![]() Las claves de la excelencia
INVESTIGACIÓN, AUTORÍA, EDICIÓN, AUTOCRÍTICA Y ESCRITURA[*] Juan Leyva[**] La excelencia –como todo término– posee, antes que nada, un significado simple y llano, del día a día; por ejemplo, lo mejor de lo mejor, lo más perfecto o acabado de entre lo bueno; pero en ámbitos especializados todo vocablo se transforma para determinarse en un sentido crítico. En la construcción de conocimiento esta crítica se refiere a la autoconsciencia sobre los métodos y teorías con que buscamos innovar en un campo del saber, y modela desde los procedimientos hasta las palabras de una disciplina. ![]() Las claves de la excelencia: investigación, autoría, edición, autocrítica y escritura
desde luego, ser parte de una comunidad que cultiva y promueve un sistema de conocimiento requiere la adquisición de esos métodos y teorías, apropiarse el paradigma, como escribiera Kuhn en un libro que cambió la historiografía de la ciencia e hizo dar más de una vuelta de tuerca a la autoconsciencia de las comunidades científicas; si bien, a raíz de la polémica de 1965 en el Bedford College de Londres, Kuhn ajusta el término para sustituirlo por el de “matriz disciplinaria”, comprometido, como estaba, con las críticas que Popper, Lakatos y Feyerabend, entre otros, le hicieran en aquel coloquio, y que en la “Posdata” de 1969 a La estructura de las revoluciones científicas encuentra vinculadas con problemas de semántica, es decir, de imprecisión en los significados. Para convencer a una comunidad, señaló (y su libro era una prueba de ello), no basta tener razón ni evidencias, sino persuadirla de que hemos llegado a algo nuevo y razonable, de que hemos aportado conocimiento (Kuhn, 1986: 305-306, 309-311). Es decir, en la polémica de Bedford y los años posteriores, Kuhn redescubre una de las claves de la construcción de saberes: la correcta estructuración de las ideas y su clara comunicación, incluso ahí donde se refieren a zonas de incertidumbre. Un conocimiento incompartido o mal comunicado se disuelve o deja de existir. Descubrió, en suma, aquello que la retórica había fundamentado a lo largo de siglos: la importancia de la persuasión, entendida no como convencimiento sobre lo irrazonable, sino sobre lo plausible; no como el instrumento del abogado ante un cuerpo judicial, donde a toda costa debe liberar a su acusado –o hundirlo–, sino como el instrumento de la razón aun cuando los elementos para construirla sean precarios y difíciles de alcanzar. ![]() Portadas de El Hijo del Ahuizote en el año 1892 Una comunidad científica o académica –igual que toda comunidad libre– se construye sobre la confianza. Y ésta es la pieza que debemos defender ante todo, porque la excelencia no se da por sí sola, sino que proviene del máximo respeto a los acuerdos críticos de una comunidad, entre los cuales se hallan sus protocolos o géneros comunicativos –un artículo científico o una tesis de grado, por ejemplo. La clave de la excelencia radica en la adquisición y cultivo de los métodos óptimos, incluso al presentar un trabajo para publicación (que debe ser la meta de toda investigación seria). De otro modo, sólo estaríamos contribuyendo al deterioro de la comunidad y sus objetivos, que –pese a desviaciones funestas–en el fondo no son, ni pueden ser, otros que el máximo bienestar para todos en condiciones de equidad. Pero antes de entrar a esos métodos óptimos, detengámonos brevemente en los efectos de no ponerlos en práctica y, de paso, en algunos de los graves síntomas de aquellas desviaciones. Hace más de un año, por ejemplo, pude observar que un importante investigador había publicado un trabajo con marcadas imprecisiones, o sea, sencillamente mentiras. ¿La razón? No conocía más que de modo parcial el material de archivo en que se basaba su contribución a un libro colectivo. La sonrojada editorial me explicó que no había sometido a dictamen ese capítulo porque se trataba –cómo no– de una autoridad en la materia. Tres años hace ya pude asistir, también, a otro caso menos grave pero harto curioso: en un artículo por lo demás notable, un autor confundía a un dibujante de oposición con un agente secreto de la policía de la Ciudad de México. Esto colocaba al dibujante –nada menos que uno de los fundadores de El Hijo del Ahuizote– como infiltrado en las protestas estudiantiles contra la tercera reelección de Porfirio Díaz (1892). Las consecuencias eran enormes, de modo que solicité al autor la verificación de los datos. No pudo hacerlo porque –como comprobé después al estudiar el informe del agente– no era posible saber quién lo había escrito, ya que el documento está deteriorado en su extremo inferior y no hay huellas de firma.[1] La Universidad, entonces, no existía –sólo escuelas superiores–, porque Maximiliano la había cerrado en 1865, entre otros motivos por la disfuncionalidad en que se había sumido a causa de su renuencia o incapacidad para acceder a nuevos paradigmas;[2] es decir, por razones semejantes a las que dos siglos atrás los eruditos de Holanda habían esgrimido ante la princesa Isabel de Bohemia para no atender los planteamientos de Descartes, como ella misma explicaría en su correspondencia con el autor de El discurso del método (Descartes, 1999: 57, apud Vázquez, 2005: 4). Por otro lado, en la UNAM, hace año y medio se dictaminó la destitución de uno de sus profesores-investigadores, cuando se demostró que en sus tesis de maestría y doctorado había cometido numerosos plagios, además de incontables fraudes a lo largo de una vida que, entonces, se creía académica. Su actual y único título: el plagiario serial (ya que no hay doctorados en plagio). Hoy día sabemos que los fraudes científicos han implicado incluso a premios Nobel. Y para abundar, ya fuera de la academia, hace unos meses, mientras leía las memorias de Ricardo Garibay, me asombré al descubrir que a quien se llama “el escritor más importante de México” le había plagiado un artículo sobre Agustín Yáñez, que Garibay había escrito apenas salida de las prensas la novela que hizo célebre al autor jalisciense. En España, a lo largo de la década pasada tuvo lugar la demostración de que uno de sus premios Nobel había tomado una novela del concurso Planeta –con la obvia colaboración de la editorial– para rehacerla a su modo (auxiliado por amanuenses), pero con muchos pasajes idénticos al original. No menos penosos resultan los fraudes y plagios del narrador peruano Bryce Echenique. Y yo mismo, hace unos meses, me descubrí descaradamente plagiado en un nuevo libro sobre Renato Leduc. [3] ¿Qué significa todo esto? Se trata, creo yo, de algo más que desaprensión. Los estudiosos del fraude y el plagio en el mundo académico concluyen que se comete bajo el impulso de la ambición, la búsqueda de prestigio y la presión de los sistemas evaluatorios. Añádase la más pura ineficiencia y la casi cabal ausencia de persecución de la falta (al menos en países como México); pero, sobre todo, la ausencia de prevención. En Alemania no se hallan alejados del problema, y en años recientes (2011) su ministro de Defensa tuvo que dimitir porque su tesis de doctorado es un plagio cabal, y lo mismo ocurrió con su ministra de Educación, que en 2013 hubo de dimitir por igual causa. La Universidad de Dusseldorf le retiró el grado meses después de la denuncia, pues, según parece, en ese país hay una organización que se dedica a revisar tesis en busca de anomalías, si bien lo hace al margen del mundo académico, que, como escribiera hace poco Bárbara Bautista, se organiza muy bien para apegarse a los protocolos y escribir –desde luego– en todos los géneros académicos, bajo la guía de la simulación, la autocomplacencia y las complicidades (Bautista, 2014). Por su parte –dicho sea entre paréntesis y para concluir con esta ilustración de los problemas a que nos enfrenta la relajación de los acuerdos de una comunidad–, tengamos en mente los fraudes cometidos en todo el mundo por Google, que hoy en día enfrenta demandas en muchos países, entre otras cosas, por reproducir obras sin consentimiento de los autores, primero para preservarlas (en acuerdo con bibliotecas), luego para subirlas a Internet con acceso gratuito y, al final, cobrar por el acceso a ellas sin pagar regalías a nadie. Esta serie de traiciones a la confianza puede evitarse, sobre todo, si logramos asimilar, hasta el hueso, la importancia de trabajar en serio y adquirir los métodos indispensables. Es decir, si establecemos como valores supremos la autoconsciencia crítica y el diario cultivar de la confianza. ▼ Ciencia, autoconsciencia y calidad de la escritura
La autoconsciencia crítica de la modernidad, su reflexión legitimadora –como la denominó Blumenberg (2008)–, nos condujo, en el terreno de la filosofía y el saber científico, a lo que hoy podríamos entender como rigor y hondura en el planteamiento de un problema de investigación. Esta calidad depende de la técnica usada en dicho planteamiento, porque –para hablar en términos de Galimberti– la técnica es el alma de la teoría y no un subproducto suyo, puesto que la provee, desde la raíz misma de la reflexión, de las bases necesarias para su propósito mayor: la intervención transformadora de la realidad, y no sólo su explicación. O mejor: de una explicación capaz de intervenir en el mundo y, a la vez, producto de esa intervención (Galimberti, 1999, 2012) La historia de ese procedimiento empieza, para Occidente, quizá, con las discusiones de Sócrates contra la sofística (el Fedro, el Gorgias), donde el filósofo defendía la construcción de la verdad antes que la mera formulación de su apariencia, como cundía entre los retóricos forenses y algunos de los sofistas. Para entonces, la retórica ya tenía una historia en la creación literaria (Homero), en el discurso filosófico (los presocráticos) y en el judicial (los procesos legales en torno a la propiedad en Sicilia, donde se origina la retórica en los términos en que la discutía el ateniense). Pero en literatura, como explicó Aristóteles, la retórica se imbricaba con la poética, es decir, el ejercicio expresivo de una representación verosímil de la realidad, o sea, la mímesis; y en los tribunales, con la discusión legal. En la democracia al modo que se practicaba en Atenas, la retórica también tuvo un espacio notable en las polémicas públicas; entre las más célebres, si se debía o no ir a la guerra, o bien, el destino mismo de la patria. El más grande en ellas fue Demóstenes, modelo de muchos y, sobre todo, del que llegaría a ser el retórico por excelencia, Cicerón, en quien la solidez argumental de Aristóteles y Platón, la enjundia reflexiva, el hondo saber jurídico, la convicción ciudadana y los secretos de la elocuencia alcanzaron la cúspide. Cicerón –guiado por la retórica como arte de pensar, hablar y escribir bien, como la disciplina más importante para el hombre educado del mundo antiguo– se desarrolló en filosofía, derecho y arte de hablar en público, y gracias a los retiros, destierros y exilios a que se vio forzado en vista de su intensa vida política, pudo incluir en su vasta obra siete títulos de retórica: Del óptimo género de los oradores, Tópicos, De la partición oratoria, Bruto: de los oradores ilustres, De la invención retórica, El orador perfecto y Acerca del orador,[4] esta última, a mi juicio, la obra cumbre de la retórica antigua, y, quizá, de la de todos los tiempos, porque en ella explica y aplica todos y cada uno de los secretos del buen decir, del bien pensar y argumentar y comunicar, ya sea por escrito o de modo oral, y a la manera más agradable y amena –que un Aristóteles, por ejemplo, no hubiera podido siquiera imaginar. Por eso, cuando el conde de Buffon, en la segunda mitad del siglo XVIII (1753), ingresa a la academia científica de Francia, hace notar a esa comunidad que: … las obras bien escritas serán las únicas que pasarán a la posteridad: el caudal de los conocimientos, la singularidad de los hechos, la novedad misma de los descubrimientos, no son garantía segura de inmortalidad (Buffon, 2004: 29). Para referirse, con ello, menos a una preocupación trascendentalista que a la obligatoria claridad de estructura y estilo de las comunicaciones científicas. De Buffon sigue a Cicerón, quien insistía en la importancia de no sólo saber, sino saber comunicar ese saber. Por ejemplo, en Acerca del orador, dirá en voz de Craso, su admirado maestro de juventud: Ahora, por mí, es lícito que, si alguien lo quiere, llame orador a ese filósofo que nos entrega la copia de cosas y de discurso; si a este orador que yo digo que tiene la sabiduría unida a la elocuencia prefiere llamarlo filósofo, no se lo impediré, mientras conste esto: que no se debe alabar ni la falta de habla de ese que conoce el asunto, pero no es capaz de explicarlo diciendo, ni la falta de ciencia de aquel a quien el asunto no se le presenta, [pero] palabras no le faltan; si por uno de ellos debe optarse, preferiría ciertamente la sapiencia falta de elocuencia que la tontería locuaz. Pero si indagamos qué cosa, la única entre todas, sobresale, debe darse la palma al orador docto: si aceptan que sea él filósofo, se suprime la controversia; pero si los separan, por esto serán inferiores: porque en el orador perfecto reside toda la ciencia de ellos, mientras que en el conocimiento de los filósofos no forzosamente reside la elocuencia; la cual, aunque sea desdeñada por ellos, necesario es que se vea, sin embargo, que proporciona cierto coronamiento a sus artes.[5] Estoy seguro de que la humanidad habría agradecido –y en verdad no poco– a Hegel (o a Derrida) que alguna vez hubieran leído estas palabras. Así, tras las huellas de la oratoria clásica, el conde de Buffon dio una lección de estilo que conserva su celebridad. Las ideas centrales provenían de un fiscal que defendiera a Sicilia contra Cayo Licinio Verres, y que lograra demostrar la corrupción y graves atropellos de éste en uno de los juicios políticos más célebres de todos los tiempos. El fiscal, con la pura introducción del caso, habría logrado que Hortensio, defensor de Verres y uno de los más importantes de Roma, se diera por vencido y al parecer aconsejara al tirano el destierro inmediato. Menos tonto que vicioso, Verres habría obedecido a Hortensio. El fiscal era Cicerón.[6] Para el momento del conde de Buffon, tenemos ya sentadas las bases de las comunidades científicas. ¿Pero de qué modo se había creado la consciencia crítica moderna? Si el mundo griego había sembrado los principios, Bacon en 1620 y Descartes en 1637 plantean, con énfasis diversos, la inoperancia general del sistema medieval de saberes. Bacon señala –por primera vez de manera sistemática (Blumenberg, 2008: 384-385)– la importancia del saber transformador del mundo (Bacon, 1984) (pensaba en cómo aligerar el trabajo y aliviarnos del dolor, es decir, en una redención católica de orden práctico, que no había sido desarrollada debido a una castración de la curiosidad científica propia del cristianismo y vinculada con el exceso de confianza respecto a un mundo supuestamente diseñado por Dios para beneficio del hombre) (Blumenberg, 2008: 232, 386). Descartes añadiría que en ello era clave la crítica del sentido común y del saber erudito acumulado, pero, ante todo, la observación desprejuiciada (Descartes, 1984, 1989). Más tarde, en 1781, Kant adscribe también la importancia capital de la autocrítica del observador, es decir, la crítica de la razón como un examen riguroso, un dar cuenta –de la manera más explícita– de los presupuestos y el sistema de inferencias, al igual que su correlato con lo observado (1987, 1984, 2002). Y Hegel, de manera un tanto críptica y ambigua, haría de tales basamentos la planta de una nueva manera de filosofar, es decir, de fundamentar el saber en la modernidad (Vázquez, 2005: 11).[7] No quiero decir con ello –naturalmente– que esos filósofos e investigadores hayan trabajado para nuestros fines, sino solamente que de sus tareas –emprendidas en varias direcciones y para responder a muy diversos objetivos– han quedado para nosotros, sobre todo, las que aquí señalo.[8] Ya vendrían Marx, Nietzsche y Freud a poner gotas o ríos de escepticismo y cautela en toda esta pretensión más o menos positivista del saber, pero los logros de Bacon, Descartes y Kant resultarían irrenunciables, al menos si se asume que para aportar algo nuevo a una tradición sapiencial no puede hacerse abstracción de lo desarrollado por otros ni tampoco de la crítica a ese conocimiento; de la misma manera que hacer explícitos los propios métodos se convirtió en requisito irrenunciable. De ahí que en 1665, muy poco después de la publicación de las obras capitales de Bacon y Descartes, hayan aparecido, precisamente en Inglaterra y Francia, las primeras revistas científicas.[9] Para el siglo XVIII, éstas se habían multiplicado, y para el XIX, luego de los descubrimientos de Semmelweis, ese gran irruptor del paradigma médico y casi creador de la infectología, Pasteur se esforzaría en transmitir, de la manera más clara posible, los suyos propios, a fin de que sus experimentos pudieran ser reproducidos por mano ajena (Day, 2004: 6). Estamos ya ante el estándar de la transparencia y la confianza, en suma, de la posibilidad de ofrecer a otros el nuevo saber para que ellos puedan comprobarlo e intervenir, como nosotros, en la realidad. No es otro el deber de una comunidad científica. ▼ Retórica y academia: leer y escribir como investigador
![]() El modo más claro y preciso de plantearse un problema nuevo es, pues, poseer un dominio pleno –o el máximo posible– del estado de la cuestión, a fin de poder llevar a cabo su crítica, es decir, ponderar sus limitaciones y saber definir las más acuciantes o cuáles nos interesan más y por qué; para, de ahí, problematizar el estado del arte señalando cómo y por qué se ha producido esa limitación o problema, y cómo, por qué y para qué deseamos resolverlo. Y para elaborar un buen estado de la cuestión es fundamental tener un método preciso de lectura. Se trata de indagar en cada texto qué se descubrió o qué de nuevo se plantea; cómo se descubrió o cómo se llegó a aquello nuevo (con qué métodos, teorías e instrumental, y en qué terrenos de observación se recogieron las evidencias); cuáles son estas evidencias de lo hallado o descubierto y la calidad de la argumentación y la discusión (esto es, la calidad lógica); qué se concluye a partir de lo hallado, y en qué medida todo ello modifica el estado de la cuestión, tanto en sentido práctico como teórico. Muchos trabajos siguen un protocolo de exposición que responde con absoluta claridad a estas preguntas, pero muchos otros no; de modo que, con frecuencia, toca a la habilidad y experiencia del lector extraer las respuestas. Armado con esas interrogantes tendrá muchas posibilidades de triunfo. De particularísimo interés resulta observar cuáles son los elementos que determinaron la elección de la teoría y el método, ya que con indeseable frecuencia (más de 90 por ciento de los trabajos académicos que he leído) se eligen métodos y teorías porque, sencillamente, son los que están de moda o a la mano, lo cual tiene serias consecuencias; la más grave, quizá, la postración misoneísta o mimética en que prevalecen muchas comunidades disciplinarias, en una suerte de dependencia teórica, a menudo inconsciente, que convierte en inocua –o casi–toda investigación de ese corte. (Aunque muchos académicos renieguen, ésa es su realidad.) Así pues, para plantear un problema nuevo de alta calidad –es decir, de aguda incidencia en su campo–, son irrenunciables las bases establecidas por Bacon, Descartes y Kant, así como un riguroso método de lectura apto para recuperar la médula de un texto. Al final se tendrá un material crítico obtenido de tal forma que, al mismo tiempo, señalará el camino para nuestra propia investigación y constituirá la matriz de cómo exponerla cuando concluya. Esto es así porque nuestra rejilla de lectura implica lo que la metodología del artículo científico denomina esquema IMRAD, o sea, la exposición de nuestro aporte mediante introducción, métodos, resultados y discusión, la vía más aceptada para responder las preguntas clave. Ahora bien, toda investigación que no se deslinde con claridad de un estado de la cuestión construido con las preguntas señaladas, difícilmente podrá plantear un problema de importancia, porque su deslinde será fallido, incompleto o ya habrá sido hecho por otros con mejor instrumental. El IMRAD es primo hermano de la retórica, que desde un principio se vio orillada a establecer bases de organización del discurso, luego de los litigios de propiedad desencadenados en Sicilia a la muerte de su gobernante Gelón en 478 a. C., quien acostumbraba premiar a los soldados con tierras expropiadas para el caso. El conjunto de litigios que se sucedieron forzó a los ciudadanos a proveerse de un método. Por ello, hacia 476 a. C., Córax de Siracusa –una de las ciudades más bellas de la Antigüedad, y aun de hoy– estableció la necesidad de organizar coherentemente un discurso, a fin de reducir los riesgos en el foro. Determinó, entonces, una estructura compositiva de cinco partes: … “proemio”, destinado a captar la atención o la benevolencia de los miembros del jurado; la “narración”, en la que se presentan los hechos con claridad y concisión; la “argumentación” (que abarca la confirmación y la refutación), en la que se presentan las pruebas; la “digresión”, que ilustra el caso y lo sitúa en un plano general, y la “peroración” o epílogo, en la que se resume la cuestión del litigio y se procura provocar la emoción de los miembros del jurado (Hernández y García, 1994: 18). Décadas más tarde, para la época de Platón, a esa forma de organizar un discurso, cuyo objetivo era el convencimiento del jurado, se añadió el interés reflexivo de los sofistas (dedicados a pensar y enseñar) y el estilístico de los logógrafos (que escribían ajeno sobre temas forenses, como Isócrates o el propio Demóstenes); pero los excesos de unos y otros desencadenaron la crítica de Platón y aun de Isócrates, y las burlas de Aristófanes, quien, en Las nubes, no tiene empacho en incluir al propio Sócrates entre los charlatanes de la oratoria. Y sin embargo, es precisamente el dialéctico de Atenas quien, en pluma de Platón, da la gran lección de cómo organizar un discurso no para agradar a un jurado, no para elogiar y seducir el alma de nadie, no para delirar o soñar con que se está planteando una verdad, sino para demostrar la importancia de conocer bien aquello de que se habla y articularlo de forma coherente. Así, el Fedro (ca. 370 a. C.) ridiculiza las pretensiones sabihondas de los sofistas,[10] la excesiva preocupación estilística de los logógrafos y la quincalla alógica en la que podían extraviarse los oradores jurídicos; para ello toma por blanco a algunos de ellos, como Lisias, Gorgias e Isócrates.[11] Este último, escéptico ante el rigor filosófico de Platón o Aristóteles, defendía –al igual que Gorgias– una forma discursiva más libre, aunque en modo alguno insensible a la reflexión profunda y a la ética.[12] La fuerza analítica del Fedro y su coherencia lo convierten en el modelo sobre el cual Aristóteles organizará su propia Academia. En parte por eso, y por su propio temperamento crítico, su Retórica (ca. 335 a. C.) dará un peso enorme al rigor de la argumentación. La rebelión logicista, filosófica, de búsqueda de la verdad proviene de la tradición griega, pero tiene un detonador: Gorgias, embajador de Sicilia en Atenas que a partir de 427 a. C. propagó el virus de la oratoria con la belleza de sus discursos (incluso a pesar de los altísimos costos de su enseñanza).[13] Sin embargo, su escepticismo frente a la posibilidad de que algo exista, de que pueda ser conocido y de que ese improbable conocimiento pueda comunicarse,[14] resultó ajeno a los afanes de coherencia positiva y precisión que eran ya inextirpables del pensamiento ateniense (con matices, ambas posturas no han desaparecido del todo en la epistemología).[15] Y así, para los tiempos de Cicerón, la teoría oratoria latina se dividía en las cuatro partes de la tradición griega: inventio, dispositio, elocutio y actio, y añadía la memoria desde su texto inaugural: la Retórica a Herennio, de hacia el siglo I a. C. Ésas son, también, las partes que consignará Marco Fabio Quintiliano casi 200 años después en su Institución oratoria, ya en decadencia la retórica grecolatina. Esta obra (que sigue principalmente a Cicerón) y el ya citado Acerca del orador serán el basamento del Discurso sobre el estilo del conde de Buffon; pero la memoria, a dos siglos de haber sido inventada la máquina de Gutenberg, resultaba mucho menos necesaria;[16] y la actio, que el orador estaba obligado a dominar, pues se refería no sólo a la pronunciatio sino a la postura corporal, la gestualidad y los tonos de la voz, había quedado como una disciplina más propia del teatro y carecía de peso para la eficacia de las comunicaciones escritas. Por eso Buffon se centra en lo que ya indicara Sócrates en el Fedro: la importancia de la organización global del discurso y la perfecta unión de sus partes, así como la adecuada sucesión de ellas. Y dirá: “el estilo no es sino el orden y movimiento que se pone en los pensamientos” (Buffon, 2004: 19); y abundará, a fin de subrayar la importancia de tener un plan: …quienes se abandonan al primer arranque de su imaginación toman un tono que no pueden sostener; quienes temen desperdiciar los pensamientos aislados, fugitivos y en distintas ocasiones escriben trozos sueltos, no los reúnen jamás sin transiciones forzadas; ésta es la razón, en una palabra, de que haya tantas obras hechas de retazos y tan pocas fundidas de un solo golpe. […] Para escribir bien es necesario, pues, dominar plenamente el tema; es preciso reflexionar mucho para ver con claridad el orden de los pensamientos propios y formarlos como una serie, una cadena continua (Buffon, 2004: 21-22, 26). Para nosotros, ahora, respecto a la organización de un texto, hay, pues, siglos de trabajo que aprovechar. Las lecciones de Buffon, junto con el desarrollo científico-filosófico de los europeos a partir del Renacimiento, trazan, para la edad de la Ilustración, una pinza estilístico-reflexiva que desemboca, luego del empuje más o menos positivista del siglo XIX, en un sentido claro de lo que debe ser una comunicación científica. Y así, después de la Segunda Guerra Mundial, ya en el siglo XX, la estructura del artículo científico se ha vuelto crucial, y para fines de los años sesenta se halla por completo establecida, como puede verse en la Guía para la redacción de artículos científicos… publicada por la UNESCO en 1968 (Martinsson, 1983: 1), donde se asientan principios que prefiguran el esquema IMRAD. Para entonces, las comunidades de mayor intensidad científico-tecnológica, es decir, el mundo anglosajón y francófono, habían aceptado un acuerdo general, y en 1979 aparece en Estados Unidos la primera edición del libro de Robert Day: How to write and publish a scientific paper, tan aclamado como objeto de plagio, y modelo incluso de algunos manuales para escribir artículos de humanidades y ciencias sociales. La obra de Day recoge el esquema IMRAD; digamos, la versión abreviada y moderna de una dispositio ad hoc para comunicados científicos. Day indica cómo responder por escrito las preguntas referidas páginas atrás: qué se encontró y cómo, por qué y para qué, cuáles son las evidencias de lo hallado y cuáles las implicaciones o consecuencias, tanto en el terreno práctico como en las dimensiones teóricas de la cuestión. Con todo, no indica cómo plantear el problema de investigación (es decir, trabaja poco o nada con la inventio, que compete a la búsqueda y creación de argumentos), especialmente porque, en su calidad de editor de revistas biológicas,[17] está centrado en instruir a los autores acerca de cómo entregar un buen original para publicación. No obstante, además de la estructura, señala cuestiones de estilo; por ejemplo, que la introducción debe escribirse en pasado, que no debe abusarse de la doble negación, y un conjunto de errores gramaticales muy comunes en su lengua, así como la manera más correcta de consignar el aparato crítico, es decir, las referencias documentales de la investigación. Serán Booth, Colomb y Williams –en una obra considerada rápidamente un clásico en las universidades estadounidenses, Cómo convertirse en un hábil investigador (The craft of research, 1995)– quienes, desde los estudios literarios, la enseñanza de idiomas y la lingüística, escribirán el mejor manual que he podido conocer hasta ahora para, entre otras cosas, aprender con toda claridad cómo debe plantearse un problema –desde la manera correcta de deslindarse del estado de la cuestión hasta cómo indicar ese deslinde por escrito, y todos los pasos siguientes para un informe de excelencia. Señalan, por ejemplo, en su capítulo 4, que la primera condición para identificar un problema “es siempre alguna versión del hecho de que [usted] no sabe o no comprende algo que cree que usted o sus lectores debieran conocer o comprender” (Booth, Colomb y Williams, 2004: 73); es decir, se trata de algo que no sabemos pero deberíamos saber, porque ignorarlo está teniendo costos y, por tanto, conocerlo arrojaría un beneficio aún no presente en el estado del arte. Si se siguen los consejos de estos autores a lo largo de su capítulo 3, se tendrán –además– los recursos lógicos y retóricos para establecer las preguntas más agudas, siempre y cuando, con antelación, se haya desarrollado un estado de la cuestión que, como se ha dicho, haya extraído de los textos lo nuevo, cómo se llegó a ello y cuáles son las evidencias y consecuencias del hallazgo. Queda por decir, solamente, unas palabras sobre la elocutio. Se trata del ramo de la retórica que más se ocupa de lo que hoy entendemos por estilo, es decir, de cómo escribir bien en términos de léxico, ritmo, fraseo y modulación de información. Hacia el final de Acerca del orador, Cicerón dedica numerosos párrafos tanto a la palabra aislada como a su disposición en el fraseo, y da consejos en torno a la elección e innovación léxica, así como sobre la trasmutación o metáfora, su capacidad sintética e iluminadora. Al mismo tiempo indica cómo evitar que las palabras se junten o se aparten demasiado en la pronunciación, o se atropellen (como en la cacofonía) (párr. 147-159, 171-172). Respecto a las formas del fraseo, abunda sobre ciertas figuras de discurso, como la conmoración (es decir, volver repetidamente a un punto fundamental del discurso), la explanación (repetir una misma idea con otras palabras), la brevedad, la irrisión, la digresión, la simulación (o ironía), la dubitación, la descripción, la anticipación y otras muchas que permiten a cada autor desarrollar un complejo sistema de sutilezas de estilo, todas ellas destinadas a entregar al lector un discurso claro, sápido y de excelente factura (párr. 173-211). Para la retórica antigua –desde Platón hasta Quintiliano–, no obstante, ningún recurso de estilo (digamos, elocutivo) puede suplir el fondo, el contenido mismo, que debe ser de importancia y hondura o, lo que es lo mismo, provenir de una rigurosa inventio o, para nosotros, de una investigación de primer orden. Ésta es también la idea que Louis-Ferdinad Céline apunta en la introducción a la segunda edición de su tesis de medicina (1936), la biografía intelectual de Ignaz Semmelweis (Céline, 2009). Además de las indagaciones sobre el biografiado y la lucidez implacable, el dominio absoluto de la retórica hace de esa tesis una cátedra de escritura con todos los elementos de suspenso, tensión, intriga, desenlace y altura estilística propios de la mejor obra literaria. Ahí su autor advierte que de ninguna manera debe ponerse atención a la forma de su libro, sino al contenido. Pero, como ya bien sabían griegos y romanos, no hay método capaz de desligar una del otro, aunque no siempre seamos dueños de las mejores explicaciones para entender por qué sucede así. La decisión de ser excelentes implica, pues, hacerse con los recursos óptimos para extraer de todo texto su mejor aporte; y, asimismo, la decisión de contribuir, nosotros también, cotejando esa información con nuestra propia observación de la realidad. Y una vez hecho, establecer el conjunto de problemas que el estado del arte ha dejado sin resolver y cuáles de ellos se relacionan más directamente con las observaciones propias que nos apasionan. Una investigación bien llevada en torno a un nuevo problema –guiada por las preguntas multirreferidas– y un método de exposición riguroso –asimismo guiado por la necesidad de dar respuesta a esas preguntas– constituyen la base para una investigación de excelencia. No menos importante es saber cómo comunicar los descubrimientos. Este último paso puede darse mucho mejor si se ha seguido desde el principio el método aquí planteado y, sobre todo, si se escribe con la pulcritud y orden que requiere todo trabajo para publicación. No bastan la gramática y la retórica, ni ningún manual para escribir tesis y artículos, ni ningún curso (por excelente que sea) ni ningunas instrucciones para escribir el aparato crítico, si no se ha tomado la decisión de respetar esas instrucciones y entender a fondo esos manuales, pero –punto de la mayor relevancia– en especial si no se relee una y otra vez el propio trabajo. Este solo ejercicio puede más que mil gramáticas y un millón de manuales: releer y corregir y volver a leer y volver a corregir, hasta dejar claro aquello que nos propusimos comunicar. Ni el más perfecto plan puede suplir una buena ejecución. En esto, sin duda, el autor es el primero y más importante editor de su obra.[18] García Márquez, no olvidemos, reescribía sus libros hasta seis veces. Nosotros podríamos empezar por reescribirlos ocho o nueve, y tal vez en un punto alcancemos algo bueno con sólo seis. Si un día alguno de ustedes logra incluso llegar a investigador emeritísimo o adquirir una equivalencia de doctorado sin haber dado algunos de estos pasos, significará que nuestra universidad no ha podido decir adiós a sus peores vicios –que no son pocos–, pero, aun así, estarán a tiempo: la decisión es siempre lo primero.♦ ▼ Referencias
BACON, F. (1984). Novum organum. Madrid: Sarpe. BAUTISTA, B. (2014). Yo (también) quiero un trabajo como el de Boris Berenzon [en línea]: <yoquierountrabajocomoeldeboris.blogspot.mx> [consultado: 9 de febrero de 2015]. Ir al sitio. BECERRIL, E. (2011). La Universidad de México: su población estudiantil y sus graduados mayores, 1810-1865,, tesis de maestría en Historia. México: UNAM. BLUMENBERG, H. (2008). La legitimación de la Edad Moderna. Valencia: Pre-textos. BOOTH, W. C., G. G. Colomb y J. M. Williams (2004). Cómo convertirse en un hábil investigador. Barcelona: Gedisa. BUFFON, G. L. L. (2004). Discurso sobre el estilo. México: UNAM. CELINE, L.-F. (2009). Semmelweis. Barcelona: Marbos. CICERÓN (1987). Verrinas, trad. e intr. de Rafael Salinas. México: UNAM. DAY, R. A. (2005). How to write and publish a scientific paper. Cambridge: Cambridge University Press. DESCARTES, R. (1984). El discurso del método. Madrid: Sarpe. —— (1989). Reglas para la dirección del espíritu. Madrid: Alianza. —— (1999). Correspondencia con Isabel de Bohemia y otras cartas. Barcelona: Alba, apud M. J. Vázquez (2005), Autoconsciencia y voluntad de justificación en la Edad Moderna desde sus orígenes hasta Kant, en Episteme, (25) 2, p. 4, disponible en: <www.scielo.org.ve/scielo.php?pid=s0798-43242005000200004&script=sci_arttext> [consultado: 20 de octubre de 2014]. Ir al sitio. GALIMBERTI, U. (1999). L’uomo nell’età della técnica. Milano: Feltrinelli. —— (2012). Educare l’anima ai tempi della tecnica [video,vers. Integral, en línea]: <www.youtube.com/watch?v=55gpINIItI8> [consultado: 23 de enero de 2015]. Ir a sitio. HERNÁNDEZ, J. A., y M. C. García (1994). Historia breve de la retórica. Madrid: Síntesis. KUHN, T. S. (1986). La estructura de las revoluciones científicas. México: Fondo de Cultura Económica. MARTINSSON, A. (1983). Guía para la redacción de artículos científicos destinados a la publicación, 2ª ed. París: UNESCO (con base en la edición de 1968 y las Normas que deben aplicarse en materia de publicaciones científicas, UNESCO, 1962), disponible en: <unesdoc.unesco.org/images/0005/000557/055778SB.pdf> [consultado: 17 de febrero de 2015]. Ir a sitio. PLATÓN (2004). Diálogos III: Fedón, Banquete, Fedro. Madrid: Gredos. NOTAS* Este trabajo fue leído en el acto académico Leer y Escribir como Investigador: Dos Enfoques, el 23 de febrero de 2015, en el auditorio de la Unidad de Posgrado de la Universidad Nacional Autónoma de México.** Doctor en Literatura Hispánica. Editor en el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación (IISUE), UNAM.
▼ Créditos fotográficos
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