![]() Antonio Santoni Rugiu[**]
Este texto se publicó originalmente en la revista Ethos educativo.[1] Su autor analiza en él cómo el pensamiento occidental perfiló los roles sociales de la niñez y la juventud desde la Revolución Industrial hasta el siglo XX. La inclusión de niños, niñas y adolescentes de ambos sexos en el mercado laboral y la apertura de espacios educativos para la juventud de las capas más acomodadas ampliaron el peso de esos estratos sociales. Luego, las asociaciones de jóvenes de varias tendencias (naturalistas, fascistas, católicas, democráticas, etc.) afirmaron ese peso. Pero, sobre todo, Santoni nos advierte respecto a la importancia del asociacionismo juvenil: “... lo que en el mundo moderno resulta principalmente capaz de formar es la experiencia de vida en sus múltiples formas, experimentada en grupos de coetáneos, cuanto más si se trata de la fórmula de libre asociación.” ![]() Asociacionismo y educación juvenil
antes que nada, debo plantear que este texto de carácter histórico (más precisamente, histórico-social) no tiene otra pretensión que la de ofrecer algunas consideraciones o, mejor dicho, mi punto de vista sobre el tema, con la esperanza de suscitar algunas reflexiones en los lectores, no importa si en sentido opuesto o divergente a mis planteamientos. Por lo tanto, no pretendo en absoluto agotar el argumento, ya que es lo suficientemente complejo y abigarrado, de igual forma e inclusive más que otras cuestiones que se refieren a la evolución educativa; tampoco pretendo trazar una reconstrucción histórica que comprenda sus vertientes ideológicas más importantes, particularmente porque ésta abarca dos siglos tan frenéticamente –si me aceptan el término– inquietos e innovadores como aquellos que tenemos apenas a nuestras espaldas. Aclarado esto, puedo comenzar. ▼ ¿Descubrimiento del joven o del niño?
En los primeros años del siglo XX, la autora sueca Hellen Key publicó un libro con el sugerente título El siglo del niño. Poco después se publicó el de María Montessori, El descubrimiento del niño, de título igualmente transparente. Los dos libros tuvieron gran éxito en todas partes y generaron la difundida convicción de que aquel siglo recién nacido habría de demandar, por fin, la conciencia de la realidad infantil y el reconocimiento de sus derechos, especialmente la eliminación de su explotación laboral y la atenuación de la discriminación social, siempre desventajosa para los menores de bajos niveles socioeconómicos. En resumidas cuentas, casi fundiendo los títulos de los dos bestseller, el siglo XX se anunciaba, finalmente, como la era del descubrimiento y del pleno reconocimiento de la infancia en todos los ámbitos. Pero si sometemos esta convicción a un análisis somero, podemos de inmediato ponerla a discusión. ![]() ![]() Los libros de Helen Key (izquierda) y Maria Montessori (derecha), publicados en los primeros años del siglo XX, parecían anunciar la era del descubrimiento y el reconocimiento de los derechos de la infancia. De hecho, colocar el primer descubrimiento de la infancia sólo en los orígenes del siglo XX, significa retrasarlo ciento cincuenta años si no es que más (según la tesis que sostiene Philippe Ariès en La infancia y su educación en el Antiguo Régimen). Si “descubrir” la infancia significa considerar la edad que va del nacimiento a la pubertad, no se puede negar que tal descubrimiento se haya iniciado hacia la mitad del siglo XVIII, perfeccionándose en gran medida durante la primera mitad de siglo XIX. El empleo cada vez más frecuente de niños y niñas (el “descubrimiento” de la infancia femenina fue un hecho aún más clamoroso) requerido por el trabajo extrafamiliar, principalmente en las fábricas textiles, las minas, las fábricas de vapor y, después, en las muchas actividades del sector terciario, incrementado por la expansión productiva y por el crecimiento del tráfico, no por otra cosa que debido al hecho de que por la mano de obra infantil –aún más que la femenina, constituida por las madres y hermanas mayores–, se pagaban salarios más bajos, llegando a niveles verdaderamente groseros, y esto sin mencionar la elevada mortalidad causada por los horarios y las cargas de trabajo inhumanas impuestas a esos pequeños. Todos estos problemas atrajeron sobre la infancia la atención de filántropos, filósofos y moralistas, religiosos y publicistas, con posiciones a menudo opuestas entre sí. ![]() Durante el siglo XIX, la demanda de trabajo infantil en la industria no sólo quebrantó los procesos de educación asociados al régimen gremial, sino además provocó la migración de muchos niños del campo a los centros urbanos. La primera mitad del siglo XIX fue también el momento en el que desaparecieron definitivamente las últimas huellas del régimen de origen medieval de las corporaciones de artes y oficios (los gremios), a las cuales se había confiado en años precedentes la formación de la gran mayoría de los jóvenes del pueblo a través de la pedagogía del “aprender haciendo”, que no consistía sólo en el adiestramiento de una producción más o menos elaborada y elevada –desde la arquitectura y la pintura hasta los oficios más humildes– sino también en un proceso de aculturación antropológica a través de la lenta adquisición de un conjunto de nociones y conceptos, así como de hábitos de comportamiento y de tramas ideológicas típicas de la sociedad de la época y de la específica subcultura artesanal (si bien la historia de la pedagogía y de la educación han ignorado casi totalmente este importante fenómeno). Antes del advenimiento de la industria, el artesanado era un fenómeno presente en las pequeñas y grandes ciudades. En el campo, sin embargo, la organización socioeconómica y la cultura de los campesinos eran, como se sabe, muy diversas, notablemente estáticas con respecto al dinamismo de la manufactura, y con la industria se hicieron mucho más. Con la crisis final del régimen gremial, y por ende de su capacidad formativa, se advirtió un vacío profundo en la educación popular: el número de jóvenes formados en las “bodegas” artesanales de varios tipos y niveles, era superior al de sus coetáneos que se formaban en las bancas de las escuelas. Vacío que se agravó bastante si se piensa en el simultáneo trastorno en la trama familiar durante la primera fase manufacturera de la revolución industrial, trama a menudo ya desmembrada, o como quiera que sea, sometida a una dura prueba por el abandono del campo y por la huida hacia los centros urbanos, donde se desarrollaba impetuosa la industria de vapor. Puesto que casi siempre aquella aventura era vivida por los más jóvenes, mientras que los ancianos, por lo común, se quedaban en el campo, también podría verse tal situación como el primer momento histórico en que la juventud en masa (y no sólo masculina, pues basta pensar en las jóvenes mamás que se lanzaban a la conquista de los centros urbanos con sus propios chamacos, ya sin la ayuda material y moral de sus propias madres y de las otras mujeres de la familia patriarcal o del vecindario), a través de muchas duras pruebas hechas de padecimientos y de injusticias, se fue templando y adquirió conciencia y autonomía. Como dice el proverbio: no hay mal que por bien no venga. También debe subrayarse la importante novedad de la participación femenina en este fenómeno: muchas niñas, a veces antes de los diez años de edad, en sustitución –pero a menudo en asociación– de las labores domésticas, salían de casa para ir a trabajar a las fábricas. Nunca antes había sucedido algo similar, ya que en el régimen gremial las mujeres no eran admitidas (sólo en ciertos casos las viudas de un maestro artesano podían mantener el título que se le había concedido al marido, aunque sólo nominalmente, de manera honorífica o de tutelaje respecto de la eventual herencia) y quedaban en gran parte vinculadas a las paredes domésticas, primero paternas y enseguida maritales, como parte de un destino que persistía de modo “natural”. Es cierto que a menudo se utilizaba a las mujeres como simples trabajadoras manuales en las tareas más simples, afuera de las bodegas artesanales y como asalariadas de ocasión, pero sin establecer jamás relación alguna con los gremios. En suma, cuando los hombres iban al aprendizaje artesanal, salvo excepciones, las jóvenes se quedaban en casa y ahí iniciaban, desarrollaban y concluían su itinerario formativo, como un ejemplo de educación continua propiamente dicha. Será la sociedad industrial la que las emancipe parcialmente del hogar. Y puesto que en la sociedad industrial las mujeres obreras o trabajadoras fuera de casa eran predominantemente las más jóvenes, a partir de entonces será necesario incluir en el concepto mismo de juventud el elemento “trabajadora femenina”, con un peso que cada vez más irá en aumento. El movimiento de las mujeres que en la Gran Bretaña de la segunda mitad del siglo XIX reivindicaron el derecho al voto para su propio sexo, y las jóvenes mujeres que guiaron las primeras huelgas parisinas de las lavanderías, confirman lo anterior. De esta forma, en cierto momento, los muchachos y las muchachas llamaron la atención como trabajadores precoces, pagados con salarios casi siempre irrisorios y siendo muchas veces, desafortunadamente, objeto de maltrato y explotación. ▼ Nace el asociacionismo juvenil
![]() En la segunda mitad del siglo XIX, las mujeres protagonizaron movimientos por el cambio. En Gran Bretaña, exigían el derecho femenino al voto, y en Francia, el derecho de huelga. Hacia la mitad del siglo XIX, la infancia ya estaba totalmente descubierta, en el sentido de que el mundo conocía bien el importante papel –para bien y para mal– que ésta ya tenía o soportaba en la sociedad. Cuando posteriormente se llega a los umbrales del siglo XX, la nueva edad “descubierta” ya no es, por tanto, la infancia, sino la adolescencia y la juventud. Hasta ese entonces, los jóvenes, aunque próximos a alcanzar la mayoría de edad, y por lo tanto también a asumir frente a la ley el pleno reconocimiento de miembros activos de la sociedad, eran considerados solamente como crisálidas de adultos, casi como ciudadanos aún en formación hasta que no hubieran alcanzado por lo menos “la mayoría de edad” prevista por la ley. Ya fueran de familia campesina u obrera, de comerciantes o empleados, todavía no se distinguían con claridad de los adultos, a través de características y necesidades propias de las etapas de la edad evolutiva que aún permanecían ignoradas, o por lo menos descuidadas; tampoco los estudiosos de psicología y de pedagogía habían identificado cuáles eran los derechos y deberes que correspondían a cada una de esas etapas de crecimiento (la psicología de la edad evolutiva gana terreno justo al inicio del siglo XX). Además, entre el descubrimiento de la infancia y el sucesivo descubrimiento de la juventud, se puede notar otra diferencia: la primera, como protagonista y víctima, se refirió predominantemente a los hijos del pueblo, como dije antes; la segunda, tomó en cuenta, más que nada, a los descendientes de la burguesía que habían podido permitirse una instrucción media y después probablemente universitaria. Los contemporáneos proletarios, sin embargo, no sólo carecían de esa instrucción en sentido parcial o total, sino que se involucraban en el trabajo de forma precoz, a menudo inclusive antes de la pubertad, y ésta era una razón más para que a partir de ese momento fueran equiparados con los trabajadores adultos, si no en el salario propiamente dicho, sí en las obligaciones. Los “hijos de papá” que iban a la escuela en vez de “partirse el lomo” –como se decía en ese entonces en Italia de aquel que trabajaba con las manos–, no solamente terminaban sus estudios más tarde, sino que con frecuencia gozaban de una especie de compás de espera, solventado por la familia, entre la conclusión de sus estudios y el compromiso de trabajo, situación que hasta el siglo XVIII los jóvenes acomodados empleaban en tours por Europa para “adquirir experiencia” de varios tipos. Por lo demás, su condición privilegiada de no tener necesidad de esforzarse para comer, les daba la capacidad de actuar en forma precoz en la sociedad como sujetos particulares que mostraban iniciativas, a veces abiertamente contrastantes con las ideas de sus propios padres. Los jóvenes proletarios, en cambio, no se distinguían de sus padres ya que actuaban reivindicando las mismas cuestiones. Tampoco se debe olvidar, para subrayar mejor la novedad del fenómeno, que entre aquellos jóvenes de los dos niveles sociales ya también existían, escasas pero suficientemente significativas, presencias femeninas. Hacia finales del siglo XIX, grupos de jóvenes cada vez más numerosos, casi siempre burgueses, se asociaban para afirmar una visión propia del mundo. El fenómeno fue particularmente vivo en Alemania, donde el régimen militarpaternal bajo la mano férrea de Bismarck y el impetuoso desarrollo industrial de fin de siglo no eran muy tolerados por una parte de la juventud aún nutrida de sugestiones románticas (libertad del espíritu, indiferencia hacia la banalidad de la vida cotidiana, primacía de lo estético, culto a la naturaleza idealizada y no contaminada, etc.) y poco sensible a los cantos de sirena del bienestar económico. Los jóvenes tampoco soportaban el ambiente de rigor militar que se respiraba aun fuera de los cuarteles. Por ejemplo, una de las primeras manifestaciones juveniles protestó contra el decreto gubernamental que imponía a docentes y a estudiantes portar un uniforme escolar, como si la escuela fuera un cuartel. Éstas fueron las primeras señales de una actitud contestataria por parte de la juventud burguesa, es decir, en gran parte estudiantil, que se volverá a presentar en sucesivas ocasiones en el curso del siguiente siglo hasta culminar más tarde en la gran impugnación estudiantil de los años cercanos a 1968. En efecto, aquellos jóvenes ya en el siglo XIX protestaban contra el modelo socioeconómico dominante, no en un momento de crisis, sino justo cuando el sistema daba una buena prueba de sí mismo para aumentar el bienestar general, casi como una contestación de principio y no de condición material. ▼ Es la experiencia de la vida la que educa
¿Y los jóvenes proletarios? También ellos protestaban y luchaban contra aquel modelo de desarrollo socioeconómico, pero por razones muy diversas y, de alguna forma no como jóvenes, sino, ya se ha dicho, como parte integrante de los trabajadores adultos en lucha, con y no contra sus propios padres al contrario de sus coetáneos burgueses. Así, precisamente los hijos de la burguesía acomodada que del ambiente imperante estaban sacando el mayor provecho, rechazaron la vida en familia porque en ella sólo se hablaba de pérdidas y ganancias; rechazaron la ciudad porque ésta se hallaba sometida a la contaminación del humo de las fábricas y envilecida por la desolación de los nuevos barrios de trabajadores, y se marcharon al campo a vivir en la naturaleza aún virgen; uno de los primeros movimientos juveniles alemanes se llamó precisamente Zurück zur Natur! (¡Retorno a la Naturaleza!), precursor de las causas sostenidas por los “Verdes” y por los ecologistas modernos; otros, “Exploradores de senderos no pisoteados”, “Pájaros migratorios” y, posteriormente, las “Casas de educación en el campo” de Lietz, entre otros. Éstos ejercieron también gran influencia en la pedagogía alemana, influencia evidente en las nuevas escuelas neorrománticas y libertarias de Bremen y Hamburgo que retomaron mucho del poeta Schiller, cien años antes defensor del vivir individual como continua búsqueda de realización estética y de sublimación espiritual, antitético al ideal de un mundo orientado hacia el dinero y el poder político-económico. A los jóvenes alemanes pronto se les unieron los británicos (como siempre, con una inspiración menos romántica, más pragmática), ya que Gran Bretaña, que había precedido a Alemania en la industrialización, estaba saliendo de la gris y un poco sofocante edad victoriana, todo lo contrario a la apertura que era el deseo de los jóvenes. Y en la Gran Bretaña, la confrontación pedagógica, más allá de los boy scouts –de quienes hablaré más adelante–, también se tuvo con la escuela de Cecil Reddie en Abbotsholme y después con la de A.S. Neill en Summerhill, y con otra de Bertrand Rusell y de su esposa Vera Black en Beacon Hill, entre otras. En este país la atención ya se había desplazado de la infancia hacia la edad juvenil, dando lugar a un conflicto generacional más marcado que de costumbre, porque el siglo XIX había tenido cambios más rápidos y profundos en los modelos de vida, contrapuestos a los de los padres que buscaban mantener en la familia y en las instituciones formativas, encabezado por la escuela, los tradicionales métodos educativos autoritarios, y pretendían hacer que sus hijos siguieran sus mismas opciones culturales, ideológicas y profesionales. Muchos jóvenes, en cambio, buscando autonomía y no sumisión, innovación y no conservación, concebían el progreso en dirección contraria a la de sus padres. Los poderes públicos, que fueron los primeros sorprendidos por aquellas imprevistas revueltas juveniles, justo en las filas de las clases sociales medio-altas, es decir, de la futura clase dirigente, reaccionaron intentando adoptar contramedidas oportunas. Y visto que la represión no era suficiente porque aquellas protestas juveniles respondían a las nuevas exigencias de los tiempos, lo que objetivamente en gran parte las justificaba, decidieron tomar el toro por los cuernos e ir al encuentro de los jóvenes con iniciativas que pudieran vigilarse desde los altos mandos, mantenerlos dentro de los límites para que no entraran en conflicto abierto con la ideología y la política oficiales. Ejemplo típico de esto fue dado por los boy scouts de Baden Powell, quienes retomaron muchos temas de los movimientos pedagógicos innovadores de la New Education: la superación de la educación autoritaria y los castigos corporales (en Gran Bretaña el uso del látigo era práctica común en las instituciones formativas hasta principios del siglo XX), el desarrollo de la autodisciplina y de la autónoma responsabilidad juvenil junto con el culto a la naturaleza, la solidaridad comunitaria, etc. De tal modo, como sucediera a principios del siglo XIX con las soluciones pensadas para atenuar en la infancia el impacto de la sociedad industrial que estaba surgiendo (jardines de niños y guarderías, escuelas primarias populares, orfanatorios etc.), alrededor de cien años después se buscó dar, en alguna medida, respuesta a las nuevas necesidades de la adolescencia y de la juventud. En cuanto se descubrió el proyecto de Baden Powell, se difundió rápidamente en todo el mundo occidental y allende el océano. El ex general del ejército de Su Majestad británica, dotado de una mentalidad bastante flexible para un militar de su tiempo, intuyó que ya había pasado el tiempo del modelo educativo tradicional, que en la sociedad moderna la educación de los hombres y de las mujeres (los scouts de hecho aceptaban también girl scouts, a pesar de algunos escándalos por parte de los intelectuales conservadores) ya no podía llevarse a cabo en el encierro de la familia ni en la escuela de antiguo cuño, cuyo modelo sin duda había quedado retrasado con respecto a la tan amplia y veloz evolución de un siglo que había visto la locomotora y los barcos de vapor, el telégrafo, los primeros coches humeantes y poco después el aeroplano, por sólo citar algunas maravillas. La formación de las nuevas generaciones debía completarse también –y quizá sobre todo– con experiencias de vida organizadas en el tiempo libre del estudio y de los deberes familiares, para desarrollar en los jóvenes de ambos sexos capacidad de autonomía, de juicio y de acción, y junto con el sentido de grupo, capacidad de fraternidad, de solidaridad y de iniciativa para resolver las dificultades cotidianas. ![]() En sus inicios, la creación de los boy scouts por el general británico Baden Powell, buscaba demostrar que el proceso educativo entre los jóvenes ya no podía limitarse al encierro familiar ni a la escuela de antiguo cuño. ▼ Juventud entre dictadura y democracia
Es pertinente recordar que la movilidad social, es decir, la posibilidad de promoverse socialmente a consecuencia de la revolución industrial (sobre todo en su segunda fase), que por lo demás había sido absolutamente inconcebible, engrosaba continuamente los rangos de la burguesía con la inserción de los jóvenes provenientes del proletariado en ascenso, de modo que el cuerpo estudiantil, y en menor medida también el universitario, ya no se podía decir que estuvieran compuestos únicamente por la élite de los hijos de los ricos y de las personas que ocupaban altos cargos. Todas estas novedades relevantes hicieron necesario tomar en cuenta que, por primera vez en la historia, la juventud se presentaba como una fuerza en cierto sentido autónoma, expresada a través de un movimiento social que ya no se podía eludir. Con intervenciones del mismo tipo, las autoridades buscaron resolver el problema de enderezar y canalizar la fuerza que impulsaba la propuesta de los jóvenes divergentes hacia objetivos compatibles con una vida social ordenada, abierta a nuevas soluciones, pero que no perturbaran la jerarquía establecida entre las clases sociales y que no renegaran de sus valores tradicionales. Es a propósito de valores –recordemos que la Iglesia católica siempre estuvo enormemente interesada en la educación de las nuevas generaciones–, que en 1905 la Gran Bretaña contrapuso a los scouts laicos (según algunos, derivados de los ideales masónicos) de Baden Powell, una asociación católica homóloga dependiente de las autoridades eclesiásticas. Superadas las perplejidades iniciales, unos años después el Pontífice de Roma aprobaba la constitución en todo el mundo de los “exploradores católicos” que inclusive en los países latinos desarrollaron una fuerte competencia con los laicos. Estas asociaciones juveniles se dedicaban al empleo del tiempo libre, principalmente de los adolescentes y de los jóvenes (los segundos, como guías o jefes de secciones, desempeñaban una especie de enseñanza mutua con los menores, especialmente a través del ejemplo y el ejercicio en común). El empleo del tiempo libre –la “tercera vía” educativa, la llamó Baden Powell–, primero confiado exclusivamente a la familia o a actividades promovidas por la Iglesia, pasaba ahora a las manos de los mismos jóvenes que estuvieran interesados. Pronto llegó la tormenta de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), que después de casi un lustro de conflicto armado dejó una Europa empobrecida e inquieta, tanto para los vencidos como para los vencedores. El problema juvenil posbélico ahora era más fuerte con respecto a la situación de los jóvenes que regresaban de las trincheras y defendían su derecho a una reinserción privilegiada en la vida laboral y social, como compensación por los graves malestares y a menudo por los daños físicos soportados durante los largos años de guerra. Fue precisamente, apelando a este descontento juvenil, que en la Italia de 1919 el Partido Nacional Fascista de Mussolini se abriría camino hacia el poder, que conquistó en el otoño de 1922 y que mantuvo por más de veinte años. Su naturaleza predominantemente juvenil tuvo un importante testimonio en el himno oficial del partido de Mussolini que entonaba: Giovinezza giovinezza, primavera di belleza... (Juventud, juventud, primavera de belleza...). Otra prueba concreta de aquella naturaleza fue la precoz formación de “grupos universitarios fascistas”, y en 1926 de la “obra nacional balilla” que reunía a las nuevas generaciones de ambos sexos de los 8 a los 18 años de edad (balilla y “pequeñas italianas” hasta los 14; “vanguardistas” y “jóvenes italianas” hasta los 18; después, en el año 1936, acogió también a niños de 6 a 8 años, llamándolos “hijos de la loba”, y a los “jóvenes fascistas” de ambos sexos hasta de 21 años, edad en la que se recibía la credencial de “fascista” y “mujer fascista”) con tareas y objetivos diversos, pero sobre todo referidos a la formación civil y premilitar típica del modelo mussoliniano; en suma, para preparar hombres y mujeres auténticamente fascistas. La “obra nacional balilla” fue la primera gran organización juvenil oficial en el mundo (aparte de las asociaciones juveniles católicas), promovida y gestionada directamente como institución estatal. Mussolini intuyó antes que otros gobernantes la importancia del componente juvenil en la sociedad moderna y trató de hacer de las estructuras destinadas a él un instrumento de control y de consenso. Indudablemente ese proyecto, sostenido con empeño y con mano dictatorial, tuvo un cierto éxito: fue bien recibido el interclasismo, en el cual se inspiraba la “obra” y que no solamente permitía al hijo del obrero marchar lado a lado con el hijo del médico o del dirigente del partido (esto podía suceder también en las bancas de la escuela), sino que –por dar sólo un ejemplo– hacía portar los guantes blancos, componente obligatorio del uniforme: ver con guantes blancos al propio hijo o hija a la par que los hijos del médico, del abogado o del alto funcionario, influía favorablemente en muchos padres proletarios. Fue una de las ocurrencias de Mussolini para “ir al encuentro con el pueblo”. A propósito de uniforme, algunas resistencias provenían de las interesadas, sobre todo de las “jóvenes italianas”, y después de las “jóvenes fascistas”: no todas se sentían a gusto con un uniforme que recordaba bastante al uniforme militar y que, por ende, era visto como opuesto a las tradicionales figuras femeninas, a la gracia y dulzura de las mujeres. Pero la eficacia pedagógica de la “obra balilla” fue bastante deficiente: la contraprueba se tuvo con la Segunda Guerra Mundial cuando se palpó que las jóvenes generaciones, crecidas y educadas bajo el fascismo, no mostraron el menor patriotismo ni el mismo espíritu combativo que la generación precedente había tenido en la Primera Guerra Mundial; fue cuando se vio que no había tenido a las espaldas los suficientes años de formación patriótica y guerrera. ![]() Al utilizar la exaltación de algunas tradiciones nacionales, el fascismo de Mussolini buscaba convertir la educación en un hecho eminentemente político, los nazis llevaron esta tendencia a un extremo todavía más grave. ▼ La juventud en la sociedad mediática
El modelo fascista de la “obra nacional balilla” fue retomado por los nazis en Alemania después de su ascensión al poder, en 1933, a través de la organización de la Hitlerjugend, la “juventud hitleriana” que, a diferencia del fascismo con mayor tendencia al compromiso con las tradiciones, marcó su distancia de inmediato al asumir de manera absoluta que la educación de todo tipo, a partir del interior de la familia y continuando en la escuela y en la vida social, era un hecho eminentemente político y, por consiguiente, debía quedar totalmente bajo el rígido control del estado nazi. Hitler, a diferencia de lo que Mussolini había hecho con el Concordato de 1929, no buscó el entendimiento con la Iglesia, sino que más bien trató de difundir en los jóvenes una especie de misticismo pagano que embonaba perfectamente con la idea de la superioridad de la raza aria y la eliminación de las otras. El nazismo siguió de cerca a la juventud alemana de la época con particular atención pedagógica, como la primera generación que, en la intención de Hitler, habría tenido que comenzar por poner en acción el mejoramiento de la raza germánica. También en cuestiones de género, el nazismo tomó particulares medidas: antes, no sólo las jóvenes alemanas debían estudiar separadas de los hombres hasta la universidad, sino que su plan de estudios debía estar muy diferenciado. Además, se sabe que en España el régimen franquista adoptó las organizaciones juveniles según un modelo que evocaba más al de Mussolini que al de Hitler, dada la mayor afinidad en diversos aspectos entre los dos países latinos bajo dictadura, a partir de la importancia del magisterio eclesiástico tan conocido en Italia y en los países de cultura española. En Italia y Alemania el fin de la Segunda Guerra Mundial interrumpió bruscamente la formación juvenil gestionada directamente por el Estado, de acuerdo con los fines del partido único en el poder. Sin embargo, no por ello la formación de las edades menos maduras se confinó en su totalidad a las tradicionales instituciones educativas: familia, iglesia, escuela; por el contrario, bajo forma de iniciativa de libre asociación, los espacios formativos del tiempo libre juvenil obtuvieron siempre nuevas ampliaciones, consolidándose con la finalidad general de la expansión del consumo, sobre todo del recreativo, deportivo y estético en general. Es decir, con el estímulo de la affluent society, del modelo de sociedad “desahogada” y “opulenta”, que ya había anunciado en los años sesenta John Galbraith. Por lo demás, el espacio creciente atribuido a la fruición del tiempo libre como relajación del estrés de la vida moderna, pero sobre todo como experiencia de vida enriquecedora e intelectualmente emotiva, se reanudó con la cuestión de todos los movimientos educativos del siglo XX que unió a Baden Powell, a la New Education europea, a John Dewey y sus seguidores en Estados Unidos de América, sin excluir tampoco a los educadores totalitarios: lo que en el mundo moderno resulta principalmente capaz de formar –a la par del estudio individual y quizá más que eso– es la experiencia de vida en sus múltiples formas, experimentada en grupos de coetáneos, cuanto más si se trata de la fórmula de libre asociación. Pero a partir de la última posguerra, el concepto de tiempo libre como factor educativo (incluso inconscientemente) “útil y agradable”, como se decía antes, se hizo más articulado y complejo debido a factores nuevos y diversos; en primer lugar, por la influencia preponderante de los medios masivos de comunicación, encabezados por la televisión, que habrían de convertirse, según algunos autores, en los “grandes educadores” de nuestros tiempos para bien y para mal. Por no hablar de las experiencias virtuales de la internet, los múltiples efectos de la globalización y de la multiplicidad de las relaciones “en red” y “en tiempo real” de que hoy disponen los jóvenes sin importar distancias ni husos horarios. Todo esto traza un cuadro que presenta de inmediato connotaciones muy diversas, fruto de una génesis común pero ya lejana con respecto a la situación formativa de la juventud de fines del siglo XIX y de la primera mitad del XX; que por estas razones merecería un discurso particular que surgiera de las reflexiones –quizá insuficientes– que he querido ofrecerles en este texto. ♦ NOTAS* Traducción de Carla Gabriela Prado; revisión conceptual María Esther Aguirre (CESU, UNAM).** Universidad de Florencia, Italia.
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