Cultivar ciudadanos
A TRAVÉS DEL TEATRO

María Esther Aguirre Lora[*]


Una de las diversiones con mayor raigambre entre la sociedad novohispana, acostumbrada a disfrutar los espectaculares eventos religiosos y cívicos que tenían como escenario la vía y los espacios públicos, fue sin lugar a duda el teatro. Éste era constantemente proclamado por pensadores y autoridades, por su cualidad formativa, como un observatorio privilegiado de virtudes por consagrar y de vicios por enmendar, donde la sociedad se representaba, y se reconocía en su realidad. Esta tradición fue recogida por los ilustrados mexicanos desde muy temprano,[1] y en el curso del siglo XIX la expresaron en distintos foros:


Cultivar ciudadanos a través del teatro

El arte dramático tiene una ventaja muy notable sobre todas las demás artes de la imitación, y es la de hablar juntamente al espíritu y al corazón, y el poder comunicar la sana instrucción bajo el atractivo aspecto del placer… el arte dramático, en un país gobernado, merece particular fomento (Diario de México, 1805: 66).


La cualidad del teatro, por lo demás, era extensiva a todos los sectores de la población (con excepción de los indios, asistían hombres y mujeres, círculos ilustrados, artesanos, jornaleros, empleados de gobierno, autoridades religiosas y civiles), distintos en sus actitudes y en su arreglo personal, integrados, en la diferencia, en el mismo espectáculo y con posibilidades de que los sectores más elevados influyeran sobre los demás. En el centro más importante de la actividad teatral de la vida novohispana, el Coliseo Nuevo[2] (inaugurado en 1753, renombrado Teatro Principal en 1826 y desaparecido en 1931 a causa de un incendio), las distancias entre los grupos sociales resultaban claramente visibles por la simbólica distribución arquitectónica de la sala: el Coliseo Nuevo constaba de cuatro pisos. La luneta, sus palcos laterales, así como los palcos del primer y segundo piso eran ocupados por gente distinguida, ricamente ataviada, en tanto que el cuarto piso −conocido como cazuela−, dividía a los hombres de las mujeres y estaba destinado al pueblo. Pero había otros lugares donde directamente se acomodaba el populacho, como el mosquete: de pie, atrás de las bancas de la luneta, donde apiñados, entraban cuantos cupieran. El cupo era para un promedio de ochocientas personas sin contar a los mirones que estaban afuera, en las azoteas cercanas (Mañón, 1932: 25).

Los programas se confeccionaban integrando, como plato fuerte, alguna comedia, con entremeses o intermedios compuestos por tonadillas, bailes y sainetes de distinta calidad y grado de decencia y moralidad (Mañón, 1932: 16-17), y se anunciaban en la prensa.

No obstante la rígida organización con la que se estructuraba el teatro, las funciones no fluían con el orden que era de esperarse. En el teatro, que constituía uno de los pocos espacios de convivencia existentes hacia las primeras décadas del siglo XIX, los espectadores platicaban entre sí sin ningún recato, se desplazaban por los pasillos, entraban y salían; los vendedores introducían golosinas, nieves, refrescos y aun fiambres, que anunciaban a voz en cuello. Los actores, por su parte, también platicaban entre sí, comían y saludaban a los amigos que encontraban entre el público; no se sabían su papel y, por el ruido de la sala, tampoco escuchaban al apuntador; en cuanto a las críticas, las repelían con insultos y retos. Las rechiflas, insultos y alguno que otro objeto que se aventaba, provenían tanto del mosquete como de la cazuela:


… debe prohibirse el que los concurrentes arrojen desde la Cazuela y Palcos, yesca encendida y cabos de cigarros al Patio, sucediendo no pocas veces que se quemen los vestidos y capas de las personas que ocupan los Palcos más bajos, Bancas y Mosquete; debiéndose prohibir igualmente el que escupan al Patio, tiren cáscaras de fruta, cabos de velas y otras cosas con que incomodan al concurso, manchan la ropa y suscitan algunas riñas (Mañón, 1932: 33).


Fachada del Teatro Principal, antes conocido
como Coliseo Nuevo


Se trató de poner fin a los desórdenes con una reforma en profundidad que consideró los distintos aspectos y elementos que participaban en el teatro de modo que, a la vez que apoyara la educación y diversión del pueblo a través de los valores y comportamientos de cuño ilustrado expuestos con recato y decencia, posibilitara que México tuviera un teatro a la altura de las naciones civilizadas. Esto se proyectó en el “Reglamento de Teatro”, que si bien fue emitido en 1786 –en tiempos del virrey conde de Gálvez–, persistió en sus principales planteamientos en el que se emitió en 1846 y sólo se modificó sustancialmente con el de 1894 (Mañón, 1932: 21-33; Viqueira, 1987: 76, 80).

En cuanto a los incidentes habituales y las críticas constantes, dadas a conocer por la prensa, llama la atención que, a la altura de 1849, ya con un nuevo reglamento que vigilaba el buen orden de las representaciones, El Siglo Diecinueve reseñara un caso extremo que se suscitó con la empresa que presentaba El Cardenal Alberoni, obra ya montada en otras ocasiones y que no resultó del agrado del público, de modo que:


Una parte de los concurrentes al patio, al levantarse el telón, dio voces de que no quería esa pieza por haberse ya repetido mucho. El desorden fue creciendo al extremo de interrumpir la representación; y a falta de juez de teatro, que no había asistido, el jefe de la guardia armada que se enviaba a cada teatro, se presentó en la sala a intimar silencio a los que gritaban. Éstos, no sólo no le hicieron ni el menor caso, sino que dando vuelo a su cocorismo se burlaron de él en términos insultantes.


Virrey conde de Gálvez


El jefe era hombre de malas pulgas y salióse corriendo pero no corrido, y a poco volvió con ocho o diez soldados de su guardia, se situó con ellos junto al escenario y desenvainando la espada volvió a reclamar el orden; pero al no ser atendido y al recibir las mismas respuestas ofensivas, sin pararse en pelillos dio a sus hombres la voz de: “Preparen armas”, y ya iban a hacer fuego sobre el patio, cuando se presentó el comandante general de la plaza y sacó de ahí al oficial y a sus genízaros.

Fácil es imaginarse, lo que en aquellos temibles momentos había pasado; las gentes, al ver preparar las armas, se dieron a la fuga atropellándose unas a otras y causándose serios daños y piramidales sustos; la función no pudo continuar; y los cócoras y los que sin tener su gracejo buscaban de imitarles en sus malcriadeces, una vez más se apoderaron de los cojines y de las sillas, y lanzándolas de aquí y allá causaron un buen destrozo de útiles y de enseres de teatro (Olavarría, 1961: 490-491).


En fin, puede decirse que la situación que vivía el teatro mexicano, a horcajadas entre los siglos XVIII y XIX, si bien mantuvo algunos de sus principales rasgos ya entrado el siglo XIX, también experimentó importantes transformaciones que lo llevarían a transitar de un espectáculo plural en el que convivía toda la población, sin negar el lugar que cada quien ocupaba, un teatro popular, a un teatro conforme con el canon ilustrado, un teatro culto, en el que se fueron depurando y puliendo los contenidos, las formas, los participantes, y que sólo quedó al alcance de los bolsillos que pudieran pagar los boletos.

La oferta de teatros se incrementó, pues a mediados de siglo ya se contaba con el Principal, el Nacional, el Nuevo México, el Iturbide (1856), el de Oriente, la Unión y la Fama, pero “durante ese tiempo el público de México se repartía entre los teatros citados, así como en los toros” (Mañón, 1932: 99) y otros espectáculos callejeros.

A la par que se dieron cambios importantes en la distancia que debía separar al público de los actores, la norma de participación como espectadores se tuvo que adquirir: se aprendió a no hablar durante la función, a permanecer sentado y en silencio, a no interrumpir la obra con palmadas, gritos y abucheos, a mostrar el agrado por el espectáculo en formas más contenidas, mediante aplausos refinados solicitando repeticiones con discreción, con comentarios cuando era posible hacerlos, con el conocimiento de lo que la crítica reseñaba en revistas y periódicos para mantener una actitud conocedora e informada, y todo ello como comportamientos estéticos, por lo demás, acordes con los tiempos que corrían.


Fachada del Teatro Nacional, 1857


También se rectificó la confección de los programas de las obras conforme a las exigencias educativas de una burguesía ilustrada: bailes, tonadillas y sainetes se redujeron al mínimo hasta llegar a suprimirse por constituir distractores frente a la densidad de las comedias y de los dramas; en especial, se eliminaron todas aquellas que tuvieran el menor atisbo de vulgaridad y de libertinaje, como bien lo señaló un escritor en 1805:


Interior del Teatro Nacional desde un palco

Cartel del Teatro Nacional

Teatro Iturbide, en Querétaro (llamado Teatro de la República a partir de 1922)


Las tonadillas y sainetes que sirven de intermedios deben desterrarse para siempre, porque además de ser todos un tejido de desvergüenzas y deshonestidades, están puestos en música tan estrafalaria que hacen muy poco honor al gusto de los espectadores (apud Olavarría, 1961: 182).


Pero, más allá del pulimento de los modales durante el espectáculo teatral, había otra forma de incidir en la construcción de la subjetividad, acorde con el papel que desde siempre se le había atribuido al teatro: “enseñar divirtiendo”, que por lo demás se había transformado en una consigna pedagógica de antigua data: las comedias reflejaban comportamientos, actitudes y valores de la sociedad, preconizando unos y ridiculizando otros; aleccionando sobre las pasiones que habrían de controlarse y los sentimientos que deberían promoverse; fomentando las virtudes y erradicando los vicios. Todo lo cual tendía a formar el buen gusto, con atisbos de decencia, honestidad y moralidad, fomentando las buenas costumbres: “El teatro debe ser la escuela de las buenas costumbres, de la educación y de la finura” (Mañón, 1932: 53).

Las políticas ilustradas en curso no sólo incidieron en el ordenamiento del teatro como institución, también derivaron en una clasificación de géneros discriminando los de mayor o menor contenido, así como impulsando el realismo en las distintas obras que se presentaran para acercarlas a lo que se vivía a diario en la sociedad, de modo que el espectador pudiera lograr una mayor identificación con su vida. Más aún: ya para mediados del siglo, se habían diversificado las salas de teatro, entre las que se reconocieron distintas categorías de espectáculos y de espectadores, lo que aumentó la oferta: el Teatro Principal (lo que era el Nuevo Coliseo), el Nacional (1844) y el Iturbide, más acordes con las aspiraciones y al comportamiento buscado por la burguesía ilustrada, en tanto que en el Teatro Unión se permitió todo para contentar al populacho. En esto también medió la economía de mercado y el acceso a los bienes culturales a partir de los propios recursos económicos de que se podía disponer. La consigna del ciudadano igualitario, sin distinciones de raza, ahora se desdoblaba nuevamente a partir de sus posibilidades económicas (Viqueira, 1987: 280-285); en este caso, el teatro que cultivaría al ciudadano, instruyéndolo y divirtiéndolo, y el que sólo divertiría o entretendría a los que quedaban fuera de ese círculo.

Referencias

Jovellanos, G. M. (2012). Memoria sobre educación pública, o sea, tratado teórico-práctico de enseñanza, con aplicación a las escuelas y colegios de niños. Edición, introducción y notas de Antoni J. Colom, Bernat Sureda. Madrid: Biblioteca Nueva-SEHE.

Mañón, M. (1932). Historia del Teatro Principal de México. México: Editorial Cultura.

Olavarría, E. (1961). Reseña histórica del teatro en México (1538-1911), vol. 1. México: Porrúa.

Viqueira, J. P. (1987). ¿Relajados o reprimidos? Diversiones públicas y vida social en la Ciudad de México durante el Siglo de las Luces. México: Fondo de Cultura Económica.

NOTAS

* Investigadora de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación (IISUE), UNAM.
  1. Gaspar Melchor de Jovellanos, pensador ilustrado de origen español y propulsor de reformas (1744-1811), por ejemplo, leído por estos lares, decía “[el teatro es] el primero y más recomendado de los espectáculos; el que ofrece una diversión más general, más racional, más provechosa, y, por lo mismo, el más digno de atención y desvelos del gobierno. El gobierno no debe considerar el teatro como una diversión pública sino como un espectáculo capaz de instruir o extraviar el espíritu, y de perfeccionar o corromper el corazón de los ciudadanos” (2012: 82).
  2. El primer lugar de encuentro para quienes gustaban del teatro había sido el Coliseo (1673), similar a los corrales españoles, que se ubicó en el Hospital Real de los Naturales y fue destruido por un incendio (1722).
Créditos fotográficos

- Imagen inicial: Julio Ruelas, 1900 en www.wikimexico.com

- Foto 1: Félix Miret, México en: www.wikimexico.com

- Foto 2: Mariano Salvador Maella (1739–1819) en: commons.wikimedia.org

- Foto 3: Bernardo Rico Ortega (–1894) en: commons.wikimedia.org

- Foto 4: Pedro Gualdi en: commons.wikimedia.org

- Foto 5: ahtm.wordpress.com

- Foto 6: www.crom.mx