El arte y la educación, DE LA PANDEMIA EN ADELANTE Oswaldo Martín del Campo[*] ![]() En medio de tragedias naturales o problemas sociales, los hacedores de arte encontraban espacios para desarrollar sus habilidades o para sembrar optimismo y reflexión frente a sus públicos. Pero hoy se les ha pedido, como a muchos, callar. Así, las disciplinas artísticas y los artistas se convirtieron en sectores afectados de manera severa debido a las medidas tomadas para evitar la propagación del Covid-19.
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c El arte y la educación, de la pandemia en adelante
Por sorpresivo que resulte, algunas actividades artísticas han sido calificadas, de manera oficial en todo el orbe, como muy peligrosas por el posible contagio del virus. Cantar ha sido una de esas acciones de alto riesgo, seguida de acudir al teatro, al cine o a los museos. En pocas palabras, las artes escénicas están en estos momentos esperando regresar a la normalidad o delante de la necesidad, pareciera ineludible, de cambiar de paradigma. Y en el ámbito escolar, ¿cómo les hablaremos de las artes escénicas a nuestros alumnos si, al parecer, no podrán asistir ya a un teatro, a un concierto o al cine como ocurría hace apenas unos meses?
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c Las décadas de la plenitud
Después de la Segunda Guerra Mundial, el arte, como muchas otras ramas del quehacer humano, vivió años de plenitud. En respuesta a la barbarie de los campos de batalla y de las naciones arrasadas por la muerte y la destrucción, el arte se levantó con una enorme fuerza en todas sus disciplinas en las que los creadores volcaban sus ideas acerca de cómo debiera ser la humanidad y el mundo del futuro. Las artes plasmaron los horrores y los errores del pasado, así como las promesas y las advertencias del futuro. La civilización se vio inmersa en un esplendor creativo en la literatura, las artes visuales, el teatro, la música y en el jovencísimo –hablamos con relatividad– cine. Luego de los conflictos bélicos mundiales, el planeta no fue el jardín del Edén, y de la década de los cincuenta en adelante fueron decenas y decenas los episodios de guerra que azotaron al mundo, a la par de desastres naturales y otras tragedias, pero en todo panorama el arte y los artistas encontraron un espacio, sobre todo si consideramos el auge de la tecnología que en esas mismas décadas inició un desarrollo cada vez más rápido. Así, el trabajo de los creadores y los intérpretes encontró herramientas para llegar a cada rincón del planeta y a un número de espectadores nunca imaginado ni logrado. Las grabaciones fonográficas, los viajes en avión, las videograbaciones, la televisión, la robótica y, de manera reciente, el internet, permitieron condiciones de difusión, experimentación y creación artística tan esplendorosas que parecía que jamás terminarían. En casi todas las ciudades medianas y grandes se volvió cotidiana la imagen de los cines repletos durante todas las funciones del fin de semana en las proyecciones de estreno. Cotidianas también las largas filas para las exposiciones de las obras de grandes artistas, y para los conciertos masivos de estrellas de la música popular y de la académica. Asimismo fueron comunes las salas de concierto llenas cuando los programas contenían las obras populares de Beethoven o Mahler y otro tanto ocurría cuando era rica y variada la oferta de teatro comercial, experimental, universitario o clásico. Sólo por la mente de un escritor cruzó la idea de que un día estaría prohibido acercarse al arte. Quizás algunos leyeron la fría y desesperanzadora novela de Ray Bradbury Fahrenheit 451, en cuya narración se dibuja una sociedad futurista donde la lectura está prohibida, y los bomberos, en lugar de apagar incendios, se dedican a provocarlos al quemar bibliotecas clandestinas. Así, como una historia de ciencia ficción, se nos presentaba la posibilidad de callar al arte y a los artistas. Pero la ficción se convirtió en realidad en un instante. ![]() Fueron comunes las salas de conciertos llenas cuando los programas incluían las obras populares de Beethoven o Mahler
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c Los meses de la caída
Las primeras naciones en declarar contingencias sanitarias lo hicieron en febrero y marzo de 2020, y entre las primeras indicaciones estuvo la prohibición de reunirse de forma multitudinaria en espacios cerrados. Con ello, el cine, el teatro, la ópera, la danza, las salas de conciertos y los museos tuvieron que cerrarse. Ante el desconcierto de intérpretes y público, las temporadas se cancelaron sin fecha de reinicio y, a principios de marzo, los optimistas planeaban regresar en mayo o en junio a sus actividades cotidianas en el escenario. Estas líneas se escribieron en agosto de 2020 y todavía no hay un horizonte claro para el regreso a la normalidad escénica. Los profesionistas del arte pasaron las décadas anteriores en la independencia laboral. El artista era su propio jefe. Pocos tenían un empleo fijo, remunerado, con prestaciones. El actor cobraba por la temporada de un montaje o por una telenovela o una película; el cantante viajaba de una ciudad a otra y cobraba a las orquestas su participación; el compositor entregaba la música de una película o de un documental y entre trabajo eventual y trabajo eventual se daba tiempo para componer una nueva sinfonía. Muchos así. Pero se detuvieron las filmaciones, las orquestas, los conciertos, casi toda actividad, sólo los hospitales continuaron labores. Todos esos artistas que se desempeñaban como profesionistas independientes se quedaron sin ingresos quién sabe hasta cuándo. ![]() Ante el desconcierto de intérpretes y público, las temporadas se cancelaron La inquietud comenzó a crecer, pues ya no era una cuestión de saturación o de competencia, sino de impotencia. No hubiesen bastado los ánimos para salir a las calles y a los autobuses a tocar la guitarra o cantar, porque estaba prohibido. La oferta se concentró en el mundo digital. El arte se aglomeró, fuera de la literatura, en las pantallas. Las películas, en las plataformas de streaming; la música, el teatro y las artes visuales, en los canales de videos, redes sociales y páginas de internet. ¿Funciona? Las artes escénicas –la música, el teatro, la danza, la ópera– se realizan, la redundancia vale, en un escenario tridimensional, espacio que se ha mantenido casi igual durante 2600 años, no en una pantalla, muchas veces no mayor a 20 centímetros. Para muchas personas, como espectadoras, la programación en pantalla es suficiente, pero para los artistas no, porque la mayor parte de esa programación se da por y con gratuidad, y el ingreso, el sueldo, los honorarios por la ejecución no llegan a las manos ni a las mesas de ejecutantes y autores. Hoy no se ve con claridad la aparición de una vacuna, y sin vacuna será imposible que las autoridades de ningún país aprueben el ingreso de quinientas o setecientas personas a un cine, un teatro o una sala de conciertos. No parece que la normalidad de 2019 regresará en algún momento de 2020. Importantes compañías de nivel mundial ya anunciaron, de forma contundente, que no abrirán al público hasta 2021. Las compañías más pequeñas se aferran a la idea de que en el otoño de este año el panorama podrá mejorar con todo y que, con el frío, el Covid-19 podrá juntarse con los casos de la influenza AH1N1. La esperanza muere al último. O ya murió.
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c Al final de la fila
En México, las autoridades han optado por una transición paulatina a la “nueva normalidad” y los niveles de avance están determinados por un semáforo: según el color es el avance. A diferencia del grueso de semáforos de todo el mundo, el nuestro tiene cuatro colores en lugar de tres, con lo que antes del verde, del siga, hay tres momentos más. Sabemos que el rojo es toda actividad detenida, salvo la médica y las relativas a los alimentos; es en el naranja y el amarillo donde hay cierto movimiento restringido que permite que la vida se parezca a lo que era antes. Las artes escénicas se encuentran en espera de que llegue el verde. No se puede ir al teatro ni a un concierto en naranja o amarillo y nadie sabe cuándo estaremos en verde, ni por cuánto tiempo lo estaremos, porque al llegar ahí, en una semana podríamos volver al amarillo, al naranja y, desde luego que es posible, al rojo. Dentro de la comunidad artística reina el desconcierto y el miedo. No sin razón. Incluso con toda la disposición para crear nuevas formas de acercamiento al público, éstas tardarán en asentarse, y mientras, debe costearse lo indispensable: la comida, el techo, la ropa y la atención médica. Sin trabajo, sin programación, sin boletos vendidos, hasta lo básico es imposible. El miedo, aunque parezca frase de película de ciencia ficción, es una entrada al enojo. Muchos artistas buscan culpables: las autoridades por, desde algunos puntos de vista, no avanzar en el control de la pandemia, o la población por no atender las recomendaciones al pie de la letra para reducir los contagios y conquistar el anhelado semáforo en verde. Lo real es que no tiene caso buscar un culpable, porque no lo hay. Muchos aseguran lo contrario, pero por el momento todo es especulación. Que si todo es resultado del cambio climático, de la sobrexplotación de los recursos naturales, del maltrato a los animales, o si fue una creación de alguna mente perversa para colapsar y someter al mundo. De nada hay una prueba contundente. Por ahora hay un virus en el planeta que es muy contagioso, y mortal en algunos organismos a los que puede aniquilar; y de una enfermedad, que podemos englobar dentro de las cosas naturales en la vida de los seres vivos, no podemos culpar a nadie como no podemos hallar culpables de los terremotos, las erupciones volcánicas o los huracanes. Y si fuésemos un gran escritor podríamos fantasear, por el momento, con la idea de que sí hay un gran culpable en todo esto, pero qué ganaríamos con ello. El virus está circulando y los teatros continuarán cerrados hasta el verde, hasta el final de la fila, y esa sensación de estar en último lugar se percibe por muchos como un desprecio. Es una reacción humana quizá comprensible ante tal giro de los acontecimientos cotidianos.
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c Un riesgo real
Aquellas actividades que fueron señaladas por la comunidad científica como de alto riesgo de contagio, por desgracia, no tardaron en comprobarse como en verdad poco seguras. Pasado el mes de marzo, en muchos lugares del orbe se creyó que nos encontrábamos ante una situación semejante a la de 2009 con la influenza AH1N1. Es cosa de unas semanas, se pensó. Además, cómo dejar de ir a un concierto o al cine, cómo podría ser eso posible, cómo dejar de vivir, cómo renunciar a prácticamente todo. En el mes de marzo, en Holanda, una agrupación musical presentó un concierto de La Pasión según San Mateo, de Juan Sebastián Bach. Un concierto sin cambio alguno en la rutina de lo que requiere una obra como la ya citada. El público en sus asientos codo a codo y enfrente de ellos un coro y unos solistas cantando por casi tres horas. El resultado: más de cien espectadores contagiados de Covid-19 y cuatro personas muertas. ![]() Una de las actividades más nobles del quehacer humano, cantar, se convirtió en una de las de más alto riesgo de contagio La desafortunada velada encendió la alarma en todo el mundo de las artes escénicas y el cine. El virus era real y de una posibilidad de contagio que impresiona. Y, bueno, duele, desconcierta, pero una de las actividades más nobles del quehacer humano, cantar, se convirtió en una de las de más alto riesgo de contagio. Cantar es peligroso. Parece una sentencia de novela o película futurista, ¿no es cierto? Pero es real y es actual. Así, los coros callaron sus voces, las orquestas no sabían si los instrumentos de aliento, como la flauta o el trombón, enviaban partículas de saliva hasta el público. La voz impostada de los actores también se silenció. Las personas adultas mayores, las hipertensas, las diabéticas y quienes padecen de obesidad fueron objeto de mayores cuidados y, así, las orquestas, los coros, las compañías de teatro y ópera se dieron cuenta de que se quedaban con más de la mitad de sus miembros inactivos hasta que llegase al semáforo verde, porque la normalidad en verde no es tan normal y la población de mayor riesgo debe seguir en casa hasta que se encuentre, y se apruebe, una vacuna, y esa vacuna se distribuya mundialmente y llegue al organismo de cada una de esas personas. Con la mayor de las suertes estamos hablando de casi un año de espera para ese momento.
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c La oportunidad también es real
Sabemos que el cambio da miedo, asusta, lo desconocido intimida y nos resistimos. Lo sabemos porque es nuestra condición como seres humanos y hasta como animales. Los perros y los gatos se alteran al cambiar de casa o de rutina. Más vale malo por conocido que bueno por conocer, dice el refrán, y con esas palabras nos oponemos a lo nuevo. Y resulta curioso, llama la atención, porque es muy probable que la mayoría de nosotros haya externado o pensado en algún momento la idea de que las cosas estaban tan mal en el mundo que era necesario un cambio. Anhelamos y defendemos el cambio hasta que el cambio llega. Y llegó. Llegó y nos tomó por sorpresa porque nadie esperaba que se presentara en todo el mundo y porque los Estados Unidos, ese país que a través de décadas de cultura cinematográfica popular nos prometió salvarnos de extraterrestres, gobiernos asesinos, villanos superpoderosos, asteroides mortales y, sí, de virus y enfermedades aterradoras, fallaron. Nos fallaron a todos y se fallaron a sí mismos. Ahora el gigante norteamericano es un modelo de fracaso y desorganización en el control de la pandemia. En el inconsciente colectivo descansaba la idea de que los gringos siempre encontrarían una solución para todo, mas en esta pandemia nos han hecho sentir como Dorita, el León Cobarde, el Hombre de Hojalata sin corazón y el Espantapájaros sin cerebro frente al verdadero Mago de Oz, sin poderes ni grandeza. Y, como Dorita, lo único que deseamos es volver a casa, a la casa de nuestra vida normal, pero en esta versión de la historia no retornaremos con la Tía Emma y deberemos permanecer en este extraño mundo gobernado por brujas, monos voladores y extraños seres. Supongo que muchos daríamos por hecho que Dorita no haría de su vida una tragedia en la tierra de Oz, seguro se las arreglaría. El primer paso para salir adelante, y que le llevaría tiempo, es la aceptación de no volver jamás al lugar de origen. En este punto, muchos, de manera particular en el mundo del arte, se aferran a la no aceptación. Con vacuna o con tratamiento, este virus, lo mismo que la influenza AH1N1, llegó para quedarse. Si hay vacuna, habrá que acceder a ella y aplicarla cada año y, me pregunto, ¿cuándo fue la última vez que usted se vacunó? Es posible que no lo haya hecho el invierno pasado y haya estado en riesgo de contagio; lo mismo podría ocurrir si aparece la vacuna para el Covid-19: se la aplica un año y después todos la olvidan y la gente se vuelve a contagiar y los hospitales a saturarse y muchos a morir. Si hay tratamiento, será costoso, y para muchos sin seguridad médica, incluso en países desarrollados, será un golpe financiero adquirirlo. Así que el cubrebocas, la careta, el distanciamiento, el lavado constante de manos, los desinfectantes y el trabajo desde casa van a ser parte de la nueva normalidad para siempre. En cuanto al arte, no exento de nuevas normas, tal vez eso que parece el fin no sea más que una vuelta al origen y un paso inevitable hacia lo nuevo. Es posible que se hayan ido por mucho tiempo los conciertos multitudinarios, las pequeñas salas de cine y los teatros cerrados, mas, ¿cuál es el miedo?, la música de concierto comenzó su historia en el siglo XVI en pequeños espacios con poca audiencia y pocos músicos. Las insuperables creaciones del teatro clásico florecieron en espacios abiertos y, bromas de la vida, en ellas los actores usaban máscara. Las primeras películas se proyectaban en lugares reducidos para unos cuantos espectadores. Es posible que los directores cinematográficos vuelvan a pensar en contar sus historias en menos de sesenta minutos. Las artes escénicas volverán al escenario. Reitero que la redundancia es justificable. Los cines, quizás, ojalá, volverán a ser esas enormes salas de proyección donde quepamos muchos, y bien distanciados, ante espectaculares pantallas gigantes. Y, ya que estamos con los cines, vale la pena destacar un fenómeno que ha resurgido de las cenizas y se encuentra en un punto de enorme demanda: el autocinema. Estos espacios desaparecieron en los primeros años de la década de los ochenta y parecía que jamás volverían ante las salas con alta tecnología de proyección y audio. Sin embargo, en un parpadeo, ya existen cuatro autocinemas en la Ciudad de México, con funciones repletas, donde la gente ha encontrado una oferta de entretenimiento con seguridad dentro de sus autos. ![]() En los autocinemas, la gente ha encontrado una oferta de entretenimiento con seguridad dentro de En lo que se refiere a los contenidos digitales, para canales de videos y redes sociales, habrá que pensar, y ya muchos lo hacen, en formatos con venta del derecho a presenciar los eventos en vivo o grabados. Además, quienes opten por lo digital deberán desentrañar sus lenguajes, como lo hizo el cine a principios del siglo XX, porque ya comienza una saturación de material casero que aburre, no aporta y cumplió su misión de entretener. Desde antes de la pandemia, varios artistas del mundo, músicos de manera principal, produjeron propuestas audiovisuales de gran atractivo, de corta duración y con estética y edición que provocaban en el público un auténtico disfrute y el deseo de ver más. Quienes no están exentos de soberbia aseguraban antes de la pandemia que el arte salva al mundo, lo cual es mentira: ahora el mundo está en peligro y el arte no nos salvó. Con esa misma soberbia, los necios de hoy aseguran que el arte está salvándonos de la pandemia, lo cual también es una mentira, porque es el personal médico y el de enfermería quien trabaja jornadas inhumanas con riesgo de perder la vida para salvar las vidas que se puedan salvar. Los artistas, eso sí, han hecho buena compañía y ofrecido un valioso consuelo. La pandemia es, entonces, una oportunidad para rencontrarnos con el papel del arte en la vida y la civilización sin soberbia, con humildad. Es una profesión más sin que ello niegue su importancia.
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c El arte y la escuela
Es de llamar la atención que, junto con las artes escénicas, la escuela, en todos los niveles, también fue suspendida, en forma presencial, hasta el semáforo verde. Si la educación artística está casi nulificada en el aula, es probable que ahora desaparezca por completo en la pantalla. A primeras vistas esto puede entristecer o asustar. Hay que ver más allá. Era una práctica común que la clase de arte se impartiera de manera superficial en la escuela, no en todas, pero sí en la mayoría. Muchos alumnos odiaban la idea de dedicar su vida a aprender a tocar un instrumento musical o a escribir poesía. A veces, esa asignatura se daba sólo por darse o por demostrar una habilidad vacía, que no terminaba por decirle nada a maestros, alumnos y padres de familia. Ahora, pienso, es el momento de las pequeñas obras de arte. Tal vez no exista la clase de música o de canto en los contenidos oficiales que nos ofrezcan próximamente por televisión en el último semestre de 2020; mas sin duda es el momento en que un instrumento musical pueda encontrar en los niños a los intérpretes que tienen algo que decir a través de él. Porque encerrados en sus casas, rodeados de noticias complicadas y de adultos asustados, esta generación tendrá mucho que decir. Y, en la era de los contenidos efímeros de las redes sociales, tal vez la capacidad que tienen los haikús de contener al universo en tres versos pueda consolar al colarse entre tanta basura para que un niño se rencuentre con su humanidad, con su sentido de pertenencia a una especie, a una especie frágil y vulnerable. El arte tal vez pueda pasar de largo en la boleta de calificaciones, pero, si usted, maestro o maestra, lee un haikú diario a sus alumnos, o les pide escribir uno, es posible que el arte pueda penetrar una conciencia. Lo mismo si escuchan un breve preludio de Bach o una pequeña pieza de Manuel M. Ponce. ![]() El arte no pretencioso puede resurgir para acompañar a los infantes de 2020 El arte, el arte no pretencioso, el que esperó en silencio por décadas, puede resurgir para acompañar a los infantes de 2020, quienes, nos guste o no, a diferencia de nosotros, habrán vivido sus primeros años muy de la mano de la idea de que el mundo no es un lugar seguro, en contraste con la sensación de tener todo bajo control como lo hicimos nosotros e, incluso, los millenials. Y es que, debemos aceptarlo, el Covid-19 no volvió al mundo un lugar inseguro, el mundo, desde la amenaza del tigre dientes de sable hasta la bomba nuclear, siempre ha sido un lugar inseguro. El universo entero está lleno, repleto, de posibilidades de hacernos añicos sin piedad. Esa certeza de inminente peligro y fragilidad quizá los lleve, a estos niños alumnos nuestros, ahora sí, a construir un mundo sin miedo a los cambios. Ver al mundo como un lugar de maravillas y amenazas, y aun así cuidarlo, es una visión madura de la realidad con la que muchas generaciones no crecimos, sumergidos en la fantasía y el consumismo. Aceptar al mundo es amar al mundo. ♦ ![]() La nueva normalidad Notas * Licenciado en Música por el Centro Cultural Ollin Yoliztli; maestro y doctorante en Literatura por el Centro de Cultura Casa Lamm. Titiritero, conductor de radio y televisión y director de escena.
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c Créditos fotográficos
- Imagen inicial: Oswaldo Martín del Campo - Foto 1: Luis Carlos Pando - Foto 2: Oswaldo Martín del Campo - Foto 3: Oswaldo Martín del Campo - Foto 4: Shutterstock - Foto 5: aldianoticias.mx - Foto 6: Moisés Pablo CORREO del MAESTRO • núm. 292 • Septiembre 2020 |