Las guerras médicas:
BATALLA DE LAS TERMÓPILAS


Andrés Ortiz Garay[*]

En los inicios del siglo V antes de Cristo, comenzó una larga serie de enfrentamientos bélicos entre las ciudades-estado de Grecia y el inmenso conglomerado de pueblos que integraron el Imperio persa. Se les conoce como “las guerras médicas” porque medo era el término más común con el que los griegos denominaban a los persas, el pueblo dominante en ese imperio. Casi dos mil quinientos años después, esas guerras y sus principales batallas pueden interpretarse como el acto inaugural de lo que hasta hoy parece ser una interminable confrontación armada entre Occidente y Oriente.



Las guerras médicas: batallas de las termópilas

Quizá la confrontación entre Occidente (es decir, los griegos de Europa) y Oriente (es decir, los medos-persas y sus pueblos vasallos de Asia) es más antigua aún que las guerras médicas. Para ello basta aceptar que la famosa guerra de Troya fue un acontecimiento que sucedió en la realidad. Las investigaciones arqueológicas modernas han encontrado vestigios que parecen comprobar que, en el siglo XII a. C., ocurrió una violenta destrucción, acompañada por un súbito incendio, del sitio que se identifica como ubicación de la antigua Troya (nombrado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO).[1] La existencia misma de importantes asentamientos griegos en las zonas costeras del occidente de la península de Anatolia[2] y las islas del mar Egeo, poco después de aquel suceso, puede interpretarse como otro indicador de que la competencia entre los pueblos europeos y asiáticos por el dominio de esa zona del mundo tiene raíces milenarias. Y el hecho de que, todavía en nuestros días, tropas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (junto con las de los Estados Unidos), de la Federación Rusa, del Estado Islámico y de los gobiernos locales combatan en Siria, Armenia o Irak (sin olvidar la no tan lejana guerra en lo que fue Yugoslavia) nos habla de que esa confrontación aún continúa. Pero hagamos de cuenta que “eso es otra historia” y entremos en materia.

Las guerras médicas





Quinto rey de la dinastía Aqueménida. Cuando comenzó su reinado de veinte años (485-465), el Imperio persa abarcaba cerca de dos tercios del mundo que entonces conocía la historia escrita. En el idioma persa, su nombre significaba “el que gobierna a los héroes”, y en la Biblia –que lo alaba como gobernante– se le llamó Asuero. Considerado como valiente en algunas fuentes, su alianza con Cartago, para impedir que las colonias de la Magna Grecia socorrieran a sus metrópolis, y el sometimiento sin combatir de Tesalia, Macedonia, Tebas y Argos, parecen indicar que Jerjes era un diplomático hábil. Si bien trató con rudeza a sus oponentes griegos, no hay indicaciones de que fuera un déspota sanguinario y desquiciado, como algunas fuentes lo retratan. A su regreso a Persia tras el fallo de la invasión a Grecia, completó la construcción de la Puerta de las Naciones y la Sala de las Cien Columnas, en Persépolis, imponentes edificaciones que son aún muestra de la majestuosa arquitectura persa. Jerjes fue asesinado en 465 en una conspiración dirigida por el comandante de su guardia real. Su hijo Artajerjes derrotó a los conspiradores y le sucedió en el trono.


Puerta de las Naciones de Persépolis, también denominada puerta de Jerjes, quien la mandó construir

En junio del año 480, Jerjes, el “rey de reyes”, soberano del Imperio persa y comandante de un enorme ejército, mandó azotar las aguas del Helesponto (el actual estrecho de los Dardanelos) porque su fuerte oleaje había impedido durante algunos días que sus tropas cruzaran el kilómetro y medio que separa la tierra firme de ambos continentes en su parte más angosta. El puente construido con barcazas firmemente unidas con resistentes cuerdas de papiro, a las que se habían superpuesto grandes tablones para crear la vía de tránsito de la enorme multitud de gente y animales, había estado inutilizado por la crecida de las aguas.[3] Quizá la orden de castigar al mar por su insolencia fue un acto dramático para mostrar a sus súbditos que nada debía impedir su avance o probablemente era en verdad parte de una soberbia que le hacía creer que su poder era tal que alcanzaba a controlar las fuerzas de la naturaleza; no lo sabemos, pero si acaso se trató de lo segundo, ya tendría más adelante Jerjes la comprobación de que su poder no llegaba a tanto. De cualquier manera, lo más seguro es que Jerjes, al contemplar el cruce de su ejército a través de los pontones, cavilara acerca de lo que le había llevado hasta allí. Tal vez recordara que, cuando él era todavía un niño, su padre, Darío I, había intentado conquistar los territorios circundantes del mar Negro (hay quien afirma que llegó hasta Moldavia, en la actual Rumania), pero la tenaz y astuta resistencia de los pueblos escitas lo obligó a retroceder en el año 513.[4] Conocedor de esa fallida experiencia de su padre, Jerjes decidió cruzar directamente el estrecho en vez de rodear el inmenso mar interior y pasar por territorio escita en su camino a Grecia; sin duda lo acicateaba no sólo el imperativo de extender sus conquistas como lo habían hecho sus antecesores –algo ineludible para un rey persa–, sino además vengar la afrenta que diez años antes los griegos de Atenas habían infringido a Darío.

En 560, Ciro II, el primer gran soberano aqueménida,[5] había conquistado el reino de Lidia, en la parte occidental del Asia Menor, que era donde se encontraban las colonias griegas conocidas con el nombre común de Jonia. Con esa conquista, Ciro llevó el poderío persa hasta las orillas orientales del Egeo. La expansión persa hacia ese mar era sostenida por la aristocracia mercantil y esclavista del este del Mediterráneo, especialmente por los fenicios. En las ciudades griegas de Jonia, también hubo sectores de comerciantes y artesanos que colaboraron con los persas porque éstos representaban posibles ventajas en la apertura de los mercados orientales a sus productos. Al conquistar la costa oriental del Mediterráneo, el Imperio persa adquirió la calidad de potencia marítima y además provocó dificultades al libre flujo de cereales y otros productos agrícolas con los que las colonias del mar Negro abastecían a las poblaciones de Atenas, Megara y otras polis de la Grecia continental, pues los fenicios se apoderaron de los centros y las vías de comercio. En el año 499, los griegos de Jonia se rebelaron cuando Darío I era “rey de reyes”. El historiador Heródoto nos cuenta que Aristágoras, el tirano de Mileto, una de las principales polis jonias, pidió ayuda a los griegos del continente; en respuesta a esa petición, Atenas envió veinte trirremes[6] y Eretria, polis de la isla de Eubea, otros cinco. A pesar de estos refuerzos, la rebelión de los jonios fracasó y siguieron sujetos al Gran Rey. Para vengar la afrenta que le había significado el apoyo ateniense a los jonios, y sabiendo que si no imponía un castigo ejemplar los griegos no escarmentarían, Darío envió una fuerza expedicionaria en el año 490, dando así origen a la primera guerra médica.




Este inaugural encontronazo entre griegos y persas en territorio europeo empezó con victorias persas en las islas de Naxos y Eubea (en ésta, destruyeron Eretria y esclavizaron a los sobrevivientes deportándolos al interior de Asia), pero fueron frenados por un ejército griego en la llanura de Maratón, a 58 kilómetros de Atenas. En ese lugar, unos diez mil hoplitas atenienses, reforzados por otros mil de la ciudad de Platea y comandados por los estrategas Calímaco y Milcíades, presentaron batalla a los persas, cuyo número se hace variar entre 30 y 50 mil efectivos, según la fuente que se consulte. Los persas, que tuvieron que pelear recién desembarcados, no pudieron usar su caballería y fueron arrasados por la carga de la infantería pesada de los griegos. Sufrieron la pérdida de algo más de seis mil hombres y se vieron obligados a regresar a sus naves; los atenienses y platenses sólo tuvieron cerca de doscientas bajas fatales, entre las que se contó a Calímaco. Aun así, la flota persa pretendió acercarse más a Atenas para atacar la ciudad, pero Milcíades previó este movimiento y en una marcha forzada condujo al ejército griego para impedir el desembarco de los persas. Quizás en torno a esta marcha se gestó la leyenda de Filípides; Heródoto cuenta que este soldado-corredor recorrió primero la distancia de ida y vuelta entre Atenas y Esparta para ir a pedir ayuda contra los persas,[7] luego participó en la batalla y después recorrió la distancia entre Maratón y Atenas para anunciar a los habitantes de su polis que se había derrotado a los persas, tras de lo cual murió de agotamiento (en recuerdo de esa proeza se instituyó la carrera del maratón en los juegos olímpicos modernos). Aunque no hay certeza, lo más probable es que se trate de una leyenda, pero lo que sí es seguro es que:


La victoria de Maratón fue de gran importancia para los atenienses y para los griegos en general; se había demostrado, en efecto, que los hoplitas griegos, si se los sabía utilizar apropiadamente, eran superiores a los persas. Había sido asimismo superior la estrategia griega, que combinaba el frío cálculo con la acción enérgica al llegar el momento decisivo […] Para los persas las pérdidas no significaban gran cosa, pero el curso de la campaña les había demostrado, en todo caso, que con pequeñas expediciones nada decisivo podía conseguirse y que, por consiguiente, se necesitaba un planteamiento cuidadoso y una mayor preparación si se quería doblegar a los griegos. En éstos, por su parte, el éxito de Maratón reforzó la voluntad de resistir hasta lo último a su poderoso adversario (Bengtson, 1975: 40-41).


A pesar de que resultaba evidente que Persia intentaría un nuevo ataque, éste se retrasó una década por una rebelión en la provincia de Egipto y por la muerte de Darío. Mientras tanto, un factor que probaría ser decisivo consistió en que los atenienses descubrieron un rico filón de plata en la zona del cabo Sunion (482), cerca de Atenas, y gracias a la persuasión de Temístocles, el nuevo estratega de esa polis, se decidió invertir la mayor parte de tal riqueza en la construcción y mantenimiento de una flota de trirremes de guerra. Así se presentaban las cosas cuando, a la mitad del año 480, el enorme ejército conducido por el “rey de reyes” cruzó el Helesponto para arrojarse sobre Grecia. Pero antes de entrar en las peripecias de la segunda guerra médica, veamos un poco acerca de quiénes eran esos griegos que osaban oponerse al poderío del Imperio persa.


Vasija ateniense que muestra a un persa
derrotado por un hoplita griego



La Hélade del siglo V

En su propio idioma, los griegos nunca se han llamado a sí mismos “griegos”, ni “Grecia” a su patria; tales nombres provienen del latín graeci o graecus, denominaciones que usaron los romanos para designar a ese pueblo y a lo relacionado con él. En cuanto al nombre que ellos mismos se daban en la antigüedad, es complicado llegar a una conclusión definitiva; sabemos que en los poemas homéricos, la más antigua literatura griega que se ha conservado,[8] se les llama argivos, dánaos y aqueos; sin embargo, a partir de usos atestiguados desde el siglo VIII (que es el mismo en el que se consolidó la escritura de la Ilíada), y que ya en el siglo V eran lo más común, helenos era la autodenominación que se daban los hablantes de los dialectos griegos, y la palabra Hélade se usaba para referirse a los territorios que ellos habitaban.[9]

La entrada de pueblos de habla griega[10] en el territorio que hoy conocemos como Grecia se inició hacia el primer siglo del segundo milenio, y en el transcurso de unos cinco siglos terminó configurando el horizonte civilizatorio de la Grecia clásica en los siglos VI al IV. En éste, las comunidades llamadas polis, vocablo que de manera burda e incompleta se traduce como “ciudad-estado”, constituían los centros de desarrollo de la vida moral, intelectual, estética y social de los griegos. En las polis, la participación de sus miembros en la vida pública incluía ciertos deberes o liturgias, por ejemplo, actuar como un guerrero armado, sostener el costo de una nave de guerra o actuar como parte de su tripulación, financiar la representación de tragedias en el teatro, dotar con parafernalia a una procesión religiosa, etc. Aunque unidas por lengua, costumbres, ritos, creencias religiosas, festividades (como los juegos olímpicos) y otras manifestaciones culturales que eran panhelénicas (es decir, con participación de helenos de todas partes), las polis estaban fragmentadas en lo político y reñían constantemente unas con otras.




Sus enfrentamientos bélicos dieron origen a una forma de guerra que era hasta entonces desconocida para el resto del mundo: la batalla de infantería que pretendía ser decisiva. Fue un concepto de estrategia, táctica y panoplia militares que nació en Grecia alrededor del siglo VIII y se perfeccionó en las centurias siguientes. Desde luego, la guerra y las matanzas existían desde mucho antes, pero con la refinación de la metalurgia –primero del bronce y luego del hierro–, así como con la doma del caballo, la guerra se convirtió en un componente central de la antigua civilización griega. Con el armamento metálico y la doctrina guerrera apostándolo todo a la batalla campal decisiva, y preparados con una fuerza naval que, si bien era numéricamente inferior a la de los persas, estaba mejor manejada, las polis del Peloponeso, el Ática y el golfo de Corinto, lideradas por Esparta y Atenas, decidieron enfrentar la embestida del ejército de Jerjes; otras, las del norte, se rendían al paso de los persas y humildemente ofrecían el agua y la tierra que el Gran Rey les requería como símbolo de sumisión; algunas más (como Tebas y Argos) mantenían una actitud ambigua, en espera de resultados contundentes.

La segunda guerra médica

Cuando los “bárbaros”[11] de Jerjes marcharon sobre la Hélade continental, iban confiados de su poderío, que ya antes había doblegado a Egipto y el Asia central. Quizá por eso la dirigencia política y militar persa subestimó la posibilidad de que las polis helenas suspendieran sus mutuos enfrentamientos en aras de presentar una resistencia común a la invasión. Nos cuenta Heródoto, el “padre de la Historia”, que el ejército persa de tierra constaba de algo más de dos millones de hombres en armas, entre infantes, jinetes y conductores de carros de combate y camellos. La flota se componía de 1207 naves y 241 400 tripulantes (de Fenicia, Siria, Egipto, Chipre, Cilicia, Panfilia, Licia y griegos de Jonia, principalmente, pues otros pueblos también aportaban flotillas).[12] Además, arrastraban con ellos a contingentes de griegos que no podían resistir su avance. Con todos éstos y sumando a sirvientes y no combatientes que seguían la marcha del ejército, la cifra que da Heródoto suma varios millones de personas. Pero tales números no son creíbles, ya que no sólo habría sido imposible mover, sino simplemente alimentar a tanta gente. Por eso, los historiadores modernos concuerdan en que habría alrededor de unos 200 o 300 mil combatientes más un número indeterminado de acompañantes. De cualquier modo, se trataba de un ejército que no tenía parangón con algún otro que se hubiera visto antes. Y así fuera verdad o no que Jerjes comandaba a millones de hombres, lo cierto es que sus sátrapas[13] habían convocado a una multitud de guerreros de todos los pueblos que dominaba el Imperio persa; no sólo marchaban a la conquista y el pillaje, los persas y medos que formaban el núcleo más disciplinado y mejor armado del ejército del Gran Rey (sobre todo su guardia personal, los llamados “Inmortales”, porque se decía que eran tantos que siempre había alguien que supliera al que caía en el combate), sino que además había contingentes de Asia Menor, el Medio Oriente, el norte de África y hasta de las lejanas tierras que hoy conocemos como Afganistán, Pakistán y la India.[14] A pesar de la contundente superioridad numérica del ejército de Jerjes, varios factores se combinarían para hacer que el rey persa se sorprendiera con el resultado de la batalla que se aproximaba.




La estrategia griega

Tras muchos debates e indecisiones, la alianza de las polis griegas decidió cortar el avance persa en el paso de las Termópilas, nombre que en griego significa “fuentes calientes” (porque en ese sitio hay brotes de aguas termales). Se trataba de un estrecho desfiladero de 180 metros en su tramo más ancho y 15 en la parte más angosta;[15] en el extremo meridional se hallaba el monte Kalidromo, con 1500 metros de altura, allí un acantilado de casi cien metros de altura conformaba la base de la montaña y en el lado opuesto estaba otro monte con otro alto acantilado, lo cual hacía que el paso fuese un verdadero cuello de botella entre el norte y el sur de Grecia. Y ese fue un primer factor decisivo en el desenvolvimiento del combate: la estrechez del campo de batalla nulificó la superioridad numérica de los persas, pues la mayor parte de sus efectivos se vio obligada a permanecer detrás de la línea del frente sin poder tomar parte alguna en la lucha, mientras que los que combatían lo hacían apiñados estorbándose unos a otros; por ese mismo motivo los carros de combate y la caballería (armas en las que descansaba gran parte del poderío militar persa) no pudieron desplegarse efectivamente. Así, la proporción de al menos veinte persas por cada griego no sirvió de nada en los primeros dos días de la contienda.










Se decía que era descendiente directo de Hércules. Esparta era gobernada no por uno, sino por dos reyes a la vez, además de un consejo de ministros llamados éforos y una asamblea de los guerreros de pleno derecho que se conocían como espartiatas. En 480, Leónidas tendría cerca de cincuenta años de edad y estaba casado con Gorgo. Heródoto dice que, al partir a las Termópilas, Gorgo le preguntó con desesperación qué haría ella si él muriera. Leónidas le contestó tranquilamente que se casara con un buen hombre y disfrutara el resto de su vida. A pesar de lo que hemos visto en 300 (película de Zack Snyder, 2007), los espartanos no fueron los únicos helenos que pelearon en las Termópilas, tampoco fueron sólo trescientos, pues los apoyaban cerca de un millar de ilotas (es decir, sus esclavos mesenios que los espartiatas llevaban como sirvientes y tropas auxiliares de arqueros y honderos); y mucho menos eran la especie de superhéroes que retrata ese filme, como tampoco los persas eran los casi animales que allí mismo vemos. A pesar de lo disfrutable de la estética cómic de 300, es indudable que esta versión de la batalla se aleja bastante de lo que sucedió en realidad. Quizás, El león de Esparta, otra película sobre el tema (de Rudolph Maté, 1962), si bien responde en demasía a las convenciones de su época, presenta una recreación más verosímil de Leónidas y sus espartanos, aunque también tenga sus partes fallidas.


En efecto, un pequeño ejército griego había sido enviado a las Termópilas para oponerse al avance persa. Eran cuando mucho unos 6 mil hoplitas de varias polis, la mayoría del Peloponeso, con un agregado de 700 de Tespia y 400 de Tebas, polis de Beocia, y algo más de mil locrios y foceos de polis cercanas a la zona de las Termópilas. Todos estaban al mando del rey espartano Leónidas, pues Esparta tenía los mejores guerreros de toda la Hélade, reconocidos por su valentía, fuerza y disciplina. Pero sólo iban 300 de sus avezados hoplitas, ya que entonces (agosto del 480) se celebraba el festival religioso de las Carneas, durante el cual no se permitía que el ejército saliera a combatir por tratarse de un tiempo sagrado. Para el resto de los aliados griegos el asunto se presentaba similar, ya que también entonces se celebraban los juegos olímpicos y así, ambas partes, espartanos y aliados, enviaron nada más que a sus vanguardias, pensando en acudir luego en masa para apoyarlas cuando las festividades finalizaran. Sabedor de que era necesario apresurar la ocupación del paso antes de que los persas arribaran, Leónidas convenció a sus conciudadanos para que le autorizaran a poner su guardia personal, “los trescientos”, a la cabeza del ejército griego. La marcha del contingente espartano animaría con seguridad a los demás aliados y haría que se lo pensaran dos veces quienes querían pactar con los persas. Esta decisión se avenía bien con las disposiciones adoptadas por los atenienses y otros aliados que aportaban el grueso de la flota de guerra, quienes pretendían frenar a los persas antes de que entraran a la región de Ática, donde estaban situadas Atenas, Egina, Megara, Corinto y otras polis aliadas. La estrategia de los helenos era, pues, desarrollar una guerra anfibia que aprovechara el terreno y así contrarrestara los números del ejército y la flota de Jerjes.


Correspondía con la posición de bloqueo de las Termópilas el despliegue de la flota griega ante la punta norte de la isla de Eubea, frente al cabo Artemisio. La flota la mandaba, en calidad de comandante supremo, el espartano Euribíades, y del total de 270 trirremes, los atenienses habían puesto 147. Sin embargo, el alma de la estrategia marítima era el ateniense Temístocles. Había surgido en su mente, en efecto, el plan que en las Termópilas y junto al Artemisio iba a convertirse en realidad [en ese cabo se formaba un estrecho que en dimensiones marinas era tan favorable para los griegos como el paso de las Termópilas lo era en tierra firme], y según el cual Leónidas había de contener el ejército persa de tierra hasta que los griegos lograran derrotar decisivamente a la flota de los persas. La defensiva por tierra y la ofensiva por mar, era el plan que los helenos se habían trazado (Bengtson, 1975: 47).


Memorial a los 300 espartanos, Termópilas, Grecia



La estrategia descrita produjo algunos resultados favorables para los griegos; en una primera escaramuza entre las flotas, las tácticas de los marinos griegos les permitieron apresar a varias naves enemigas, y después se desató una tempestad durante un par de días que provocó que muchas de las naves persas enviadas a rodear la isla de Eubea, para así atacar a la flota griega por delante y por detrás, zozobraran al ser lanzadas contra las rocas de la península de Magnesia. Esto fue un rudo golpe, tanto para las fuerzas marítimas de los persas como para la soberbia del Gran Rey, quien allí habrá podido comprobar que su gran poder no se podía igualar con el de la naturaleza, o siquiera con el de Poseidón, el dios griego de los mares, quien seguramente estaba a favor de sus devotos. Mientras tanto, en las Termópilas los contrincantes se medían mutuamente. Jerjes envió batidores que observaron cómo la vanguardia griega había dejado aparte sus armas mientras se acicalaban los cabellos y realizaban ejercicios gimnásticos. Jerjes no entendía por qué hacían tal cosa y pidió a Demarato, un espartano exiliado en su corte, que le aclarara tan extraño proceder; éste le dijo que los espartanos se arreglaban lo mejor que podían al entrar en combate, como si fuesen a una fiesta, y agregó que, si lograba someterlos, los otros griegos no osarían resistírsele, pues los espartanos eran la élite guerrera de toda la Hélade. Tras la espera inicial, Jerjes ordenó a medos y cisios iniciar el asalto contra la posición griega. Ante el fracaso de estos primeros contingentes, el Gran Rey mandó a su caudillo Hidarnes al frente de la tropa de los “Inmortales”. Sin embargo:


…cuando vinieron a las manos [los Inmortales] con los griegos no llevaron mejor parte que el ejército medo, sino la misma, como que luchaban en un paraje estrecho, usaban lanzas más cortas que los griegos y no podían sacar partido de su número. Los lacedemonios [otro nombre para los espartanos] combatieron en forma memorable, demostrando a gente que no sabía combatir que ellos sí sabían. Por ejemplo: cada vez que volvían la espalda, fingían huir en masa; los bárbaros, viéndoles huir, se lanzaban con clamor y estrépito, pero al irles a los alcances se volvían para hacer frente a los bárbaros, y al volverse derribaban infinito número de persas. También cayeron allí unos pocos espartanos. Los persas, puesto que no podían en absoluto apoderarse de la entrada, aunque lo intentaban atacando por batallones y en toda forma, volvieron grupas […] al día siguiente no les fue a los bárbaros nada mejor (Heródoto, 1979: 444).








Los antiguos griegos llamaban hoplón al gran escudo de madera (de unos 90 centímetros de diámetro) y recubierto de bronce que portaban los guerreros. Era un arma tanto defensiva como ofensiva, pues con él no sólo se cubrían de misiles y tajos, sino que lo usaban para empujar y golpear. De esa palabra derivan los términos hoplita, que era el nombre de los guerreros griegos acorazados, y panoplia, que por extensión del significado de hoplón designó a todas las armas que ellos portaban (casco, coraza y grebas de bronce, así como lanzas de 2.5 metros, hechas de madera con punta de hierro, y espadas cortas de este mismo material llamadas xiphos; en total armas y armaduras podían llegar a pesar unos 35 kilogramos).




Los griegos peleaban en una formación de falange con unos 64 hombres en la línea frontal, a la que seguían otras 18 líneas iguales. Los hoplitas sobreponían sus escudos como las escamas de una serpiente y colocaban las puntas de sus lanzas como las púas de un erizo, haciendo que la falange fuera muy difícil de penetrar. Esta táctica de combate y los materiales de la panoplia de los griegos hicieron estragos entre los persas en las batallas de Maratón, las Termópilas y Platea, pues la panoplia persa era de materiales más débiles, y sus tácticas privilegiaban el acoso con armas arrojadizas, al que seguía la actuación de la caballería y los carros de combate.


Así, un segundo factor de gran importancia jugó su papel en la contienda: los helenos eran superiores a los persas en cuanto a su armamento y sus tácticas de combate (en el recuadro “Panoplia” se ve este asunto con más detalle). Quizás esta superioridad habría sido más decisiva si no hubiera intervenido un tercer factor, que fue la “traición de Efialtes”. Pues, en efecto, un pastor local así llamado, fue conducido ante Jerjes para anunciarle que conocía un sendero de cabras que permitiría a los persas flanquear el paso y atacar a los griegos por la retaguardia. Con la promesa de una recompensa en oro, Efialtes condujo entonces a un contingente de los “Inmortales” por aquella senda. Leónidas conocía previamente la existencia de ese camino, pero confiando en que los persas no lo descubrirían había colocado en su entrada sur a los locrios y foceos para defenderla; cuando los persas aparecieron allí durante la noche, estos griegos se sorprendieron y, pensando que los enemigos avanzaban sobre sus polis, se retiraron apresuradamente con la idea de ir a defender a sus familias. Se cerraba, pues, el cerco sobre el ejército de Leónidas. Al amanecer del tercer día de lucha, el augur Megistias anunció a Leónidas que la muerte esperaba a los helenos la siguiente aurora.

Consciente de la inminencia de la derrota y la consiguiente masacre, Leónidas ordenó la retirada de la mayoría del ejército griego antes de que se completara el cerco. No obstante, dispuso que sus espartanos y los tebanos –de quienes desconfiaba y quería poner a prueba– se mantuvieran en el paso para proteger la retirada de los demás. Los tespios, comandados por Demófilo, decidieron por su propia voluntad sumarse al combate a muerte. Además de la decisión estratégica de cubrir la retirada, seguramente en el ánimo de Leónidas pesaba la profecía del oráculo de Delfos, que antes había anunciado que sería necesario el sacrificio de un rey para que Esparta se librara de la conquista persa. Así, durante algunas horas, el combate que siguió fue todavía más cruento que los días anteriores:


Caían los bárbaros en gran número, porque por detrás los jefes de los batallones, látigo en mano, azotaban a cada soldado, aguijándoles a avanzar. Muchos cayeron al mar y murieron, y muchos más todavía fueron hollados vivos entre ellos mismos: no se hacía cuenta alguna del que perecía. Los griegos, como sabían que habían de recibir la muerte a manos de los que rodeaban el monte, hacían alarde del máximo de su esfuerzo contra los bárbaros, desdeñando el peligro y llenos de temeridad (Heródoto, 1979: 448).


Muchos nobles persas también fueron inmolados en el combate, entre ellos dos hermanos de Jerjes. Pero cada vez eran más los griegos que morían. Uno de los muertos fue Leónidas; en torno a su cadáver se desató una sangrienta pugna entre los espartanos que lo defendían y los persas que querían apoderarse de él. Los espartanos lograron poner en fuga a sus contrincantes, aunque en eso se desató el ataque por la retaguardia, así que los griegos restantes se retiraron a un pequeño cerro que estaba a la entrada de paso. Quizá cansado de tanta sangre o temeroso de que los sobrevivientes del ejército espartano todavía mataran a más persas con dagas, dientes y patadas (pues lanzas y espadas ya se habían quebrado), Jerjes ordenó su liquidación a través de una lluvia de flechas.


Con tanta bravura de los lacedemonios y tespios, se dice que con todo el más bravo fue el espartano Diénekes. Cuentan que fue éste quien pronunció aquel dicho antes de trabar combate con los medos: oyendo decir a uno de los traquinios que cuando los bárbaros disparasen sus arcos ocultarían el sol bajo sus flechas, tanto era su número, replicó sin amedrentarse ni tener en cuenta el número de los medos, que el amigo traquinio no les traía más que buenas nuevas, pues si las flechas de los medos ocultaban el sol, la batalla contra ellos sería a la sombra y los espartanos no se fatigarían con el calor (Heródoto, 1979: 449).


Los espartanos y los tespios cayeron hasta el último hombre, al tiempo que la mayoría de los tebanos se rendían. Las bajas persas habían sido tan numerosas y se había puesto en tal ridículo a la crema y nata de su ejército, que Jerjes cometió un acto bastante impropio: mandó cortar la cabeza de Leónidas y empalarla. No pudo ocultar su enojo por el tremendo costo que le significaba su triunfo en las Termópilas; Heródoto comenta que, de no ser por la frustración, “nunca hubiera ultrajado así el cadáver, ya que de cuantos hombres conozco, los persas son quienes acostumbran a respetar más a los guerreros valientes” (1979: 453).


Vista panorámica de Esparta, ciudad madre del rey Leónidas y los soldados que lucharon contra los persas, donde se puede apreciar la Esparta antigua y la moderna

Conclusión

Ni la batalla de las Termópilas ni el enfrentamiento naval de Artemisio tuvieron un carácter decisivo. Las verdaderas victorias griegas que decidieron la segunda guerra médica fueron las de Salamina (batalla naval en septiembre del 480), Platea (en agosto del 479, una batalla terrestre en la que los espartanos al mando de Pausanias cobraron venganza por la muerte de Leónidas matando a Mardonio, el lugarteniente de Jerjes) y Micala (también en agosto del 479, una batalla anfibia librada en Jonia en la que fueron destruidos los restos de la armada persa). Tampoco el tiempo invertido ni las grandes bajas sufridas por los persas en las Termópilas fueron suficientes para evitar que ocuparan Beocia y quemaran Atenas (aunque la mayoría de su población había sido evacuada a las islas cercanas):


La batalla de las Termópilas tuvo lugar diez años después de Maratón y se saldó con una terrible derrota –pese a la valentía demostrada y a todos los comentarios a que ha dado lugar, quizás fuera el mayor revés en toda la historia de las operaciones panhelénicas y desde luego es una de las pocas veces en la historia que un ejército asiático ha derrotado a un ejército occidental en territorio europeo–. La batalla naval de Artemisio, que tuvo lugar de manera casi simultánea, fue, en el mejor de los casos, una retirada estratégica griega. De ahí que en cualquier análisis que pretenda dilucidar por qué motivo ganaron los griegos las guerras contra los persas, haya que considerar, sobre todo, las dos victorias fundamentales del conflicto: Salamina y Platea […] (Hanson, 2006: 58-59).


Sin embargo, la batalla de las Termópilas ha gozado de una fama imperecedera porque su recuerdo se convirtió en un ejemplo de heroísmo y valentía de los que se sacrificaron para proteger la retirada de sus compañeros; también como ejemplo de la superioridad que pueden dar a un ejército su entrenamiento, su equipo y el aprovechamiento del terreno donde se combate. Además, el enfrentamiento en las Termópilas se ha convertido –desde la perspectiva de algunos de sus historiadores e intérpretes– en el paradigma del enfrentamiento entre hombres libres que luchan por la independencia de su país y hombres “esclavos” que pelean bajo la intimidación del látigo y la tiranía. Si bien esta imagen heroica ha sido muy atractiva, tendríamos que ser cuidadosos al fijarnos en que medio siglo después de la resistencia helena contra Jerjes, Esparta y Atenas pelearon entre sí –con sus respectivas coaliciones de polis aliadas– en el triste conflicto conocido como la guerra del Peloponeso y en que varias veces se recurrió en ese conflicto –que duró más de treinta años– al vergonzoso expediente de solicitar financiamiento y apoyo náutico a los persas.

Referencias

BENGTSON, H. (comp.) (1975). El mundo mediterráneo en la edad antigua. I. Griegos y persas. México: Siglo XXI Editores (Historia Universal Siglo Veintiuno, vol. 5).

HANSON, V. D. (2006). Matanza y cultura. Batallas decisivas en el auge de la civilización occidental. México: Fondo de Cultura Económica / Turner.

HERÓDOTO (1979). Los nueve libros de la historia. México: Grolier / Cumbre.

KEEGAN, J. (1995). Historia de la guerra. Barcelona: Planeta.

NOTAS

* Antropólogo que ha laborado en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista y el Instituto Nacional de Ecología; actualmente trabaja con Acción Cultural Madre Tierra, A. C. Para Correo del Maestro escribió la serie El fluir de la historia.
  1. El sitio se ubica muy cerca de la actual población turca de Hissarlik. Es curioso –o quizás ilustrativo– que Heródoto comience sus libros de Historia explicando que las guerras médicas hunden sus raíces en los raptos de mujeres que se infringen mutuamente asiáticos (que raptaron a Ío y a Helena) y griegos (que raptaron a Europa y a Medea). Heródoto dice que los persas acusaban a los griegos de tener más culpa en el desencadenamiento de la guerra, pues fueron los primeros en pasar del rapto a la invasión, y para los persas, “robar mujeres es a la verdad cosa de hombres injustos, pero afanarse por vengar a las robadas es de necios, mientras no hacer ningún caso de éstas es propio de sabios, porque bien claro está que, si ellas no lo quisiesen nunca las robarían” (1979: 4).
  2. En territorio de lo que hoy es Turquía y en aquel entonces se consideraba parte del Asia Menor.
  3. Ese puente sobre el Helesponto fue una obra de ingeniería sin igual en su época y posibilitó al ejército de Jerjes ahorrar mucho tiempo, tal vez un par de años, y un sinnúmero de dificultades, pues le evitó tener que pasar a Europa rodeando el mar Negro.
  4. A menos que se especifique algo diferente, a partir de aquí las fechas que aparecen corresponden a años, siglos o milenios antes de Cristo, por eso se omite la abreviatura a. C. (excepto en citas).
  5. Nombre de la dinastía que creó y gobernó el Imperio persa de 668 a 330. El apelativo se debe a que Aquemenes se reconocía como el primer gran soberano, aunque fue Ciro II “el Grande” quien sometió a los medos, dio la primacía a los persas y conquistó Babilonia y otras provincias que constituyeron los primeros dominios imperiales.
  6. El trirreme era un barco de madera de pino de unos 40 metros de eslora por unos 5.5 de manga; lo impulsaba la fuerza de unos 200 remeros que se disponían en tres filas a cada lado de la embarcación. Si bien llevaba algunos guerreros en la cubierta para luchar (a los que se unían los remeros cuando era necesario), el principal método de combate del trirreme era ganar velocidad y embestir a la nave enemiga para hundirla clavándole el espolón de proa, que era de madera de cedro recubierta con latón o bronce (otra táctica era pasar rasando al contrario para romperle los remos y dejarlo inmovilizado). A pesar de que llevaba una vela, este navío dependía de los remos para su movimiento y forma de ataque; las derivaciones de este tipo de embarcación, como las galeras, se usaron en la guerra naval hasta el advenimiento de los barcos de grandes velámenes y dotados de cañones, a mediados del siglo XIV después de Cristo.
  7. Un fuerte contingente espartano llegó hasta Maratón para reforzar a los atenienses, pero su arribo fue tardío y ya no tuvo participación alguna en la batalla.
  8. El asunto de si Homero fue un personaje real al que se le puede atribuir la autoría de la Ilíada y la Odisea es una cuestión que sigue abierta a la polémica. Aquí, sólo diré que lo importante es la existencia de una tradición narrativa, unificada en estilo y temática, que bien pudo incluir a varios autores de varias épocas.
  9. La Hélade del siglo V abarcaba partes del litoral del mar Negro, la zona costera del noroeste de Anatolia y las islas del mar Egeo (Jonia), la Grecia continental, el sur de la península itálica y la mayor parte de Sicilia (Magna Grecia); también hubo algunas colonias en Libia (Cirene), en Francia (Marsella) y en España; Naucratis, la precursora de Alejandría, se ubicaba en el delta del Nilo.
  10. Los dialectos del idioma griego se clasifican como una rama de la familia lingüística indoeuropea.
  11. Este era el término con que los griegos designaban a los pueblos que no hablaban su lengua, desde los miembros de tribus semisalvajes, como los tracios, hasta la gente de las fastuosas ciudades de Oriente. Desde luego, el uso del término barbaroi implicaba que esos extranjeros tampoco vivían ni pensaban como los griegos y que no eran gente libre, pues se hallaban bajo la férula de un déspota soberano.
  12. Entre éstos destaca la presencia de Artemisia de Halicarnaso, una mujer que comandaba cinco naves y que además de valiente era tan astuta que dio valiosos, aunque desoídos, consejos al Gran Rey.
  13. Nombre de los gobernadores de las provincias del Imperio persa; su poder era tal que fácilmente se les podría comparar con reyes, por eso el soberano persa era llamado “rey de reyes”.
  14. Heródoto da los nombres de al menos 35 grupos étnicos que enviaron centenares de guerreros al ejército de Jerjes y agrega sus regiones de procedencia y características destacadas de su panoplia.
  15. Eso era hace unos 2500 años, cuando ocurrió la batalla; ahora el paso es bastante más ancho debido a los deslaves causados por la erosión de los acantilados.
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- Foto 3 (mapa): Correo del Maestro a partir de Paul Cartledge, Termópilas. La batalla que cambió al mundo, Ariel, 2007.

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- Foto 5 (mapa): Correo del Maestro a partir de Paul Cartledge, Termópilas. La batalla que cambió al mundo, Ariel, 2007.

- Foto 6 (mapa): Correo del Maestro a partir de Paul Cartledge, Termópilas. La batalla que cambió al mundo, Ariel, 2007.

- Foto 7 (mapa): Correo del Maestro a partir de Frank Martini, USMA. En: commons.wikimedia.org

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