Día de Muertos y Halloween, CONVERGENCIAS Y DIVERGENCIAS Andrés Ortiz Garay[*] ![]() Nombrada como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, la festividad que se denomina Día de Muertos es una de las más emblemáticas de nuestro país, tanto que ha sido considerada por estudiosos nacionales y extranjeros como la más singularmente mexicana. Al compararla con Halloween y revisar algunos cambios que parecen estar sucediendo en la celebración actual, el autor propone hacer una revisión en torno al concepto de tradición.
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c Día de Muertos y Halloween, convergencias y divergencias
El 26 de octubre de 2015 se estrenó en Londres Spectre, la vigesimocuarta película de la saga de James Bond, el agente 007 del servicio de espionaje de Su Majestad. Y cuatro días después, en esa misma ciudad, el emblemático Museo Británico inauguró Days of the Dead Festival, un programa integrado por un nutrido despliegue artístico que incluyó música, danza, talleres interactivos, proyecciones cinematográficas, instalaciones y happenings, conferencias y lecturas, y también una degustación de gastronomía mexicana. Una de las instalaciones semejaba un tzompantli.[1] Hubo mariachis y ¡adelitas!, y no faltaron varios de los simulados esqueletos de 11 metros de altura que habían sido utilizados en la nueva película de Bond. Ese festival, enmarcado en el año dedicado a México por el Reino Unido, fue organizado por la embajada de México y el Museo Británico; contó con el patrocinio del consorcio internacional anacrónicamente llamado British Petroleum; y, a no dudarlo, todo iba en relación con la celebración de Día de Muertos al supuesto estilo mexicano. Desfile de Día de Muertos, Ciudad de México Esos dos estrechamente relacionados eventos, película y festival, los considero antecedentes de un nuevo giro en las celebraciones del Día de Muertos en nuestro país. Para quienes no son asiduos a las películas de James Bond,[2] es necesario señalar que la primera secuencia de Spectre discurre en Ciudad de México. Y para que el agente 007 hiciera de las suyas en una secuencia inicial, se montó un grandioso espectáculo en el Zócalo y sus calles aledañas con cientos o miles de extras extrañamente ataviados. Fue la primera vez que los capitalinos vimos –digo yo que un tanto azorados– una profusa aparición de maquillajes y vestuarios inspirados en la imaginería de “La Catrina” (y, desde luego, “El Catrín”) que se atribuye al ingenio de José Guadalupe Posada; también apareció toda suerte de gigantescos alebrijes articulados, que esta vez no representaban a los acostumbrados dragones y demás fauna fantástica, sino que eran remedos de calacas y esqueletos. Quizás el asunto no hubiera trascendido de la anécdota de James Bond disfrazado de cadavérico catrín en el marco de una fastuosa escenografía que supuestamente reflejaba la fiesta de los muertos mexicana si no hubiera sido porque al Gobierno de la Ciudad de México, encabezado por el licenciado Mancera, le gustó tanto esa imaginería fabricada por los grandes productores de Hollywood acerca de esta celebración, que decidió apropiársela. Así, al siguiente año del estreno de Spectre, los capitalinos –otra vez azorados– presenciamos el primer Desfile de Día de Muertos que, a partir de 2016, recorre cada año parte del Paseo de la Reforma (generalmente se efectúa el fin de semana que precede al 1 y 2 de noviembre); esa procesión se ha integrado por comparsas que, con algunas variaciones temáticas de menos o de más,[3] repite en lo esencial la propuesta de Spectre, sólo que ahora sin Bond para hacerla más emocionante. Aunque un lustro es poco tiempo para establecer alguna certidumbre al respecto, esta modalidad, montada a medias entre la simbología a lo Bond y a lo Posada, parece constituir una nueva vuelta de tuerca en el ya largo proceso de convergencias y divergencias que han entrelazado las tradiciones angloamericana e hispanomexicana en la celebración de las fiestas dedicadas a los muertos. Para adelantar una opinión sobre este asunto, veamos primero qué une y qué separa a tales tradiciones.
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c Convergencias y divergencias
A partir de la última década del siglo XX o quizá poco antes, es sumamente notoria la aparición de una parafernalia festiva asociada al Halloween de la tradición estadounidense (o anglosajona en general). Disfraces y máscaras, en un principio más utilizados por niñas y niños de clases medias y altas, pero actualmente ganando adeptos entre otros estratos socioeconómicos, y entre otros grupos de edad, en especial adolescentes y adultos jóvenes; esa parafernalia reproduce una imaginería centrada en brujas y fantasmas como primer motivo alegórico; diablos, vampiros, zombis y monstruos (muchos de éstos copiados de películas hollywoodenses) como segundo motivo; y otros más, entre los que quizá destacan las simulaciones caricaturescas de personajes de la política o de animales bestiales; y no olvidemos que también las máscaras y disfraces de calabaza, como las que en Estados Unidos se conocen como Jack-o‘-lanterns, son uno de los más recurrentes entre estos nuevos personajes. Esta reformulación de la parafernalia festiva no se ha circunscrito al disfraz de los asistentes al festejo, sino que se refleja asimismo en los dulces, chocolates o hasta los panes (las brujas, murciélagos-vampirescos y otras figuras parecen ser los preferidos); las velas que a simple brillo guiaban antes a las almas en sus visitas son ahora sustituidas por las calabazas de plástico de todas formas y tamaños que sirven para que los niños –y bastantes que no lo son ya– pidan para su calaverita, ya sea en los condominios horizontales de cierto lujo o en las esquinas donde los de escasos recursos aprovechan los altos del semáforo para asediar a los conductores. Esta convergencia actual de Halloween con el Día de Muertos no debe extrañarnos demasiado. Posiblemente ha ocurrido desde hace siglos, aunque ahora se inscriba con gran fuerza en el proceso de globalización mundial. Muchos estudios de antropología e historia trazan los orígenes del Halloween hasta la celebración del Samhain (que en inglés se pronuncia como sow-in, y cuya raíz lingüística puede relacionarse como “siembra que ya está”) que marcaba el año nuevo de los antiguos celtas, una agrupación etnolingüística de pueblos que habitaban gran parte de Europa occidental y eran allí los dominantes antes de la conquista romana. La fecha de la fiesta del Samhain correspondía a lo que en el calendario cristiano es el 1 de noviembre, una época que en el hemisferio norte señala la llegada de la época invernal, del frío y la rescisión de la luz solar. Nada menos y nada más que un tiempo que, en el pensamiento sobre lo sagrado, se traducía como propicio para que los espíritus de los muertos regresaran al mundo donde habían vivido aprovechando la oscuridad a la que estaban ya acostumbrados. Para recibirlos y apaciguar los probables efectos negativos de su visita, los vivos les ofrendaban comida y bebida, y se mantenían despiertos y alerta gozando de los performances ejecutados por bufones rituales enmascarados y disfrazados de seres mitológicos. ¡Ante lo que vemos hoy en día en nuestras fiestas para los muertos, podríamos decir que no hay mucho de nuevo! Disfraces y máscaras son parte de la parafernalia festiva asociada al Halloween Cuando el cristianismo romano se impuso en los territorios celtas, se desató un proceso sincrético que, entre otras cosas, produjo el cambio de nombre del Samhain. La fecha calendárica denominada Todos Santos se convirtió en All Hollows y de ahí se corrompió a Halloween. Otros elementos rituales también parecen ser convergentes en el Día de Muertos y el Halloween. Por ejemplo, el uso de dulces (fuentes de calorías para el cuerpo humano, especialmente requeridas ante el frío) como las calaveras de azúcar y el pan de muerto o los típicos candys coloreados de negro y naranja que se reparten en las fiestas halloweenescas. O uno quizá más importante que se centra en la característica petición de una contribución que en nuestra celebración consiste en pedir para mi calaverita y en el Halloween es un más agresivo requerimiento denominado trick or treat (aquí sí, una cuestión de idiosincrasia nacional). Un elemento ritual convergente en el Día de Muertos y el Halloween es Pero también hay divergencias muy significativas. Una es que en México, el Día de Muertos de alguna manera continúa manteniendo –por lo menos en una parte de la población– una liga con lo religioso (por ejemplo, hay gente que sigue atendiendo el llamado a misa o realiza oraciones en su casa, y en algunas partes las asociaciones católicas aportan para la celebración), mientras que en Estados Unidos es una fiesta plenamente laica (fiesta de menor solemnidad que, digamos, el Thanksgiving o el Independence Day). Otra sería que la fiesta estadounidense está más centrada en la participación infantil, en tanto que, en México, participa gente de todas las edades. Algo que debe investigarse con detalle es quiénes son los mexicanos que perciben como negativa la inclusión de los elementos del Halloween en la fiesta de noviembre. Es patente que a la gran mayoría de personas no parece importarles demasiado este asunto; y de hecho, hay quienes aseguran que, como a los mexicanos nos encanta la fiesta, entre más motivos nos alleguemos para celebrar, mucho mejor. Es también más o menos evidente que entre los oponentes a la aceptación de los elementos del Halloween destacan miembros del clero católico, funcionarios de gobierno en puestos relacionados con el ámbito de cultura, así como los intelectuales empeñados en explicar qué es el nacionalismo mexicano, entre otros. La competencia para escoger a un ganador es otra divergencia. Qué mejor que ilustrar esto con el caso del altar que se erige para los difuntos. En la tradición menos influenciada, ese altar era un asunto doméstico; cada familia nuclear o si acaso cada grupo familiar algo más extenso, a la manera de los más antiguos tótems, rendía culto a sus antepasados ya fallecidos: la bisabuela que los más chicos sólo conocieron de nombre, el tío del que recordaban vagamente la raspadura de su barba cuando lo saludaban con un beso en la mejilla, o cualquier otro pariente que los mayores recordaban en sus comentarios, pero sobre todo por medio de la vieja y descolorida foto que junto con todo lo demás se colocaba en ese abreviado resumen de la historia familiar. Pero no hay menciones explícitas a ese tipo de altar en lo que respecta al Halloween, ni en el Samhain ni en las celebraciones para All Hollows. Tampoco las menciones provenientes de nuestro pasado colonial dejan claro si los había aquí. Los estudios etnográficos sobre varios grupos indígenas de México permiten establecer que el altar doméstico dedicado a los fallecidos es una realidad, pero es una que no está confinada al Día de Muertos en noviembre.[4] Resulta paradójico que muchas veces, cuando se intenta preservar una tradición, lo que se pone en juego como medio de preservación resulta en algo que altera o reconstruye de diferente manera eso que se pretende hacer pasar como tradición. Esto es algo que está sucediendo, por ejemplo, en el caso de los concursos del mejor altar de muertos que impulsan, sobre todo, las instancias gubernamentales (en cualquiera de los tres órdenes de gobierno), pues así se introduce un elemento ajeno a lo tradicional, ya que antes los altares eran para compartir y ahora se erigen para competir. Así, en esta breve comparación entre los sistemas rituales que se suponen originarios de los días de Muertos y el Halloween, queda claro que ambos marcan el ciclo periódico de la vida, es decir, no son ritos asociados a la adoración de la muerte, sino a dar paso a la renovación. Las ofrendas y demás partes de estas ceremonias dedicadas a los muertos, no constituyen pues, un culto a la muerte, sino que su sentido esencial y profundo es precisamente lo contrario: una celebración de la continuidad de la vida centrada en el reencuentro con uno mismo a través del recuerdo de la ancestralidad.
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c Día de Muertos como tradición mexicana
La tradición es un modelo consciente de formas de vida del pasado que la gente usa en la construcción de su identidad. Día de Muertos es un término específicamente mexicano que hace referencia a unas conmemoraciones mucho más extendidas en el mundo como parte del santoral católico y a las que se conocen como Todos Santos (1 de noviembre) y Día de los Fieles Difuntos (2 de noviembre). La primera fecha se instituyó para celebrar a los mártires, luego también abarcó a los infantes muertos –y hasta en algunos casos a las doncellas vírgenes– que se consideraban “almas puras”. La segunda fecha se dedicó a las almas en el purgatorio, es decir, a casi todas, pues sólo las anteriores logran entrar al paraíso directamente. Y por cierto, es de alguna manera curioso que en nuestro país, la dedicación de esas misas sea uno de los aspectos menos mencionados de la fiesta (aunque en otras partes, por ejemplo en España, tiene aún gran vigencia). Más bien, la celebración del Día de Muertos en México se ha convertido en un ritual que bien podríamos calificar de carnavalesco, pues, de hecho, todas las demostraciones supuestamente tradicionales que se realizan esos días constituyen elaboraciones folclóricas que están bastante apartadas de los requerimientos litúrgicos oficiales. Existe un intenso debate entre los discursos que, tanto en el ámbito académico como de explicación popular, pretenden dar cuenta de los orígenes y autenticidades de esas prácticas relacionadas con el folclor. Pero resulta menos controversial que, para todos, sean nacionales, extranjeros o descendientes de mexicanos en el extranjero, esta fiesta ha llegado a simbolizar uno de los elementos centrales de la mexicanidad, o sea, de la identidad nacional de los mexicanos. Entre los estudiosos que han tocado el tema y formulado propuestas de interpretación de este fenómeno (supuestamente apuntaladas en principios filosóficos, históricos, antropológicos y de otras ramas del saber) están Samuel Ramos, Octavio Paz y Roger Bartra,[5] por mencionar algunos de los más afamados, aunque hay muchos otros, tanto mexicanos como extranjeros. Pensando en que España y Estados Unidos han sido los principales poderes ante los cuales México ha tenido que encontrar contrastes para diferenciarse como una entidad cultural singular, un recurso recurrente ha sido la primacía de la herencia indígena como símbolo identitario. Aunque hay mucho que discutir al respecto, el folclor se equipara a lo tradicional y muchas veces se le asume como una esencia del pueblo, de sus estilos y valores más genuinos, pues generalmente las ideas más popularizadas lo entienden como reflejo de los orígenes de ese pueblo. Desde este punto de vista, las fiestas y rituales se encuentran entre las formas más privilegiadas del folclor. En buena medida, por eso se ha atribuido un origen prehispánico a la fiesta de Día de Muertos, pero ese supuesto origen es asimismo una cuestión muy debatible porque, sin demeritar que al menos unos cuarenta grupos indígenas de México celebran en la actualidad esta festividad, es indudable que en sus rituales se puede rastrear una serie de elementos y motivaciones altamente influenciados por el catolicismo popular. Quizás en otra ocasión podremos ahondar en la discusión de estos temas, pero ahora debemos concluir con algunos ejemplos de lo que es hoy la fiesta de Día de Muertos en México.[6] ![]()
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c Casos para reflexionar
En 2003, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) declaró Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad a la “Festividad indígena dedicada a los muertos”.[7] Pero, a pesar de esta honrosa distinción, gran parte del conjunto de tradiciones que conforman esta festividad se halla inmersa en un proceso que las transforma en folclor (en la acepción menos positiva y más comercial de este término) como resultado, en gran medida, de las políticas públicas que desde hace varias décadas privilegian al turismo, supuestamente con el objetivo de apoyar el desarrollo de las comunidades, pero que más bien contribuyen a la explotación comercial de las fiestas y tradiciones. Este es el caso, por ejemplo, de la “Noche de Muertos” (otro giro apelativo para la celebración) en la región purépecha de Michoacán. Se trata, desde luego, de una celebración muy antigua, pero que en los últimos cuarenta o cincuenta años ha traspasado el ámbito regional y es ahora bien conocida en las esferas de promoción, nacional e internacional, del denominado “turismo cultural”. La fiesta se celebra principalmente en una veintena de poblaciones ubicadas en la zona de la cuenca del lago de Pátzcuaro. Como se da actualmente, la celebración inicia desde los últimos días de octubre con presentaciones artísticas y festivales culturales; en el caso de la ciudad de Pátzcuaro, comienza con un tianguis artesanal, que se instala el 31 de octubre y congrega sobre todo a los artesanos de la región. Al día de hoy se ha trasformado la autenticidad de una tradición, implantándole toda una serie de actividades complementarias para satisfacer las demandas de los turistas, como festivales de música (que pueden abarcar desde las famosas pirekuas hasta rock o reguetón), o supuestas ferias de pueblo y vendimias populares en las cuales la venta y el consumo de alcohol aparece como una actividad constante y altamente lucrativa. Al igual que con otras facetas de lo relacionado con esta celebración, designarla en singular (Día de Muertos) o en plural (Días de Muertos) resulta polémico. Veamos algo a este respecto: Día de Muertos es un término específicamente mexicano que refiere a una versión mexicana de ciertas celebraciones consagradas por el pancatolicismo romano: los días de Todos Santos y de Todas las Almas, que se observan en noviembre 1 y noviembre 2, respectivamente. Hablando en sentido estricto […] el Día de Muertos designa al día de Todas las Almas, que normalmente cae en noviembre 2. Sólo cuando ocurre que noviembre 2 coincide con un domingo, la conmemoración de Todas las Almas se celebra el día 3. El Día de Muertos incluye un rango tal de actividades entrelazadas que en el habla coloquial ha llegado a denotar no sólo noviembre 2 sino además, y más usualmente, al periodo entero entre octubre 31 hasta noviembre 2. El Día de Muertos es así, en realidad una secuencia de Días de Muertos. Es por esto que, muchas veces, también se encuentra el término Días de Muertos, esto es, en plural (Brandes, 1998: 360). Esta cita deja ver que, aun tratándose de una secuencia de varios días, hay quienes prefieren denominarla como si se tratara sólo de uno. La revisión bibliográfica que hice para tratar de aclarar el asunto no arrojó resultados concluyentes. Singular y plural se reparten casi por igual, pero, además, muchos títulos no mencionan expresamente si se trata de un día o de varios, sino que aluden a la celebración con otros términos. Eso pasa, por mencionar un ejemplo, con la bibliografía del expediente que el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes presentó a la UNESCO para obtener esa denominación y que fue titulado La festividad indígena dedicada a los muertos, candidatura para su proclamación como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad (aunque en el caso de este título, pienso que hubiera sido mucho mejor ponerlo en plural –“las festividades”– para dar cuenta de su gran diversidad). Así, finalmente mi búsqueda arrojó poco que se pueda considerar conclusivo; acaso que, por un lado, en las páginas web –en español o en inglés– es más común el singular, y que, por otro, la literatura etnográfica de corte más académico parece inclinarse por el uso del plural.[1] Será entonces necesario investigar más en el intento de dilucidar si una forma es más correcta que otra o si ambas lo son. En cuanto al uso del singular, “Día de Muertos”, en las páginas de instituciones gubernamentales sospecho –ya que tampoco cuento con una comprobación fehaciente– que responde a la tendencia de acortar los días no laborables y de convertir los días festivos en puentes de fin de semana, una tendencia en boga impulsada por la administración pública desde el último decenio del siglo pasado.
Es de lamentar la falta de investigaciones que posibiliten medir los impactos nocivos –así como los positivos más allá de las ganancias monetarias– que producen estas transformaciones, pues estudios de esta índole podrían fundamentar políticas integrales tendientes a salvaguardar las tradiciones culturales más auténticas. La Noche de Muertos se celebra principalmente en una veintena de poblaciones ubicadas en la zona de la cuenca del lago de Pátzcuaro Desde luego, es del todo legal que las autoridades municipales otorguen los permisos de uso de suelo –permanentes o eventuales– para los sitios que atraen a turistas y visitantes (entre otros, los panteones, las zonas arqueológicas, los templos católicos antiguos y otros espacios emblemáticos), pero asimismo sería justo que también velaran por la protección, el uso éticamente responsable y la limpieza de esos lugares, ya que, a fin de cuentas, son sitios patrimoniales, si no de la humanidad, sí de las comunidades locales. Así, lo incomprensible del caso que aquí traigo a colación es que la fiesta de Día de Muertos haya sido inscrita en la Lista del Patrimonio Inmaterial Cultural de la Humanidad de la UNESCO sin que al mismo tiempo se desarrollaran estrategias de manejo que funcionen para inhibir las repercusiones negativas del turismo y para propiciar un reparto equitativo de los beneficios materiales entre una mayor cantidad de actores (en primer lugar a la población local, y después a turistas culturales, prestadores de servicios, autoridades locales, artesanos tradicionales, etc.) y no sólo a unos cuantos (que por lo general son los comerciantes ambulantes, los vendedores de comida y bebidas alcohólicas, los vendedores de supuesta artesanía tradicional pero que muchas veces es más bien ajena a la tradición cultural de Michoacán o incluso de México). Otro ejemplo es el que menciona Stanley Brandes (1998), un antropólogo estadounidense, en referencia a su visita al cementerio de Xococotlán, Oaxaca, en la noche entre el 1 y el 2 de noviembre de 1996. En esa ocasión, era claro que allí había muchos más extranjeros que gente de la localidad y que prácticamente lo mismo pasaba en las calles del pueblo, en las que había multitud de vendedores ambulantes y “gringos” paseando. Este antropólogo también afirma que lo mismo sucedía en Tzintzuntzan, Michoacán, sólo que allí los muy numerosos visitantes eran más bien mexicanos de otras partes del país que extranjeros. Y no está por demás recordar que ya desde la década de 1980, tan sólo 12 por ciento de los habitantes de Tzintzuntzan eran hablantes de la lengua purhépecha (ahora ha de ser menor ese porcentaje); sin embargo, no obstante este dato duro, desde entonces se vende al turismo la idea de que al visitar Tzintzuntzan en los días de celebración de los muertos se está conociendo una tradición de origen prehispánico en una comunidad netamente indígena. Caso similar es el de San Andrés Mixquic, en la alcaldía de Tláhuac de Ciudad de México. El tianguis artesanal de la ciudad de Pátzcuaro congrega sobre todo a los artesanos de la región Así, el supuesto ritual tradicional está ahora configurado para satisfacer las necesidades del turista o de las poblaciones de las grandes urbes –necesidades en gran medida también creadas artificialmente– que prefieren las fiestas de desfogue carnavalesco a la observación de un ritual más sosegado y más imbuido de una intención religiosa (y uso aquí este término en su sentido original de re-ligar, volver a encontrar vínculos con la propia comunidad).[8] Me parece claro entonces, que varios de los actos que ahora se presentan no se efectuaban antes ni remotamente, por ejemplo, en Tzintzuntzan con el festival de danza folclórica y pirekuas en la explanada donde se elevan las pirámides de los antiguos tarascos, y ni qué decir del rugido de los motores usados para que funcionen los reflectores que iluminan las tomas de las cámaras de televisión. Algo similar está sucediendo en la globalizada Ciudad de México con el desfile de Día de Muertos o con el festejo masivo que tiene lugar la noche entre el 1 y 2 de noviembre en algunas alcaldías. Como el que presencié en Coyoacán en 2019, donde una multitud ataviada como “catrinas y catrines”, monstruos de todas formas, robocops, guerreros de las galaxias y demás personajes del estilo constituían una parafernalia más acorde con el desenfrenado jaleo de un carnaval que con el más discreto recordatorio de los parientes o amigos que ya se han ido. Ya veremos hasta dónde llegará el legado de James Bond a nuestra tradicional fiesta para los muertos y qué tanto su influencia contrarrestará o acentuará los efectos de la penetración del Halloween. Por lo pronto, lo que yo me temo es que, ¡con tanta luz y ruido, de seguro los difuntos no querrán ni salir de sus tumbas! ♦ San Andrés Mixquic, en la alcaldía de Tláhuac, Ciudad de México
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c Referencias
BRANDES, Stanley (1998). The Day of the Dead, Halloween, and the Quest for Mexican National Identity. The Journal of American Folklore, 111 (442), pp. 359-380. https://www.jstor.org/stable/541045 Ir al sitio Notas * Antropólogo. Laboró en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista y el Instituto Nacional de Ecología. Para Correo del Maestro escribió las series “El fluir de la historia”, “Batallas históricas”, “Palabras, libros, historias” y “Áreas naturales protegidas de México”.
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c Créditos fotográficos
- Imagen inicial: Shutterstock - Foto 1 a 4: Shutterstock - Foto 5: Imagen de Shutterstock con información de www.gob.mx/inpi/articulos/conoces-el-significado-de-los-elementos-de-una-ofrenda-de-dia-de-muertos - Foto 6: Shutterstock - Foto 7: www.piesviajeros.mx - Foto 8: patzcuaronoticias.com - Foto 9: Shutterstock CORREO del MAESTRO • núm. 306 • Noviembre 2021 |