a releerlo desde el principio, desde la “Nota” del autor, que da razón del título (“Ignoro si este libro llega tarde o temprano. Sé que tarde o temprano no quedará de él ni una línea…”), así como del criterio de la selección y la disposición de los libros que lo conforman. En este texto, José Emilio hace referencia a una primera compilación poética de marzo de 1978, Ayer es nunca jamás, que francamente había obliterado y me reconcilió con él y ese gesto suyo aparentemente fuera de lugar en la exposición:


Foto 1. José Emilio Pacheco durante la presentación de la colección “Pasión por la lectura”, cuyo primer título corresponde a Las batallas en el desierto. Tecnológico de Monterrey, 2012


Escribir es el cuento de nunca acabar y la tarea de Sísifo […] Si uno tiene la mínima responsabilidad ante su trabajo y el posible lector de su trabajo, considerará sus textos publicados o no como borradores en marcha hacia un paradigma inalcanzable. Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección.


En uno de los muchos artículos y semblanzas que se publicaron recientemente en diarios y revistas a propósito del fallecimiento del poeta, otro poeta y ensayista, Juan Domingo Argüelles, opuso contra esa postura del “borrador en marcha” las palabras que el mismo Pacheco expresó sobre la reedición de La sangre de Medusa y otros textos (1990): “podemos cambiar todo menos nuestra visión del mundo y nuestra sintaxis”.[1] Esta aseveración explica, de alguna manera, por qué fui incapaz de hallar algo inusual donde José Emilio Pacheco encontró un error imperdonable. Lo que había querido decir en el poema –lo que de hecho dijo en el poema– estaba dicho. La (im)perfección que obsesionó a José Emilio Pacheco podía haber estado plagada de faltas de ortografía, de puntuación, de lo que fuera, mas su visión del mundo estaba contundentemente expresada, sin yerros, sin aproximaciones, a pesar de lo que él mismo pudiese opinar sobre la ejecución de la poesía. Porque José Emilio no era amigo fiel de la inspiración –tan veleidosa y traicionera–; no, él era de esos autores excepcionales que son creyentes y firmes practicantes de la disciplina y el compromiso con el trabajo, su trabajo: la palabra escrita.

2. Acecho: Encuentro inesperado, jamás recuperado

José Emilio Pacheco nació en la colonia Roma de la Ciudad de México el 30 de junio de 1939, y murió en la vecina colonia Condesa el 26 de enero de 2014. Su vida transcurrió en esta geografía, de la que apenas salió, y la plasmó entrañablemente en una de sus obras más populares y bellas, Las batallas en el desierto (1981), donde profundiza en la memoria para narrar el universo de un niño en medio del ambiente de posguerra, justo en el momento en que lo sorprende el primer enamoramiento. No es necesario abundar en la trama que muchos de nosotros conocemos desde el bachillerato. Como otros tantos, yo también fui Carlos, o por lo menos deseé serlo en algún momento.

Las batallas en el desierto suele ser el primer contacto, siempre afortunado, con la obra de Pacheco, y en muchos tiene el noble efecto, en esos años adolescentes, de abrir más puertas que cerrarlas con respuestas contundentes, creando un vínculo inalterable entre autor y lector; sin embargo, en mi caso la fascinación por José Emilio no llegó con las tribulaciones del pequeño Carlos, sino con un libro de cuentos escrito con el patrocinio de la Beca Guggenheim a principios de los años setenta (y hasta donde sé, no reescrito posteriormente), El principio del placer, por el cual le concedieron el Premio Xavier Villaurrutia en 1973. Premios aparte –que si bien son importantes no dicen mucho de la obra–, en este breve conjunto de relatos el lector puede encontrar de todo: amor, desengaño, misterio y, sobre todo, historias donde lo sobrenatural avasalla la realidad. Es una pequeña gran joya escrita como quien platica las cosas en una mesa de café.

Recuerdo haberlo leído inmediatamente después de Las batallas…, y naturalmente “El principio del placer” –relato que da título al volumen– parecía una primera tentativa del tema que abordaba en aquella novela. Tenía yo diecisiete años y era como si Jorge, el joven ingenuo que descubre en el desengaño del amor la prostitución de los sentimientos, fuera el protagonista de mi historia personal, aunque no hubiera ningún punto de encuentro entre el Jorge enamorado de Ana Luisa y yo… (Bueno, tal vez, pero esa es otra historia.)

El caso es que por aquellos días de lecturas escolares salía con frecuencia con un par de amigos del bachillerato. Acostumbrábamos dar largas caminatas por Coyoacán, donde nos sorprendió el primer amor, o por la colonia Roma y la Condesa, con esa esperanza tonta de hallar aventuras con el solo hecho de poner un pie en la calle. Al finalizar la jornada recalábamos en un Sanborns para tomar algo que nuestro bolsillo pudiese pagar, por lo general sólo un café, que nos daba la oportunidad tan extraordinaria y cotidiana de compartir la mesa y hablar de temas de hondura existencial, esto es, de todo y de nada. Al anochecer, tal como Jorge solía hacer, tomaba un cuadernillo y apuntaba una gran cantidad de sinsentidos en algo que titulé “Bitácora de viaje”. En todo ese tiempo, nada fuera de lo común sucedió, excepto una ocasión en que, cansados de dar vueltas por la Roma y recorrer todo Insurgentes, decidimos descansar en el Sanborns de Aguascalientes. De acuerdo con mi “Bitácora”, serían eso de las siete de la noche y junio de 1992. Mientras buscábamos el lugar propicio para charlar a gusto, lo reconocí, corpulento, como un gigante, en el área de fumadores. Era él. Y la primera pregunta que se me vino a la cabeza fue: “¿A poco es José Emilio Pacheco?”. Mis amigos se volvieron hacia donde dirigía mi mirada y, confirmando mi impresión, abundaron: “Y Monsiváis, ¿no?” “Es Pacheco, ¡es José Emilio Pacheco!”, exclamé. Y sí, era José Emilio Pacheco. Luego uno salió con que no, luego con que sí… y así por un lapso de media hora.

Cuando uno tiene este tipo de encuentros inesperados, debería ocurrir que, con toda la naturalidad del mundo, sin reparos, se acercara al personaje en cuestión y le dijera lo que tiene que decirle, y no todo lo contrario, que le tiemblen las rodillas, quedarse paralizado y perder la facultad de conectar tres neuronas. Yo soy de esos que se vuelven tontos y dan vueltas en círculo como gato buscándose la cola. La charla entre amigos giró sobre las muchas posibilidades de abordar a Pacheco –como si se tratara de pedirle que fuera nuestra novia–, y así se prolongó, entre teorías y discursos absurdos hasta que José Emilio y compañía se levantaron, abandonaron la mesa, pagaron la cuenta y desaparecieron de nuestra vista. Todavía incrédulos, preguntamos a un mesera si aquél de la mesa, ahora vacía, era José Emilio Pacheco, el escritor (¿quién más?).


Foto 2. Portada de la primera edición de El principio del placer, México, Joaquín Mortiz, 1972


“No sé quién sea, pero viene con frecuencia.”

Supongo que uno tiene todo el derecho de andar por la vida así nomás, sin saber quién es José Emilio Pacheco o Nelson Mandela. Así que procedimos a interrogar a la mesera respecto a los hábitos de aquel señor que se acababa de retirar (“el grandote del saco negro”). La mujer nos dio santo y seña de cada tanto y más o menos a qué horas, según ella, visitaba el restaurante. Aquellas vacaciones de 1992 girarían en torno a Pacheco: solo o acompañado, pero siempre con El principio del placer bajo el brazo, durante los meses de julio y agosto acudí puntual a un encuentro imaginario con José Emilio, con el único fin de que me dedicara mi ejemplar. Imaginaba el diálogo que sostendría con él, ¡y hasta lo apuntaba! Me veía entregándole mi librito (su librito) y una rosa: “Tenga para que se entretenga. Tenga para que se la prenda”. Él reía a carcajadas y me invitaba a compartir la mesa y quién sabe cuánta fantasía. Sería difícil llevar a buen puerto la cacería, mas no por ello me amedrenté. No sobra decir que, después de acudir semana tras semana a Sanborns e ingerir quién sabe cuántas tazas de café esperando que se repitiera el encuentro, uno salía viendo a José Emilio Pacheco por todas partes, como un fantasma salido de sus cuentos, y las noches llenas de angustia eran un adentrarse al reino de los muertos.

Ya había perdido casi toda esperanza de que el encuentro se repitiera, cuando una tarde de agosto, reapareció José Emilio. Solo él, solo yo. Lo vi entrar nervioso, mejor dicho, apurado al lugar, como buscando a alguien. Diré las cosas como fueron, aunque sea un lugar común: la sangre se me subió de golpe a la cabeza y sentí que enrojecía como un jitomate y que mi corazón estaba a punto de estallar por la emoción. José Emilio, como si me hubiera visto, avanzó unos cuantos pasos, como extraviado, hasta llegar justo donde yo estaba. Hice a un lado el libro que leía, y saqué del bolsillo de la chaqueta mi ejemplar de El principio del placer y me puse de pie frente a él.


“¿Es usted José Emilio Pacheco?”, le dije de golpe.

“¿Cómo dices?”, e inmediatamente se excusó: “Perdón, no es que sea grosero, es que no escuché, no te entendí.”

“¿Es usted José Emilio Pacheco?”, repetí, tratando de controlarme.

“Sí, soy yo.”


Entonces decidí invitarlo un minuto a mi mesa, pero en mi cabeza se atropellaron todos los diálogos que había previsto para el gran encuentro. Me vi, como lo había soñado, dándole El principio del placer con las mismas palabras con que el soldado caído en el Bosque de Chapultepec asaltaba a Olga, la mamá del niño Rafael extraviado en el reino de los muertos: “Tenga para que se entretenga. Tenga para que se la prenda”… Pero no dije nada. Apenas moví afirmativamente la cabeza y me devolví a mi asiento, empequeñecido, y clavé mi mirada en la taza de café, como si la proximidad del escritor me incomodara. José Emilio consultó desconcertado la hora en su reloj, se encogió de hombros, hizo una mueca y se devolvió nervioso sobre sus pasos. Y desapareció, como un fantasma. No habrían pasado quince minutos cuando también yo me retiré del lugar, con toda mi vergüenza a cuestas y la firme convicción de no volver jamás.

Ahora que comparto esta experiencia y releo “El principio del placer”, “Tenga para que se entretenga” o “La fiesta brava”, me pregunto qué pretendía con esa cacería, cuando tengo a José Emilio aquí, justo frente a mí, compartiendo conmigo el escritorio. Los libros, sus autores, son amigos inseparables y, generalmente, amigos para toda la vida; quizás en algún momento los abandonemos, se empolven y sus páginas blancas se tornen amarillentas, pero lo cierto es que cuando uno vuelve a ellos es como volver a sí mismo. Al recordar a José Emilio Pacheco no he podido evitar referirme a mí, porque mi historia como lector da noticia de él como escritor, y al igual que José Emilio, también yo tengo una historia de desaparecidos que contarle. Después de todo, somos buenos amigos.

3. Mensaje: Botella al mar

Nadie corte a la rosa que está allí,
detenida en su trémulo esplendor
para el que no hay mañana.

Nadie la corte: déjenla morir
para que exista siempre en el jardín
una rosa, otra rosa.


“Una rosa, las rosas”, JEP


Querido José Emilio:

Tú no lo sabes, pero en algún momento tuve la ilusión de que tú y yo compartiéramos la mesa y charláramos, al calor de un café. Fantaseé mucho al respecto, sin saber con exactitud el tema de la plática. Ahora entiendo que esa conversación hipotética sólo podría girar en torno a dos asuntos. El primero no requiere de mucha ciencia para adivinarlo, sería sobre la gratitud, o con mayor precisión, sobre la palabra “gracias”. Nada más excepto gracias, ese maravilloso concepto que, en sí mismo, expresa un acto de bondad –afirmaba Octavio Paz–; gracias, porque la vida, como la rosa, es bella pero está llena de espinas, y la poesía tiene la gran capacidad de sanar las heridas que nos dejan sus espinas y tú, de alguna manera, te has dedicado a curarnos.

La segunda cuestión: debo contradecirte, mejor aún: debo corregirte. Tú escribiste en la nota que precede a ese libro de libros donde has reunido tus poemas: “Sé que tarde o temprano no quedará de él ni una línea”. Te digo desde ahora, querido José Emilio, que te equivocas. Tu poesía es como aquella rosa en tu poema: nadie la cortará, morirá uno “para que exista siempre en el jardín/ una rosa, otra rosa”.

Lanzo ahora, que cumplirías años, este mensaje como una botella al mar, esperando que no se hunda antes de encontrar a su destinatario.

NOTAS

* Escritor, estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM.

  1. Juan Domingo Argüelles, “La huella radiante de José Emilio Pacheco”, en La Jornada Semanal, núm. 987, México, 2 de febrero de 2014.
Créditos fotográficos

- Imagen inicial: Gustavo Benítez en commons.wikimedia.org

- Foto 1: Angélica Martínez en commons.wikimedia.org

- Foto 2: libreriasdeocasion.com.mx