El fluir de la historia
CONGO Y NÍGER: RÍOS DE MISTERIO Y DRAMA
Primera parte

Andrés Ortiz Garay[*]

En el estrecho de Gibraltar, Europa y África están apartadas apenas por 14.4 kilómetros; a pesar de que esa distancia es corta, gran parte de África constituyó un enigma para los pueblos europeos hasta el siglo XIX, cuando las exploraciones que siguieron los cursos de los ríos Níger y Congo comenzaron a desvelar los misterios y dramas del “continente negro”.



Congo y níger: ríos de misterio y drama

Desde luego, lo anterior no significa la ausencia total de contactos e influencias entre Europa y África antes del siglo XIX; más bien pretende evidenciar que, no obstante su cercanía geográfica, Europa y África se mantuvieron ignorantes una de otra durante mucho tiempo. Sabemos que el extremo norte de África formó parte del horizonte civilizatorio de las culturas mediterráneas durante lo que comúnmente llamamos la Antigüedad Clásica (en términos aproximados, desde el siglo VII a. C. hasta la caída del Imperio romano de Occidente) y luego, en la Edad Media (aproximadamente desde el siglo V d. C., hasta el siglo XV), pero la penetración de los europeos en África tardó todavía cerca de otros cuatro siglos en volverse una realidad. Casi dos mil años transcurrieron entre las circunnavegaciones de África que se atribuyen al fenicio Hanón y al portugués Vasco da Gama. Durante todo ese largo periodo, los europeos no tuvieron certeza acerca de la extensión del llamado “continente negro”; y, aun así, cuando los marinos portugueses lograron dimensionar el contorno de las costas africanas, todavía las representaciones cartográficas europeas debieron dejar en blanco –o acaso adornada con imágenes más míticas que reales– la vastedad que se extendía más allá de las orillas.

El desvelamiento de esos espacios en blanco se logró sólo cuando el modo de producción capitalista se convirtió en dominante; cuando se comprobó que habría mayores beneficios económicos al contratar trabajadores libres asalariados en vez de mantener la fuerza de trabajo esclava; cuando los adelantos en el transporte marítimo posibilitaron extraer de África recursos naturales obtenidos a bajo costo al mismo tiempo que allí se abrían mercados para vender a altos precios los productos industriales fabricados en Europa. Las vías más evidentes para la integración del interior africano en ese sistema capitalista fueron los grandes ríos que –se esperaba– se convertirían en los caminos idóneos para adentrarse en África.

Así, dos de los más grandes ríos de África atrajeron la atención de agentes privados primero y gobiernos después, que estuvieron dispuestos a financiar su exploración. Aunque el Níger y el Congo son ríos muy distintos, algunos paralelos de la historia de su exploración justifican que este artículo de la serie “El fluir de la historia” incluya dos historias en una. Pero antes de centrarnos en las exploraciones decimonónicas de ambos ríos, dedicaremos los primeros apartados a recordar cómo Europa fue trazando el perfil del continente africano, en cuyo centro se ubican las cuencas del Congo y el Níger; y después revisaremos cómo se creó un mundo de oscuras pesadillas y espantoso salvajismo por medio del tráfico de esclavos negros.

El perfil de África

Desde tiempos antiguos (siglo VII de la era precristiana o aun antes), griegos y fenicios fundaron colonias en las costas africanas del mar Mediterráneo. Los primeros básicamente en la península de Cirenaica, y los segundos –más extensamente– desde el oeste de Libia hasta más allá de las columnas de Hércules (el estrecho de Gibraltar), en la costa del océano Atlántico del actual Marruecos. Y al otro lado de África, el Egipto de los faraones estaba, todavía desde más tiempo atrás, integrado de varias formas al multicultural entramado de las antiguas civilizaciones mediterráneas.[1] Por otra parte, Nubia, Eritrea y Etiopía, aunque eran tierras misteriosas, se inscribían como lugares de paso de las rutas comerciales que conducían productos exóticos hasta las polis de Grecia y el sur de Italia (por ejemplo, el incienso de Arabia usado en los templos dedicados a los dioses olímpicos o el marfil de los elefantes y rinocerontes africanos) o hasta las colonias fenicias lideradas por Cartago.[2]

Tiempo después, las legiones romanas conquistaron Cartago, Numidia, Trípoli y Egipto durante los tres siglos precedentes al nacimiento de Cristo, pero no se internaron más al sur; los montes Atlas, el desierto del Sahara y los pantanos del Sudán les impidieron un paso franco; y lo mismo hacían las tribus que allí habitaban. Así, la geografía del África subsahariana y las peculiaridades de sus poblaciones fueron asuntos en gran medida desconocidos para la mayoría de los europeos de ese entonces. No obstante, las relaciones comerciales que posibilitaban obtener productos africanos y asiáticos al Imperio romano de Occidente y a los reinos latinos y germánicos que le siguieron, así como al Imperio bizantino, se mantuvieron vigentes hasta el surgimiento del islam.



Las legiones romanas conquistaron Cartago, Numidia, Trípoli y Egipto durante los tres siglos precedentes al nacimiento de Cristo, pero no se internaron más al sur; los montes Atlas, el desierto del Sahara, los pantanos del Sudán y las tribus que allí habitaban se los impidió


Fue a partir del siglo VII de la era cristiana, cuando las conquistas árabes en el norte de África y el Medio Oriente se convirtieron en una barrera para que los comerciantes europeos[3] pudieran continuar con el lucrativo comercio de Oriente. La importación de seda, pimienta, canela, clavo, marfil, incienso, oro y otros productos anhelados por los consumidores occidentales sólo se lograba pagando los elevados tributos exigidos por los califatos árabes. El surgimiento de los sultanatos otomanos a partir del siglo XIII agravó todavía más la situación, pues el Mediterráneo se convirtió entonces en un mar dominado por los musulmanes, que además afirmaron su soberanía en tierra tras acabar con los vestigios del Imperio romano de Oriente al apoderarse de Constantinopla en 1453. Por eso, para los reinos cristianos se hizo indispensable intentar aventurarse en el océano Atlántico en busca de un paso a Oriente rodeando África. Primero lo intentaron marinos normandos, francos e italianos, entre otros, con financiamiento de agrupaciones de judíos de Mallorca o de las potencias marítimas basadas en Italia. Pero fueron los portugueses quienes lograron concretar el camino.

Enrique (1394-1460), apodado El Navegante, fue el tercer hijo varón de Juan I, rey de Portugal, y de la princesa inglesa Felipa de Lancaster; sus padres no sólo le dieron riquezas y rentas, sino también una buena educación humanística, lo cual –aparte de su afán de obtener más posesiones– le hizo interesarse en los descubrimientos geográficos. En 1415, comandó tropas en la conquista portuguesa de Ceuta, un puerto del norte del Marruecos mediterráneo, que fue la primera base de los lusitanos en África. Fue gobernador de ese lugar por algún tiempo y también dirigente principal de la Orden de Cristo, una poderosa organización de nobles y caballeros católicos –apoyados por el papado– que se empeñó en la lucha contra el islam y en encontrar el fabuloso reino cristiano del “preste Juan”.[4]

Armado con su bagaje intelectual y apoyado por los fondos de la corona y la Orden de Cristo, Enrique dedicó gran parte de su vida y recursos a impulsar la exploración de la ruta a las Indias rodeando África. Con este objetivo en mente, Enrique fundó en Sagres, en el extremo suroccidental de Europa, un centro de investigación que posibilitó el avance de los portugueses; allí se reunió a geógrafos, astrónomos, marinos y aventureros, se entrenó a capitanes y pilotos de navíos, se hizo acopio de la mejor y más detallada información geográfica y náutica de aquel tiempo, y allí, también, se prepararon las expediciones que surcarían aguas del Atlántico. Un desarrollo tecnológico constituyó la clave que permitió navegar con más seguridad en el océano: la creación de las naves llamadas carabelas.[5] Este tipo de embarcación se empezó a usar desde la cuarta década del siglo XV (o quizás un poco antes), y paulatinamente se le fueron agregando adaptaciones que mejoraron su desempeño.

A la muerte de Enrique, los marinos que él subvencionó ya habían descubierto las islas Azores y las Canarias, habían llegado a Cabo Verde y a la desembocadura del río Gambia, es decir, habían recorrido casi un tercio de la costa africana. Luego, las exploraciones continuaron bajo el patrocinio de los reyes Juan II y Manuel El Afortunado. Gracias al desarrollo de un método para calcular la altura del sol encima del horizonte y de tablas de declinación, fue posible determinar la latitud surcada por los navíos sin necesidad de guiarse por la Estrella Polar (esto sería decisivo una vez atravesado el ecuador, pues debajo de esa línea la estrella desaparece y, por tanto, los antiguos cuadrantes y astrolabios resultaban inútiles); además, en el Atlántico africano del sur, la corriente costera se dirige hacia el norte y los vientos soplan al sur, justo al contrario de lo que sucede en el hemisferio norte. Los marinos portugueses fueron comprendiendo que para sortear tales contrariedades se haría necesario adentrarse en mar abierto; y armados con sus carabelas y sus mediciones astronómicas, estaban dispuestos a intentarlo.


Retrato de Enrique El Navegante, explorador de la ruta a las Indias rodeando África

Así pues, los portugueses se acercaban al extremo meridional de África cuando el primer viaje de Cristóbal Colón introdujo nuevas condiciones en la carrera de los occidentales hacia las Indias. Aunque Colón erraba en sus cálculos de las distancias entre Europa y el oriente de Asia y confundía con Cipango (el archipiélago japonés) las islas antillanas a las que llegó, su navegación posibilitó a los Reyes Católicos de España (enemigos jurados del rey portugués) entrar en la competencia por las Indias.[6] Apenas unos meses después del 12 de octubre de 1492, una bula del papa Alejandro VI obligó a los portugueses a reforzar sus intentos de alcanzar los mercados de Oriente y las islas de las especies dando la vuelta a África y navegando de ahí hacia el este a través del océano Índico.[7]

Fueron las tripulaciones conducidas por Vasco da Gama, en su periplo de 1497-1499, las que terminaron la ruta marítima que permitió a los portugueses llegar hasta la India y volver a Europa. En su viaje, Da Gama y sus hombres remontaron la costa este de África, subiendo hasta Mozambique, Mombasa y Malindi. La cartografía europea logró así trazar con mayor certidumbre el perfil del continente africano, y los portugueses fueron los pioneros en su exploración. En la parte occidental del continente, su penetración fue más amplia y en algunas zonas establecieron colonias que, como Angola, dominaron hasta el siglo XX. Pero en el este africano, la competencia árabe les supuso un obstáculo muy difícil de superar (por ejemplo, en 1541, Cristóbal, uno de los hijos de Vasco da Gama, murió decapitado cuando las fuerzas que capitaneaba sufrieron una aplastante derrota). Por eso, en el este de África, los dominios portugueses se limitaron básicamente a puestos comerciales y militares establecidos en las costas y a uno que otro punto del interior, como la fortaleza de Gondar, en Abisinia, de la que se decía que sus muros eran tan imponentes como los de Toledo.

El objetivo principal de los portugueses era lucrar con la exportación de esclavos negros, marfil y metales preciosos. En cierto sentido, aparte de la expoliación, su legado en el África oriental se redujo a la introducción de algunos cultivos procedentes de América (caña de azúcar, maíz, tabaco, papa y mandioca) y al aporte de palabras portuguesas incorporadas permanentemente al léxico de la lengua swahili. Pero de otro modo entendida, la intrusión portuguesa en las costas africanas inauguró el proceso histórico del colonialismo europeo en toda África.

Así, al despuntar el siglo XVII, otros occidentales enviaban ya sus propias expediciones. Primero, los holandeses;[8] en seguida, británicos, franceses, suecos, daneses y hasta prusianos se sumaron a la ocupación de puestos en África. Todos ellos peleaban entre sí; se conquistaban y reconquistaban las plazas fuertes; se capturaban unos a otros, barcos y cargamentos; privaba la piratería, los negocios ilícitos y se sucedían masacres perpetradas por uno y otro bando. ¿A qué se debía esa implacable competencia? Una palabra lo explica: esclavitud.

África y la esclavitud

La esclavitud fue una forma de relación social sobre la que las civilizaciones del mundo antiguo, prácticamente sin excepción, basaron su funcionamiento y gran parte de su prosperidad. No hubiera habido filósofos griegos ni hoplitas espartanos sin ella. Los caminos, puentes y acueductos que posibilitaron el paso de las legiones romanas fueron levantados con el trabajo de los esclavos. Asimismo, los grandes imperios orientales, desde Babilonia hasta China, se erigieron sobre sus hombros. Cuando Jesús de Nazaret en su tiempo, o Mahoma de La Meca en el suyo, predicaron la igualdad de los hombres ante un Dios único, la institución de la esclavitud quedó intocada a pesar de sus buenas intenciones.


… Mahoma tuvo la conciencia de la contradicción profunda que existía entre su doctrina y la esclavitud mas no se atrevió a sacudir tan importante columna del orden social vigente, y ante el hecho de que había esclavos, se limitó a recomendar que se les tratase con mansedumbre […] Reinando los muy cristianos reyes de España, la esclavitud persistió en este país hasta el siglo XVI; persistió encubierta bajo ciertas fórmulas piadosas e hipócritas que bastarían por sí solas para demostrar que la religión de Cristo se ha alejado mucho más que la musulmana de las doctrinas de su fundador (Ludwig, 1949: 250).


Sabemos que, en África del norte, la monumentalidad de las edificaciones de los faraones egipcios y la pujanza del imperio cartaginés se lograron gracias a que contaban con numerosos esclavos. Igualmente sabemos que los reinos nativos surgidos bajo los modelos musulmanes (como en Malí) o cristianos (como en Etiopía y Eritrea) también se aprovecharon de ellos. Bastante menos conocemos acerca de las formas específicas de la esclavitud entre las tribus del interior de África antes del arribo de agentes foráneos; muy probablemente existió, quizá como destino de las poblaciones derrotadas en la guerra o como fruto de relaciones que hoy en día no nos quedan del todo claras. Pero una combinación de circunstancias surgidas a partir del siglo XV y continuadas luego, al menos, hasta fines del XIX convirtió gran parte del continente africano en un coto de caza de esclavos. Revisemos someramente de qué se trató esto.

El 8 de agosto de 1444, en Lagos, a pocos kilómetros de Sagres,[9] se instaló el primer mercado formal de esclavos africanos llevados a Europa por los portugueses; ese evento fue presidido por el propio príncipe Enrique El Navegante. El cronista Gomes Eannes de Azurara, que en 1453 escribió la Crónica del descubrimiento y conquista de Guinea, en la que hace una apología de la vida del príncipe portugués, fue, no obstante su admiración por él, lo justamente sensible para dejar una rara evidencia de su pesadumbre ante el triste espectáculo que se desenvolvía ante los ojos de los presentes:


¿Qué corazón puede ser tan duro para no ser desgarrado con sentimientos piadosos al ver tal compañía? Porque algunos [esclavos africanos] mantenían sus cabezas bajas y sus caras bañadas en lágrimas, viéndose unos a los otros; otros gemían dolorosamente, volteando hacia el cielo […] otros se golpeaban las caras con las palmas de las manos y se tiraban al suelo; otros entonaban cantos de maneras fúnebres […] Para aumentar todavía más sus sufrimientos, en ese momento llegaron los encargados de dividir a los cautivos, quienes los empezaron a separar uno del otro […] y así separaron a padres de hijos, maridos de esposas, hermanos de hermanas […] los que eran así apartados trataban sin lograrlo de volver a reunirse […] las madres apretaban a sus otros hijos entre sus brazos y se tiraban al suelo con ellos (apud Lester, 2009: 193-94).


Aunque el cronista Azurara estuviera conmovido de manera genuina ante tales visiones del sufrimiento humano, otros de los presentes en el suceso no lo estaban, entre ellos el propio príncipe Enrique, suficientemente astuto y ambicioso para reconocer que el tráfico de esclavos africanos representaba un jugoso negocio tras haber obtenido de su hermano mayor, el regente Pedro, la concesión que le permitía quedarse con la quinta parte –el “quinto real”– de todas las ganancias que dejara ese tráfico y el de otros productos que se pudiesen expoliar de África. Así, el afamado dirigente de la piadosa y muy católica Orden de Cristo, con la connivencia de sus pares en la corte y la aprobación del papa Calixto III,[10] inauguró la pesadilla del tráfico de esclavos africanos. Como es obvio, los portugueses no inventaron la esclavitud ni el tráfico de esclavos, pero en la edad moderna de la historia universal fueron de los primeros en legalizar y ejercer las barbaridades ligadas a esos fenómenos y casi de los últimos en abolirlos.

La combinación de circunstancias que mencioné arriba se formó gracias al esquema inaugurado por los portugueses en África y a la colonización del continente americano por las potencias europeas, principalmente Portugal en Brasil, Gran Bretaña en el sureste de Norteamérica, los mismos británicos junto con franceses y holandeses en el Caribe, y España en México, Centroamérica y gran parte de Sudamérica, pues fue en esas regiones donde las plantaciones agrícolas y la minería se desarrollaron. El disfrute europeo del azúcar, el tabaco y las prendas de algodón, entre otros productos agrícolas de América, así como la extracción de la plata novohispana o el oro sudamericano, por ejemplo, sólo fue posible gracias al trabajo de esclavos. Dado que el catolicismo hispano –y en menor medida el lusitano– mantuvo pruritos de orden teórico –aunque no definitivamente en la práctica– para apoyar la legalización de la esclavitud de los indígenas americanos, se echó mano al recurso de esclavizar a los negros de África.



Grabado de 1884 que muestra a un gran número de esclavos tomados de un dhow (velero árabe) capturado; y al fondo, dos marineros británicos


Los suelos de este continente no probaban ser tan fértiles como los americanos; sus climas eran muy difíciles; sus desiertos y junglas, unos pasos más allá de las costas, se volvían infranqueables; los metales preciosos se lograban obtener en pocas cantidades (al menos en comparación con lo extraído de América, principalmente de México y Perú); y todos estos factores fueron decisivos para que los europeos se desinteresaran de una colonización de África similar a la que sí efectuaron en América. Apoyados en una larga tradición racista, se lanzaron sin tapujos sobre la mercancía más lucrativa que se podía obtener en el continente negro: su población humana, a la que eufemísticamente los traficantes de esclavos negros llamaron “madera de ébano”.[11]

Algunos cálculos de la suma de seres humanos de raza negra llevados como esclavos a las colonias europeas de ultramar, entre los siglos XVI y XIX, se redondean en una o dos decenas de millones de personas,[12] pero tal estimación sólo incluye a quienes efectivamente llegaron a los mercados de esclavos coloniales; habría que contar también a los que morían durante las travesías por tierra y por mar antes de llegar a sus destinos, y a quienes eran masacrados antes de que los cazadores de esclavos lograran obtener su botín. Los horrores sobre los que se basó la trata de esclavos negros africanos constituyen sin duda uno de los episodios más ignominiosos de la historia mundial (infamia que estigmatiza tanto a los musulmanes asiáticos, como a los cristianos europeos y euroamericanos; sin embargo, también habría que agregar en ese cuadro de deshonra a bastantes de los propios africanos –ya fuesen negros o de ascendencia árabe o mulatos con sangre europea– que se sumaron a la caza de esclavos y fungieron como intermediarios en la vileza del tráfico).[13]

Si bien las condenas morales de la esclavitud adelantadas desde finales del siglo XVIII por filósofos de la Ilustración y por asociaciones religiosas como los cuáqueros significaron un cierto cambio de actitud, lo que verdaderamente logró que se efectuaran medidas tendientes a su abolición fue la implantación y paulatina hegemonía de los procesos de producción basados en industrias maquinizadas. A estas industrias les convenía mucho más obtener plusvalía explotando el trabajo humano a cambio del pago de salarios a trabajadores supuestamente libres, que conservar el régimen esclavista en el cual el patrón debía hacerse cargo de la manutención del esclavo.

Así, a través de algo más de cuatro siglos, el tráfico de esclavos negros marcó una impronta en el desarrollo de las relaciones entre África, Europa, América y algunas partes de Asia (pues también se llevaron esclavos africanos a las colonias europeas del sudeste asiático y a los países del islam). Como corolario sobre ese vergonzoso fenómeno, citaré un tanto en extenso a Sanche de Gramont:


Antes de la abolición de la esclavitud, los barcos de Liverpool dejaron el comercio de esclavos para dedicarse al del algodón y los ingleses empezaron a necesitar aceite de palma para hacer jabón, lo cual significaba la preservación de la mano de obra nativa en casa […] Los daneses, que tenían pequeños puestos de comercio de esclavos en la costa occidental africana, declararon el comercio de esclavos ilegal en 1802. Los ingleses, que eran los principales transportadores de esclavos de África occidental, lo abolieron en 1807. El último barco esclavista inglés, el Kittys Amelia, partió de Liverpool el 27 de julio de ese año. El Parlamento aprobó una ley histórica que decía que “toda forma de trata y comercio” de esclavos en África ha de ser “enteramente abolida, prohibida y declarada fuera de la ley” […] Mucho después de que los Estados Unidos prohibieran la importación de esclavos, en 1808, y después de que las potencias europeas acordaran la abolición en el Congreso de Viena en 1815, el comercio prosiguió ilegalmente. Inglaterra, el cazador furtivo convertido en guardabosque, formó una Escuadra de Bloqueo, a la que se le conoció con el nombre de Coffin Squadron, para interceptar a los esclavistas en los cientos de ensenadas y abrigos ocultos de la costa de África[14] (2003: 166-167).

Apuntes geográficos sobre el Níger y el Congo

Lo expresado hasta aquí es una necesaria introducción que permite entender por qué las regiones tropicales y ecuatoriales del África occidental no fueron exploradas de manera consistente por los europeos hasta el siglo XIX. Ahora, dedicaré este apartado a trazar las principales características geográficas del Níger y el Congo, de manera que el lector pueda ubicar espacial y ambientalmente los ríos de los que estamos tratando.

No he logrado descubrir el origen de la palabra Níger;[15] los romanos llamaban así a un río que, siguiendo lo que había escrito Herodoto, pensaban que era un ramal del Nilo. Ese nombre y esa idea permanecieron apuntalados en gran parte por las nociones que los europeos rescataron de los conocimientos geográficos de los árabes, especialmente de El-Idrisi, quien afirmó que el Níger corría de este a oeste y desembocaba en el océano Atlántico. No obstante, la realidad es otra, pues el Níger corre en sentido inverso a lo que durante mucho tiempo se supuso. Quizá no debiera sorprender tal equivocación: las fuentes del Níger se ubican en Futa Yalón (en la actual frontera entre Guinea y Sierra Leona), una zona de tierras altas muy cercana a la costa atlántica, desde donde unos escurrimientos fluyen hacia el noroeste dando vida a los ríos Gambia y Senegal, que efectivamente vacían sus aguas en el Atlántico; pero otras aguas, que se dice brotan de tres pequeños hoyos escondidos entre los helechos, las enredaderas y el abundante cañaveral que crecen en las paredes de un barranco, se dirigen inesperadamente hacia el norte y recogen a su paso los aportes de una multitud de pequeños arroyos. A menos de doscientos kilómetros de ese nacimiento, el río ya es tan ancho “como el Támesis en Londres”. Una serie de meandros le ayudan a conservar el agua superficial, ampliar su corriente y darle fuerza para ir al noreste recorriendo 1600 km hasta llegar a las inmediaciones de Tombuctú, la mítica ciudad que durante siglos los viajeros extranjeros anhelaron conocer y que aún hoy representa la frontera entre la hostil inmensidad del desierto del Sahara y las regiones africanas donde la abundancia de agua hace más fácil la vida. A partir de allí, el río, que alcanza ya hasta seis kilómetros de anchura en una especie de delta interno donde florece una tupida vegetación y los hipopótamos y cocodrilos dominan las aguas, empieza un gran recodo de más de quinientos kilómetros de largo que acaba en Tosaye (Malí), donde la corriente emprende un decidido y largo recorrido hacia el sur, que le llevará a desembocar en un laberíntico delta pleno de manglares en el golfo de Guinea.[16] Es muy importante advertir que tal forma de la boca del Níger, una multitud de esteros, pantanos e inescrutables bosques de manglar, escondió a la vista de los navegantes europeos la salida del gran río al mar.

Al Níger se le atribuyen 4200 km de longitud (se le considera el decimotercer río más largo del mundo y el tercero de África); su cuenca hidrográfica ocupa alrededor de 2.2 millones de kilómetros cuadrados, que abarcan partes de los actuales países de Guinea, Malí, Níger, Benín y Nigeria. La inusual forma de su curso, con fuentes situadas tan sólo unos doscientos cincuenta kilómetros tierra adentro desde el océano Atlántico, que corre en dirección opuesta hacia el desierto del Sahara y traza luego una grandiosa curva que de repente lo conduce al sur, desconcertó a los geógrafos europeos durante dos milenios. Existe la hipótesis de que esta extraña manera de fluir del río se produjo porque el Níger es el resultado de la unión de dos antiguos ríos. Uno, que ahora forma el Alto Níger, iba desde su actual nacimiento hasta el gran recodo actual y desembocaba en el lago salado de Juf; el otro río (al que se denomina Quorra) nacía en las montañas de Ahaggar, cercanas a ese lago, y fluía hacia el sur en dirección al golfo de Guinea. Cuando el largo proceso de desertificación (entre 4000 y 500 años antes de Cristo) terminó por crear el Sahara, el lago de Juf se evaporó y las dos corrientes fluviales alteraron sus cursos uniéndose para desembocar juntas en el gran delta.[17]




Río Níger en Mopti, Malí

De cualquier manera, el Níger marca la frontera entre los nómadas-pastores del norte de África, los tuaregs y bereberes de piel más clara que recibieron prontamente grandes influencias del islam a partir del siglo VII, por un lado, y los pueblos de raza negra que eran de religión animista y se reunían en organizaciones tribales que, en algunos casos, llegaron a formar unidades políticas más grandes, como los llamados “reinos” de Ifé y Benín (bajo la dominación de gente de lengua yoruba), Masina y Liptako (dominados por songhais), Gobir y Bornú (hausas) o Nupé (peules). Sin embargo, toda la región del Níger terminó estando de alguna manera islamizada hacia el siglo XIX, cuando los exploradores europeos se internaron por el curso del río. En la actualidad, cerca de una veintena de etnias nativas[18] continúan viviendo a la vera del río, algunas de ellas obteniendo su sustento como pescadores, pastores o criadores de ganado; pero también ha habido muchos cambios y a mucha gente le sorprendería, al ver el seco paisaje actual, enterarse de que hace poco más de un siglo todavía reinaba allí la sabana típica de África, con su característica existencia de grandes mamíferos.

Por otra parte, al río Congo se le atribuyen 4380 km de longitud, lo cual le da el segundo lugar en tamaño entre los ríos de África (sólo superado por el Nilo) y el quinto lugar mundial. Su cuenca drena una extensión de 3.7 millones de kilómetros cuadrados, que supone más de la décima parte de la superficie africana (incluyendo en ella partes de los territorios de República Democrática del Congo, República del Congo, República Centroafricana, Zambia, Angola, Tanzania, Camerún y Gabón). Entre los grandes ríos del mundo, el Congo se distingue por una característica muy peculiar: es el único que atraviesa dos veces la línea del ecuador (o paralelo 0°), y por eso, al hallarse en ambos hemisferios del planeta, el Congo y sus redes tributarias se alimentan con agua de lluvias prácticamente en todas las estaciones; gracias a tal aporte, su flujo es muy constante durante todo el año y su caudal descarga en el mar 42 450 m³ de agua dulce por segundo, volumen que le otorga el segundo lugar mundial en este rubro (sólo superado por el río Amazonas).

El flujo del Congo a través de paisajes tan disímbolos como la sábana y la selva tropical no le es, en cambio, único, pues por ejemplo el Nilo también lo hace y agrega además el desierto; pero que una de sus fuentes principales, el río Lualaba, que nace en las sabanas del África central alrededor de los 10° de latitud sur, se dirija sin cambios notables hacia el norte a lo largo de 1500 km, sí es distintivo entre los grandes ríos africanos, ya que otros, como el Níger, el Orange o el Zambezi, corren más bien con dirección oeste-este. Esa decidida trayectoria del Lualaba provocó que avezados exploradores del siglo XIX, como David Livingstone y Verney Lovett Cameron, supusieran que era un brazo iniciador del Nilo. Pero tal supuesto era erróneo, porque apenas traspasar el Ecuador, la corriente principal del Congo tuerce de pronto al oeste empeñándose en realizar una gran curva que, al descender al suroeste, cruza otra vez la línea ecuatorial en su camino hasta el océano Atlántico. A partir de este punto, su curso se asemeja a un gran arco irregular, en partes alcanzando una anchura de 16 kilómetros, y en partes angostándose en rápidos y cataratas que hacen sumamente peligrosa su navegación. En esta parte de su cauce principal, el río alberga miles de islas, de las que al menos cincuenta son mayores a los 10 km; un gran número de corrientes le tributan aguas, varias de ellas de tal volumen que se les considera grandes ríos por derecho propio (Ubangui, Aruwimi, Kasai y Lomami, por ejemplo).

El Congo nace en las sabanas de la región sur-oriente del África central, a una altura de 1524 msnm y muy lejos de la línea ecuatorial, que se halla a 1500 kilómetros de las fuentes.

Antes de la colonización europea de fines del siglo XIX y comienzos del XX, que se dedicó a la extracción de minerales como el cobre y la malaquita, la región rebozaba de enormes manadas de cebras, jirafas, ñus, gacelas, antílopes y nutridos grupos de otros mamíferos como los rinocerontes y elefantes, desde luego leones, leopardos, hienas y otros depredadores también abundaban. Peter Forbath, el autor de una recomendable obra sobre la historia del río, nos dice:


Éste no es el paisaje que solemos asociar con el Congo. Todavía no es la región de selvas tropicales cargadas de penumbra que [Joseph] Conrad llamó el corazón de la oscuridad y que sí predomina en la mayor parte de la cuenca fluvial. En este sitio el río […] aparece como una alegre corriente. Las aguas cristalinas de color verde esmeralda pocas veces miden más de 30 metros de ancho […] Aquí todavía es un río a la escala humana, un río accesible […] joven y aún libre de los peligros silenciosos y acechantes que se ocultan en las aguas caudalosas, profundas y de ominosa lentitud que merodean más adelante (2002: 18).




Vista aérea del río Congo, cerca de Kisangani

El nombre del curso inicial es Chambezi (que no debe confundirse con el Zambeze, que es otro gran río africano), el cual aparece poco más al sur del extremo del gran lago Tanganica, en Zambia. Serpenteando unos centenares de kilómetros desagua en el lago Bangweulu en una zona pantanosa de altos cañaverales; luego se dirige al norte con el nombre de Luapula y 500 km arriba vuelve a desaguar en otro lago, esta vez el Moero, en Zaire. La corriente que sale de allí se llama Luvua, y más al noroeste se une al río Lualaba.[19] No muy lejos de esa confluencia aparecen las Puertas del Infierno, un cañón de un kilómetro de profundidad y casi cien metros de ancho donde los rápidos del río son infranqueables; quizás ese nombre responde a que poco después comienza la selva,[20] el infierno verde que se extiende por un millón y medio de kilómetros cuadrados en el corazón de África, entre los 4° de latitud norte y los 4° de latitud sur, y bordea poco más de tres mil kilómetros de las orillas del río. La temperatura casi siempre superior a los 30° centígrados y la persistente lluvia posibilitan el crecimiento de robles, caobas, ébanos, cauchos y otros árboles que llegan a alcanzar 60 metros de altura, y cuyas espesas copas impiden que la luz solar llegue nítida al nivel del suelo, sumiendo al ambiente en una penumbra perpetua; palmas, lianas, enredaderas, líquenes y musgos dificultan el paso y contribuyen a crear una sofocante humedad que raramente o sólo en los claros y los terrenos altos cesa. Monos y aves se enseñorean en la espesa fronda, mientras que muchas especies de serpientes y pitones, así como innumerables de insectos, hacen lo propio en el suelo. Elefantes más pequeños que los de la sabana, felinos y cocodrilos se disputan la supremacía alrededor de las grandes charcas formadas por la lluvia. Y hay muchos otros ejemplos de la vida animal, de los que aquellos de tamaño más insignificante, como la mosca tsé-tsé o el mosquito anofeles, resultan ser los más peligrosos para los extranjeros.

Los estudios modernos proponen que los humanos que habitaron originalmente la selva fueron los llamados pigmeos bianka, aka y babinga, de los cuales se calcula que actualmente viven como cazadores-recolectores unos trescientos mil, dispersos en la cuenca del Congo; pero la mayoría de los habitantes del río son pueblos de lenguas bantúes (bakongos, barundis, bingas, luangas, kimbundus, bambas y otros) que quizá desde las sabanas del norte africano se lanzaron a la conquista de la selva en el tiempo del nacimiento de Cristo, apoyados por una tecnología basada en la forja del hierro. Desbrozando claros en la selva –gracias a las hachas con cabeza de ese metal– para cultivar ñame y plátano, que se habían importado de Asia, y complementando su economía agrícola con la caza, la recolección de productos silvestres y la pesca en el río y sus afluentes, los bantúes desplazaron a los pigmeos. Vivían en grupos de aldeas tribales que con frecuencia se hacían la guerra unas a otras y practicaban el canibalismo como parte de sus rituales. Para la época del arribo de los portugueses (siglo XV), se habían constituido algunas formaciones sociales que los europeos llamaron reinos, pero que eran más bien señoríos de tipo feudal dominados por grupos de guerreros y sacerdotes (por ejemplo, los bakongos cercanos a la desembocadura del río, que reconocían la jefatura de un soberano llamado Mani Kongo).

Aparte de su configuración geográfica, algo más ha distinguido al Congo, algo sin duda relacionado con la espesura que bordea gran parte de su curso. Esa impenetrabilidad de la selva, esa carencia de panorama, ese misterio que se oculta más allá de lo inmediato; un paisaje –si se le puede llamar así a pesar de la ausencia de horizonte– que provocó en muchos exploradores extranjeros desesperación, angustia y temor; ese algo que Joseph Conrad llamó “el corazón de las tinieblas”. Pero quizá más aún que con los misterios de la selva, el drama trágico y salvaje que abordamos aquí tuvo que ver con la conformación histórica de las relaciones entre los pueblos nativos del Congo y los de Europa que buscaron apoderarse de África.


La segunda parte de este artículo se publicará en el siguiente número de Correo del Maestro. En ella abordaremos cómo el tráfico de esclavos negros jugó un papel preponderante en la exploración del Níger y el Congo; y seguiremos de cerca las expediciones británicas del siglo XIX que terminaron por demostrar que ambos ríos eran totalmente diferentes.

Referencias

CONRAD, J. (2002). El corazón de las tinieblas. Madrid: Santillana (Punto de lectura, núm. 251).

DE GRAMONT, S. (2003). El dios indómito. La historia del río Níger. Madrid: Turner / México: Fondo de Cultura Económica [primera edición en inglés, 1975].

FORBATH, P. (2002). El río Congo. Descubrimiento, exploración y explotación del río más dramático de la tierra. México: Fondo de Cultura Económica / Madrid: Turner [primera edición en inglés, Harper & Row, 1977].

GONZÁLEZ PONCE, F. J. (2010). Veracidad documental y deuda literaria en el Periplo de Hanón, 1-8. En Mainake, núm. XXXII, pp. 761-780. Disponible en: <dialnet.unirioja.es/descargas/articulo/361893.pdf> Ir al sitio.

LESTER, T. (2009). The Fourth Part of the World. The Race to the Ends of the Earth, and the Epic Story of the Map that Gave America its Name. Nueva York: Simon & Schuster.

LUDWIG, E. (1949). El Nilo. Biografía de un río, 2 tomos. México: Diana.

NOTAS

* Antropólogo que ha laborado en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista y el Instituto Nacional de Ecología; actualmente trabaja con Acción Cultural Madre Tierra, A. C. Para Correo del Maestro escribió la serie Palabras, libros, historias.
  1. Los libros de la Historia de Herodoto (mediados del siglo V antes de la era cristiana) se consideran inaugurales del conocimiento de la “civilización occidental” acerca de otras partes del mundo, incluido Egipto y sus alrededores norafricanos; sin embargo, desde mucho antes del tiempo del “padre de la Historia”, los antecesores micénicos de los griegos y las varias civilizaciones del Levante mediterráneo (sirios, hititas, palestinos, fenicios y mesopotámicos, entre otras) mantenían ya diversos tipos de relaciones con los egipcios.
  2. Hay historiadores que, basados en las narraciones de Herodoto y en el llamado Códex Palatinus Heidelbergensis, escrito por estudiosos bizantinos, afirman que un antiguo texto, el “Periplo de Hanón”, transcrito al griego a partir de un original en lengua púnica o cartaginense, es el relato de la circunnavegación de África por una flota fenicia, compuesta de hombres y mujeres, que comandó un tal Hanón (quizás a mediados del siglo V a. C.). Las pesquisas realizadas al respecto no son conclusivas; se discrepa sobre cuál fue el trayecto recorrido, si aquellos fenicios realmente dieron la vuelta por toda África o si su viaje abarcó sólo una parte; hay desacuerdos en la identificación de los lugares mencionados, y tampoco se tiene certeza acerca de cuándo sucedió. Así que, más allá de conceder o no a los fenicios el ser los primeros en circunnavegar África, es ineludible decidir que hasta muchos siglos después, cuando ciertamente los portugueses lograron hacerlo, tal hazaña se convirtió en un hecho decisivo para el desarrollo de la historia mundial. Al respecto, en Internet se puede consultar un interesante estudio de Francisco González Ponce (ver referencias).
  3. Los venecianos, genoveses y florentinos, así como los cosmopolitas griegos de Bizancio, actuaron como principales intermediarios que, dependiendo de sus arreglos con los otros intermediarios que operaban dentro de los dominios de los sultanatos islámicos –sirios, egipcios y judíos, por ejemplo–, pudieron, de todos modos, obtener jugosas ganancias.
  4. Ver artículo de esta serie sobre el río Nilo (“El Nilo: la larga historia de un río”, en Correo del Maestro, núm. 234, pp. 16-33).
  5. El diseño inicial de la carabela logrado en Sagres reunió los adelantos náuticos de varias tradiciones culturales (de las naves nórdicas usadas por vikingos y normandos; de las falúas y dhows de los árabes; y de las naos, barcas y barineles de los europeos mediterráneos). Con unos treinta metros de eslora, cerca de siete de manga, un fondo redondeado y un casco muy resistente, las carabelas originales podían entrar en las ensenadas sorteando bien los peligrosos bancos de arena; su gran innovación fue el uso de velas triangulares con aparejo latino (en dos, tres y luego hasta cuatro mástiles) que les permitían navegar aun con el viento en contra o a sotavento, avanzar de costado y virar con relativa facilidad. Alcanzaban hasta diez nudos con el viento en popa, una gran velocidad para aquella época, y contaban con una capacidad de carga de hasta cien toneladas.
  6. Durante algún tiempo se creyó que Colón había llegado a Asia, al menos hasta después de su tercer viaje (1498), cuando arribó a la costa de Venezuela y así comenzó a perfilarse con más claridad la idea de que se había topado con tierras que no eran propiamente asiáticas. A esta idea de que se trataba de un nuevo mundo contribuyó el viaje de Américo Vespucio por la costa sudamericana en 1497, y definitivamente la circunnavegación del globo terráqueo por la gente de Fernando de Magallanes y Sebastián Elcano en 1519-1522.
  7. Esa bula otorgó gran ventaja a los Reyes Católicos de España (Fernando de Aragón e Isabel de Castilla) para tomar posesión de la mayor parte de las tierras que el viaje de Colón había descubierto. La alianza de Alejandro Vl (conocido en la posteridad como el papa Borgia, por la pronunciación italiana de su apellido valenciano, Borja) con los reyes de España consagró el dominio español sobre gran parte de América, aunque el imperfecto trazo de las líneas divisorias que contenía la bula permitió que Portugal colonizara Brasil.
  8. Los holandeses fundaron (1652) un establecimiento permanente en la punta que Vasco da Gama había bautizado como “cabo de las Tormentas” (y que luego el rey Juan II ordenó nombrar “cabo de Buena Esperanza”) y que ellos abreviarán en adelante simplemente como Ciudad del Cabo; en principio, allí se avituallaban las tripulaciones de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, pero muy pronto llegaron colonos que se extendieron por el interior del extremo sur de África. Esos colonos llevaban consigo ganado y esclavos negros importados de la Costa de Oro o malayos de Batavia; sus descendientes se convertirían en los bóeres sudafricanos que para 1775 alcanzaron el Great Fish River, a 800 km al este de El Cabo.
  9. Recordemos que Sagres era el sitio donde Enrique El Navegante había instalado su centro de desarrollos náuticos.
  10. Por medio de la expedición de la bula titulada Inter caetera (marzo de 1456), que legitimaba la jurisdicción portuguesa sobre las islas y tierras del litoral africano.
  11. Como también en el siglo XVI Portugal afianzó su acceso por mar a las riquezas de la India y los preciados productos de las islas de las especias (en los archipiélagos de Indonesia), los productos naturales de África (entre ellos la madera de ébano) no se consideraron tan valiosos, y la mercancía más lucrativa la conformaron los esclavos negros.
  12. Cfr. Berstein, 2008: 275. Este autor muestra una gráfica en la que el pico del tráfico se alcanza a mediados del siglo XVIII, cuando unos sesenta mil esclavos eran desembarcados cada año en los puertos de América. Según sus estimaciones, alrededor de 80% de los esclavos llegaron a Brasil y las islas del Caribe. Sobre el tráfico de esclavos africanos llevados a los países musulmanes, las estadísticas son aún menos claras.
  13. Digamos aquí que no sólo fueron los portugueses los involucrados en el tráfico de esclavos; muy pronto, holandeses, franceses y británicos, entre otros europeos más, se sumaron a la trata de negros. España mantuvo una actitud quizá más perversa, pues la Corona española condenaba la trata y –al menos de palabra– impedía a sus súbditos involucrarse en ella, mientras legitimaba sin escrúpulos la legalidad de la esclavitud en sus territorios. Algo más o menos parecido a lo que después hicieron los Estados Unidos. Del tráfico de esclavos y la esclavitud entre los pueblos musulmanes no diremos gran cosa aquí, pues tomaría espacio que no tenemos el desarrollar un análisis coherente sobre esto. Sólo consideremos que los otomanos, persas y en mayor medida los árabes llevaron a cabo una también enorme y despiadada cacería de esclavos en el este y el centro de África, que continuó hasta fines del siglo XIX, cuando los sultanes de Zanzíbar, Omán, Mozambique y otros centros islámicos donde se comerciaban esclavos fueron prácticamente obligados a prohibir el tráfico (aunque no la posesión de esclavos) ante la presión de los británicos.
  14. Coffin Squadron se traduce como “escuadrón del ataúd”, quizá porque los esclavos eran transportados casi como si fueran en ataúdes para ahorrar espacio o porque cuando las patrullas navales inglesas estaban a punto de interceptar a los barcos negreros, éstos arrojaban a su carga humana al mar para deshacerse de la evidencia incriminatoria.
  15. Se dice que el vocablo proviene del latín niger, uno de los casos de esa lengua para nigrum (color “negro”); sin embargo, también se dice que es adaptación francesa de la palabra N ’eghirren o Ngher ngheren, que en idioma tuareg significa “río de ríos”; de este término se derivaría Ni Gir, un nombre local con el que se designaba la parte alta del río. El río recibe también el nombre local de Guin o Jin en la parte superior de su curso (quizá de esa raíz deriven los nombres de Guinea y Ghana); más adelante se le conoce como Joliba, que en las hablas de los mandingas significa “grandes aguas”. Los moros y bereberes del Sahara le denominaron bajo términos del idioma árabe: Neel Abeed (“río de los esclavos”) o Neel Kibber (“río grande”).
  16. Unos quinientos kilómetros antes de su delta, el Níger recibe la aportación de un importante tributario, el río Benue, que fluye hacia el oeste desde las inmediaciones del lago Chad, al que durante algún tiempo se consideró otra fuente del Níger; sin embargo, no hay conexión entre el Benue y ese gran lago.
  17. En la zona del delta abundan los yacimientos petrolíferos, que en la actualidad constituyen parte de la riqueza de Nigeria y también de sus constantes conflictos inter-étnicos. Premonitoriamente, pues en ese tiempo no se explotaba el petróleo sino el aceite de palma, la zona del delta fue conocida como Oil Rivers (“ríos de aceite”).
  18. Entre otros: los sorkho en el curso alto del río; los songhai y peul en el gran recodo; los bozo, malinké y wangara en el delta central; los yoruba y bambara en el curso medio; o los ogoni en el delta.
  19. Algunos geógrafos sostienen que el Lualaba es el verdadero inicio del Congo y que el Chambezi y el Luvua son afluentes; si esto se tomara como la versión correcta, la longitud total del Congo se acortaría en unos quinientos kilómetros, lo cual lo colocaría en el octavo lugar como el más largo del mundo. En todo caso, la confluencia del Luvua y el Lualaba marca el final de la cabecera del Congo.
  20. Estrictamente hablando se trata de lo que en botánica se conoce como bosque húmedo tropical.
Créditos fotográficos

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- Foto 1: Correo del Maestro con imagen de Atlas del mundo antiguo, S. Adams, ilus. de K. Baxter, México, Correo del Maestro y Ediciones La Vasija, 2006.

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