Otras fechas para recordar: LA CONQUISTA DE MICHOACÁN Andrés Ortiz Garay[*] ![]() En este artículo –y en otro que se publicará en el próximo número de Correo del Maestro–, el autor llama a repensar la historia de México más allá de lo sucedido solamente en torno a la capital del país. Al traer a colación, en este año de importantes conmemoraciones, cómo se dieron los procesos de la conquista española y de la independencia en otras regiones del territorio mexicano se busca contribuir a un entendimiento más decantado de la historia nacional.
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c Otras fechas para recordar: la conquista de Michoacán
Al conmemorar este año el quinto centenario de la caída de Tenochtitlan y el bicentenario de la Independencia, lo más común es que esas efemérides conduzcan a imaginar que tales sucesos tuvieron una repercusión directa e inmediata a lo largo y ancho del territorio que hoy es mexicano. Pero, suponer que en agosto de 1521 todos los pueblos indígenas cayeron bajo el dominio español o que en septiembre de 1821 todas las provincias novohispanas se convirtieron en partes funcionalmente integrantes de una nueva entidad independiente es algo muy alejado de la realidad histórica. Con el objetivo de acercar al lector a un enfoque que tome en cuenta la complejidad del proceso denominado “conquista de México”, dedico este texto a revisar la conquista de otro imperio que florecía en el siglo XVI en el centro-occidente de lo que es actualmente nuestro país. La propuesta de enfocar nuestra mirada en esas otras tierras no pretende desconocer la importancia de la fecha que ahora se conmemora, más bien constituye una invitación a adentrarse en la historia de nuestro país a través de un camino que no se limite a la efeméride centralista, sino que contribuya a ampliar nuestra perspectiva de la identidad nacional al abordar las particularidades y semejanzas que tal proceso adquirió en otras regiones.
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c La conquista de los michoaque
Todavía no transcurría un año completo desde que el 13 de agosto de 1521, la captura de Cuauhtémoc, señor de Tlatelolco y último tlatoani azteca, pusiera fin a la batalla por Tenochtitlan, y ya los españoles planeaban nuevas conquistas. Hernán Cortés y sus capitanes se habían aposentado en Coyoacán, para librase de la pestilencia y las incomodidades de la derruida ciudad, pues allí había agua pura y un nutrido arbolado que daba frescor y combustible. Desde ahí los nuevos amos apuntaban sus miras codiciosas hacia el occidente, ya que tenían noticias sobre el reino de Michhuacan (topónimo que en la lengua náhuatl de los aztecas significaba algo así como ‘lugar de los que tienen pescado’). Cortés envió varias embajadas, y en la primavera de 1522, los españoles ya sabían qué caminos tomar para llegar a la ciudad de Tzintzuntzan, a la orilla de otro gran lago, donde moraba el soberano de los michoaque, al que los nahuas llamaban en su lengua caltzontzin y los españoles denominaron cazonci.[1] Y así, el comandante español encomendó conducir una pequeña expedición a un alférez de apellido Montaño “y a otros tres castellanos que tenía por hombres de discreción y valor, y dándole veinte señores indios que le acompañasen con un intérprete que sabía las tres lenguas mexicana, otomí y tarasca, les entregó muchas cosas de rescate, y les encargó que procurasen ver y hablar al rey y trabar amistad con él, informándole de quién era el sumo Pontífice, desengañándoles de muchas cosas en que estaban ciegos, y por no haber querido los mexicanos recibir tanto bien, había permitido el gran Dios de los cristianos que fuesen destruidos, como haría a todos los que los imitasen” (Beaumont, citado por León, 1904, p. 120). ![]() Tzintzuntzan, Pátzcuaro y poblaciones alrededor de la laguna; anónimo, 1778 Portando esa velada amenaza y armas que ejemplificaban su viabilidad, esta nueva embajada cumplió exitosamente su encargo. Al regresar a Coyoacán, los cuatro castellanos contaron que los michuaque les habían ataviado con guirnaldas de oro como si fueran dioses y que realizaron el rescate[2] de finas mantas de algodón y rodelas de oro, de jícaras adornadas bellamente y de cotas de cuero muy bien trabajado, cosas que ellos trocaron por baratijas. Pero no se enteraron de que el cazonci confiscó las mercancías traídas por los recién llegados ni tampoco de que en cuanto se fueron de Tzintzuntzan los enviados de Cortés, mandó matar a los diez puercos y el perro que Montaño[3] le había obsequiado como muestra de amistad. Lo que sí quedó dicho para la posteridad fue un nombre con el que durante mucho tiempo se conocería a los indígenas de aquel imperio, nombre impuesto por la manía glotofágica[4] de los conquistadores: De vuelta los españoles de esta expedición, llevaron consigo dos mujeres de Michoacán, con varios indios, y como en el camino los españoles y las mujeres se ayuntasen, comenzaron los de Michoacán a darles a aquellos el nombre de tarhascue, que significa yerno, y de aquí dató el que los súbditos de Caltzontzin, fueran llamados Tarascos (León, 1904, p. 121).[5] ![]() La llegada de los españoles a Michoacán, Relación de Michoacán de fray Jerónimo de Alcalá Dispuesto a extender su dominio sobre el reino del cazonci de los michoaque, Hernán Cortés designó a Cristóbal de Olid como jefe de una siguiente expedición. Esta vez, se trataba de una fuerza armada de mayor envergadura que debía dejar claro quién iba a ser el nuevo poder dominante. Al frente de 70 jinetes y ciento y pico de soldados de a pie, más un contingente no especificado pero quizá mayor de servidores indios que fungían como guías, porteadores, servidumbre y tropa de apoyo, Olid salió de Coyoacán, atravesó el valle de Toluca poblado por los matlazincas (gente de habla diferente al náhuatl y al purhé, el idioma hablado por los llamados tarascos) y alcanzó Tajimaroa (actual Ciudad Hidalgo), punto fronterizo entre los imperios tarasco y azteca, el 17 de julio de 1522. Los españoles tomaron violentamente ese lugar, y cuando Cuiniarangari, hermano del cazonci Tzintzicha Tangáxoan (o Tangáxoan II), llegó para dirigir al ejército tarasco que debía cortar el avance español, la caballería y los arcabuces hispanos provocaron la desbandada de sus guerreros. Cuiniarangari fue capturado y probablemente se vio obligado a pactar el paso libre de las huestes de Olid hasta Tzintzuntzan. Este confuso episodio refleja la división de criterios existente entre los dirigentes tarascos; parece repetirse el dilema que poco antes se le había presentado al tlatoani azteca Moctezuma Xocoyotzin: hacer caso a las voces que clamaban por resistir con las armas al invasor, o a las que aconsejaban contemporizar con él y aceptar sus condiciones. Aunque finalmente estas últimas prevalecieron, lo sucedido durante la conquista de Tenochtitlan constituye ya una experiencia para ambos bandos. Del lado español, Olid saquea a placer (al grado de violar los sepulcros de la realeza tarasca para apoderarse de las ofrendas de oro y plata allí enterradas), pero no comete el mismo error de Pedro de Alvarado en la matanza del Templo Mayor de Tenochtitlan, no mata indiscriminadamente ni a tantos al mismo tiempo y así evita que estalle una insurrección popular; por el otro lado, una parte de la dirigencia tarasca logra descifrar un componente del comportamiento español y ofrece su alianza –aportando gente, recursos y conocimientos– para apoyar el avance de los españoles hacia el mar del oeste.[6]
Cortés, que desde su prueba con los tlaxcaltecas sabe bien lo decisivo que resulta aliarse con las élites dirigentes de las potencias indias, ordena que el cazonci sea conducido hasta Coyoacán donde parlamenta con él, en tanto manda a Olid a poner alto a los meses de saqueo y abusos en la región del lago de Pátzcuaro, para mejor abrir una ruta hasta la costa y allí construir navíos que posibiliten emprender la navegación transoceánica. Pero Olid fracasa en ese intento. La resistencia india en esa región constituye un primer aviso de que al avanzar hacia las periferias de los estados consolidados, a los conquistadores les será más complicado recurrir al simple expediente de montarse en el poder aprovechando las estructuras (políticas-administrativas-religiosas) que ya existían en las formaciones estatales de Mesoamérica. Más allá de las fronteras septentrionales del Imperio tarasco o del azteca, las civilizaciones agrícolas o de los nómadas cazadores-recolectores que van a encontrar, convertirá la empresa de conquista y colonización española en una lucha de tal manera fragmentada en tiempo y espacio, que, tres siglos después, cuando en 1821 desaparece la Nueva España y surge México, tal empresa no ha logrado ser del todo concretada. En el estudio de las antiguas civilizaciones mesoamericanas, el llamado Imperio tarasco presenta incógnitas aún no resueltas a cabalidad. Los hallazgos arqueológicos más recientes señalan que la región purhépecha y otras del occidente mexicano participaban en las redes de intercambio comercial y cultural con las formaciones sociales nucleadas en torno a los grandes centros urbanos de la época clásica,[8] pero aún no está del todo claro cómo deben entenderse esas relaciones cuando se intenta reconstruir una historia de corte político. Más enigmático aún es desentrañar el origen etnolingüístico de los purhépecha, pues su lengua se clasifica como aislada, es decir, sin parentesco comprobado con ninguna otra lengua indígena de México o para el caso de América;[9] si bien algunos lingüistas han propuesto hipótesis que pretenden emparentar al purhé con los idiomas quechua y chibcha de Sudamérica[10] o con la lengua de los zuñis de Nuevo México, tales propuestas no han sido cabalmente aceptadas. Otro problema que considerar es la escasez de fuentes documentales para reconstruir la etnohistoria purhépecha. Al contrario de lo sucedido con la etnohistoria azteca, de la que se conservan varios códices anteriores a la llegada de los españoles y que cuenta con bastante documentación en español producida en el siglo XVI, los registros documentales sobre los tarascos son pocos: algunos lienzos con pictografía que se supone indígena, unos cuantos informes administrativos producidos por funcionarios coloniales y –constituyendo un caso aparte– la llamada Relación de Michoacán. Este texto es fundamental para lo que conocemos ahora sobre los antiguos tarasco-purhépecha; lo más aceptado es que fue escrita por el fraile franciscano Jerónimo de Alcalá siguiendo los dictados de don Pedro Cuiniarangari –el mismo antes mencionado, pero ahora ya con nombre hispano– y los principales petámuticha (sacerdotes, sabios y/o jefes del conocimiento) que hablaban en la lengua nativa. Jean-Marie Le Clézio, ganador del premio Nobel de Literatura en 2008, considera la Relación de Michoacán: …[como] uno de los libros más bellos y conmovedores de la literatura universal, digno de ser comparado con la Ilíada, el Poema de Gilgamesh o la Geste d’Arthur […] Historia de un pueblo en agonía, la Relación es un testamento […] Es la última memoria, para que no perezca completamente la grandeza de Michoacán, ni la antigua alianza de los purépechas con sus dioses. Único libro del pueblo puré,[11] cumple para nosotros un destino misterioso y emocionante, escrito para la gloria de los vencidos y no para el provecho de los vencedores (Le Clézio, 1985, pp. 7-8). Al conjuntar la narración de los “hombres de conocimiento” que informaron al fraile Alcalá y lo que los modernos estudios etnológicos nos dicen, el panorama sobre el Imperio tarasco se nos presenta más o menos como sigue. En los inicios del siglo XVI, los dominios del Imperio tarasco abarcaban una superficie cercana a 75 000 km² de la región montañosa del centro-occidente de México; es decir, casi todo el territorio del actual estado de Michoacán, más extensiones situadas en porciones circunvecinas de los estados de Guanajuato, Querétaro y Guerrero. Quizá sin estar sólidamente integradas a ese imperio, fracciones del Estado de México, Colima y Jalisco también formaban parte de su zona de influencia, ya que hasta esos otros lugares llegaban las rutas por donde transitaban el comercio, las influencias culturales y, sin duda, las ambiciones de los dirigentes tarascos. Asentada en ese inmenso y biodiverso territorio, una población estimada en cerca de dos millones de personas convertía al tarasco en un imperio mesoamericano cuyo esplendor sólo sobrepasaban la magnificencia y extensión de su rival azteca. Pero a diferencia de otras regiones de la antigua Mesoamérica, en el Michoacán central no se habían desarrollado formaciones estatales dominantes durante los periodos clásico y posclásico temprano (siglos III al XII de la era común), sino que apenas un par de centurias antes de la llegada de los españoles fue cuando en la cuenca del lago de Pátzcuaro ocurrieron los acontecimientos que dieron origen al Imperio tarasco. ![]() Fray Jerónimo de Alcalá entregando el manuscrito de la Relación de Michoacán al virrey Antonio de Mendoza; detrás del fraile están sus informantes, entre ellos Pedro Cuiniarangari, vestido a la española, y tres sacerdotes purépechas, con su atuendo original La Relación de Michoacán relata que tras una larga migración arribaron a la región lacustre los uacúsecha (‘águilas’), es decir, grupos de cazadores-recolectores, diestros en los ardides de la guerra (cuyas armas preferidas eran arcos y flechas, mazos y lanzas) y que marchaban divididos en cuatro grupos que podrían corresponder a organizaciones clánicas. Para nombrarlos en común, la Relación usa el término chichimecas y abre así otra interrogante que no ha sido nunca cabalmente respondida, porque no hay total seguridad acerca de dónde provenían, qué lengua hablaban y cuáles eran las características étnicas que diferenciaban a estos invasores chichimecas de las poblaciones asentadas anteriormente en la zona del lago de Pátzcuaro y en la llamada meseta tarasca. Cualquiera que haya sido el caso, lo que más certeramente se sabe es que en el transcurso de unos doscientos años aquellos nómadas cazadores realizaron la proeza que Le Clézio denomina “la conquista divina de Michoacán”, pues los guía su dios tribal Curicaueri, destinado por los cielos a ser el conquistador y rey de toda la tierra. Cuando los hermanos Uápeani y Pauácume descubren en los alrededores de la actual ciudad de Pátzcuaro unas formaciones rocosas que reconocen como “la puerta del cielo”, se instalan allí con la justificación de que Curicaueri les ha concedido esa tierra.[12] A partir de ese instante, los temibles guerreros chichimecas dejan de ser un grupo de aventureros vagabundos y se convierten en un pueblo elegido. El mito da cuenta de una realidad geoestratégica, pues al posesionarse de las riberas sureñas del lago, los chichimecas empiezan a dominar la región más poblada y rica de Michoacán; los guerreros comandados por los dos hermanos obtienen así acceso a las sementeras (sembradíos) y las pesquerías de los habitantes de las islas y las orillas del lago, a la vez que cortan el camino entre sus rivales más peligrosos, Xarácuaro al oeste y Curínguaro al este.
La unión mítica entre Curicaueri y Xarátanga, diosa de la luna y principal deidad de los pobladores originales de la zona lacustre, refleja las alianzas matrimoniales que establecen los chichimecas y los purhépecha (la más destacada es el desposamiento de Pauácume con la hija de Curiparaxan, líder de los pescadores de Janitzio y Urandén, islas de la parte occidental del lago). A pesar de este recurso, la guerra se hace inevitable y en sus inicios los chichimecas no llevan la mejor parte, pues Uápeani y Pauácume mueren en combate contra sus enemigos. No obstante, la semilla ha quedado sembrada; el gran héroe tarasco, el cazonci Tariácuri, nace como fruto de la unión chichimeca-purhépecha y su leyenda reflejará el triunfo de esa unión al vengar la muerte de su padre, tío y abuelos y con ello cimentar la expansión del Imperio tarasco.[13] Los sucesores de Tariácuri establecen una especie de “triple alianza michoacana”, que concentra el poder en Tzintzuntzan (‘lugar del colibrí’), Ihuatzio (‘casa del coyote’) y Pátzcuaro.[14] Esto sugiere otro paralelismo en el origen y desarrollo de los imperios tarasco y azteca, pues éste se consolidó similarmente con la alianza de Tenochtitlan-Texcoco-Tacuba en el valle de México. Otras similitudes entre ambos serían: 1) haber entrado en la historia como grupos nómadas que se asientan entre poblaciones sedentarias de alguna manera más desarrolladas; 2) el empoderamiento de estas tribus en el contexto civilizatorio de una Mesoamérica que en la última parte del periodo postclásico (siglos XIV-XVI) se caracteriza por el predominio de las clases militares; 3) las equivalencias simbólicas que, por ejemplo, se manifiestan en la figura del colibrí, pues ésta se halla en el nombre de la capital tarasca (Tzintzuntzan), y el dios tribal de los aztecas era Huitzilopochtli, ‘el colibrí del sur’. No obstante esas similitudes, aztecas y tarascos mantuvieron una pugna que los llevó a enfrentarse varias veces en el campo de batalla. Generalmente, los tarascos fueron los vencedores en esos encuentros. Se ha especulado que un elemento determinante en los triunfos de los tarascos fue el uso de armas confeccionadas con cobre, un material más fuerte que la obsidiana u otras piedras, pero otros factores también habrán jugado un papel decisivo (entre ellos las alianzas de los tarascos con grupos fronterizos, como cuicatecos, mazahuas y otomíes). La añeja animadversión entre tarascos y aztecas tendría consecuencias funestas para el mundo indígena a la llegada de los españoles. En varias ocasiones, los mexicas enviaron embajadores a Tzintzuntzan para solicitar una alianza en contra de los nuevos invasores, pero ni Zuangua –el cazonci en 1519-1520– ni su hijo y sucesor, Tangáxoan Zizincha, se decidieron por otorgar tal apoyo. Con ello sellaron su propio destino. Zuangua se convirtió en una de las primeras víctimas de la invasión, pues murió infectado de viruela. Y de Tangáxoan ya he mencionado el conflicto que enfrentó cuando Cristóbal de Olid y su tropa entraron en Michoacán; sólo sobrevivió ocho años como gobernante-marioneta de los hispanos. Cuando Nuño de Guzmán, integrante de la primera audiencia de la Corona española en Nueva España y acérrimo rival de Hernán Cortés, emprendió la conquista de lo que sería la Nueva Galicia, ordenó que el último cazonci del Imperio tarasco fuera ejecutado en la hoguera en febrero de 1530. Guzmán arguyó ante la Corona que el Tangáxoan mantenía su apego a la religión pagana y había participado en un complot que costó la vida de algunos españoles; probablemente la verdad se acercaría más a que Tangáxoan no satisfizo la codicia de Guzmán con el oro y plata que le entregó. Con la muerte del cazonci Tangáxoan, el Imperio tarasco desapareció como entidad independiente.
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c Otras fechas para recordar
Cuando en agosto de 2021 conmemoremos la caída de Tenochtitlan, debemos estar atentos al hecho de que ese final fue sólo un principio. Si ampliamos nuestra perspectiva histórica más allá de las fronteras aztecas, la conquista de México adquiere otras dimensiones. Los tres años que le tomó a Cortés apoderarse de la capital azteca se convierten en una década si hablamos de la guerra del Mixtón (1540-1551) como la conquista de Colima, Jalisco, Nayarit y Sinaloa; o en el medio siglo de la guerra chichimeca (1550-1600) si se trata de la conquista de Zacatecas, Durango, San Luis Potosí y Aguascalientes. Las resistencias y rebeliones de los rarámuri (tarahumaras), los o’dham (tepehuanos) y los pueblos del Gran Nayar se repiten en los siglos XVII y XVIII. Las guerras contra apaches y comanches duran tres siglos y sólo se dan por terminadas en 1886. Todavía en la segunda década del siglo XX, Álvaro Obregón envía aviones para bombardear a los yo’éme que no se pliegan a renunciar a sus derechos sobre las tierras regadas por el río Yaqui. Así, la conquista del México profundo, del México indígena, no se completó en 1521. Y tal vez no se completará en un futuro previsible si hacemos caso a las reivindicaciones de los neozapatistas mayas de Chiapas, los macurawe (guarijíos) de Sonora o hasta los niños armados de las comunidades nahuas y tlapanecas de Guerrero. Hay, entonces, otras fechas para recordar.♦
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c Referencias
Argueta Villamar, Arturo (1995). Los purépechas. Etnografía contemporánea de los pueblos indígenas de México. Región Centro (pp. 217-279). Instituto Nacional Indigenista. ESPEJEL, Claudia (2009). Caminos centenarios del altiplano michoacano a la tierra caliente. Caminos y mercados de México. Long, Janet; y Attolini, Amalia (coordinadoras). Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, Instituto Nacional de Antropología e Historia. https://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/caminosymercados/cm020.pdf Ir al sitio KRICKEBERG, Walter (1977). Las antiguas culturas mexicanas. Fondo de Cultura Económica. LE CLÉZIO, Jean Marie Gustave (1985). La conquista divina de Michoacán. Fondo de Cultura Económica. LEÓN, Nicolás (1904). Noticias para la historia primitiva y conquista de Michoacán. Imprenta del Museo Nacional. POLLARD, Helen Perlstein (2016). Ruling “Purépecha Chichimeca” in a Tarascan World. Political Strategies in Pre-Columbian Mesoamerica. Kurnick, Sarah; y Baron, Joanne (eds.) (pp. 217-240). University Press of Colorado. http://www.jstor.org/stable/j.ctt1b7x60z.13 Ir al sitio QUERÉTARO (2021). Wikipedia. https://es.wikipedia.org/w/index.php?title=Quer%C3%A9taro&oldid=136293271 Ir al sitio Notas Antropólogo. Laboró en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista y el Instituto Nacional de Ecología. Para Correo del Maestro escribió las series “El fluir de la historia”, “Batallas históricas”, “Palabras, libros, historias” y “Áreas naturales protegidas de México”.
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c Créditos fotográficos
- Imagen inicial: artsandculture.google.com - Foto 1: De la colección de Archivo General de la Nación - México en artsandculture.google.com - Foto 2: pueblosoriginarios.com - Foto 3: www.gob.mx/agn/articulos/agnrecuerda-a-vasco-de-quiroga-en-la-cronica-de-michoacan - Foto 4: encorchetados.wordpress.com/2018/03/01/codice-de-michoacan-2/ - Foto 5: adioteca.net/media/uploads/images/2015_01/003_sLif1yP.jpg - Foto 6: pueblosoriginarios.com CORREO del MAESTRO • núm. 303 • Agosto 2021 |